Un secreto sorprendente
Permanecieron sentados un rato en la cámara aquélla, extrañados y llenos de desilusión. Intentaron vez tras vez conseguir que la escala resbalara de su escondite, sin conseguirlo, y acabó por abrírseles el apetito y por entrarles una sed atroz. Se bebieron toda el agua que quedaba en los cántaros y empezaron a preguntarse dónde podrían encontrar algo de comer.
Sólo un lugar se les ocurría: la estancia en que comieron antes.
—Volvamos allá a ver si aún están los restos de aquel banquete sobre la mesa —sugirió Jack—. ¡De buena gana me zamparía una langosta o dos por lo menos!
—¡Pobre lorito! —murmuró «Kiki», que siempre parecía saber cuándo se estaba hablando de comida—. El lorito un catarro tiene. Llamad al médico.
—¡Ah!, conque has encontrado la lengua otra vez, ¿eh? —dijo Jack—. ¡Creí que la habías perdido! No empieces a chillar o reír ahora, por lo que más quieras, o nos harás atrapar a todos.
Regresaron al salón del trono, que seguía desierto, y luego pasaron al comedor.
Aun estaba la mesa como la dejaron. A los niños les brillaron los ojos. ¡Estupendo! Y se sintieron inmediatamente mejor.
Tomaron asiento y alargaron la mano hacia los manjares. Jack posó la suya sobre el brazo de Jorge de pronto, y Frunció el entrecejo Había oído un ruido en la habitación contigua, ¡en la alcoba tan exquisitamente adornada! Se quedaron todos quietos y callados. ¿Habría alguien allí?
«Kiki» vio de pronto a «Blanquito» con las dos patas delanteras encima de la mesa, tratando de alcanzar la ensalada. Arremetió contra él, enfurecido, dando gritos.
—¡Ahora sí que la hemos hecho buena! —exclamó Jack.
Y aún no había terminado de decir estas palabras, cuando se apartaron las colgaduras de la entrada, y asomó un rostro.
Era la cara que habían visto en el gigantesco laboratorio: la cabeza de enorme frente. Tenía los ojos saltones de un azul verde singular, nariz ganchuda y mejillas amarillentas y hundidas.
El rostro contempló en silencio a los cuatro niños y ellos le devolvieron la mirada sin pronunciar una palabra. ¿Quién era aquel hombre extraño de abombada frente?
—¿Sé yo quiénes sois? —inquirió el rostro, con inquisitivo ademán—. Olvido… olvido…
Se apartaron del todo las cortinas y entró el anciano. Iba enfundado en una especie de túnica de seda azul, y a los niños les causó la impresión de un pobre anciano desvalido. Tenía una voz muy fina y atiplada, que «Kiki» se apresuró a imitar.
El anciano dio muestras de asombro, sobre todo puesto que no podía ver al loro, que se encontraba detrás de un gran jarrón de flores.
Los muchachos no dijeron una palabra. Se estaban preguntando si, de salir corriendo, lograrían escapar.
—¿Qué hacen aquí unos niños? —inquirió el hombre, en tono que denotaba su vivo desconcierto—. ¿Os he visto antes? ¿Por qué estáis aquí?
—Ah… vinimos a buscar a alguien que se había perdido —respondió Jack—. Y ahora no conseguimos salir otra vez. ¿Podría decirnos usted el camino?
El anciano parecía tan ausente y aturdido, que Jack creyó posible fuera lo bastante tonto como para enseñarles por dónde salir. Pero se equivocó.
—¡Oh, no no! —dijo sin vacilar, apareciendo un gesto astuto en el amarillento rostro—. Hay secretos aquí, ¿sabéis? Mis secretos. Ninguno de los que entre puede salir… hasta que mis experimentos se hayan terminado. Yo soy el rey de este sitio… ¡mi cerebro lo rige todo!
Terminó en una nota aguda que produjo una extraña sensación a los muchachos. ¿Estaba loco aquel hombre? ¿Era posible que fuese el «rey» a quien habían visto en el salón del trono? Parecía increíble.
—Usted no se parece al rey —dijo Lucy—. Vimos al rey en el salón del trono… y era alto, y tenía una corona muy grande, y cabello negro alrededor de la cara.
