Breve exploración
Hubo una larga pausa tras tan extraña historia. Era difícil de creer. Y, sin embargo, habían visto y oído cosas tan sorprendentes durante los últimos días que les pareció que cualquier cosa podía ser verdad en aquella montaña.
—Pero, ¿qué se pretende? —preguntó Jack al cabo de un rato—. ¿Y a qué todas las pruebas, y los alambres, y las cosas? No acabo de comprenderlo.
—Ni yo tampoco. Pero Sam calcula que, si el experimento tiene éxito y llegan a poder volar los hombres con esas alas alguien ganaría una fortuna fabulosa. Todo el mundo las quería. Todo el mundo volaría.
—Suena la mar de hermoso —dijo Lucy—. Me encantaría volar como los pájaros… mucho, mucho más que viajar en aeroplano.
Todos pensaban lo mismo; pero ninguno de ellos podía creer en aquellas «alas» de que habían hablado Sam.
—¿Cómo huyó? —inquirió, refiriéndose al negro.
—Hizo una verdadera locura… algo tan peligroso como el saltar de un helicóptero para probar las alas —contestó Jorge—. Sacó un paracaídas del almacén, entró aquí, se lo puso y… ¡saltó!
Todos se estremecieron.
—¡Cómo! —exclamó Jack—. ¿Saltó de esta gruta? ¿Desde tan cerca de la cima de la montaña? ¡Troncho! ¡Es un valiente!
—Lo es. Se le desplegó el paracaídas y flotó a tierra, donde se dio un golpe bastante fuerte. Pero había aprendido a caer, y no tardó en rehacerse. Después, la cuestión era encontrar seguridad… en alguna parte.
—No hubiera podido hallar una región más solitaria y desierta que estas montañas —dijo Jack—. Supongo que ni siquiera sabía dónde se encontraba.
—No tenía la menor idea. Le dije que nos encontrábamos en Gales; pero él ni sabía que existiese semejante país.
—Y supongo que luego los perros se pusieron sobre su pista, ¿verdad? —murmuró Jack—. ¡Pobre Sam!
—Sí. Conocía su existencia, porque viven en la cima de la montaña con los hombres. Dice que los usan para ahuyentar a cualquiera que se acerque a la montaña… y, claro, para dar caza a cualquiera que se escape… o para encontrar a cualquiera que se estrelle si las alas no funcionan bien.
—Que es lo más probable que ocurra. ¡Troncho! ¡Qué hombres más horribles y despiadados deben de haber tras de todo esto! Jamás oí cosa igual.
—Sam dice que hay un rey —prosiguió Jorge—. ¡El rey de la montaña! ¿Verdad que es increíble? Ese trono debe de ser para él. Sam no le ha visto nunca. Debe de ser la araña que teje su tela en las tinieblas para pescar a todos estos hombres y obligarles a ensayar sus experimentos de verdadero loco.
—Supusimos que se ocultaría tras todo esto una inteligencia colosal —dijo Jack—. Supongo que el de la mirada de águila… ese Meier… no es el rey, ¿verdad?
—¡Oh, no! No sé lo que podría llamársele… una especie de organizador, supongo. Él se encarga de todo… de las provisiones… de todos los preparativos… de encerrar a los hombres cuando llegan los helicópteros… y todo eso. Hay dos hombres, al parecer, que trabajan juntos en estas cosas. El rey es alguien que sólo aparece en las grandes ocasiones… como cuando se produce otro par de alas. Los hombres tienen que bajar entonces a la sala del trono, escuchar un discurso que no comprenden y ver cómo se elige a uno de ellos para probar las alas.
—¡Más bien suena como si se estuviese eligiendo una víctima para el sacrificio! —dijo Jack, ceñudo—. No me gusta esto nada. Es propio de locos.
—Sam estaba enfermo la última vez que el rey escogió una de sus víctimas. Conque, como ya he dicho, él no ha visto al rey de la montaña. Debe tratarse de un hombre singular… endurecido y cruel de verdad… para ser capaz de obligar a esos hombres a que prueben unas alas que no es posible que sirvan para nada.
—¡Estoy de acuerdo contigo! —respondió Jack—. Y creo que cuanto antes salgamos de aquí y nos pongamos en contacto con Bill, mejor. No me siento seguro en esta montaña. No me extraña ya que Lucy tuviera presentimientos. Los tengo yo también ahora ¡y en abundancia!
