Capítulo XXII

El helicóptero

Los niños, sin embargo, no les tenían el menor miedo a los perros. ¿Acaso no habían dormido con ellos unas noches antes? No les dijeron esto a los japoneses, claro. Aguardaron a que se hubieran retirado los hombres, y se acercaron luego a los alsacianos.

Pero Jorge no estaba allí aquella vez, y los perros no abrigaron los mismos sentimientos hacia las niñas y Jack, que hacia Jorge. Gruñeron en cuanto se acercó a ellos el muchacho y uno de ellos enseñó enormes dientes blancos. Lucy y Dolly retrocedieron.

—¡Oh, qué aspecto más feroz tienen! Nos han olvidado por completo. Ten cuidado, Jack.

El niño no tenía miedo, pero se mostró cauteloso al ver que los animales no querían ser amigos. Eran fuertes y feroces, no habían tenido éxito en la excursión de caza aquel día, tenían hambre y desconfiaban de Jack. ¡Cuán distinto hubiera sido su comportamiento de haberse hallado Jorge allí! La mágica influencia que ejercía sobre los animales lo hubiera arreglado todo. Todos los seres vivientes se sentían atraídos irresistiblemente por él.

—Apártate de ellos —dijo Lucy, al ver que casi toda la manada se hacía coro con los gruñidos—. Están haciendo un ruido horrible… exactamente igual que si fueran lobos.

Volvieron a su lado de la montaña.

—¡Un rincón para los perros, un rincón para nosotros, un rincón para los hombres! —exclamó el niño—. ¡Vaya! ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

Nadie les llevó nada de comer durante el resto de aquel día. ¡Menos mal que habían comido hasta saciarse en el comedor del rey! Jack se preguntó si se esperaría que se echaran a dormir sobre la roca desnuda. ¡Qué bestias eran aquellos hombres si su intención era tenerles sin mantas y sin alimentos!

Pero cuando empezaba a anochecer, se presentaron tres japoneses. Llevaban mantas, que arrojaron a los pies de los niños. Uno les dio también una jarra de agua y unos tazones.

—¿Por qué no algo de comer? —inquirió Jack.

—No —le respondieron—. Amo dice no traer.

—Tu amo no tiene nada de agradable —le dijo el muchacho—. Tu amo es desagradable a más no poder.

El hombre no contestó. Volvió a retirarse con sus compañeros, andando con la agilidad y el silencio de un gato. Los niños se echaron, envueltos en las mantas, preguntándose cómo le iría a Jorge, solo allá en la gruta.

La siguiente mañana fue increíblemente bella al alzarse el sol e ir iluminando, uno por uno, los picachos. Los niños se sentaron en el parapeto a observarlo. Tenían ya un hambre canina. «Blanquito» se hallaba con ellos. «Kiki» no había aparecido aún y Jack empezaba a sentirse un poco inquieto por su suerte.

«Blanquito» saltó al parapeto al lado del niño. Por aquel lugar, la montaña caía cortada a pico y, a cierta distancia más abajo, sobresalía una minúscula repisa de roca. Nadie podría escaparse de allí haciendo alpinismo, eso era evidente. El que lo intentara, resbalaría montaña abajo, rompiéndose todos los huesos en unos instantes.

El cabrito se inmovilizó sobre la altura, erguidas las orejitas, como si escuchase. De pronto dio un fuerte balido y entonces una voz amortiguada, apenas perceptible, le respondió. Jack se levantó de un brinco. ¿Era aquélla la voz de Jorge? ¿Dónde estaba la gruta-celda, pues? ¿Próxima adonde ellos se encontraban?

Lucy y Dolly se reunieron con el niño, al darse cuenta de su excitación. «Blanquito» les dio en aquel instante un susto terrible. Porque se precipitó de pronto en el vacío.

—¡Oh! —gritó Lucy—. ¡Se matará!

No quiso asomarse a ver lo que había ocurrido. Pero Dolly y Jack observaron con horror. El cabrito había saltado a la minúscula repisa de roca que sobresalía allá abajo, a una distancia regular del parapeto, aterrizando sobre ella con las cuatro pezuñas muy juntas. Y apenas había espacio suficiente para que se posaran éstas. No sobraba ni un centímetro, desde luego.

