Las alas maravillosas
Los tres niños se retiraron a sus mantas. Tenían miedo de acercarse al helicóptero otra vez porque sabían que los criados japoneses no se andarían con chiquitas. «Blanquito» apareció por el parapeto, lleno de curiosidad. Corrió hacia el helicóptero, pero los japoneses le largaron un golpe.
—¡Los muy brutos! ¿Cómo son capaces de ser tan crueles con un pobre cabrito? —exclamó Jack, indignado—. ¡«Blanquito»! ¡Ven acá! ¡Esos individuos serían capaces de convertirte en guisado! Más vale que andes con ojo.
—Oh, Jack… no digas esas cosas —suplicó Lucy—. ¿Tú crees que serían de verdad capaces? ¡No es posible que sea nadie tan duro de corazón como para hacerle daño a «Blanquito»!
El animal retrocedió precipitadamente hacia donde estaban los niños, se puso a saltar arriba y abajo del parapeto con la misma seguridad de noche como la tenía a la luz del sol. La luz iluminaba el aparato, pero el resto del patio quedaba en tinieblas.
Los perros aullaron tras la alambrada. No les había gustado el ruido del helicóptero, y sentían inquietud y desasosiego. Los japoneses les gritaron amenazadores; pero los animales no les hicieron el menor caso.
—No me gusta esta aventura ni pizca —dijo Lucy de pronto—. Mejor dicho, la odio. Quiero salir de aquí. Quiero volver al lado de Bill y tía Allie, de Evans y de la señora Evans. ¿Por qué habremos tenido que encontrarnos con otra aventura en un veraneo tan agradable y apacible?
—Supongo que hay algo en nosotros que las atrae —contestó Jack—, ¡de la misma manera que atrae Jorge a los animales! Hay gente que atrae a la buena suerte, otra que atrae riquezas, unos que atraen a los animales, y otros que atraen las aventuras.
—¡Pues yo preferiría atraer algo inofensivo… a los perros o a los gatos por ejemplo! —exclamó Lucy con voz plañidera—. ¡Ay, Señor! ¡Ya podía dejar «Blanquito» de pasear por encima de nosotros cuando estamos echados!
Se quedaron dormidos por fin. Por la mañana, al mandarle de comer a Jorge, enviaron una nota también contándole todo lo que habían visto durante la noche. «Blanquito» volvió con otra nota:
«¡Compadezco a ese paracaidista! ¿A cuántos habrán usado para hacer tan loco experimento? ¡Me alegro de que no se me haya escogido a mí para locura semejante! ¡Ánimo, muchachos! Estoy divinamente aquí. Tengo conmigo a “Blanquito” la mayor parte del tiempo, y “Resbaloso” se están haciendo tan manso que viene a comer a mi mano. Duerme sobre una roca saliente en el borde de la gruta. ¡Decidle a “Blanquito” que no lo pise cuando entre dando saltos! ¡Hasta la vista!
JORGE».
El día se les hizo interminable. A los perros no los sacaron a errar por la montaña; pero los criados japoneses obligaron a los animales a dar vueltas por el patio de la cima para que hiciesen ejercicio. Los niños al verlo se alegraron de eso.
—Si Bill llega hoy, los perros no estarán por las laderas. No correrá peligro. Conque Dios quiera que venga. Aunque no veo que pueda hacer gran cosa. No sobra dónde está la escala… y, si la encuentra, no tendrá idea de cómo soltar la escala de cuerda… y no hay camino para entrar.
Lucy pareció muy alicaída.
—¿Tendremos que pasarnos aquí la vida entera? —murmuró.
Se rieron de ella.
—¡No! —repuso Jack—. Bill hará algo… pero no me preguntes el qué.
Los paracaidistas no habían aparecido aquel día tampoco, ni siquiera el destinado a probar las alas aquella noche. El helicóptero continuaba en el centro del patio, brillando el sol sobre sus inmóviles motores.
Llegó el atardecer. Los niños empezaron a sentir desasosiego. Los japoneses les habían llevado alimentos, como de costumbre, pero sin pronunciar una sola palabra. ¿Qué estaban haciendo todos los paracaidistas? ¿Celebrando alguna fiesta para conmemorar el próximo experimento de su compañero?
—¿Y dónde? Oh, ¿dónde está «Kiki»? Jack sufría por el loro. No hacía más que pensar en todas las cosas que podrían haberle sucedido. Jamás había permanecido alejado de él por tanto tiempo.
Aquella noche el reflector se encendió de nuevo en el patio. Aparecieron Meier, Erlick, tres o cuatro servidores y el paracaidista, seguidos del piloto de la cicatriz y su compañero.
Luego, con paso majestuoso, ascendió la escalera el rey.
Iba vestido con todas sus galas, sin excluir la corona, y apenas se reconocía en él al pobre viejo calvo que hablaba con los niños al dirigirse al centro de la meseta de la cumbre.
Detrás de él iban cuatro japoneses que transportaban una caja. La depositaron a los pies del rey y éste se inclinó a abrirla en silencio.
¡Sacó de ella un par de alas! Brillaban como el oro y tenían forma de grandes y anchas alas de pájaro extendidas. Lucy soltó una exclamación de delicia.
—¡Oh! ¡Mira, Dolly! ¡Alas de verdad! ¿Verdad que son preciosas?
El rey le estaba dirigiendo la palabra al asombrado paracaidista.
—Estas alas le sostendrán cuando salte. Oprima este botón de aquí en cuanto abandone el helicóptero. Entonces descubrirá que le es imposible caer. Ya no experimentará la atracción de la tierra. Se sentirá libre e ingrávido como el aire. Podrá usar las alas para guiarse, para planear, para elevarse… ¡para lo que quiera!