—¡Ah, sí! Me hacen presentarme de esa manera. Quiero ser rey del mundo, ¿comprendéis?… de todo el mundo. Por mi gran inteligencia. Sé más que ninguna otra persona. Meier dice que seré rey del mundo en cuanto estén terminados mis experimentos. ¡Y están casi terminados ya!
—¿Le viste Meier de rey cada vez que ha de presentarse en el salón del trono? —exclamó Jack, asombrado.
Se volvió hacia los otros y habló en voz baja:
—Supongo que será para impresionar a los paracaidistas. No le darían mucha importancia si le viesen tal como es.
—Es que soy un rey —respondió el anciano, con dignidad—. Por mi gran cerebro. Poseo un secreto y lo estoy utilizando. Habéis visto mi gran laboratorio, ¿verdad? ¡Ah, hijos míos, yo sé como usar todas las grandes fuerzas del mundo… las mareas, los metales, los vientos… la gravedad…!
—¿Qué es la gravedad? —inquirió Lucy.
—La fuerza que os mantiene sobre la tierra… la que os hace volver a ella cuando saltáis —contestó el viejo—. Pero… ¡yo he conquistado a la gravedad!
A los niños les sonó aquello a tontería. Tenían el convencimiento de que el viejo estaba loco. Podría haber tenido un cerebro maravilloso en algún tiempo… pero podía valer bien poca cosa ahora.
—¿No me creéis? —dijo el anciano—. Bueno, pues yo he descubierto unos rayos que rechazan la atracción de la tierra. ¿Comprendéis eso, niños? No, no… es demasiado difícil para vosotros.
—No lo es —aseguró Jack, cuyo interés empezaba a despertarse—. Lo que usted quiere decir es que ha logrado descubrir unos rayos que, de ser usados, anularían la fuerza de la gravedad. ¿No es eso? De manera que, si los usara en una pelota que rebotase, ésta no sentiría la atracción de la tierra que la obligara a volver, continuaría ascendiendo en lugar de caer al suelo, ¿verdad?
—Sí, sí… eso es… explicado de una manera muy sencilla. Y ahora, ¿sabéis?, he inventado estas alas. Mando a través de ellas los rayos. Los aprisiona en las alas. Y luego, cuando un hombre salta de un aeroplano con ellas puestas, oprime un botón para liberar la potencia de los rayos… ¡y no cae a tierra! En lugar de eso, puede planear y alzarse, batir las alas, y volar como un pájaro hasta cansarse… Entonces no tiene más que aprisionar los rayos de nuevo, y bajar planeando a tierra.
Los niños escucharon todo esto en silencio. Era la cosa más extraordinaria que en su vida oyeran.
—Pero, ¿pero es eso verdaderamente cierto? —inquirió Lucy, por fin.
La idea de volar así, resultaba muy atractiva.
—¿Creéis que hubiésemos venido aquí, a esta montaña solitaria, a hacer nuestros experimentos… creéis que Meier y Erlick hubiesen gastado el dinero a manos llenas de no haber sabido que podía yo hacer todo eso? —exigió el anciano, con rastro de enfado.
—Bueno, es que… ¡es que suena tan extraordinario! —dijo Lucy—. Y suena encantador, claro… Quiero decir que yo daría cualquier cosa por poder volar de esa manera. ¡Qué listo debe ser usted!
—Tengo el cerebro más potente del mundo —anunció con solemnidad el viejo—. Soy el científico más grande que existió jamás. ¡Lo puedo todo… todo!
—¿Puede enseñarnos a salir de aquí? —inquirió Jack, fingiendo ingenuidad.
El anciano dio muestras de desasosiego.
—Si usáis mis alas, podéis marcharos —dijo, por fin—. ¡Todos somos prisioneros aquí hasta entonces… hasta yo! Meier ha dicho que ha de ser así. Dice que he de darme prisa, que he de darme prisa a perfeccionar del todo mis alas… El tiempo apremia. Entonces se me hará rey de todo el mundo, y todos me rendirán honores de todas clases y los más grandes.
«¡Pobre viejo! —pensó Jorge—. Se cree todo lo que ese bribón de Meier le dice. Meier y Erlick están aprovechando su habilidad para sus propios fines».