Permaneció allí en equilibrio y luego, cuando parecía como si tuviera que caerse saltó a otra repisa más baja, resbaló por un trozo muy difícil, inmensamente difícil de escalar y desapareció por completo.

—¡Santo Dios! ¡Cómo puede habérsele ocurrido! —exclamó Dolly, respirando profundamente—. ¡Casi se me paró el corazón al vero!

—¿Está sano y salvo «Blanquito»? —inquirió Lucy, sin atreverse a mirar aún.

—Al parecer —respondió Jack—. Ha desaparecido por lo menos… y yo creo que debe de haber encontrado la gruta en que está encerrado Jorge. Dios quiera que no se te ocurra regresar por el mismo camino, porque, ¡entonces sí que se romperá el bautismo!

Pero sí que regresó por el mismo camino. Apareció sobre el parapeto cosa de media hora más tarde, tan activo y juguetón como una ardilla.

Y… ¡llevaba un mensaje al cuello! Atado con un cordel. Jack se apresuró a quitárselo y lo desplegó. Se lo leyó a las niñas en voz alta:

«¿Cómo os va? Yo estoy divinamente, salvo que no me han dado nada de comer, y sólo un poco de agua para beber. ¡Yo creo que estos brutos quieren matarme de hambre! ¿Podéis mandar a “Blanquito” con algo que comer en cuanto os den a vosotros? ¡Ánimo y hasta la vista!

JORGE».

En aquel momento llegaron los japoneses con comida para los niños. Era todo conservas, pero en cantidad abundante. Y figuraba entre las provisiones un pan tierno. Dolly dijo que a lo mejor tendrían los japoneses un horno allá en el barranco subterráneo para hacer el pan.

Aguardaron a que se hubiesen marchado los hombres, y se preguntaron luego cómo mandarle parte de las provisiones a Jorge. Jack hizo unos bocadillos y los envolvió en el papel en que trajeron el pan los japoneses. Introdujo una nota dentro de los bocadillos diciendo que mandarían alimentos por «Blanquito» siempre que pudieran. Luego ató el paquete fuertemente sobre el lomo del animal. «Blanquito» olió la comida y quiso alcanzarla, pero no pudo.

—Ahora vuelve a Jorge otra vez —dijo el niño, dando unas palmadas sobre el parapeto para indicar al animal que subiera.

En cuanto se encontró encima, «Blanquito» se acordó de Jorge y saltó de nuevo a la repisa, desde la que brincó a la siguiente, desapareciendo nuevamente de vista.

Los tres niños quedaron la mar de contentos al pensar que Jorge comería algo en lugar de pasar hambre. Jack escudriñó las laderas con ayuda de los gemelos de campaña mientras comían, preguntándose si se presentaría aquel día Bill. Había transcurrido ya bastante tiempo. Tendría que llegar de un momento a otro su amigo.

Pasó el día muy despacio. Los japoneses se llevaron a los paracaidistas al interior de la montaña, y éstos ya no regresaron. También sacaron de la alambrada a los perros, y Jack creyó verlo, más tarde, recorriendo la montaña y el valle.

Le enviaron comida a Jorge con «Blanquito» cada vez que les dieron a ellos algo de comer. Era un consuelo poder hacer intercambio de mensajes alegres, aun cuando ninguno se sentía muy alegre ya. «Kiki» no había vuelto aún, y todos estaban muy fastidiados con su ausencia.

Llegó el atardecer. Los paracaidistas no habían vuelto y los niños se preguntaron a qué debería obedecer. Los perros regresaron, no obstante. Esta vez, los niños no se acercaron a ellos. Los alsacianos se estaban disputando la carne y parecían más salvajes y feroces que de costumbre.

El cielo estaba encapotado y hacía bochorno. Los niños sacaron las mantas de debajo del toldo en cuanto anocheció y las trasladaron a un sitio en que soplaba con más fuerza la brisa. Se acostaron, intentando dormir. Las dos niñas lo consiguieron; pero Jack permaneció despierto, preocupado por «Kiki», por Jorge y por las muchachas también.

Oyó un ruido lejano y se incorporó. Lo reconoció en seguida: ¡se trataba de un helicóptero! No había manera de confundirlo. ¿Se dirigía a la montaña?

Despertó a las niñas.

—¡Dolly! ¡Lucy! Viene el helicóptero. Despertaos y observemos. Volvamos bajo el toldo, por si aterriza demasiado cerca de nosotros.

