Capítulo XXX

El final de todo ello

Tuvieron que dormir al sereno aquella noche. Evans les dio a los niños las mantas que habían traído, porque se habían dejado todas las cosas de dormir en la cueva de la ladera. Los prisioneros durmieron aparte, custodiados por los perros. Hacía mucha calor, y a «Blanquito» se lo quitó todo el mundo de encima cuando intentó echarse hecho un ovillo, primero encima de Jorge, luego encima de Jack, y, por último, encima de las niñas.

Tuvieron una conversación muy larga con Bill, y le contaron todas sus aventuras sin olvidar un solo detalle. Bill se había maravillado ante su accidental descubrimiento de la extraña montaña y de su aún más extraño secreto. Había examinado las alas que Jorge diera a Johns para que se las guardase.

—¡Me las llevaré al colegio el próximo curso! —dijo—. ¡Lo boquiabiertos que me mirarán los chicos! ¡Apuesto a que más de uno querrá probarlas!

—Bueno, pues no te digo más que una cosa: yo, en tu lugar, les quitaría de la cabeza cualquier idea que pudiese ocurrírseles de tirarse desde el tejado del colegio o sitio parecido confiando en la potencia de las alas —advirtió Bill, con sequedad—. Tengo el presentimiento de que el ingenioso cerebro que ideó tantas cosas empieza a fallar un poco. El viejo «rey» jamás descubrirá cómo hacer las alas que tantas ganas tiene de fabricar. Pero no cabe duda de que ha inventado algunas cosas sorprendentes. He tenido una charla con Meier, y me dijo por qué tenía fe en Monally, que es como se llama en realidad el «rey» de la montaña.

—¿Por qué tenía fe en él? —preguntaron, con curiosidad, los muchachos.

—Porque al parecer, y en distintas épocas, ha producido algunos inventos sorprendentes. Y Meier, que le ha apoyado, ha ganado mucho dinero con ellos. Cómo llegó a encontrar esta mañana y el raro metal que contiene en sus entrañas y que el «rey» deseaba para su última idea de vencer la atracción de la tierra, es cosa que aún no he podido descubrir ni descubriré. Alguna jugada sucia con toda seguridad.

—¿Qué va usted a hacer de todo esto? —quiso saber Jack.

—A los paracaidistas se les mandará a sus respectivos países. A los japoneses se les interrogará, y repatriará luego también. Se me antoja que hay algo raro en ello también. Al «rey» se le llevará a lugar seguro. Mandaré dos o tres hombres de ciencia a la montaña para que hagan un informe sobre lo que encuentren allí. Nada me extrañaría que nos aconsejaran que destruyéramos todo cuanto hay allá. El «rey» ha estado jugando con cosas peligrosas. No habiendo nadie allí que pueda encauzarla, pudiera producirse una explosión fantástica.

—Es una buena cosa que la descubriéramos nosotros, ¿verdad? —dijo Lucy.

—Una buena cosa en verdad —asintió Bill—. Y aun fue una cosa mejor que dejarais el mensaje con «Salpicado». De no haber sido por eso, jamás hubiese logrado encontraros.

—¿Qué sucedió? —preguntó Jack.

—Me presenté en vuestra busca, con burros y todo, después de la estúpida huida de David. En lugar de encontraros a vosotros, me tropecé con «Salpicado», y la nota en la que hablabais de cosas muy singulares en verdad y que me hicieron sospechar algo.

—Siga —dijo Jorge, interesado.

—Bueno, pues investigué por ahí, y no pude dar con la entrada a través de la caverna sin techo. Conque no me quedó otro recurso que hacer indagaciones acerca de todos los helicópteros que hay en este país… quiénes eran sus propietarios y todo eso. ¡Y me encontré con que otras personas estaban investigando sobre todo ello también! Algunos de los helicópteros habían estado emprendiendo vuelos en circunstancias muy sospechosas y sin que nadie supiera adonde se dirigían. Conque la policía se había puesto a investigar el asunto… y yo me uní a ella inmediatamente.

—Y, ¿qué descubrió usted? —preguntó Dolly.

—¡Conocí a un piloto joven, que tiene una cicatriz enorme en la mejilla! —contestó Bill—. ¡Ah…! veo que le conocéis. Y él desembuchó. Nos dijo que estaba preocupado por una serie de paracaidistas que se arrojaban sin paracaídas adecuados y todo eso. Conque cuando se fue él de vacaciones, ocupé yo su lugar, e hice el siguiente viaje de helicóptero presentándome en la cumbre de la montaña.

