La huida a través de la montaña
No tardaron en hallarse muy dentro de la colina. Habían dejado atrás la gruta en que estuviera encerrado Jorge y los almacenes de provisiones, descendiendo por la escalera de caracol tallada en la roca.
Era difícil escoger el camino a seguir, porque las mortecinas luces de los corredores estaban todas apagadas. Reinaba la más profunda oscuridad por todas partes. La potente lámpara de Bill proyectaba su brillante luz ante ellos; pero tenía que usarla con cautela, por temor a que el resplandor se viese y les delatara.
Se pararon numerosas veces a escuchar, y hubo muchas discusiones entre Jack y Dolly acerca de cuál era el camino. Bill tuvo mucha paciencia; pero hubo de decirles, con apremio en el tono, que reflexionasen y escogieran aprisa la dirección a seguir.
—Si siguiéramos a «Blanquito» —intervino Lucy por fin—, probablemente iríamos bien. Él, sabrá el camino.
—Justo —repuso Jack—; pero no sabe adonde queremos ir. Si supiera que deseamos ir a la cámara en que está la escala, estoy seguro de que sabría conducirnos a ella; pero eso no se lo podemos hacer comprender.
Acabaron por perderse. Se encontraron en un túnel oscuro de techo muy alto, que ninguno de los niños reconoció.
Bill empezó a desesperarse. De haberle sido posible aterrizar sin avería, aquella larga caminata por pasadizos oscuros y desconocidos no hubiera sido necesaria.
Descendieron profundamente y, de pronto, salieron a la galería que daba al barranco. Bill contuvo el aliento al ver la brillante masa cuando el piso se descorrió durante unos segundos. Tanto él como los niños experimentaron aquella extraña sensación de falta de peso inmediatamente, pero ésta desapareció en cuanto el suelo se cerró sobre la masa de nuevo.
No había nadie en el barranco. Al parecer, el piso se descorría automáticamente, mediante alguna clase de maquinaria o mecanismo que por ninguna parte les fue posible distinguir. Ésa era una de las cosas curiosas de aquella montaña: no había maquinaria pesada en ningún sitio. La potencia que se usaba no se aplicaba a través de máquinas de hierro o acero, y el ruido era casi nulo, si se exceptúa el fuerte rumor que sonaba siempre antes de que temblase la tierra.
—Es evidente que, en esta montaña, existen minerales que pueden utilizarse para los experimentos de ese viejo —dijo Bill—. Algún mineral raro… como el uranio, ese que se emplea para desintegrar el átomo. Hay unas cuantas montañas en el mundo que contienen metales escasos y raros; pero por regla general, se abren minas para sacar el mineral y llevárselo. En este caso, no lo han minado… ¡lo están usando donde se encuentra! Quizá no tengan más remedio que hacerlo para emplear el enorme grueso de roca de la montaña como coraza protectora que proteja al mundo exterior contra los rayos con los que andan experimentando. ¡Es muy ingenioso todo esto!
—Creo que, desde aquí, conocemos el camino —anunció Jack, que respiraba con alivio por haber encontrado un sitio conocido, aunque fuese el aterrador barranco.
Señaló, tras ellos, el corredor ancho y pendiente que iba ascendiendo un largo trecho. Bill lo iluminó todo con su lámpara.
—¿Es ése el camino? —preguntó—. Bueno, pongámonos en marcha entonces.
Subieron por el corredor. Llegaron al túnel estrecho y retorcido que recorrieron antes, y siguieron por él hasta llegar a la bifurcación.
—El ramal de la izquierda —dijo Jack.
Y por él avanzaron.
Bill quedó asombrado al ver las hermosas colgaduras de seda que adornaban las paredes más allá, y que servían de cortina a la entrada de una cueva.
Jack le posó una mano en el brazo.
—La habitación del otro lado es la alcoba del rey —susurró—^. Dolly, ¿tienes agarrado a «Blanquito»? No le dejes adelantarse.
Bill se acercó de puntillas a las cortinas y las separó. Brillaba dentro una luz muy débil. Miró con interés la alcoba del rey, y luego cerró aprisa las cortinas. Regresó al lado de los niños.
