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Un barco italiano que venía de San Francisco estaba atracado en el embarcadero, delante de los edificios de la aduana. Allí habían encendido todas las lámparas, enormes bombillas eléctricas de luz blanca y cruda que colgaban de hilos por todas partes, de manera que desde lejos daba la impresión de un plató de cine, con sombras que se agitaban en todos los sentidos, los toques de silbato que gobernaban el estruendo metálico de las grúas y de los aparejos, y los colores, amortiguados por el resplandor de los faros, por ejemplo, el rojo y el verde de la bandera, muy pálidos, casi sin destacar sobre el blanco.

Por contraste, el cielo sin luna era de una negrura de terciopelo, sin nubes, porque se veían centellear todas las estrellas.

Del mismo negro suntuoso era la superficie del agua, que respiraba apaciblemente para ir a morir en un chapoteo contra los pilotes. También con unas cuantas estrellas a lo lejos, a distancias difíciles de calcular, pero en este caso estrellas que habían encendido unos hombres. En medio de los brillos de un blanco amarillento se distinguía el verde de las luces de posición; y dos guirnaldas de luces redondas bien alineadas: las portillas de los dos paquebotes, con estrellas más pequeñas, pero más brillantes, en la punta de sus mástiles. A ras de agua se veían también luciérnagas en movimiento: las de las lanchas y las canoas invisibles de donde a veces salían voces.

Por fin, últimas estrellas, porque en medio de la noche cualquier luz se convierte en estrella, había las que paseaban los dos hombres en aquella negrura total, en la extremidad de un muelle de madera.

Cada uno de ellos solo conocía del otro aquel pequeño punto rojizo que brillaba con un poco más de intensidad a cada aspiración. A sus pies, entre los pilotes, se balanceaba una motora en la que andaba trajinando un marinero.

La ciudad, Panamá, estaba lejos, más allá de los muelles de descarga y de la zona oscura que los envolvía. Hasta allí no llegaba ninguno de sus ruidos; solo de vez en cuando la bocina de un coche acercándose; pero una sutil niebla luminosa ponía un color rosado en aquella parte del cielo.

Los dos hombres andaban. A intervalos casi regulares, el disco rojo de un cigarrillo y el de un cigarro se cruzaban. Los dos esperaban algo que debía venir de la ciudad; ambos parecían sujetos por un lazo invisible a la adormilada motora sobre la que uno y otro se iban inclinando.

Era la una de la madrugada. Las primeras luces que podían verse en la bahía, al menos uno de los hombres lo sabía muy bien, eran las del Aramis, que había cruzado el canal a la caída de la tarde, y que iba a entrar en aguas del Pacífico. No se podía ver su silueta ni calcular su magnitud. Como máximo, por el reducido número de portillas luminosas, podía juzgarse que no era un gigante de los mares, sino un modesto carguero mixto.

—¿Usted embarca en el Aramis?

Uno de los hombres se había detenido en el momento en que las brasas del cigarrillo y del cigarro se cruzaban una vez más. Su voz era natural y cordial.

El otro hizo una pausa, trató de distinguir los rasgos de su interlocutor y dejó que pasaran unos segundos sin responder.

—Eso parece… —dejó caer por fin, en un tono poco afable.

Y aunque los dos hombres aún no se habían visto, ya sabían mucho el uno del otro. El primero tenía un leve acento inglés, muy leve, como los ingleses que han vivido durante largos años en París o en la Costa Azul. Había en él cierta reserva que no carecía de distinción.

—Yo también espero al capitán —siguió diciendo—. Mayor Owen…

Comprendió que el otro hacía esfuerzos por verle la cara. Su compañero había hablado con voz monótona, un poco sorda, un poco hostil, como alguien acostumbrado a mantenerse a la defensiva.

Además, en vez de corresponder a aquella presentación presentándose a su vez, dio media vuelta y echó a andar de nuevo de un lado a otro.

Diez, veinte veces volvió la cabeza hacia la ciudad. La manera de andar delataba su nerviosismo. Como ya había hecho cuando un taxi le dejó en el embarcadero, se asomó para hablar con el hombre de la motora.

