El Rey de la Montaña
—¡Fijaos! —exclamó Jack—. Alguien ha estado comiendo aquí… tres personas… y ¡mirad lo que han dejado!
—¿No podemos comer algo nosotros? —preguntó Lucy, clavando la vista en un enorme frutero lleno de fresas frescas y una jarra medio llena de leche.
Cerca de ésta había un plato de langosta y dos fuentes de ensaladas surtidas.
Era evidente que tres personas habían estado comiendo allí, a juzgar por los platos y los vasos, todos los cuales eran muy hermosos.
—¡A esto lo llamo yo un banquete! ¡Un banquete de rey! —exclamó Dolly. Y tomó un pastel con un adorno de azúcar en forma de rosa encima, y le hincó el diente—. No sé de quién es todo esto… pero no hay nadie a quien pedirle permiso, y tengo demasiadas ganas para esperar.
—¡Lo mismo digo! Le pediremos a Bill que lo pague si alguien tiene algo que objetar —dijo Jack.
Y echó mano a una de las langostas.
Había fuentes de cosas que los niños no habían visto en su vida, hasta entonces. Probaron una o dos, pero estaban sazonadas de una manera que no les resultaba agradable.
Encontraron melocotones pérsicos, pinas y ciruelas de todas clases.
—¡Debe andar la mar de ocupado el helicóptero si ha de traer todas estas cosas! —murmuró Jack, mordiendo el melocotón más dulce que jamás probara—. ¡La verdad es que el rey de esta montaña sabe tratarse a cuerpo de ídem!
Nadie les interrumpió. «Kiki» se hartó de comer, disfrutando tanto como los demás. «Blanquito» se comió toda la ensalada que le ofrecieron y, para celebrar la ocasión, se le permitió que estuviese sobre las rodillas de Jorge, con las patas delanteras sobre la mesa. Ardía en ganas de subirse por completo al mantel, y no acababa de comprender por qué se le permitía a «Kiki» estar allí y a él no.
—¡Si comes más, «Kiki», te va a entrar hipo de verdad! —dijo Jack—. ¡Mira que atiborrarse de esa manera! ¡So glotón!
—¡Pum, suena el loro! —asintió «Kiki».
Y hubiese prorrumpido en una carcajada de no haberle contenido su amo.
—Bueno… ¿y si probáramos encontrar la salida otra vez? —dijo Jack, por fin—. No sé si tiene eso nada que ver con la extraña sensación que experimentamos cuando destaparon el suelo del barranco y vimos aquella extraordinaria masa brillante, pero el caso es que no siento el menor temor ya. ¡Ni siquiera siento que es terriblemente urgente que salgamos de aquí, aunque sé que lo es de modo indispensable!
—¡Fue una sensación muy rara! —asintió Jorge—. ¡Me pareció que iba a flotar en el aire de un momento a otro! ¡Me agarré con toda el alma a ese balconcillo para evitarlo!
A todos les había pasado lo propio. Y ahora, al igual que Jack, ya no parecían temerle a nada. Eso no podía ser, sin embargo: era preciso que hallaran la salida lo más aprisa posible.
Abandonaron el curioso comedor con su cargada mesa. Se metieron por un pasillo más brillante e iluminado que los otros. Las paredes de roca estaban adornadas con colgaduras. Grandes cortinas oscilaban, mecidas por la leva brisa que circulaba por los corredores.
—Ésta debe de ser la parte reservada al rey —dijo Jack—. Quizá lleguemos pronto a la sala del trono.
Y así fue. Llegaron. Pero aquella vez no estaba vacía, sino llena de bote en bote.
De hombres. Silenciosos. De todas las clases y de aspecto bien duro algunos de ellos. De muchas nacionalidades. Varios lucían la boina parda que usan los soldados paracaidistas cuando van de uniforme. Los niños supusieron que todos eran antiguos paracaidistas. Serían unos veinte. Y Sam estaba allí también. Jorge se sobresaltó al verle. ¡Ahora se sabría ya que él se había escapado! Quienquiera que hubiese ido a buscar a Sam, habría encontrado la puerta abierta y descubierto que Jorge no se hallaba allí. ¡Qué mala pata! Ahora le buscarían palmo a palmo, y resultaría muy difícil escapar. Dio un codazo a Jack y le hizo ver a Sam. Jack, que atisbaba por entre las cortinas que colgaban delante de ellos, movió afirmativamente la cabeza y frunció el entrecejo. Se le ocurrió el mismo pensamiento que se le ocurriera a Jorge.
