Capítulo XXV

Una noche emocionante

Sólo Lucy, Jack y Dolly sabían lo que aquel último grito significaba. Meier y los otros no tenían ni la menor idea. Apenas entendido lo que se decía.

¡Pero los niños habían oído perfectamente! Se quedaron boquiabiertos. La mano de Jack encontró la de Lucy, y Dolly le apretó a él el brazo. No pudieron decir una palabra hasta que Meier, Erlick, el rey y los servidores hubieron desaparecido de nuevo. Luego se dirigieron al toldo, cogidos de la mano para no separarse.

—¡Jack! ¡Era Bill! ¡Bill en persona! —exclamó Lucy, temblándole de una forma muy rara la voz.

—Sí. Y sabía que si gritaba «No olvidéis a Bill Smugs», sabríamos que era él —agregó Dolly—. Dijo llamarse Bill Smugs en la primera aventura que tuvimos, ¿recordáis? ¡Caramba! ¡En mi vida me he llevado sorpresa igual!

—Y Jorge está a salvo —dijo Jack con intensa satisfacción—. Ésa es una buena cosa. El que está con Bill debe de ser uno de sus amigos. Jorge tirará esas alas y nada más.

—No voy a tener más remedio que sentarme en seguida —dijo Lucy—. ¡Tengo tanta alegría, que apenas me sostienen las piernas!

Se sentó, y los demás la imitaron. Todos ellos exhalaron un enorme suspiro de alivio. Se les quitó una pesada carga de encima. ¡Jorge estaba a salvo! Ya no tenía que saltar del helicóptero para probar el invento de un científico viejo y loco, ni para favorecer los intereses de Meier ni de Erlick. Se encontraba con Bill.

—¿Cómo se le ocurrió a Bill conseguir un helicóptero? —murmuró Jack—. ¡Y aterrizar sobre la cumbre, por añadidura, ante las propias narices de Meier y Erlick!

—¿No recuerdas que dijiste en tu mensaje algo acerca del helicóptero que creíamos aterrizaba aquí? —respondió Dolly—. En el mensaje que dejaste en los arreos de «Salpicado».

—Tienes razón. Así, pues, parece ser que, en efecto, Bill vino por aquí y encontró al burro. ¡Ole por Bill! ¡Siempre se puede contar con él! ¡Encuentra en todo momento un camino!

—¿Qué pensará hacer ahora? —dijo Dolly—. ¿Crees tú que volverá a buscarnos?

—¡Claro que sí! Dejará a Jorge en lugar seguro y volverá tan aprisa como pueda. ¡Quizás esta misma noche!

—¡Oh, qué estupendo! —suspiró Lucy—. No me gusta esta montaña. Me gusta la granja de la señora Evans mucho más. No me gusta ninguno aquí… ni ese horrible Meier, ni ese Erlick tan gordo y desagradable, ni esos criados japoneses que parecen deslizarse por todas partes como reptiles… ni el rey.

—Hombre, al rey yo le tengo lástima —respondió Jack—. Ha caído en manos de unos bribones. Seguramente éstos han ganado ya la mar de dinero con sus inventos. Ahora se lo están jugando todo a éste. ¿Si habrá algo de verdad en ello?

—¡Me alegro que no sea Jorge quien tenga que averiguarlo! —exclamó Dolly—. ¡Qué Jorge éste! ¡Hay que ver lo valiente que fue!

—Sí; y Lucy fue la mar de valiente también —contestó Jack—. ¿Cómo se te ocurrió ofrecerte en lugar de Jorge, Lucy?

—No lo sé. Se… se apoderó de mí esa idea de pronto —intentó explicar la niña—. Pero no me sentí valiente. Me temblaban las piernas como la gelatina.

—Lo único que me preocupa es «Kiki» —prosiguió el niño—. Dios quiera que estos hombres no le hayan hecho nada. Jamás ha estado tanto tiempo separado de nosotros. ¡No he oído de él ni un mal eructo!

Los demás estaban muy alicaídos también. Dolly se empeñaba en creer que le había sucedido algo malo al loro. De haberlo pillado Meier, podía darse por liquidado a «Kiki». La niña se estremeció al pensar en los ojos fríos y penetrantes del hombre.

De pronto soltó un gritito.

—¡Oh! ¡Algo se está revolcando en mi pierna! ¿Qué es? ¡Aprisa, Jack!

—Es el escincoideo —respondió Jack, intentando cogerlo de un zapatazo—. Lo siento, Dolly. Jorge no quería que «Resbaloso» saltara con él; conque me lo metió en el bolsillo cuando creyó que tú no estabas mirando. No sabía que se hubiese escapado. No grites, Dolly. Habiendo sido todo el mundo tan enormemente valiente hoy, ¡bien podías tú dar muestras de un poco de valor también!

Y, cosa sorprendente, Dolly obedeció. Después de todo, ¿qué era un escincoideo comparado con el salto de Jorge, de haber tenido éste que saltar? Nada en absoluto. Dolly retiró la pierna, pero no armó jaleo. El escincoideo reptó por la vecindad un rato, y luego se metió en el bolsillo de Jack otra vez.