—¿Estás seguro de que no puedes llevarme a bordo?

—Sí, señor.

—¿Y tampoco puedo ir en otra lancha?

—Si encuentra alguna…

El capitán había bajado a tierra; estaría probablemente en las oficinas del puerto. ¿Había ido hasta la ciudad para tomar una copa con los amigos?

El hombre se alejó hacia un lugar de los muelles donde se oían voces. Andaba prudentemente, como si tanteara las sombras antes de aventurarse entre ellas, quedándose de vez en cuando inmóvil para escuchar.

—¡Ese tiene prisa! —suspiró el marinero, tendiéndose sobre la cubierta.

Aunque era de noche, hacía mucho calor. A bordo del paquebote que tenía más portillas y que no tardaría en meterse en el canal, se bailaba. A pesar del estrépito de las grúas, a veces llegaba hasta tierra una sorda ráfaga de música.

En Panamá también se bailaba, en todos los cabarets, y en Colón, al otro extremo del canal.

A bordo del Aramis algunos pasajeros ya se habían acostado, con la puerta abierta tapada por una cortina que se hinchaba por el aire de los ventiladores eléctricos; otros jugaban a las cartas esperando que levasen anclas.

Unos remos agitaron el agua. El hombre con prisa había debido de encontrar una lancha, que se deslizaba lentamente y sin luz hacia el Aramis.

Y unos instantes después se oyeron unos pasos rápidos que se acercaban; se adivinó la silueta blanca del capitán, que llevaba una cartera bajo el brazo.

—Nos vamos, mayor Owen…

Miró a su alrededor, se inclinó hacia la embarcación.

—¿Dónde está el otro?

—Ha hecho que un bote indígena le llevara a bordo…

Bajaron por la escalerilla de hierro uno tras otro. El marinero desatracó la lancha con ayuda del bichero. El motor ronroneó. Y mientras una estela blanca y luminosa se dibujaba en el terciopelo oscuro del agua, el Aramis poco a poco iba convirtiéndose en una realidad. Primero fue un barquito como dibujado por un niño, un barquito muy sencillo de línea, con su única chimenea, que parecía de juguete.

Luego se distinguió la palidez de los mástiles y de los obenques; finalmente, los hombres que se acodaban en el empalletado.

Los baúles que llenaban la lancha fueron izados con la ayuda de un aparejo. El intendente de a bordo, en la parte superior de la escalerilla, esperaba al mayor Owen.

—¿Ha podido encontrarme un buen camarote?

—Tendrá usted el mejor, el número uno. Si quiere seguirme…

Aún no se conocían. Nadie se conoce nunca al comienzo de una travesía. En cambio los demás pasajeros se conocían, porque hacía veintidós días que habían salido juntos de Marsella.

Cuando salieron de allí era invierno, febrero y sus fríos chaparrones, y durante cuatro días el barquito se había abierto paso penosamente por entre el oleaje gris. Los hombres, para salir a respirar a cubierta, se ponían abrigos, con las manos metidas en los bolsillos.

Los oficiales, la tripulación, los habituales de la línea, ya sabían en qué momento exacto iba a terminar todo aquello. Y ello sucedió cuando debía suceder, cuando estaban a la altura de las Azores. En la mañana del quinto día los pasajeros se despertaron en medio de una calma irreal, sin el golpeteo rítmico de las olas en el casco, sin el choque de las máquinas ante el embate del mar, sin los crujidos de los mamparos sacudidos por el balanceo y las cabezadas del barco.

Hubiérase dicho que el barquito se había inmovilizado en el espacio, en un mundo de paz y de silencio, y desde la cubierta se descubría ahora una extensión de un azul centelleante, todavía un poco pálido, en la que se confundían el cielo y el mar.

Algunos pasajeros pudieron divisar con prismáticos las laderas verdes de las islas. Y dos días después ya hacían su aparición los vestidos blancos y los trajes de hilo.

Porque como era un viejo barco, el Aramis trazaba lentamente en el océano su surco, que no tardaba en borrarse.