—¡Oh, Bill! ¡Fue algo magnífico verle! —dijo Lucy entusiasmada.

Bill también les había hablado de la señora Mannering, de la ansiedad que la había consumido, de cómo se le había curado del todo la mano y había suplicado que se la permitiera acompañar a Evans y a los otros para salirles al encuentro a los niños con los burros.

Tardaron mucho en poder dormirse los niños aquella noche, porque el día había sido tan emocionante. Los perros dormitaron, con un ojo abierto, no dando lugar a que pudieran escaparse los prisioneros. Los burros yacían apaciblemente juntos. «Blanquito», despedido por todos los niños, marchó al lado de su amigo el borrico, y se tumbó junto a él. A «Salpicado» le llenó eso de contento.

Estuvieron de regreso en la granja al día siguiente a la hora de comer, porque Bill les había hecho madrugar mucho. La señora Mannering salió corriendo a su encuentro, llena de alegría. Había estado muy preocupada en verdad.

La señora Evans la siguió.

—¡Y vaya, pues, que es una alegría enorme el veros, tú, mira! ¡Pensar que habéis pasado por tanto, mira! Tanto peligro como en la guerra. ¡Estamos encantados de que estéis de vuelta, pues!

—Y buena cara que tienen también —dijo Evans, todo sonrisas—. Y ese pájaro, vaya, es más cómico que nunca, mira.

—¡Y pues, mira! —dijo el loro, imitando el sonsonete del otro.

Y Evans soltó una serie de risitas, que «Kiki» se apresuró a reproducir. Sonaban tan tontos los dos, que todo el mundo se echó a reír también al escucharles.

La señora Evans, claro, les tenía preparada otra magnífica comida. Y, ¡cuántos había que alimentar aquel día también! Hasta encontró una buena cantidad de huesos para los perros, y Jorge tuvo que llevárselos a distancia, porque la señora Mannering dijo que no podía soportar los crujidos de los huesos que los diez animales trituraron y comieron en muy poco tiempo.

¡Cuánto había que contar! A la señora Evans por poco se le desorbitan los ojos al escuchar, mientras repartía comida de todas las clases a todo el mundo.

—¡Y pensar que los niños hicieron esas cosas, mira! —no hacía más que repetir—. ¡Dentro de esa montaña, mira! ¡Abajo en ese barranco también, mira!

—¡Perdón, mira! —dijo «Kiki».

Y soltó un estornudo.

Evans volvió a ahogarse de risa, y «Kiki» le imitó, haciendo tanto ruido, que la señora Mannering le amenazó con echarle del cuarto si no se portaba como era debido.

—¡Oh!, tía Allie —dijo Jack, dándole un golpecito en el pico al loro—, es que no cabe en sí de alegría al verse aquí otra vez.

—Llama al médico —dijo «Kiki», fijando la maliciosa mirada en Evans, que aún se retorcía de risa—. ¡Llamad al médico!

Todos rieron sin poderlo remediar. Jack le dio a «Kiki» una ciruela muy gorda, con la esperanza de que así callase. Asiéndola con una garra, «Kiki» le hincó el pico, regando al pobre Evans con una serie de chorros de jugo, de aquellas gruesas ciruelas.

—¡Perdón! —exclamó el loro encantado.

Y lo hizo otra vez.

Evans dijo que cambiaría hasta el último de sus corderos por un pájaro como aquél. Se puso a observar a «Kiki», y se olvidó por completo de comer.

Johns había de llevar a los prisioneros a la población, acompañado de David y escoltado por dos de los perros. La señora Evans dijo que cuidaría de los otros en la granja hasta que la policía hubiese decidido qué es lo que tenía que hacer con ellos.

—Mamá, supongo que nos podríamos quedar con dos o tres de esos perros, ¿verdad? —inquirió Jorge, con anhelo.

—¡Dios santo, no! —respondió la madre—. Ya es mucho verse colgada con tantos animalitos tuyos cuando te vas al colegio; pero el tener que cuidar a tres alsacianos voraces por añadidura, sería ya el colmo. Acabaría muñéndome, estoy segura. No; serán mucho más felices como perros policías.

Bill iba a quedarse hasta que llegaran dos o tres hombres de ciencia que le acompañaran hasta la montaña. También irían con ellos algunos policías para llevarse a los japoneses, aunque Bill no esperaba que diesen guerra. Probablemente tendrían malos antecedentes, y habrían aceptado trabajo de Meier para mantenerse fuera del camino de las autoridades y ganar, al propio tiempo, algún dinero.

