En la cima de la montaña
Los dos japoneses habían asido a la pobre Lucy, que no hacía más que chillar. Los dos niños se abalanzaron sobre los hombres. Pero, con gran sorpresa suya, se vieron rechazados igual que si hubiesen sido simples monigotes de paja. Un simple movimiento del brazo de los orientales bastó para hacerles caer de cabeza.
Se levantaron al instante, pero esta vez uno de los japoneses asió a Jorge, y el niño dio una voltereta en el aire y salió despedido por encima de la cabeza de su adversario. Aterrizó con gran estruendo sobre la mesa, haciendo salir disparadas platos y fuentes.
Entre los chillidos de Lucy, los gritos de los niños y el estruendo de la vajilla, se armó una algarabía infernal. «Kiki» aumentó el jaleo dando aullidos. Luego atacó con violencia a uno de los hombres, que le mantuvo a raya.
Aparecieron de pronto cuatro japoneses más, y allí se acabó la resistencia de los muchachos. Fueron capturados todos. «Kiki» huyó volando, sin dejar de lanzar aullidos. «Blanquito» había desaparecido.
Sacaron a los niños del comedor y los condujeron a una estancia de mayor tamaño, bien amueblada, pero no con tanto adorno como las habitaciones del rey. Cubrían las paredes colgaduras, pero eran colgaduras sencillas. El techo no estaba cubierto y los niños podían ver la roca por encima de ellos.
Lucy estaba sollozando. Dolly tenía muy pálido el semblante, y los niños se mostraban furiosos y retadores. Los colocaron a todos en hilera contra la pared. Jorge se metió la mano en el bolsillo para averiguar si había sufrido su escincoideo en la lucha. A «Pepito Resbaloso» no le había gustado la vida en la montaña. Se había vuelto letárgico y abúlico. Pero no quería abandonar a Jorge. Aún estaba allí, enrollado.
Jorge se preguntó dónde estarían «Kiki» y «Blanquito». No tenía el loro por costumbre huir así. Muy grande debía de haber sido su susto o quizá le hubiese alcanzado alguno de los platos al salir éstos despedidos de la mesa.
A los pocos minutos, Meier y Erlick, los dos hombres que realmente mandaban allí, entraron en el cuarto. Meier estaba ceñudo y los penetrantes ojos fueron clavando su mirada en cada uno de los niños por turno.
—¡Vaya! ¡Conque sois cuatro! Tres de vosotros vinisteis en busca de ese otro, supongo… y le sacasteis de la gruta en que se encontraba. Creísteis que podríais escapar todos… creísteis que iba a ser fácil, muy fácil… Y no lo fue, ¿verdad?
Les disparó la última pregunta con una torva sonrisa en el aguileño semblante.
Nadie le respondió.
—¿Cómo descubristeis la manera de descolgar la escala de cuerda? —les soltó esta pregunta con tal brusquedad, que todos dieron un brinco—. ¿Quién os dijo cómo hacerla bajar?
Nadie dijo una palabra. Las pupilas de Meier empezaron a contraerse y las niñas se sintieron alarmadas. ¡Era un hombre horrible!
—Os he hecho una pregunta —dijo—. ¡Tú, niño, respóndeme!
—Usé mi cerebro —respondió lacónicamente Jack, viendo que el otro le miraba.
—¿Conoce alguna otra persona esa entrada? —preguntó Erlick de pronto.
Los niños le miraron con antipatía. Les parecía un orangután. Malo era Meier, pero Erlick resultaba diez veces peor.
—¿Cómo hemos de saberlo nosotros? —respondió Jorge, empezando a enfurecerse por la manera en que aquellos hombres le hablaban—. ¿Qué importa si la hay? ¿Es lo que están haciendo ustedes aquí tan vergonzoso que necesitan esconder hasta la entrada de la montaña?
Erlick dio un paso hacia delante y le cruzó la cara con la mano. Lucy dejó de llorar, más asustada que nunca. Jorge no pestañeó. Miró cara a cara al otro, y no se molestó ni en llevarse la mano a la escocida mejilla siquiera. Estaba indignado.
—Déjale en paz, Erlick —terció Meier—. Hay mejores medios de meter en cintura a un niño así que cruzándole la cara. Y ahora mandaremos a los perros a que recorran los alrededores. Si estos niños tienen amigos en las cercanías, los perros darán con ellos y los traerán.
