Capítulo XXVIII

Rastreados por los perros

Lucy se acurrucó contra Bill y Johns, sobrecogida de temor, al oír los salvajes aullidos y ladridos. ¡Le hacía muy poca gracia la idea de que los perros hubiesen salido en persecución suya!

Bill y Johns se miraron, y el primero dijo algo entre dientes y puso cara de ira y de testarudez. Todos habían estado tan encantados de haber podido escapar y ahora, ¡estaban a punto de ser capturados otra vez! ¡Nadie podía hacer nada contra diez perros acostumbrados a cazar hombres!

—¡Bill! ¡Métase en el arroyo y camine por dentro del agua! —dijo Jack de pronto—. Eso fue lo que hizo el negro cuando quiso interrumpir su pista. Los perros no pueden oler un rastro en el agua. Subamos todos por el arroyo e intentaremos encontrar un buen escondite… un árbol grande, como el que le sirvió de refugio a Sam.

—Es bien pobre esa solución —dijo Bill—; pero la probaremos. ¡Al diablo con el helicóptero! ¡Mira que estropearse precisamente cuando iba a despegar! Hubiésemos estado fuera de peligro a estas horas, de no haber sido por la avería en el timón.

Se metieron todos en el arroyo y subieron por él, encontrando muy fría el agua. Lucy iba entre Bill y Johns. Se alegraba mucho de que fueran dos personas mayores con ellos, por lo menos. Los perros volvieron a ladrar en la distancia. ¡Se hallaban ya sobre la pista!

Los fugitivos avanzaron por el arroyo tan aprisa como pudieron, conque interrumpieron el rastro. Pero se les podía ver sin dificultad, y era absolutamente necesario que encontraran a toda prisa un árbol al que subirse, o una cueva en que refugiarse.

Y no tardaron en encontrar precisamente lo que les hacía falta. El arroyo desaparecía por un agujero grande en la ladera. Por él salía gorgoteando la límpida linfa, arremolinándose alrededor de los pies de los dos hombres y los cuatro niños… ¡y de «Blanquito» también!

—Mirad… sale de ese agujero tan grande —dijo Bill con satisfacción—. Nos meteremos en él, confiando que cabremos todos. Debiéramos poder permanecer aquí escondidos hasta que los perros renuncien a toda esperanza de encontrarnos y se retiren.

Entraron a rastras, uno tras otro. Bill encendió la lámpara de bolsillo. No había más que el sitio justo para todos ellos, porque unos metros más allá, el agujero se hacía más estrecho, convirtiéndose en pequeño túnel por el que brotaba el agua.

Se sentaron donde pudieron, muy pegados los unos a los otros. Jack y Jorge tenían los pies dentro del arroyo. Allí sentados, escucharon el lejano aullar de los alsacianos.

Bill se sacó un poco de chocolate del bolsillo.

—Me había olvidado de esto —dijo, repartiéndolo. Resultaba consolador tener algo que roer. También Johns llevaba chocolate, conque hubo en abundancia.

—¿Cree usted que habrán perdido los perros la pista ya? —inquirió Jack, no oyendo que se acercaban más los ladridos.

—Sí. Así parece —contestó Bill—. Están desconcertados, yo creo. Deben haber llegado al arroyo. Lo cruzarían en busca de nuevo rastro, y no lo encontraron. Probablemente no serán capaces de pensar en la posibilidad de que hayamos subido corriente arriba.

—Los perros, no —asintió el flemático Johns, que estaba tomando aquella extraordinaria aventura con la misma calma que si estuviese acostumbrado a que le sucedieran cosas así todos los días—; pero a los hombres sí que se les ocurrirá. A mí se me ocurriría, por lo menos. Si estuviese dando caza a un hombre con la ayuda de perros y nos encontráramos detenidos por un riachuelo, ordenaría a los animales que subieran o bajaran la corriente sin perder instante.

—¡Ay, Señor! —murmuró Lucy—. ¿De veras que lo haría usted? Bueno, pues entonces estoy segura de que lo hará Meier también en cuanto alcance a los perros, porque es un hombre muy inteligente. Tiene unos ojos penetrantísimos, Bill… de veras que sí… le traspasan a uno de parte a parte.

—Pues más cuenta le tendrá no intentar traspasarme a mí con la mirada —le dijo Bill—. ¡Lo iba a lamentar mientras viviese!