Se enteraban del nombre del señor delgado y ceñudo que ocupaba el camarote oficial, al lado del salón de primera: el señor Frère, inspector de las colonias, que iba a hacer un recorrido por las posesiones francesas del Pacífico.

Las partidas de bridge entre los Justin y los Lousteau se convertían en un rito, como también los aperitivos del mediodía y de la noche. Ya se conocía al capitán por su nombre, así como las particularidades de cada oficial.

En la escala de Pointe-à-Pitre todo el mundo coincidió en el salón de baile Doudou, incluso el misionero de la segunda clase.

Al llegar a Cristóbal un paquebote sueco precedía al Aramis, y en todas partes se encontraban con suecos, en las calles y en los bares, en los bazares y en los cabarets.

Ahora el carguero mixto había cruzado el canal, en buena parte de noche. De vez en cuando, uno de los jugadores de bridge que hacía el muerto, subía a cubierta, escrutaba la oscuridad y volvía para anunciar:

—Tercera esclusa…

Cuarta… Quinta…

Casi todos eran habituales y ya no se molestaban en contemplar las esclusas gigantes.

—¿Nos quedaremos mucho tiempo en Panamá?

—Suelen fondear en la bahía… Si no tienen que cargar mercancías… El capitán no lo prevé…

Anclaron en la bahía.

Pero subieron a bordo dos nuevos pasajeros. Alguien fue a dar la noticia al salón. Era un salón minúsculo, con solo seis mesas de juego y unos cuantos sillones, y una especie de ventanilla que se cerraba con un postigo y que servía de bar.

—¿Quién es, señor Jamblan?

El barco no era suficientemente importante como para llevar mucho personal, y el señor Jamblan desempeñaba a la vez las funciones de maître y de superintendente de a bordo.

—Un mayor inglés que se llama Philip Owen y un francés que vive en Panamá desde hace tiempo.

—Apostaría que le han dado el camarote número uno al inglés.

Todo el mundo había pedido este camarote, porque estaba orientado hacia delante y formaba el ángulo de babor, del lado opuesto al sol.

El señor Jamblan se disculpaba.

—No antes de Panamá, señor Justin… Tenemos instrucciones de reservarlo, en la medida en que sea posible, por si un personaje importante sube a bordo en Panamá.

¿Acaso el señor Justin, administrador de las colonias desde hacía veinte años, que efectuaba su octavo viaje en aquella línea, y que iba hasta el final, hasta Port-Vila, en las Nuevas Hébridas, no era un personaje importante? Sin la presencia a bordo —y ello era una gran casualidad— del inspector de las colonias, hubiera tenido derecho a compartir la mesa del capitán.

Fue la señora Justin quien fue a cerciorarse de que daban el famoso camarote número uno al inglés.

—Es un hombre de cierta edad —volvió para anunciar—. Tiene un aire distinguido.

Las puertas estaban abiertas, arrastraban los baúles por la alfombra roja; el otro pasajero tenía el camarote número seis, a la derecha de la escalera, uno de los dos que no daban a la parte de delante y que eran tórridos.

—¿Quién es, capitán?

El capitán esbozó un gesto vago, como para indicar que el hombre no valía gran cosa.

—¿Nouméa?

—Tahití.

—¿Y el inglés?

—Tahití.

Mejor. Después de Tahití —aún quedarían once días de navegación para los Justin y algunos más— el camarote número uno quedaría libre. Además, para aquel entonces, a bordo quedaban ya siempre solo unos diez pasajeros, y empezaba la buena vida.

El barman sabía lo que había que servir a cada uno. No tenían más que hacer una señal. Era la última ronda. Se oía girar el ancla.

—¿Un último trick?

Lo jugaron mientras el barco, ya libre, oscilaba antes de enfilar su rumbo. El francés entró en el salón y se dirigió directamente hacia el bar.

—Un coñac doble.

A manera de saludo, se había rozado la sien con la punta de los dedos, y ahora observaba al grupito bebiendo su coñac. Dos veces salió para asegurarse de que el Aramis se alejaba del puerto. Dos veces se hizo llenar nuevamente la copa, y si llegó a seguir la partida de cartas, no dirigió la palabra a nadie.