El viejo se marchó tan bruscamente como se había presentado. Pareció olvidarse de la existencia de los niños. Desapareció tras las cortinas, dejándoles solos. Se miraron unos a otros, con cierta inquietud.
—No sé cuánto creer —anunció Jack—. ¿Habrá descubierto de verdad el secreto de cómo anular la fuerza de atracción? ¿Recordáis la extraña sensación que experimentamos al mirar aquella masa brillante en el barranco?… Sentimos una especie de ligereza, de falta de peso, y nos pareció que, si no nos agarrábamos con fuerza, saldríamos flotando por el aire. ¡Apuesto a que andaban sueltos por ahí entonces algunos de esos rayos de que ha hablado!
—Troncho, sí; vaya si fue raro —asintió Jack, pensativo—. Y, claro, todo eso habría que hacerlo bajo tierra… ¡para que los rayos no salieran disparados en todas direcciones! El corazón de una montaña parece un buen sitio para un experimento tan fantástico como ése… con paredes de gruesa roca todo alrededor. ¡Nada de extraño tiene que oyéramos rumores subterráneos ni que se estremeciera el suelo! Ese viejo científico sabe, ¡vaya si sabe! Me daría un miedo atroz andar jugando con las fuerzas que los hombres de ciencia usan en estos tiempos. Esto es más extraordinario que la fusión del átomo.
—Yo no entiendo de esas cosas —dijo Lucy—. Siento lo mismo que debe haber sentido la gente de la antigüedad ante sus magos… ¡no entiendo lo que están haciendo, pero todo parece obra de magia y me da miedo!
—Tú aguarda a que te pongas un par de alas antigravitadoras o como quiera que las llame —dijo Jorge, tomando un melocotón—. Eso sí que será magia si tú quieres.
—Meier y Erlick deben creer en las ideas del viejo —observó Jack—. De lo contrario no se tomarían la enorme cantidad de molestias que se están tomando… ni intentarían guardar tan secreto el asunto. Supongo que, si la idea diera resultado, ganarían tanto dinero, que serían los hombres más ricos que hubiesen existido jamás, y los más poderosos.
—Sí. Ellos serían los reyes, no el viejo —contestó Jorge—. Sólo están aprovechándole para sus fines, haciéndole creer toda clase de cosas absurdas. Es tan ingenuo como se puede ser, a pesar de tener tanta inteligencia. Declararían que eran ellos los inventores, no el anciano. ¡Mira que tenerle prisionero así… a él y a todos los demás!
—Sin excluirnos a nosotros —asintió Dolly—. Bueno, empiezo a ver claro ahora… a comprender lo que está sucediendo aquí… pero sigo sin poderlo creer. ¡No lo creerá Bill tampoco!
Acabaron de hacer una buena comida. Nadie se acercó a interrumpirles. No se oyó rumor alguno en la habitación del anciano. Pensaron que a lo mejor se había echado a dormir, o habría regresado a su extraño barranco subterráneo. Todos decidieron que por nada del mundo bajarían allí otra vez.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jack—. ¡Dínoslo, «Blanquito»! «Kiki», ya has comido suficientes melocotones.
—¡Pobre lorito! —dijo «Kiki», con melancolía.
Y se limpió el pico en el mantel.
—¡Viene alguien! —anunció Lucy, de pronto—. ¡Aprisa, escondeos!
—Detrás de las colgaduras de la pared —susurró Dolly.
Y los cuatro corrieron a refugiarse tras los pliegues, aguardando con el aliento contenido.
Eran dos japoneses que habían acudido a quitar la mesa. Se hablaron el uno al otro con dejo de sorpresa porque, en verdad, les llenaba de asombro ver que se hubiese consumido tanta comida.
Los niños les oyeron moverse de uno a otro lado. Luego uno de ellos exhaló una exclamación aguda, que los muchachos no comprendieron. Aguardaron, latiéndoles con violencia el corazón. «Kiki» se hallaba posado sobre el hombro de su amo, desconcertado y silencioso.
De pronto, Lucy exhaló un penetrante grito, y los dos niños salieron inmediatamente de su escondite. Uno de los japoneses le había visto un pie por debajo de las colgaduras, y la había atrapado.
—¡Jack! ¡Jorge! ¡Aprisa! ¡Salvadme! —chilló.
Y corrieron en su auxilio todos.