Capítulo XXVII

Al fin libres

Tan pronto como adquirió la convicción de que alguien estaba subiendo por debajo de él, Jack dejó de descender y se puso a ascender de nuevo a toda velocidad. No quería encontrarse con Meier o Erlick en aquella escala.

Un poco más arriba, tropezó con los pies de Lucy. Ésta dio un gritito de miedo.

—No tengas miedo, Lucy, soy yo —susurró el muchacho—. Alguien está subiendo por la escala. ¡Vuelve arriba lo más aprisa que puedas!

Lucy empezó a subir en seguida, llena de pánico. ¡Cielos! ¡Qué horrible era saber que alguien subía en el preciso momento en que bajaban ellos! ¡Estaba segura de que de día ser el horrendo Meier!

Ella tropezó a su vez con los pies de Dolly, y le transmitió el mensaje a la sorprendida niña, que retrocedió a toda velocidad entonces hacia el punto de partida. Lucy y Jack le seguían de cerca. El niño estaba temiendo que le agarrara alguien por los tobillos desde abajo de un momento a otro.

Y claro, el suceso siguiente fue que a Dolly casi la pisó en la cabeza uno de los pies de Bill. Estaba descendiendo a toda velocidad para reunirse con los otros, y se quedó asombrado al encontrarse a Dolly inmediatamente debajo.

—¿Qué te pasa? ¿No te dije que te dieras prisa? —exclamó.

Y entonces oyó el angustiado susurro de la niña:

—¡Sube alguien! ¡Dese prisa antes de que alcancen a Jack! ¡Aprisa, Bill!

Mascullando algo entre dientes, Bill volvió rápidamente atrás. Ayudó a Dolly a subir. Luego a Lucy y a Jack. La escala aún so estremecía. El escalador, o los escaladores, no se habían detenido.

—¡Atrás, hacia los pasadizos! —ordenó Bill—. No podemos dejarnos capturar ahora. Aguardaremos a que se haya ido quienquiera que sea, y probaremos otra vez luego.

Llegaron a donde el pasillo se dividía en tres, y Bill les empujó a todos hacia el más oscuro, pero se oyeron pasos que caminaban hacia ellos, y se vio la sombra de alguien por el otro extremo. Retrocedieron todos otra vez.

El escalador, sin embargo, había llegado ya arriba y se encontraba tras ellos. Probaron el segundo ramal, y se encontraron en un laberinto de extrañas grutas, que se comunicaban entre sí.

—¡Aguardad aquí! —dijo Bill.

Pero les habían visto, y empezaron a resonar voces autoritarias por los oscuros pasadizos.

—¿Quién anda ahí? ¡Salid inmediatamente! No se movieron. Estaban todos acurrucados en un rincón oscuro, sobre el que sobresalía una repisa rocosa. Bill se preguntó si les encontraría el haz luminoso de una lámpara. Mucho se temía que sí.

Las pisadas pasaron por otra gruta. Luego se oyeron más voces. Se había dado principio a la caza. Bill soltó un gruñido. Sonaba como si hubiese cuatro o cinco personas buscando ahora. Se separarían y buscarían hasta dar con ellos. ¡Con lo cerca de la libertad que se habían encontrado!

—Venid —dijo al cabo de unos instantes—. Probaremos una gruta mejor que ésta.

Pero antes de que pudieran moverse, el haz de una lámpara entró en su cueva. Se detuvieron todos, quedándose completamente inmóviles. La luz se acercó más y más. Lucy se olvidó de respirar y asió fuertemente la mano de Bill.

En el preciso momento en que el cono de luz empezaba a iluminarle a Jack los pies, o así le pareció a él, hubo una sorprendente interrupción. Sonó, en algún lugar cercano, una voz hueca, plañidera, llena de la más triste desesperación:

—¡Pobre «Kiki»! ¡Pim, pam pum! ¡Orí!

A Jack le dio un vuelco el corazón, ¡«Kiki»! Así, pues, no había muerto. Debía haberse extraviado, y llevaba errando días y días por pasadizos y cavernas. No sabía el loro que ellos estaban cerca. Había visto la luz de la lámpara de bolsillo y oído voces y, como de costumbre, había intervenido en la conversación.

Bill oprimió a Jack el brazo, en son de aviso. Temía que el niño llamase al loro o exhalase alguna exclamación de alegría. Pero Jack se contuvo. «Kiki» continuó hablando, con la voz más melancólica que imaginarse puede.

—¡Llamad al médico! ¡Umba, dumba, pumba! ¡Puh Gah!

Nunca le había oído tan alicaído Jack. ¡Pobre «Kiki»! Debía creerse para siempre abandonado. Una voz cortante sonó en la gruta.

—¿Qué diablos fue eso? ¡Hay alguien en esta gruta! ¡Erlick, ven acá! ¿Oíste eso?

—¿Qué? —inquirió Erlick, acercándose con otra lámpara.

—Una voz —contestó Meier—. Hay alguien aquí. Dos personas probablemente. Una hablando con otra. Estáte ahí quieto con tu lámpara, mientras yo doy la vuelta completa con la mía.