En cuanto al mayor Owen, le vieron cruzar por cubierta, pero no entró inmediatamente en el salón. Se había entrevisto una silueta un poco maciza, de una notable distinción, un traje cruzado de seda blanca, cabellos plateados que coronaban una cara rojiza.

Era en cierto modo como en la escuela, cuando llegan unos alumnos nuevos ya con el curso empezado. Se espiaban unos a otros; unos y otros también adoptaban un aire desenvuelto, sobre todo los nuevos, que se sentían juzgados sin indulgencia.

—¿Y el americano, señor Jamblan?

—Duerme.

Era otro de los nuevos, un poco menos nuevo que los dos últimos, porque había embarcado la víspera en Cristóbal, en el otro extremo del canal. Más exactamente, le habían embarcado, como un bulto, porque estaba tan borracho que no podía tenerse en pie. Lo habían transportado literalmente a su camarote, el cinco, que estaba al otro lado de la escalera, y era simétrico al del francés.

Desde entonces no se le había vuelto a ver, excepto el señor Jamblan, quien había entrado varias veces en su camarote, y siempre lo había encontrado dormido.

El capitán estaba arriba, cerca del rígido timonel. En la cubierta de las embarcaciones, con la puerta de su cabina siempre abierta, el telegrafista, en mangas de camisa, maniobraba con sus aparatos.

A un nivel más bajo que la primera clase, en la cubierta de proa, varios pasajeros de la segunda tomaban el fresco, a pesar de la hora, andando a pasos cortos, como en una plazuela, porque vivían en grupos de seis u ocho en camarotes en los que reinaba un calor sofocante.

El Aramis había salido de Marsella veintidós días atrás; dentro de dieciocho días iba a llegar a Tahití; y once días más tarde, alcanzaría su lugar de destino, las Nuevas Hébridas. Allí daría media vuelta y repetiría la misma ruta en sentido contrario, por sexagésima vez, porque era su sexagésimo viaje.

Cada vez había uno o varios administradores coloniales en primera clase, gendarmes, maestros, uno o dos misioneros en segunda. Cada vez había al menos un inglés o un norteamericano, un pasajero o una pasajera susceptibles de despertar la curiosidad y de alimentar las conversaciones. El camarote número uno era codiciado una y otra vez, y daba lugar, si no a incidentes, al menos a malos humores.

El señor Jamblan, ahora tan querido, ¿acaso no sabía que dentro de siete u ocho días, cuando las provisiones de víveres frescos se hubieran agotado, y, a falta de escalas, ya no fuera posible renovarlas, empezarían a quejarse de la comida?

¡Cuántos pasajeros —sobre todo pasajeras— que ahora se llevaban tan bien entre sí, acabarían detestándose y resultaría difícil reunir a cuatro personas para jugar al bridge!

El barco, poco a poco, volvía a su ambiente normal. Los jugadores charlaban un rato más, tomando la última copa, y el barman bostezaba esperando el momento de poder acostarse.

En cubierta el mayor Owen y el francés de Panamá se cruzaron varias veces y se examinaron sin dirigirse la palabra.

¿Es que cada uno de los dos sabía lo que pensaba el otro? Lo parecía. Se medían con las mismas agudas miradas de hombres que conocen a los hombres.

En el mamparo, a la derecha de la escalera, había una pizarra en la que el señor Jamblan tenía al día la lista de los pasajeros.

Allí coincidieron ambos hombres, viniendo de los extremos opuestos, cuando el maître se hubo alejado.

Ninguno de los dos se apartó, se quedaron de pie el uno al lado del otro. Para leer, el inglés se puso unas gafas con montura de concha.

«Alfred Mougins, de Panamá…».

En aquel mismo instante su compañero leía:

«Mayor Philip Owen, de Londres…».

Cuando volvieron a mirarse, Mougins fruncía levemente los labios en algo parecido a una sonrisa, pero sin benevolencia.

«¡Vaya!», parecía decir irónicamente.

¿Y acaso el mayor, de una sola ojeada, no acababa de saber más acerca del hombre de Panamá?