—Hay alguien echado ahí dentro en un canapé —dijo en voz baja—. Un viejo con una frente enorme.
—¡Ése es el rey de la montaña! —le contestó Jack en el mismo tono—. El Gran Cerebro que se oculta tras todos estos inventos. Yo creo que es un verdadero genio, pero que está loco.
—Parece dormido. ¿Hay manera de dejar a un lado esta cueva y tirar por otro lado para no despertarle?
—No conozco ningún otro camino —dijo Jack—. Tenemos que atravesar esta habitación, luego cruzar el comedor y pasar a continuación a la sala del trono.
Bill reflexionó unos instantes.
—Bueno, pues no tendremos más remedio que arriesgarnos —dijo—. Cruzaremos la alcoba uno a uno, pero por el amor de Dios, no hagáis ruido.
Atravesaron la estancia uno por uno, sin apenas atreverse a respirar. Dolly llevaba fuertemente sujeto a «Blanquito» e iba pidiendo al Cielo que no se le ocurriera al cabrito balar.
Afortunadamente cubrían el suelo gruesas alfombras, conque no costaba trabajo avanzar en silencio. A Lucy le latió con tanta violencia el corazón al cruzar, que pensó que debían oírlo todos, y que el rey acabaría despertándose con sobresalto, al escucharlo.
Se encontraron, por fin, en el cuarto en que la larga mesa había estado cubierta de tan exquisitos manjares. Ahora estaba desierta, y sobre la mesa no se veía ni una mala fuente de fruta.
Llegaron a la sala del trono, y a la entrada de éste, tras los hermosos cortinajes adornados con dragones rojos, se detuvieron. Llegaba a sus oídos un ruido extraño. ¿Se trataba de ronquidos? ¿Qué era?
Bill atisbo con cautela por entre las cortinas y sonrió. Allá en la sala del trono, sentados o tumbados, se encontraban los paracaidistas. Habían instalado una mesa muy larga por el centro y, sobre ésta, se veían los restos de una comida abundante y bebidas en consonancia. ¡Ni un solo hombre estaba despierto!
—¡Conque es aquí donde han estado estos hombres durante el último par de días! —murmuró Jack en un susurro—. Me estaba preguntando yo dónde podrían haberse metido. ¡Troncho! ¡Se han quedado dormidos donde se encontraban! ¡Qué escena más edificante!
Bill rebuscó entre los cortinajes. Estaba buscando un interruptor. Lo halló y les dijo a los niños:
—Escuchad… voy a apagar la luz para que podamos atravesar la sala sin ser vistos. Pegaos a una de las paredes y cruzad lo más aprisa posible. Aun cuando hagamos algo de ruido y se despierten algunos de esos hombres, no importará, porque no podrán ver de quién se trata.
La idea era buena. Se apagó la luz con un leve chasquido, y la gran sala quedó en tinieblas. Los niños, guiados por Bill, avanzaron silenciosamente por un lado, sin hacer ruido alguno, sus pisadas sobre la alfombra.
Cuando llegaron al inmenso laboratorio, Bill se detuvo, estupefacto. Sabía bastante más que los niños de aquellas cosas, naturalmente, y se daba cuenta de cuan brillante e ingeniosa era la mente que había concebido todo aquello.
De pie en la galería, contemplaron los alambres y las ruedas, los recipientes de vidrio y las cajas de cristal, y oyeron el amortiguado zumbido.
—¿Qué hace todo eso, Bill? —susurró Lucy.
—Transmutando o cambiando una potencia o energía por otra —contestó el detective—. Dándole una forma utilizable, de suerte que…
—¿De suerte que puede aprisionarse en esas alas, por ejemplo? —inquirió Jack.
—Algo así. Es una instalación asombrosa, os lo aseguro.
No había nadie allí. Parecía extraordinario que todas aquellas piezas que zumbaban y giraban pudieran continuar funcionando por sí solas, sin más cuidado que el de alguna que otra visita del rey de la montaña.