Se preguntó si no debían marchar al instante y procurar encontrar la salida. Pero, o tendrían que volver por donde se habían acercado, cosa que no les conduciría a la salida que conocían, o se verían obligados a entrar en la sala del trono, donde les descubrirían en el acto. No. No les quedaba más recurso que permanecer allí hasta que la reunión, o lo que fuera, terminara.
Junto a los paracaidistas había unos hombrecillos que parecían japoneses. Vestían un uniforme bastante vistoso y formaban hilera a ambos lados de la sala. El trono estaba desierto. No se veía ni rastro de Meier.
Pero de pronto se oyeron susurros entre los allí reunidos. Dos japoneses retiraron los grandes cortinajes cercanos al trono, y entró el Rey de la Montaña.
Parecía muy alto, porque llevaba una enorme corona, incrustada de brillantes piedras, que aumentaba su estatura. Lucía un rico vestido y un manto, y más parecía un príncipe indostánico en una fiesta, que ninguna otra cosa. Un rostro amarillento asomaba, impasible, bajo la enorme corona, y le colgaba por ambos lados una masa de negro cabello. Se sentó en el trono.
A su lado se situaron dos hombres. Jorge estaba seguro de que uno de ellos era Meier. No conocía al otro, pero no le gustó nada su rostro de antropoide ni su corpulenta figura. Los ojos de halcón de Meier barrieron la estancia. Empezó a hablar con voz incisiva y penetrante en un idioma que los niños no conocían. Luego hizo una pausa, y habló en inglés.
Los niños le escucharon, como hechizados. Meier habló del rey, y del magnífico don que le estaba haciendo a la humanidad: el don de volar. Habló de los valerosos hombres que les estaban ayudando en sus experimentos: los paracaidistas dispuestos a probar las alas. Habló de la gran fortuna que recibirían, de los honores que lloverían sobre ellos. Luego lo repitió todo en un tercer idioma, y luego en un cuarto.
Parecía hipnotizarles a todos, al hablar. Jack tenía el convencimiento de que mucho de lo que decía era una estupidez, pero le era imposible hacer otra cosa que creerle mientras le escuchaba, y bien a las claras se advertía que todo su auditorio se hallaba pendiente de él, bebiendo con avidez sus palabras, tanto las pronunciadas en el idioma de cada oyente como aquellas que les eran completamente desconocidas. ¡Qué influjo más poderoso sabía ejercer con su oratoria!
Se solicitaron, a continuación, voluntarios. Todos los hombres dieron un paso al frente al instante. El rey se puso en pie y escogió dos o tres, aparentemente al azar. Dijo unas cuantas palabras que no se oyeron en voz inesperadamente fina y quebradiza que cuadraba muy poco con su augusta presencia.
A continuación, Meier se hizo cargo de nuevo. Dijo que aquellos hombres, que figurarían entre los primeros en haber volado con alas, serían enviados de nuevo a su propio país después del experimento con fortuna suficiente para durarles mientras viviesen. Todos los demás que habían probado las alas se hallaban ahora sanos y salvos en sus respectivas casas y eran hombres ricos y bien considerados.
—¡Y yo que me lo creo! —le murmuró Jack a Jorge, recordando lo que contara Sam.
El rey se retiró entonces majestuosamente, y Meier y el otro hombre le siguieron. Los japoneses sacaron de allí a los paracaidistas, y la sala del trono quedó desierta.
Cuando se hubo marchado todo el mundo y reinó un completo silencio, Jack le susurró a Jorge:
—¡Conocemos el camino de salida desde aquí! ¡Vamos!
Marcharon al enorme laboratorio donde ruedas y alambres seguían desempeñando su secreto cometido. Los niños se detuvieron en la galería superior y bajaron la mirada hacia la extraña lámpara del centro. Dolly asió de pronto a Jack, haciéndole dar un brinco. La miró.