Había a bordo un alto funcionario al que esperaban angustiosamente en todos los archipiélagos que dependían de Francia, porque su misión era comprobar las cuentas, y cien carreras dependerían de su informe.

Se hallaban, en primera clase, un administrador de las colonias y un importante negociante de Nouméa, dos señoras, una joven y una vieja, que parecían hacer un viaje de recreo; en segunda clase, un maestro, dos maestras, un cura, tres gendarmes y un danés que iba a probar suerte en las islas.

Estaban los oficiales y la tripulación. El telegrafista que, desde su cabina en la cubierta superior, volvía a encontrar, gracias a sus antenas, barcos amigos, telegrafistas con los que intercambiaba mensajes. Así, durante la primera parte de la travesía había jugado algunas partidas de ajedrez con el compañero de un barco que hacía la misma ruta, a unas cincuenta millas más al sur.

Y finalmente había dos hombres más: un inglés y un francés.

Mañana —era tradicional— se instalaría en la cubierta de popa una piscina improvisada, hecha con unas barras y una lona, aproximadamente, tres metros por tres, con el agua sacada directamente del mar, en la que todo el mundo iría a remojarse.

Luego —cinco días después—, las Galápagos, divisables a lo lejos, por el costado del babor. Verían peces voladores… El paso del Ecuador…

Y en el mapa, cerca del salón de primera clase, las cifras apuntadas cada día al mediodía, inmediatamente después de la posición del barco: 235… 241… 260 millas.

Y el tifón que seguía haciendo estragos en algún lugar, y que nunca se veía.

—Apenas nos ha rozado la cola…

Desde hacía veinticuatro años, el Aramis se veía invariablemente afectado por la cola de los tifones.

Una luz blanca en la punta de un palo, centelleante como un planeta, dos luces más débiles, una verde y una roja, y luego las portillas color de luna roja que se iban apagando unas tras otras, millones de estrellas en un cielo muy alto; detrás, la costa, donde se cruzaban faros, de los que pronto no se vería más que un halo.

Abajo, negros desnudos embarcados en la Martinica se agitaban ante las fauces rojas de las calderas, y no veían la negrura del cielo más que en el fondo de una chimenea, a través de una reja. El jefe de los mecánicos, tendido en su litera, escuchaba la radio: una voz que venía de París, donde ya eran las diez de la mañana.

Unas mujeres movían los labios mientras dormían, unos hombres roncaban, las cortinas de todos los camarotes se hinchaban, y detrás de la suya Alfred Mougins se desnudaba sonriéndose ligeramente ante el espejo.

El mayor Owen se había quedado el último en cubierta. Tenía costumbre de viajar en barcos, y cada vez que embarcaba recorría su dominio provisional lenta, metódicamente, como si tomara posesión de un nuevo piso.

Al asomarse a la barandilla, veía la cubierta de la segunda clase, donde ahora no había más que una pareja abrazada en medio de las sombras. A pesar de todo, al día siguiente la reconocería, porque la mujer era pelirroja, con el cabello de un rojo intenso.

Subió un poco más, a la cubierta de las embarcaciones. A la débil luz del cuarto de guardia se adivinaban las dos manos del timonel, inmóviles sobre la rueda del timón, y las portillas del capitán estaban a oscuras.

El telegrafista, solo, seguía sentado en su cabina, con el casco de los auriculares en la cabeza, y su puerta abierta dibujaba un rectángulo de luz violenta en la que la crepitación del morse dejaba escapar ponía como cantos de grillos.

El oficial vio pasar a Owen y le deseó buenas noches. El inglés continuó andando un poco más, completamente solo, en medio de la sombra, y luego, al encontrar en un rincón una tumbona, se instaló en ella y encendió un cigarro.

El ronroneo de la máquina, un leve chapoteo, un roce sedoso del lado de la roda, los grillos del morse, eso era todo lo que se oía ahora bajo las estrellas, entre las cuales se balanceaba a un ritmo lento y suave la estrella más brillante de la punta del palo.

El rectángulo luminoso se apagó a su vez cuando el telegrafista se acostó, dejando su puerta abierta.