—¡Qué maravilloso suena eso! —susurró Lucy, que escuchaba con avidez las palabras.
—Ha de llevar las alas sujetas a los brazos —dijo el rey—. Extiéndalas; y yo mismo se las pondré.
—Oiga, escuche… ¿es esto lo único que voy a llevar para no estrellarme? —inquirió el paracaidista.
—No necesitará ninguna otra cosa —le contestó el rey—. En estas alas van encerrados poderosos rayos. Al oprimirse el botón se liberan y proyectan hacia tierra, anulando la fuerza de atracción. ¡No puede usted caerse! Pero, cuando desee aterrizar, oprima el botón otra vez… y planeará suavemente, al ejercer la tierra su atracción sobre usted de nuevo.
—Sí, pero escuche… yo tenía entendido que era un nuevo tipo de paracaídas lo que iba a probar —dijo el hombre—. ¿Comprende? ¡No soñé que pudiera tratarse de una tontería semejante!
—¡No es una tontería, amigo! —intervino Meier—. Es un gran invento del científico más grande del mundo. Erlick y yo le estaremos aguardando cuando aterrice tras volar una milla o dos. Nos llevaremos a los perros para encontrarle. Luego… ¡riquezas y honores para mientras viva! ¡Será reverenciado como uno de los hombres que abrió a la humanidad nuevos horizontes!
—Escuche… yo peso tanto, ¿comprende? —empezó el paracaidista de nuevo—. ¡Esas alitas tan enclenques no me sostendrán a mí, por muchos rayos que tengan! Yo no entiendo de la atracción que la tierra pueda ejercer sobre mí… lo único que sé es que por fuerza caeré si salto sin más cosa que esas alas. ¿Están ustedes locos?
—¡Sujetadle! —ordenó de pronto Meier con voz furiosa.
Erlick y los japoneses asieron inmediatamente al desgraciado, obligándole a estarse quieto mientras el rey le ponía las alas. Los niños lo estaban observando todo, conteniendo el aliento.
El paracaidista gritó y forcejeó, pero el siniestro Erlick era demasiado fuerte para él.
—Metedle en el helicóptero y despegad —ordenó Meier—. Ve tú también, Erlick. Échale fuera en el momento oportuno. Si es imbécil, no oprimirá el botón. Si es prudente, lo oprimirá y, ¡entonces verá lo bien que vuela!
Pero el piloto tuvo algo que decir ahora. Habló con voz clara, desdeñosa, arrastrando las sílabas.
—Yo creo que este individuo pesa demasiado. Al anterior le ocurrió lo mismo. Más vale que lo piense mejor, jefe, y que haga fabricar esas alas dos veces más grandes. Yo no tengo inconveniente en prestarme a un experimento cuando existen probabilidades de éxito. Pero no creo que exista ninguna clase de salvación para un hombre de peso que ensaye esas alas suyas.
—¿Quiere usted decir con eso que se niega a llevarse a bordo a este individuo? —inquirió Meier, pálido de rabia.
—Adivinó usted a la primera, jefe —respondió el piloto, enfadándose tanto a su vez, que la cicatriz resaltó aún más—. ¡Pruebe con un hombre pequeño! El experimento salió bien la última vez… durante un minuto o dos… luego fracasó. Estos paracaidistas son todos unos hombrazos… los que prueba usted conmigo, por lo menos… y le advierto claramente que no pienso llevarme al que no desee venir. ¿Lo entiende?
Meier se dirigió al piloto, como si tuviese la intención de atacarle. Erlick le contuvo.
—Hace bien, jefe —dijo el piloto, que no se había inmutado ante el aspecto amenazador del otro—. No intente nada raro conmigo. Sé demasiado y… ¡y otros sabrán demasiado también, si no regreso a tiempo de mi vuelo!
Subió al aparato, y su compañero, el cojo, que no había despegado los labios, le imitó. El paracaidista los observó, aturdido. El motor del helicóptero se puso en marcha.
El piloto se inclinó hacia delante, y dirigió otra vez la palabra a Meier, que parecía a punto de estallar de rabia.
—¡Hasta la vista! ¡No vendré yo la próxima vez… me voy de vacaciones! Mandaré a alguno que no sea tan escrupuloso como yo. Pero, se lo advierto: ¡pruebe con un hombre pequeño!
El aparato se elevó en línea vertical, trazó lentamente un círculo sobre la montaña, y luego enderezó el rumbo hacia occidente. A los pocos minutos ya no se le oía siquiera.
Los niños habían contemplado toda la escena, entendiendo las niñas sólo a medias lo que estaba sucediendo. Lucy compadecía al asustado paracaidista y se alegraba mucho de que no se hubiera visto obligado a marchar en el helicóptero.
El pequeño grupo que quedaba en la cumbre se puso a pasear de un lado para otro. Se habló mucho y se discutió mucho, aun cuando el paracaidista no pareció estar tomando poca ni mucha parte en la discusión. Se había quitado las alas, y le estaban sujetando los japoneses. El rey anduvo todo el tiempo con sus preciadas alas en la mano, pero acabó colocándolas en la caja, que cerró luego con llave.
—Bien está —dijo—. De acuerdo. Quizá sea que los hombres que escogemos pesan demasiado. Pero, ¿a qué otros podíamos haber recurrido?
Y entonces oyeron los niños unas palabras que les hicieron soltar una exclamación de horror.
—Uno de estos niños servirá —dijo Meier—. El que es tan insolente, por ejemplo. ¡Le pondremos las alas, y será él quien salte del helicóptero!