Señaló ella hacia un grupo de recipientes de vidrio, conectados entre sí por tuberías. Jack vio a alguien allí.
Era un anciano con una frente muy ancha: la más ancha y redonda que recordaba haber visto el niño. Estaba completamente calvo, lo que le daba un aspecto aún más extraño. Inclinado sobre los recipientes, escudriñaba su interior.
—Vamos, antes de que nos vea —susurró Jack.
Y tiró de los otros hacia los corredores que les conducirían a la salida. Los recorrieron y llegaron por fin a la cámara en que se encontraban los cántaros y los tazones. Ahora, ¡a bajar por la escalera de cuerda y escapar!
—¿Y «Blanquito»? —susurró Dolly—. ¿Cómo podremos bajarle?
—¿Cómo subiría antes? —preguntó jorge—. Y los perros también. No se me había ocurrido pensar en eso. Me empujaron en la oscuridad y estaba tan asustado, que no pensé en «Blanquito» ni en los perros. ¡No pueden haber subido por esa escalera!
—Probablemente habrá algún agujero por el que subirían —dijo Dolly—. Un agujero demasiado pequeño para nosotros, pero lo bastante grande para «Blanquito» y para los perros.
Según resultó más adelante, Dolly tenía razón. Sí que había un agujero pequeño cerca de la grieta. Y era por éste y por un túnel pequeño muy estrecho, por donde había pasado «Blanquito» con los perros, que conocían el camino muy bien. El túnel de los perros iba a parar finalmente a uno de los pasadizos, y así era cómo había entrado «Blanquito» en la montaña.
Seguía aún con los niños. Conocía el camino por el que llegara, pero no pensaba abandonar a los otros. Jack encendió la lámpara de bolsillo y buscó la escalera.
—¿Dónde estará? —exclamó—. ¡Si colgaba aquí mismo!
«Blanquito» se acercó, apretándose contra él, y por poco le tira de cabeza a la laguna.
—¡Sujeta a «Blanquito»! —le dijo a Jorge—. Por poco me tira. No consigo encontrar la escala. Debiera estar colgando por aquí.
—Deja que mire yo —sugirió el otro, entregándole el cabrito a Dolly.
Buscó a tientas, y Jack dirigió la luz en todas direcciones.
Pero la escala no estaba allí. O si estaba, ¡nadie era capaz de verla! Dirigió la luz hacia abajo. Tampoco alcanzó a verla.
—¿Qué ha sido de ella? —exclamó, exasperado.
—A lo mejor alguien ha torcido la ruedecita de la laguna en otra dirección… y la escala se ha enrollado y escondido sola —sugirió Dolly.
¡Terrible posibilidad aquélla! Jack empezó a buscar por toda la cámara, para ver si algún mecanismo, accionado por la ruedecilla de abajo, había izado la escala; pero no vio máquina ni resorte alguno.
Su mano tocó una especie de pincho incrustado en la pared. Lo enfocó con la lámpara.
—¡Quizá sea esto una palanca! —les dijo a los otros—. ¡Mirad!
Tiró del pincho y lo oprimió, y éste cedió de repente al ser empujado hacia abajo. Se descorrió sin hacer ruido una losa de roca y… ¡detrás de ella se hallaba la escala de cuerda! Cómo podría hacerse funcionar aquello desde abajo, era cosa que no lograban comprender ni imaginarse los muchachos.
Evidentemente no había manera de que funcionase del todo para ellos. La escala estaba enrollada cuidadosamente en el hueco, detrás de la losa, pero no conseguían adivinar cómo se sacaba. Era preciso poner en movimiento algún mecanismo para soltarla. Entonces, supuso Jack, resbalaría de su sitio, caería por el borde de la repisa, e iría desenrollándose hasta llegar abajo, dispuesta para que la empleara quien tuviese que subir.
—Pero, ¿cómo funcionará desde aquí arriba? —preguntó Jack, por vigésima vez.
Todos ellos habían tirado, retorcido y empujado a la escala, tan bien encajada en su escondite, sin lograr desalojarla un milímetro.
—¡Me doy por vencido! —dijo Jack por fin, con melancolía—. ¡Es inútil! Estamos perdidos. Resulta exasperante, precisamente cuando estábamos casi fuera de esta maldita montaña.