—Mirad… Sam se está despertando —advirtió Lucy.
Miraron todos al negro. Éste se incorporó y se frotó los ojos. Miró hacia el otro lado de la gruta y pareció sorprendido de ver tanto niño.
Luego reconoció en Lucy a la niña que le había visto en el árbol. Sonrió, y sacudió la cabeza a continuación.
—Te dije que te marcharas —anunció con solemne expresión—. Mala montaña ésta. Malos hombres también.
—Nos vamos ahora, Sam —dijo Jorge—. En cuanto creamos que no hay peligro. ¿Vendrá con nosotros? Sabemos salir de aquí.
Sam puso cara de susto.
—Sam tiene miedo a perros —dijo—. Yo seguro aquí.
—No lo está. Apuesto a que será usted el primero escogido para probar las alas de que me habló.
—Alas mejor que perros —respondió el negro.
Se oyeron voces fuera. Los niños guardaron silencio hasta que hubieron pasado. Sam escuchó también.
—Son Pete y Jo —anunció.
—Bueno, pues Pete y Jo han vuelto a la cima otra vez —dijo Jack—. Vamos. Parece buen momento para marcharse ahora. No nos tropezamos con nadie al venir aquí… y lo más probable es que no nos encontremos con nadie al marchar… ¡Qué historia vamos a tener que contarle a Bill!
Abrieron la puerta con cautela. «Blanquito» salió de un brinco en seguida. «Kiki» se hallaba sobre el hombro de Jack, habiendo guardado silencio durante un rato extraordinariamente largo. ¡No parecía gustarle mucho aquella montaña!
Bajaron silenciosamente la escalera de caracol, siguiendo sus vueltas y más vueltas. Llegaron a los huecos en que se almacenaban las provisiones. Les hizo sentir un hambre atroz el ver todas aquellas latas de comida; pero no había tiempo para pensar en comer. Era preciso que huyeran todo lo más aprisa posible.
«Blanquito» les condujo por los corredores débilmente iluminados. Los niños esperaban encontrarse con la curiosa biblioteca al final; pero «Blanquito» les había llevado, al parecer, por otro camino. Se detuvieron al cabo de un rato, consternados.
—Escuchad… no vamos bien. No vimos esa cueva de ahí antes… ¡estoy seguro que no! —dijo Jack con mucho aplomo.
Vacilaron, sin saber si seguir adelante o volver sobre sus pasos. ¡Sería posible perderse en el corazón de aquella montaña!
—Oigo una especie de ruido —anunció Lucy, escuchando—. Acerquémonos con cuidado a ver qué es.
Siguieron adelante por un ancho corredor que bajaba a veces por una pendiente muy acentuada. El aire se hizo muy caliente de pronto.
—¡Uf! —exclamó Jorge, enjugándose el sudor—. ¡Apenas puedo respirar!
Salieron a una especie de balconcillo desde el que se veía un barranco profundo y tan grande que dejó a los niños sin aliento. Allá abajo, en el centro del abismo, había hombres trabajando, aun cuando no había manera de que los muchachos adivinasen lo que estaban haciendo. Desde donde estaban, parecían tan pequeños como hormigas.
Grandes lámparas iluminaban las profundidades. Los cuatro contemplaron con asombro la escena. ¿Qué podían estar haciendo allí?
De pronto, Jack le dio un codazo a Jorge.
—Mira… los hombres han descorrido a un lado el fondo del barranco… ¿lo ves? ¿Qué es eso que hay debajo?
¡Bien podía preguntarlo Jorge! En el agujero abierto en el fondo del precipicio resplandecía una brillante masa de color… ¡pero de un color que los niños no conocían! No era azul o verde, ni encarnado o amarillo, ni ningún otro color que hubiesen visto en su vida. Lo miraron boquiabiertos.
Luego, de pronto, experimentaron una sensación extraña, una sensación de ligereza, de liviandad, como si estuvieran en un sueño y nada de aquello fuese real. Se asieron al antepecho del balconcillo, asustados. En el mismo instante, los hombres, allá abajo, corrieron el suelo hasta cubrir otra vez el agujero, ocultando la brillante masa de desconocido color. Inmediatamente los niños notaron que la extraña sensación desaparecía y que volvían a la normalidad.
Se sentían un poco débiles.
—Vayámonos —le sugirió Jack, atemorizado—. No me gusta esto.