Los minutos, las horas debían de pasar, pero el tiempo era tan fluido que no se tenía conciencia de él. La ceniza blanca del cigarro se alargaba. Cientos de otros barcos gravitaban así en la noche de los océanos, con su cargamento de seres humanos que iban a alguna parte donde les llamaba su destino.

A veces Owen cerraba los ojos, a veces los abría solo a medias, y una vez sus párpados se despegaban así, se hacía más inmóvil, olvidándose de fumar su cigarro.

Algo se había movido a su derecha. Algo volvía a agitarse a menos de tres metros de distancia, y era tan insensible, tan inesperado, que tardó mucho en darse cuenta de que era la lona de uno de los botes lo que se levantaba. Había seis botes en la cubierta, todos colgados del pescante, sin contar la gran ballenera. Cada uno de ellos estaba recubierto por una gruesa tela gris que formaba una especie de tienda.

Una de las lonas se agitó, se dibujó un vacío entre ella y la regala, y hubiera podido pensarse en la presencia de algún animal de no distinguirse unos dedos humanos.

La inmovilidad de Owen se hizo total, y la lona seguía moviéndose; ahora la separación era de varios centímetros; sin duda, detrás había una cara, unos ojos ansiosos.

Desde el bote podía ser visto. Tuvo la intuición de que acababan de descubrirle, porque la lona dejó de moverse. No volvió a cerrarse enseguida. Solo después de largos minutos empezó a descender insensiblemente hasta cerrarse del todo.

Había alguien en el bote, alguien que le había visto, alguien que tenía miedo. Y como él también sabía lo que era el miedo, y como no quería infligirlo a otro, poco faltaba para que contuviera la respiración. Su cigarro, que estaba apagándose, tenía otro sabor, se hacía más amargo. Tenía ganas de rascarse la pierna y no se atrevía.

¿Volvería a moverse la lona?

¿Qué podía hacer para tranquilizar al hombre que se ocultaba allí?

La puerta de la cabina del telegrafista seguía abierta. No había que hacer ruido.

Permaneció largo rato inmóvil, con la mirada fija en el mismo punto. Luego se puso a silbar muy quedamente. Le pareció que al otro iba a tranquilizarle oírlo. Había elegido una tonada sencilla y tierna. Se levantó, se acercó al bote y se apoyó ligeramente en él.

Entonces balbuceó muy aprisa, en voz muy baja:

—No tenga miedo…

Un segundo de reflexión. ¿Quién sabe si el desconocido comprendía el francés? Repitió su frase en inglés, luego en español, volvió a silbar de nuevo y se alejó con pasos normales, tranquilizadores, hasta llegar por fin a la escalera de hierro.

O sea que, además de su cargamento normal, el Aramis llevaba a un desconocido hacia los mares del Sur. El bar, el salón, estaban cerrados. En las escaleras y en las crujías solo había dos lámparas nocturnas, y en la negrura de los camarotes aquellas cortinas que se hinchaban, siempre aquella agitación debida a los ventiladores.

Solo en un camarote había luz, en el de Alfred Mougins, y por los ruidos podía deducirse que este estaba ocupado en guardar el contenido de sus baúles.

Apartó su cortina para ver quién pasaba, reconoció al inglés.

—Buenas noches —dijo este.

Se le correspondió con una mirada dura, y luego, como una concesión, con un irónico:

—¡Buenas noches!

¿Seguían abrazándose aquellos enamorados en la parte de proa? ¿Se atrevía por fin el hombre de la lancha a levantar la lona para respirar un poco el aire de la noche?

Owen, a medio desvestir, se miraba en el espejo, se palpaba las mejillas blandas, llenas de barrillos, el mentón macizo, se detenía en las ojeras que subrayaban unos ojos claros, unos ojos como de niño, y suspiraba iniciando sus operaciones de aseo.

Cuando su luz se apagó, Alfred Mougins también se había acostado ya, y en un camarote vecino, una mujer, tal vez la señora Justin, tal vez la señora Lousteau —a menos que no fuese la tía o la sobrina— pronunciaba en medio de su sueño palabras ininteligibles.