—¡Perdón! —dijo «Kiki»—. ¡Lo siento!

—Olvidaste el hipo, lorito —dijo Jack.

Y «Kiki» se apresuró a suministrarlo.

Johns rompió a reír de pronto. Dijo que había oído mucho hipo sin pájaros, y visto a muchos pájaros sin hipo; pero que cuando uno encontraba las dos cosas juntas, ¡valía la pena!

—Los perros se están acercando más —anunció Jack preocupado.

Todos escucharon, aguzando el oído. Era cierto. Los aullidos sonaban más cerca.

—Eso quiere decir que Meier les ha alcanzado —dijo Dolly—. Y ha adivinado nuestra estratagema, y vienen todos arroyo arriba.

—Sí; y es seguro que acabarán oliéndonos aquí —asintió Jorge—. Completamente seguro. ¡No podemos engañar a unos sabuesos como ésos!

—¡Sabuesoscomoesos! —aulló «Kiki», encantado.

—Cállate —ordenó Jack, dándole un golpe en el pico—. ¿Quieres que te oigan los perros?

—¡Puuuh! —respondió el loro, dándole un pellizco en la oreja a su amo.

—¡Escuchad! ¡Oigo chapotear a los perros en el arroyo! —exclamó Jorge.

Y así era, en efecto. El ruido llegó a oídos de todos, y Lucy asió la mano de Bill con más fuerza que nunca. ¿No acabaría nunca aquella horrible aventura?

Y de pronto, vieron al primer perro, con la roja lengua fuera y jadeante. Medio saltaba por el agua en lugar de vadear por ella. Entraba y salía dando brincos y acercándose más cada vez.

Luego se percibió la odiosa voz de Meier.

—¡Vamos! ¡Buscadles! ¡Halladles!

El primer perro llegó hasta el escondite. Pudo oler a todos los que se encontraban dentro al detenerse ante el agujero. No intentó entrar. Había hallado lo que le habían mandado que hallase: no se le había ordenado que apresara y sujetase.

Alzó la cabeza y aulló como un lobo. «Kiki» quedó la mar de sorprendido. Intentó imitarlo; pero el aullido de un perro alsaciano era algo superior a sus posibilidades. Sólo consiguió producir un ruido extraño, que hizo ladear la cabeza al perro y escuchar.

Luego llegaron los demás perros, jadeando también, y con la lengua fuera. Se detuvieron junto a su jefe y detrás olfateando. ¡Parecían muy feroces en verdad!

—No resulta un cuadro muy agradable —le dijo Bill a Johns, que contemplaba con estolidez a los alsacianos, como si estuviese acostumbrado a que le dieran caza manadas de perros feroces y le tuviera completamente sin cuidado.

—No os mováis —les ordenó Bill a todos—. Mientras no intentemos movernos o huir, los perros no harán otra cosa que permanecer donde están contemplándonos.

Se oyeron gritos y aparecieron Meier y Erlick, congestionados el rostro de tanto correr. Meier se detuvo en seco al ver a los perros parados ante el agujero por el que salía el arroyo.

Empujó inmediatamente a Erlick tras un árbol. Era evidente que temía que tuviese Bill pistola. Gritó en voz bien alta:

—¡Salid! Los perros os han encontrado. Si no queréis que se os echen encima, salid… y tirad las armas al suelo y alzad los brazos. Os tenemos encañonados.

—Agradable individuo, ¿eh? —le dijo Johns a Bill—. Resultará agradable echarle el guante. ¿Salimos, jefe, o no salimos?

—No salimos —respondió lacónicamente Bill—. Dudo que se atreva a lanzar contra nosotros a los perros. Sabe que están aquí los niños.

—A Meier no hay nada que le detenga —anunció Jack.

Y tenía razón. Cuando no hubo respuesta ni se observó movimiento alguno en el agujero. Meier empezó a perder los estribos, como de costumbre. Gritó algo en idioma extranjero, y luego volvió al inglés:

—Habéis oído lo que he dicho. Os doy una ocasión más. Los perros están dispuestos a atacar. Os apresarán, no lo dudéis. Y os advierto que tienen muy afilados colmillos, conque, ¡no ofrezcáis resistencia!