A los muchachos se les fue el alma a los pies. ¿Capturarían los alsacianos a Bill y a David y les conducirían a la montaña, prisioneros también? Sería terrible.
Se oyó fuera una tos hueca. Meier y Erlick dieron un brinco. El primero se dirigió a la entrada de la cueva y asomó la cabeza. No vio a nadie.
—¿Hay otro con vosotros? —quiso saber—. ¿Es un niño o una niña?
—Ninguna de las dos cosas —contestó Jack, que había reconocido la tos de «Kiki» y confiaba que no se le ocurriría entrar.
Aquellos hombres serían capaces de retorcerle el cuello.
—¡Puh! ¡Gah! —sonó la voz del loro.
Y luego una risa capaz de helarle la sangre a cualquiera.
Se asomaron a la entrada otra vez, y buscaron bien por la vecindad. Pero «Kiki» estaba instalado en una repisa de roca por encima de su cabeza, y no les era posible verle.
—Llamad al médico —gimió el loro, con voz tan sepulcral, que los hombres sintieron escalofríos—. Llamad al médico.
—¡Santo Dios! ¿Quién es? —exclamó Erlick. Miró amenazador a los muchachos—. ¡Si es otro niño el que está ahí fuera, dándoselas de gracioso, le desollaré vivo!
—Sólo somos cuatro, dos niños y dos niñas —repuso Jack.
—Y aquí estamos todos —agregó Jorge, con cierta insolencia.
Sabía que era una temeridad hablarles de aquella manera a los dos hombres. Pero no podía remediarlo. Tanto él como Dolly eran de esa manera cuando se enfadaban.
—¡Y aquí os vais a quedar todos! —respondió Meier—. Ya pensaré yo algo para rebajarte los humos, muchacho. Habrás podido pasarte la vida insolentándote con todo el mundo y galleando; pero no harás eso conmigo. Ahora… ¡echad a andar delante de nosotros!
Los niños se vieron obligados a salir de la cueva precediendo a los dos hombres. Poco después iniciaron el ascenso de la escalera de caracol. Llegaron a los huecos en que se almacenaban las provisiones, y siguieron adelante hasta la puerta de la gruta en que había estado encerrado Jorge.
—¡Eh, tú! —ordenó Meier—. Vas a entrar en esa gruta otra vez. Unos cuantos días a dieta te irán muy bien para sacarte toda la insolencia del cuerpo. Los demás seguir subiendo.
¡Pobre Jorge! Le encerraron nuevamente en la celda que daba al abismo. Pero aquella vez no tuvo un negro que le hiciese compañía. Se sentó, lamentando haber sido lo bastante necio como para insolentarse con los que les habían capturado. Pero casi inmediatamente volvió a alegrarse de haberlo hecho. Él no iba a doblegarse ante dos granujas como aquéllos. No obstante, era una lástima que no se encontrase con los demás, sobre todo ahora, sólo estaba Jack para proteger a las niñas.
Los otros tres se vieron obligados a continuar la ascensión, que duró bastante. De pronto… ¡qué sorpresa más enorme!
Subieron un ancho tramo de escalera, de escalones tallados en la roca y salieron a la mismísima cima de la montaña. El asombroso panorama que apareció ante ellos les dejó parados, casi sin aliento. ¡El techo del mundo! ¡Si debían estar tocando el propio cielo!
Olvidaron momentáneamente todas sus preocupaciones, sin más pensamiento que lo que estaban contemplando. Donde quiera que dirigían la vista, elevaban sus picos las montañas y allá en el fondo, yacían, sumidos en sombra, los valles. Resultaba maravilloso encontrarse allá arriba, bajo el cálido sol y acariciados por la suave brisa después de estar tanto tiempo metidos en la oscura colina.
La cumbre de la montaña era extraordinariamente plana. Por tres de sus lados se erguían escarpados riscos, como dientes. Jack reconoció en seguida de qué monte se trataba: era el de los Colmillos, que observara al dar principio a la excursión. Miró en torno suyo. Allí nada crecía. La roca era lisa, desnuda, y del tamaño de un patio grande. Los paracaidistas estaban a un lado, jugando a las cartas en la sombra.
Contemplaron, con sorpresa, a los niños. El negro Sam se encontraba con ellos. Señaló a Jack, y era evidente que les decía a sus compañeros lo que de los niños sabía. Jack se alegró de que Jorge le hubiera contado a aquel hombre tan poco de sí mismo y de los demás del grupo excursionista. No quería que Meier supiese más de lo que ya conocía.