Pero antes de que pudieran marcharse, empezó a sonar en las entrañas del monte el rumor con el que tanto habían llegado ya a familiarizarse. Se abrazaron unos a otros. Sonaba mucho más fuerte ahora que se hallaban dentro de la montaña. Era más fuerte que el trueno: un ruido furioso, ultraterreno. Luego, el balconcillo en que se encontraban empezó a temblar.
Jack echó una última mirada al barranco. Los hombres habían desaparecido: se habrían ocultado probablemente tras las paredes rocosas como medida de protección. Jack asió la mano de Lucy, y salió huyendo. Tras él fueron Jorge y Dolly. «Kiki», agarrado fuertemente al hombro de su amo, estaba más asustado que todos ellos. «Blanquito» había desaparecido por completo.
Los cuatro subieron a gran velocidad por el ancho corredor que les había conducido hasta el abismo. El suelo se estremecía bajo sus pies. Estaban seguros de que toda la montaña se estaría estremeciendo. ¿Qué fuerzas empleaban aquellos hombres? ¡Debían de haber descubierto algún secreto científico desconocido de todo el mundo hasta entonces!
No dejaron de correr hasta haber llegado a la parte superior del pasadizo ascendente. Chorreaban de sudor y jadeaban de una manera espantosa. «Blanquito» se reunió con ellos de pronto, y se apretó contra las piernas de Jorge. Los cuatro niños se dejaron caer amontonados, y «Blanquito» pasó por encima de ellos sin que les hiciese ninguno, caso.
—¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí! —dijo Jorge, por fin—. Seguramente, de haber sido hombres de ciencia, no nos hubiéramos asustado ni pizca… no hubiésemos hecho más que experimentar interés… Pero lo único que yo digo es: ¡salgamos de aquí!
Todos estuvieron completamente de acuerdo con él. Sólo que, ¿cuál era el camino? Se pusieron en pie y caminaron por un pasadizo retorcido. Se bifurcó al cabo de un rato y los niños, no sabiendo por dónde tirar, escogieron el ramal de la derecha. Les condujo a una cueva que parecía una celda y contenía una estrecha cama, una jarra, una palangana y un estante. Nada más.
—¡Qué raro! —dijo Jack—. Supongo que sería el cuarto de Meier o de alguno de los otros hombres. Volvamos otra vez atrás.
Volvieron a la bifurcación y tiraron por el ramal izquierdo. ¡Con gran sorpresa suya, llegaron a unas cortinas colgantes de seda purpúrea con enormes dragones encarnados!
Se detuvieron. Jorge pasó la mano sobre «Blanquito» para impedir que diera un salto hacia delante. Jack se acercó a las cortinas, de puntillas.
Al otro lado de éstas, había una habitación tan maravillosamente adornada, tan llena de tapices, y cortinas, y gruesas alfombras, que nadie hubiese dicho que de una caverna se trataba. A un lado se veía un canapé cubierto con edredón de purpúrea seda, en la que iban bordados los mismos dragones rojos que en las cortinas.
Jack se quedó boquiabierto. Quizá fuera allí donde durmiese el rey. Se disfrutaba de una temperatura muy fresca y agradable en aquella estancia. ¿De dónde procedería la corriente refrescante? Vio una estrecha varilla colgada de la pared cerca de él, con ranuras en toda su extensión. Alzó la mano y notó una corriente de aire. ¡Qué asombroso! No era más que una varilla sujeta a la pared. ¿Cómo podía salir aire fresco de ella? De nuevo obtuvo Jack la impresión de que un cerebro extraordinariamente ingenioso reinaba en aquella montaña.
Oyó voces procedentes de una habitación contigua, cuya entrada estaba oculta tras la misma clase de cortinas color púrpura que colgaban de los demás lugares. Regresó cautelosamente al lado de sus compañeros.
—Aguardaremos un poco. Hay alguien hablando en la habitación del otro lado. Ésta debe ser la alcoba del rey, con toda seguridad.
Aguardaron, atisbando por entre las cortinas de vez en cuando. Empezaban a sentir todos un apetito enorme. Sintieron un gran alivio cuando cesaron las voces por fin, y reinó el silencio. Cruzaron de puntillas el dormitorio, y pasaron a la otra estancia.
Al llegar a ésta, se detuvieron llenos de delicia: no por la extraña belleza de la habitación, sino ante la exquisita comida que vieron sobre la mesa.