Siguió sin moverse nadie. Lucy cerró los ojos. No se sentía capaz de mirar más rato a los perros jadeantes y ávidos. Veía que estaban aguardando la orden para entrar en la caverna y sacarles a todos a rastras.

Y entonces, de pronto. Jorge se movió y, antes de que pudiera detenerle nadie salió del escondite.

—¡Pon las manos en alto! —ordenó Meier.

Y Jorge obedeció. Los perros le olfatearon, y el muchacho les dirigió la palabra en voz baja.

—¿No me recordáis? Soy Jorge. Dormisteis conmigo allá en la roca. Sois unos perros magníficos. Somos amigos, ¿no os acordáis?

Los perros no comprendieron una palabra; pero entendieron el tono de su voz. Recordaron a aquel muchacho. Sentían su afectuosidad y su atracción. El jefe empezó a lloriquear un poco. Sentía anhelo de que aquel niño le acariciara la cabeza. Pero Jorge tenía los brazos en alto, y sólo disponía de la voz para encantar a aquellos perros.

Continuó hablándoles en voz baja, mientras los otros niños, Bill y Johns, contemplaban como fascinados la escena. Todos estaban pensando lo mismo. Jorge, Jorge, ¿qué hay en ti, que convierte a todos los animales en amigos tuyos? ¿Qué don tienes, tan raro, tan irresistible? «¡Afortunado niño!», pensó Bill. «¡Afortunados nosotros por ser tú capaz de atraerte a esos animales!».

Meier preguntó con ira:

—¿Dónde están los otros? ¡Diles que salgan ellos también o daré la orden de que los saquen!

El cabecilla de los perros se alzó sobre las patas traseras, y posó las delanteras sobre los hombros de Jorge. Le lamió la cara al niño. Fue una lamida muy húmeda, pero Jorge no apartó la mejilla. Fue como una señal para que los demás perros se congregaron a su alrededor. Olvidando por completo a Meier, rodearon al niño, intentando acercarse a él, olfateándole, lamiéndole cada vez que podían acercarse lo bastante.

Bajó las manos. Meier no se atrevía a disparar ya, por miedo a matar a un perro. Les acarició los lomos, les dio palmaditas en la cabeza, les frotó el hocico, y les habló al propio tiempo, con aquella voz que tenía reservada para los animales.

Meier dio una orden.

—¡Sacadles! ¡Id a buscadles! ¡Traedlos aquí!

Los perros volvieron maquinalmente la cabeza al oír su voz autoritaria. Vacilaron. El jefe miró a Jorge.

—Venid conmigo —dijo Jorge—. Venid. Encontraréis más amigos aquí dentro.

Y con asombro e incredulidad de Meier, el niño condujo a los perros a la cueva, y en la que por lo menos cuatro lograron introducirse para lamerles la cara a Lucy, Jack y Dolly. Olfatearon, dubitativos, a Bill y a Johns, gruñeron al ver a «Blanquito» y a «Kiki» y luego, cuando Jorge posó una mano sobre el brazo de Bill y luego el de Johns, aceptaron a ambos también como amigos.

—¡Jorge! ¡Eres una maravilla! —exclamó Bill con sincera admiración—. Es magia lo que usas, ¡no puede ser ninguna otra cosa!

—¡Vaya niño! —exclamó el flemático Johns, permitiendo que su rostro cambiara por una vez de expresión, y reflejara gran admiración.

—Me parece que a Meier no va a tardar mucho en darle un patatús —dijo Jack—. No acaba de comprender lo que está sucediendo.

—¡Sacadlos a todos he dicho! ¡Os mataré a todos si no obedecéis mis órdenes! —rabió el hombre—. ¿Qué os pasa? ¡Sacadles de ahí!

Los perros no le hicieron el menor caso. El jefe había aceptado a Jorge como amo ahora, y todos siguieron su decisión. Lo que Jorge dijera, harían. Temían a Meier; pero amaban a Jorge.

Meier, enfurecido, disparó, de pronto, la pistola. No apuntó a los perros: tiró por encima de sus cabezas. Los animales saltaron y gruñeron, volviéndose hacia él. Bill juzgó que había llegado el momento de hacer algo.

—¡Jorge! ¿Te obedecerán los perros? ¿Atacarán a Meier y a Erlick? Si crees que son capaces, ordénales que lo hagan. ¡Vamos a darle a esa pareja una dosis de su propia medicina!