Había un toldo alzado en el lado opuesto a aquél en que se hallaban los paracaidistas. Meier empujó a los niños hacia él.
—Os quedaréis aquí —dijo—. No hablaréis en absoluto con esos hombres. No os acerquéis a ellos para nada. Sois prisioneros, ¿habéis comprendido? Os habéis introducido aquí, donde no se os quiere para nada, y ahora os tendremos en este lugar todo el tiempo que deseemos para que no nos estorbéis.
—¿No puede venir Jorge con nosotros? —suplicó Lucy—. ¡Se sentirá tan sólo sin nuestra compañía!
—¿Te refieres al otro niño? No. Necesitaba un castigo. ¡Pasar un poco de hambre! Entonces veremos si sabe hablar sin ser grosero.
Meier y Erlick les dejaron, introduciéndose en la montaña de nuevo. Jack y las niñas se sentaron, contristado el semblante. ¡Las cosas no iban demasiado bien! Era una verdadera lástima que Jorge estuviese separado de ellos.
Evidentemente, se había advertido a los paracaidistas que no debían acercarse a los niños, porque no intentaron ni dirigirles una palabra. Meier y Erlick estaban acostumbrados a que se les obedeciese, por lo visto.
Había un parapeto natural de roca cerca de donde se hallaban los muchachos. Rodeaba la orilla de la cima por aquel lado. Jack se puso en pie y se acercó a él. Se sentó encima, y se llevó los gemelos a los ojos. ¡Si pudiese descubrir siquiera a Bill! Y, sin embargo, temía que si Bill se encontraba allá abajo en alguna parte, dieran con él los perros. Se preguntó dónde estarían estos animales.
De pronto irguió el cuerpo y enfocó con los gemelos un punto pequeño en la ladera de la montaña. Había observado un movimiento. ¿Era posible que se tratase de Bill, David y los burros?
No; no era eso. ¡Se trataba de los perros! Les habían soltado ya, y andaban recorriendo la comarca. Si Bill se encontraba en la vecindad, no tardarían en hallarle. Y, ¡entonces le apresarían también! Se preguntó cómo podría impedir que eso sucediera; pero no se le ocurrió nada.
¿Y «Salpicado»? Menos mal que le había dejado atado muy flojo. La cuerda era larga y había hierba en abundancia y agua a su alcance. Pero, ¡cómo se preguntaría el pobre animal qué habría sido de todos!
Algo le tocó en la mano y dio un brinco de sorpresa. Bajó la mirada. ¡Era «Blanquito»! El cabrito había encontrado la manera de llegar hasta ellos, y estaba frotando el hocico contra Jack, medio asustado.
—¡Hola, «Blanquito»! ¿Has estado buscando a Jorge? —inquirió el niño, acariciándole—. Está en esa cueva otra vez. No puedes llegar a él.
Demasiado lo sabía el animal. Había estado ya balando a la puerta de la celda. Parecía tan triste y desanimado, que Jack le llevó adonde estaban las niñas, y todos le mimaron una barbaridad.
—¿Qué crees tú que le habrá sucedido a «Kiki»? —inquirió Lucy, al cabo de un rato.
—Oh, ya aparecerá; no te preocupes —respondió el niño—. Sabe cuidarse divinamente. ¡Bueno es «Kiki» para dejarse atrapar! Nada me extrañaría que estuviese volviendo medio locos a esos hombres, tosiendo, estornudando, cacareando, e imitando el silbido de un tren expreso en un túnel.
Y no se equivocaba al suponerlo. «Kiki» se había estado divirtiendo de lo lindo a costa de Meier y Erlick y, como a éstos ni remotamente se les había ocurrido pensar en la posibilidad de que los niños tuviesen un loro, estaban extrañadísimos a más no poder. Una voz sin cuerpo… ¡qué extraño!
Nada ocurrió en mucho rato. Luego, cuando empezaba a ponerse el sol, se oyó ladrar y gruñir y dos japoneses condujeron a los perros alsacianos a la cumbre de la montaña. Los niños observaron con atención para averiguar si habían capturado a Big, pero no vieron rastro de prisionero alguno. Exhalaron un suspiro de alivio.
A los animales se les condujo a una alambrada próxima a donde se encontraban los muchachos.
—¡Cuidado con los perros! —les dijo uno de los japoneses—. Muerden mucho. ¡Ten cuidado!