Las niñas arrastraron sus mantas hacia donde les decía el muchacho. Fueron a sentarse en el parapeto a escuchar, preguntándose si Jorge estaría despierto y escuchando también. Lo estaba. Tumbado en el suelo de su gruta, asomado al vacío, atento el oído y observando. La oscuridad era demasiado grande para que pudiese ver gran cosa; pero confiaba poder compartir las emociones que experimentaran los otros.

El rumor se fue aproximando hasta adquirir bastante volumen.

—Mirad… ahí está —dijo Jack, excitado—. ¿Lo veis? Está dando la vuelta a la montaña, por encima de nuestras cabezas. ¿No pensarán encender aquí alguna luz para que vea dónde aterrizar?

Aún no había terminado la frase cuando se presentaron apresuradamente dos japoneses. Corrieron al centro del rocoso patio e hicieron algo que a los niños no les fue posible ver. Inmediatamente, un chorro de luz se alzó hacia el firmamento, iluminando el helicóptero que se cernía sobre ellos.

—¡Fijaos! ¡Está aterrizando! —exclamó Jack—. ¡Mirad cómo baja… muy despacio… casi verticalmente! ¡Parece como hecho ex profeso para aterrizar en la cumbre de un monte!

El helicóptero posó las ruedas sobre el patio de roca y se detuvo. Dejaron de girar las aspas horizontales. Sonaron voces.

—Es un helicóptero muy grande —observó el niño—. No había visto yo nunca uno tan grande. Debe de poder llevar una carga importante.

Habían enfocado ahora la luz sobre el aparato, y los muchachos podían ver con claridad lo que estaba sucediendo. Se estaban descargando cajones y cajas, y los criados japoneses se ocupaban en abrir algunos de ellos y trasladar su contenido, escalera abajo, a los almacenes.

El piloto del helicóptero era un joven delgado, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla. Le acompañaba un hombre moreno que cojeaba mucho. Hablaron brevemente con los japoneses, abandonando luego el aparato para introducirse en la montaña.

—Habrán ido a presentarse a Meier y a Erlick, seguramente —dijo Jack—. Venid… vamos a echar una mirada al helicóptero. ¡Ojalá supiese yo manejarlo! Podríamos escaparnos fácilmente en él ahora.

—Y cernirnos sobre la gruta de Jorge y llevárnoslo a él también —dijo Dolly.

Se acercaron todos al aparato. Jack se sentó en el lugar del piloto. ¡Lástima que no supiera manejar los mandos!

Aún estaba sentado allí cuando aparecieron Meier, Erlick, el piloto, su compañero y uno de los paracaidistas. Jack intentó saltar fuera antes de que le descubrieran; pero no llegó a tiempo. Le vio Meier, y le sacó con tal brutalidad, que el niño cayó al suelo.

—¿Qué estás haciendo? ¡No te acerques a este aparato! —gritó Meier enfurecido.

Jack corrió a reunirse con las niñas frotándose el hombro dormido.

—¿Te ha hecho daño? —le preguntó Lucy con ansiedad.

Él respondió, en un susurro, que se encontraba perfectamente. Luego dijo algo que hizo que las niñas miraran atemorizadas al grupo de hombres que se hallaba en el centro del patio.

—Yo creo que ese paracaidista es el destinado a ser el primero en probar las alas. Le han subido para enseñarle el helicóptero e indicarle desde dónde ha de tirarse.

A las dos muchachas les pareció terrible tener que saltar de un aparato en vuelo, sin más protección que las «alas» del rey. Se preguntaron cuántas personas las habrían probado hasta entonces sin resultado. Nadie sabría si servían de algo o no, mientras no se probaran.

El paracaidista examinó el helicóptero a conciencia. Habló con el piloto, que le dio respuestas muy lacónicas. A Jack le dio la impresión de que el aviador no era gran partidario de aquellos experimentos de paracaidismo. Probablemente hubiese preferido limitarse a transportar género a la montaña y no tener más intervención en el asunto.

—Mañana por la noche partirán —dijo la voz de Meier, sonando claramente. Bajen a comer ahora.

Descendieron todos por la escalera de piedra, dejando a dos japoneses encargados de la custodia del aparato, para impedir que los niños volvieran a acercarse.

¡Mañana por la noche! ¿Qué verían entonces?