—No acabo de rehacerme de la sorpresa de saber que era Bill quien iba en ese helicóptero —anunció Lucy por vigésima vez—. Por poco se me escapa el corazón por la garganta cuando cambió de pronto la voz y gritó con la suya verdadera: «¡No olvidéis a Bill Smugs!».

—Tendremos que andar alerta para cuando vuelva —dijo Jack—. Estoy seguro de que será esta noche. Quizá no le oiga nadie más que nosotros, porque nosotros seremos los únicos en esperarle. No se oye nada ahí dentro, en la montaña.

—Oooooh… ¿verdad que sería estupendo si Bill regresara sin ser oído y se nos llevase? —exclamó Lucy—. ¿Qué pensarían Meier y los otros? ¡Nos buscarían por todas partes!

—Y mandarían a los perros en busca nuestra, también.

—¿Nos quedamos despiertos para aguardarle? —inquirió Dolly.

—No. Vosotras dormíos. Yo montaré guardia. Estoy demasiado despabilado para dormirme. Os despertaré en cuanto oiga algo.

—¿Y el reflector ese que enseña al helicóptero dónde aterrizar durante la noche? —dijo Dolly, súbitamente—. ¿Puedes encenderlo cuando le oigas venir, Jack?

—Supongo que sí —contestó el niño.

Y se dirigió al centro del patio en busca del interruptor.

Pero no lo encontró por parte alguna. Buscó por todas partes y acabó dándose por vencido.

—No consigo descubrir dónde se enciende —dijo—. ¡Qué asco!

—Bueno, seguramente sabrá aterrizar Bill igual —dijo Lucy, que tenía una fe ciega en la habilidad de Bill para hacer cualquier cosa, por muy imposible que fuese—. Tú monta guardia, Jack. Yo voy a echar un sueño.

Dolly y ella cerraron los ojos y, a pesar de las tremendas emociones de aquella noche, ambas se durmieron en medio minuto. Jack permaneció sentado, de guardia. Era una noche nublada y sólo venía a asomar una estrella solitaria de tarde en tarde por entre las nubes.

¡Qué buena persona era Bill! ¿Cómo habría logrado apoderarse de aquel helicóptero? ¿Cómo sabía pilotarlo? Estaba la mar de satisfecho de haber tenido suficiente sentido común para que se le ocurriera dejar mensaje con «Salpicado»; contando todo lo que sabía. De no haber sido por eso, Bill no hubiese sabido una palabra de la montaña ni de su secreto, y desde luego, ¡jamás hubiese adivinado que aterrizaban helicópteros en su cima!

Se oyó muy lejos un ruido. Jack aguzó el oído. Sí. Era el helicóptero que regresaba. No había tardado mucho en hacerlo, seguramente sólo se habría entretenido el tiempo necesario para dejar a Jorge en alguna parte y escuchar su relato, poniéndose a continuación en marcha de nuevo. ¡Qué chasco para Meier encontrarse con que todos habían desaparecido y no saber qué había sido de las maravillosas alas!

Fue a intentar encender el reflector otra vez; pero siguió sin encontrar el interruptor. Esto no era sorprendente, puesto que se hallaba en un hueco cubierto practicado en el patio.

El helicóptero se acercó más. Describió un círculo en torno a la montaña. Se elevó verticalmente, disponiéndose a aterrizar. Jack sacudió a las dos niñas.

—¡Está aquí! ¡Bill está de vuelta!

Las muchachas despertaron al punto. «Blanquito», que se había quedado dormido también, despertó a su vez y se puso en pie de un brinco. Se daba cuenta de la enorme excitación de los otros y se puso a saltar como un loco.

—¡Mirad! ¡Está aterrizando! —exclamó Jack.

Y los tres esforzaron la vista para ver el helicóptero, gran sombra en la oscuridad de la noche.

Se oyó como un galope, y el helicóptero torció de pronto hacia donde estaban los niños. Tuvieron que quitarse apresuradamente del paso.

Sonó la voz de Bill en el aire.

—¡Jack! ¿Estás ahí?

El niño corrió hacia el aparato, al encender Bill una potente lámpara de bolsillo.

—Estoy aquí, Bill. No hay moros en la costa. Aquí arriba no hay nadie. ¡Troncho! ¡Qué agradable es verle! ¿Está sano y salvo Jorge?

—Se encuentra perfectamente. Está al pie de este picacho con Johns, el hombre que me acompañó, aguardándonos. Subid al helicóptero todos y nos marcharemos mientras haya ocasión de hacerlo.

Movió el haz luminoso de la lámpara para ver dónde estaban las niñas. Un momento más tarde, los tres empezaron a encaramarse a bordo.

—No pude ver con exactitud dónde aterrizar —anunció el detective—. Debí de tropezar con algo al descender. Sentí un topetazo muy fuerte, y el aparato dio una vuelta. ¡Dios quiera que no se haya averiado!