Meier empezó a dar la vuelta, examinando cuidadosamente las paredes en busca de escondites. Bill gimió para sus adentros. Ahora ya no tenía ocasión de poder llegar a otra caverna.

«Kiki» soltó un estornudo muy bien imitado y, a continuación, una tos. Meier interrumpió su registro, y dirigió la luz hacia el punto de donde había partido el sonido que emitió el loro.

—¡Os oímos! ¡Salid o será peor para vosotros! —gritó con enfurecida voz.

«Kiki» estaba asustado. Llevaba algún tiempo sin comer, y tenía hambre y se sentía desgraciado. La voz enfurecida del hombre le llenó de pánico y voló a la gruta vecina, sin tener la menor idea de que su querido Jack se hallaba tan cerca. Mejor era que no lo supiese, porque de haberlo sabido, no hubiera vacilado en volar al hombro del muchacho, delatando así su escondite.

Sonó su voz en la otra gruta.

—¡Pon el agua a calentar! ¡Llama al médico!

Luego se oyó un ruidoso eructo y un «¡perdón!» arrepentido.

—¡Santo Dios! ¿Qué está sucediendo? —exclamó Meier, ya del todo desconcertado—. Es ésa la voz que hemos estado oyendo a intervalos. Bueno, pues donde hay una voz, siempre hay un cuerpo, y esta vez pienso encontrarlo aunque tenga que deshacer a tiros las cavernas.

Una fuerte detonación les hizo dar un brinco a Bill y a los niños. Meier había sacado el revólver y disparado a ciegas en dirección a la voz ignota. A Jack no le gustó eso ni pizca. Temía que le diesen a «Kiki».

Meier y Erlick entraron en la vecina gruta tras la voz del loro. La oyeron un poco más lejos.

—¡Upa arriba! Límpiate los pies, mal educado.

Los niños no pudieron menos de sonreír, a pesar de su susto. «Kiki» siempre se las arreglaba para decir cosas absurdas en los momentos de mayor apuro. Sonó otro disparo, que repercutió por todas las cavernas.

«Kiki» soltó una carcajada de desdén, y luego imitó el cambio de marchas de un automóvil. Regresó a la otra cueva, y los hombres le siguieron. Todavía no habían visto al loro, porque andaban buscando a un ser humano que suponían corría ante ellos, y «Kiki» volaba pegado al techo, posándose en pequeñas repisas o salientes bien escondidos.

Otra persona cruzó corriendo la caverna en que se hallaban los niños, llamando a Meier.

—¡Señor Meier, señor, señor! ¡Todos niños huir! Helicóptero vuelto. Todo solo en cumbre. Nadie allí. ¡Niños huido!

Era uno de los servidores japoneses que, evidentemente, había descubierto el helicóptero y la desaparición del piloto y de los muchachos. Hubo un silencio de asombro.

Meier alzó la voz y soltó un torrente de palabras extranjeras, ninguna de las cuales fueron capaces de comprender a los niños ni Bill. Luego sonó la voz de Erlick.

—Nada se adelanta poniéndose de esa manera, Meier. Suelta a los perros. Los niños deben haber bajado por la escala. La dejaste colgada cuando saliste esta noche, ¿verdad? Los perros no tardarán en darles caza.

—Pero, ¿qué ha sido del piloto? —exclamó con ira Meier.

Y volvió a hablar en idioma extranjero. El japonés cruzó la gruta de nuevo, seguramente camino de poner en libertar a los alsacianos.

—Llamad al médico —gritó melancólicamente «Kiki».

Silbó como una locomotora, haciendo que Meier registrara con la luz las cavernas de nuevo, medio loco de furor.

Erlick, Meier y dos o tres más con ellos, iniciaron una larga discusión en muchas lenguas. Bill no se detuvo a averiguar de qué se discutía. Sacó a los niños de su escondite, empujándoles hacia el corredor más cercano. Rápida y silenciosamente, huyeron hacia la cueva donde se encontraba la escala. Quizá tuvieran una ocasión ahora de escaparse. Jack deseó de todo corazón poder llevarse a «Kiki» también.

Descendieron por la escala en el mismo orden que la vez anterior, preguntándose Jack por el camino, atemorizado, si se encontraría aquella vez con alguien que subiera preparado para asirle por los tobillos. Pero no fue así. Llegó sin novedad abajo, temblándole las piernas por el esfuerzo hecho y agotado y jadeante.

Lucy casi se cayó del último travesaño, llorando de alivio al encontrarse por fin en la cueva del lago. A ella le había parecido el descenso interminable. Se dejó caer al suelo junto al lago, latiéndole dolorosamente el corazón.

Dolly la siguió, dejándose caer al suelo también. Luego llegó Bill, no tan angustiado como los demás, pero muy contento, en verdad, de haber llegado al fin de la escala.