Tanto fascinaba aquello a Bill, que durante unos momentos olvidó la urgencia de hallar la salida de la colina. Tenía algo de ensueño aquello: no parecía real.
Le hizo volver a la realidad un cabezazo que le dio «Blanquito» en las piernas. Dio un leve brinco. Luego asió a Lucy del brazo.
—¡Vamos! ¿En qué estoy pensando, que me paro de esta manera?
Jack había encontrado el corredor que partía del laboratorio. Les condujo por él, y llegaron a la gran cueva que vieron con anterioridad. La lámpara de Bill la barrió, pero no había nada en ella que ver. Luego se metieron por el pasadizo que llevaba a la cueva sin techo. Los niños empezaron a sentir que se hallaban cerca de la libertad de nuevo: ¡si es que encontraban la manera de desalojar la escala de cuerda de su escondite!
Pasaron junto a las mortecinas lámparas que, por una razón u otra, estaban encendidas por allí. Llegaron a la cueva, y la lámpara de Bill iluminó los cántaros de agua helada colocados en el fondo, para refresco de aquellos que hubiesen hecho la agotadora ascensión.
—Éste es el sitio en que se guarda la escala de cuerda —dijo Jack.
Y tomando la lámpara de Bill, buscó con su luz el hueco en que la dejaran arrollada.
Antes de que lo descubriera, Lucy tropezó con algo y cayó de golpe. Bill la ayudó a levantarse. Se había hecho daño en las rodillas, pero no exhaló ni una queja. Bill le dijo a Jack que dirigiera hacia allí la luz para ver en qué había tropezado la muchacha.
¡Era la escala de cuerda!
Allí estaba, extendida desde el hueco de la pared, cruzando el suelo, y desapareciendo luego por la orilla del precipicio en dirección a la caverna del lago.
—¡Mire! ¡Está descolgada la escala! —exclamó Jack, olvidándose de bajar la voz en su excitación—. ¡Oh, Bill, bajemos inmediatamente!
—Alguien debe de haber salido de la montaña esta noche —dijo Dolly—, dejándose la escala descolgada para subir a su vuelta. ¿Quién habrá sido? ¡Más vale que andemos con cuidado, por si nos topamos con quien sea!
—Jack, baja tú primero —ordenó Bill, que había estado examinando con gran interés la manera en que estaba sujeta la escala a la roca.
El procedimiento no podía ser más ingenioso. Bill vio cómo debían subir unos alambres desde la ruedecilla del lago hasta la palanca que soltaba a la escala, cayendo ésta entonces por su propio peso, y rodando hasta el borde de la cueva, donde acababa de desenrollarse al caer. No pudo ni imaginarse de qué modo volvía ésta a enrollarse, pero el cerebro capaz de concebir todas las sorprendentes cosas que había dentro de la montaña hallaría aquel problema extraordinariamente sencillo.
Jack se acercó al punto en que caía la escala. Se arrodilló y puso los pies en los travesaños. La escala daba la misma sensación de firmeza que la vez anterior. Estaba muy bien hecha y era fuerte.
—Bueno, allá voy —dijo el muchacho—. Mande a las niñas después, Bill, y sígalas usted luego. «Blanquito» se ha marchado ya por el agujero que él y los perros usan. No sé dónde estará ahora. Lo que sí me gustaría saber es qué ha sido del pobre «Kiki». No me gusta dejarle solo en esta horrible montaña.
Bill le enfocó con la lámpara. Las niñas vieron cómo desaparecía su cabeza, a medida que iba descendiendo peldaños.
—Baja tú ahora, Lucy —ordenó el detective—. Jack ya debe estar lo bastante abajo, conque no le pisarás la cabeza. Luego puede ir Dolly, y yo cerraré la marcha. No intentéis salir de la cueva de abajo hasta que esté yo con vosotros.
Jack estaba bajando lentamente. ¡Qué largo era aquel descenso! De pronto sucedió una cosa extraña. ¡La escala empezó a estremecerse bajo sus pies! Dejó de descender al punto.
—¡Dios Santo! —exclamó—. ¡Alguien sube! ¡Y yo estoy bajando! ¿Quién cielos puede ser?