—Creo que tropezó usted con parte de ese parapeto de roca —dijo Jack, ayudando a las niñas a subir—. ¡Oh, Bill! ¡Esto es magnífico! ¿Cómo pudo…?

—¡Las explicaciones dejadlas para luego! —le interrumpió el otro, moviendo los mandos—. Ahora… ¡todos para arriba!

El helicóptero se elevó cosa de medio metro, y luego giró de una forma singular. Bill volvió a tomar tierra.

—¿Qué rayos ocurre? Eso no debiera hacerlo.

Tenía tantas ganas Lucy de marchar de allí, que apenas pudo soportar el contratiempo. Se puso a repetir «Vayámonos, vayámonos» vez tras vez, hasta que Dolly la hizo callar dándole un codazo. «Blanquito» estaba quieto sobre el halda de Lucy, y ésta le sujetaba con fuerza, y, tan excitada, que tenía los nervios en tensión.

Bill probó otra vez. El aparato se elevó de nuevo y, de nuevo hizo un extraño viraje.

—Algo le ocurre al timón —anunció Bill con voz exasperada—. ¿Por qué dejaría yo a Johns abajo? Quizás hubiese podido él arreglarlo. ¡Pero no creí que hubiera sitio suficiente a bordo para él y para vosotros tres!

Los niños aguardaron, con creciente consternación, mientras Bill intentaba conseguir que el helicóptero volara debidamente. Pero cada vez hacía un viraje violento y nada pudo hacer el detective por evitarlo. En sus adentros temía que se le desmandara por completo y no podía correr el riesgo de un accidente llevando a los niños a bordo.

Experimentó durante una hora por lo menos, sin lograr conseguir que el aparato respondiera a los mandos. Hizo apearse a los niños para ver si con una carga menor se lograba; pero resultó exactamente lo mismo.

—Debe haberse averiado cuando tropezó usted con el parapeto —dijo Jack—. Oh, Bill, ¿qué vamos a hacer ahora?

—¿Y la salida ésa a la ladera de la montaña? Jorge me habló de ella, y de una escala de cuerda y qué sé yo qué más. En realidad, fui a buscar yo esa entrada cuando llegué en busca vuestra hace unos días… hablabas tú de ella en tu mensaje, como recordarás… y alcé la cortina de verdor, encontré la hendidura en la roca y entré. Pero no pude llegar más allá de esa caverna tan extraña que no tiene techo, y cuenta con un lago por suelo.

—No. Nadie encontraría la forma de salir de esa caverna salvo por un accidente —dijo Jack—. Nosotros descubrimos cómo hacer bajar la escala de cuerda de arriba… haciendo girar una rueda que hay sumergida en el agua del lago.

—Pues parece ser que vamos a tener que intentar salir por ese camino. Este maldito helicóptero no quiere responder a los mandos ahora. No me atrevo a despegar. Nos estrellaríamos… ¡y no tenemos alas maravillosas que nos libren del batacazo!

—¡Oh, Bill!, ¿de veras no podemos marchar en el helicóptero? —exclamó Lucy, sintiendo que el corazón se le iba a las botas—. ¡Oh, yo no quiero meterme en esta horrible montaña otra vez! A lo mejor nos extraviamos. ¡Puede ser que nos hagan prisioneros!

—Me temo que no vamos a tener más remedio que intentarlo, Lucy —respondió Bill—. No te preocupes… ahora estoy yo aquí para protegeros… Y después de todo, es medianoche ya, y no es fácil que ande nadie por allí.

—¡Si el helicóptero este quisiese funcionar! —exclamó Jack—. Esto sí que es mala suerte. Porque además nos delatará. En cuanto lo vea alguien, comprenderá que sucede algo anormal y empezarán a buscarnos.

—Tanta más razón para que nos pongamos en marcha cuanto antes —respondió Bill—. Vamos. ¡Caramba! ¿Qué es lo que me está golpeando? ¡Ah, eres tú, «Blanquito»! Bueno, pues si vienes, tendrás que seguirnos de cerca para no delatar nuestra presencia. Y a propósito, ¿dónde está «Kiki»? No le he visto ni oído esta noche.

—No sabemos donde está —contestó Jack, con sentimiento—. No le hemos visto desde hace días… no, desde que nos capturaron. Puede que esté enjaulado en alguna parte… o escondido en la montaña… ¡Hasta es posible que le hayan matado!

—¡Oh, no! —exclamó Lucy—. ¡No digas eso siquiera! «Kiki» es demasiado listo para dejarse pillar. ¡Tal vez le encontremos esta noche!

—¿Dónde está la salida de este sitio? —inquirió Bill, encendiendo la lámpara de bolsillo—. ¿Por allí? ¿Hay escalones que se meten en la montaña? Bueno, pues vamos. Los minutos son preciosos.

Dejaron el helicóptero estropeado en la cima y se dirigieron a los escalones de piedra que descendían. Lucy se estremeció.

—¡Había esperado no tener que bajar ahí dentro más! —dijo—. Déme la mano, Bill, ¡tengo miedo!