—¡Uf! ¡Por fin abajo! —exclamó—. ¡Qué distancia! Vamos… salgamos a la ladera. Nos reuniremos con Jorge y con Johns. ¡Si esos malditos perros no nos encontraran! Jorge me ha hablado de ellos, y explicando cómo los tomasteis por lobos. ¡No me hace ninguna gracia verme perseguido por una traílla de alsacianos, azuzados por Meier y Erlick!

Empezaba a apuntar la aurora. El sol no había salido aún de detrás de las montañas, pero empezaba a extenderse una luz dorada por el firmamento allá a oriente. Los niños se alegraron de sentir la fresca brisa en el rostro al salir de la hendidura de la roca y apartar la cortina de zarzas y plantas trepadoras. Respiraron profundamente y miraron a su alrededor en la plateada luz del amanecer.

—Vamos —dijo Bill—. Dejé a Jorge y a Johns junto al arroyo… donde dejasteis vosotros a «Salpicado». Y a propósito, nos llevamos a «Salpicado» cuando David, Evans y yo vinimos en vuestra busca con los demás borricos. Jorge dice que sabríais dónde estaba ese lugar, aun cuando aterrizáramos a cierta distancia de él en el helicóptero. Cree que vamos a regresar todos por el aire, claro, y aterrizar en un sitio llano donde dejamos una luz encendida para que me sirviese de quía. ¡Resultó un poco complicado aterrizar en la oscuridad con Jorge y Johns! Por poco pierde el equilibrio el helicóptero. Pero lo conseguimos después de todo sin novedad.

—Así, pues, ¿Jorge nos estará esperando junto a esa luz? —preguntó Lucy—. No, junto al arroyo.

—No. Le dije que no lo hiciese, por si alguien andaba rondando por ahí, veía la luz y les descubría a él y a Johns —explicó Bill—. Pensé que Meier y compañía pudieran andar buscando a Jorge si creía que había dado el salto desde el aire. Lo convenido era que les dijera yo por radio lo que había sucedido; pero no lo hice, claro.

Fue fácil encontrar el camino del lugar de la citada, ahora que empezaba a amanecer. Pero antes de que llegaran allí, Jack recibió un regalo de la suerte: ¡«Kiki»!

El loro se dejó caer sobre él de pronto con un cloqueo de alegría y un chillido que casi les ensordeció a todos. Se le posó en el hombro y le frotó la oreja con el pico, dándole unos tironcitos amorosos. Jack se llevó una alegría tan grande, que no fue capaz de articular palabra. Se limitó a rascarle la cabeza al loro, haciendo unos ruiditos afectuosos muy raros, que «Kiki» se apresuró a imitar como tenía por costumbre.

—¡Oh, qué bien! —exclamó Lucy, encantada—. ¡Oh, Jack! Querido «Kiki», ¡cuánto nos alegramos de verte! ¡No sabes lo mal que lo hemos pasado sin ti!

Hasta el propio Bill tomó parte en las demostraciones de afecto.

—¡Nos salvaste, «Kiki», pajarraco! ¡Les hiciste andar tanto de cabeza a esos tipos, que nos dejaron escapar! ¿Cómo supiste dónde estábamos? ¿Saliste volando y nos seguiste?

«Kiki» no se lo dijo, conque nunca lo supieron; pero Jack tenía el convencimiento de que había bajado volando a la caverna sin techo, y salido por la hendidura. Entonces oiría sus voces y acudiría a reunirse con ellos.

—¡Dios salve al rey! —exclamó «Kiki», muy feliz. Y soltó un ruidoso hipo—. ¡Perdón! Perdón al rey. ¡Pii suena el loro!

—¡Oh, «Kiki», creímos que estabas muerto! —dijo Dolly. Miró a su alrededor y echó de menos a «Blanquito»—. Y ¡ahora ha desaparecido «Blanquito»! ¿Dónde está?

—Hace ya rato que no está con nosotros —contestó Bill—. Supongo que ya se presentará otra vez…, ¡como ha hecho «Kiki»!

—«Resbaloso» tembloroso —dijo el loro, de pronto, ladeando la cabeza y fijando la mirada en el bolsillo de Jack.

«Pepito Resbaloso» se hallaba medio dentro y medio fuera, disfrutando del aire fresco otra vez. ¡Dolly no dio un grito siquiera!

Continuaron su camino, asentado «Kiki» firmemente en el hombro de su amo. De pronto oyeron un grito.

—¡Eh! ¡Aquí estamos! ¡Jack! ¡Dolly! ¡Lucy! ¡Bill! ¡Y oh, caramba, si ahí está «Kiki» también! ¡Hurra! ¡Habéis conseguido escapar! Pero, ¿dónde está el helicóptero? Hemos estado esperando y esperando a que apareciese.

Era Jorge quien hablaba, claro está, saltando como loco. Johns estaba detrás de él, flemático. «Blanquito» correteaba alrededor de los dos. ¡Había encontrado a Jorge! Conque toda la familia había vuelto a reunirse. Estaban todos que no cabían en sí de contento. Pero… un momento… ¿qué eran todos aquellos aullidos que se escuchaban en la distancia?