—¿Podemos ir nosotros a la montaña también? —inquirió Jack, esperanzado—. Podría usted extraviarse por dentro, Bill.

—No hay peligro de eso. Encontré un magnífico mapa del interior de la montaña en el bolsillo de Meier. No me perderé, no te apures. Y más vale que renuncies a toda esperanza de acompañarme, porque ya has corrido suficiente peligro estas vacaciones. Me temo que, como os llevara conmigo, surgiría otra aventura. ¡En mi vida he visto chicos como vosotros para olerlas! Hasta creo que, si os llevara a visitar a mi pobrecita tía, nos encontraríamos con que la habían secuestrado de pronto en un submarino, y que vosotros tendríais que ir al otro extremo del mundo para rescatarla.

Los niños se quedaron muy chasqueados por no poder ir con Bill a la montaña. Ninguna de las dos niñas tenía el menor deseo de ir, sin embargo. Lucy estaba segurísima de que aquello no le interesaba.

—No me importa ni pizca la aventura ahora que ha terminado y que podemos hablar de ello —dijo—. Pero no me gusta cuanto está pasando. Odiaba a esa montaña. Bill, Jorge me va a dejar que use sus alas esta tarde en recompensa por haberme ofrecido para saltar del helicóptero en su lugar. ¡Volaré desde esa roca tan alta de allá, hasta la granja!

—¡Que te crees tú eso! —contestó inmediatamente el detective.

Lucy se echó a reír al ver la cara de susto del otro.

—No se preocupe. Sólo le estaba tomando el pelo —dijo—. Pero las voy a llevar puestas un rato y saltar por ahí agitando los brazos. Lo sorprendidas que quedarán las gallinas, ¿verdad?

—Mucho —asintió Bill—. ¡Dejarán de poner huevos como consecuencia de su asombro, a buen seguro! Vigílala, Jorge. Asegúrate de que no haga ninguna locura, es bien capaz.

Jorge rió.

—Lucy no hará ninguna tontería —dijo—. Es la más sensata de todos nosotros.

Se metió la mano en el bolsillo para ver si «Pepito Resbaloso» seguía allí. Al instante su rostro reflejó el más profundo asombro.

—¡Oh! ¿Qué ocurre ahora? —exclamó Lucy, dando un brinco de sobresalto.

—¡Ha ocurrido la cosa más maravillosa! —contestó Jorge—. La verdad es que jamás me lo hubiese imaginado.

—Pero, ¿qué pasa? —clamaron los otros.

Jorge sacó la mano y la abrió. Estaba llena de lo que parecían minúsculas agujas plateadas que no hacían más que retorcerse.

—«Pepito Resbaloso» era «Pepita Resbalosa». Aquí están sus crías. ¡Mamá, mira! ¡Mi escincoideo me ha llenado el bolsillo de hijitos! ¡Oh, mamá! ¡Estoy seguro de que jamás le ha hecho un escincoideo una cosa así a nadie antes! ¡Es un caso único! ¿Verdad que son lindos?

—¡Uj! —exclamó Dolly.

—¡Perfectos! —dijo Jack.

—¡Oh, dame uno para mí! —suplicó Lucy—. ¡Oh, Jorge! ¡Esto es mucho más emocionante que nuestra aventura!

—¡Mucho más! —asintió el niño—. ¡Qué «Pepita» más simpática! Nunca había tenido crías de escincoideo hasta ese momento. ¡Ahora las tengo a montones!

—No quiero que las lleves en los bolsillos. Jorge —dijo la madre—. No es bueno ni para ellas ni para ti.

—¡Es que «Pepita» se llevará un chasco si no lo hago! —contestó el niño, consternado.

Se olvidó la aventura. Las cuatro cabezas se inclinaron sobre los plateados animalitos que tenía Jorge en la palma de la mano. «Blanquito» se acercó a mirar. «Kiki», posado en el hombro de Jack, se inclinó hacia delante.

—¡Tú, mira y pues! —dijo, ladeando la cabeza.

Abrió el pico para soltar un hipo. Pero se topó con la mirada de la señora Mannering y cambió de parecer.

—¡Perdón! —aulló, prorrumpiendo en una carcajada—. ¡Pájaro malo! ¡Llama al médico, mira! ¡Límpiate los pies y suénate, perdón!