Capítulo XVII

Jorge otra vez

—Es raro que no haya nadie por aquí —dijo Jack, escudriñando el silencioso salón—. ¡Ni un alma! ¿Dónde estará todo el mundo? Primero, todas esas ruedas, esos alambres, esas cosas que giran y funcionan solas, sin que nadie las atienda, y ahora, ¡este enorme sitio vacío con su trono y sus grandiosas colgaduras!

—¡Jack! —exclamó Dolly, tirándole de la manga—. ¿No podemos buscar a Jorge ahora y salvarle? ¡Sólo tenemos que retroceder por esos pasadizos tan largos y bajar la escala! «Blanquito» nos llevará adonde está Jorge, y podemos llevárnosle sin peligro.

—Sí —asintió el niño—, es una buena idea.

Acarició al cabrito, que estaba a su lado.

—¿Dónde está Jorge? —preguntó en su susurro. Le dio un empujón al hablar—. Enséñanos dónde, «Blanquito».

El animal le dio un suave topetazo. No pareció entender lo que decía el niño. Jack se dio por vencido al cabo de un rato.

—Aguardaremos a ver si «Blanquito» se marcha por su cuenta —dijo—. Si lo hace, le seguiremos.

Conque aguardaron. «Blanquito» no tardó en dar muestras de desasosiego, y acabó echando a andar, cruzando la sala y pasando junto al trono. Los niños le siguieron con cautela, bien pegados a la pared y tan por las sombras como les fue posible. El cabrito desapareció tras unas cortinas encarnadas.

Los niños se asomaron a ellas. Había al otro lado una biblioteca pequeña. Las paredes estaban cubiertas de libros, cuyos títulos miraron con curiosidad. No pudieron comprender lo que ninguno de ellos significaba. La mayor parte estaban escritos en idioma extranjero. Daban la sensación de ser obras muy difíciles y muy eruditas.

—Libros científicos —dijo Jack—. Vamos, «Blanquito» ha pasado por esa abertura.

Le siguieron. El cabrito vio que se acercaban y les aguardó. Confiaban que les estaría conduciendo al sitio donde debiera estar Jorge.

Y ése era su propósito, en efecto. Les guió en dirección ascendente, por un pasadizo extraño, redondeado, que parecía un túnel y que estaba iluminado a trechos con la misma clase de lámparas que los corredores que con anterioridad recorrieron. Era raro caminar en la semioscuridad, sin poder ver muy lejos hacia delante ni hacia atrás. «Blanquito» trotaba a la cabeza de la pequeña procesión, como minúsculo fantasma blanco.

Pasaron por delante de grandes aberturas llenas de lo que parecían ser pertrechos y provisiones. Había cajas, arcas y paquetes de todas clases, tirados de cualquier manera.

Jack se detuvo a examinar algunos. Casi todos llevaban etiquetas extranjeras. Habían abierto una de las cajas, y se veían latas de conserva.

—Mirad —dijo el niño—, es lo que yo había dicho. Se hacen traer las provisiones aquí… en helicóptero, supongo. ¿Qué diablos estarán haciendo?

Llegaron a unos escalones tallados en la roca viva. Ascendían, bastante empinados, en espiral. «Blanquito» brincó por ellos con agilidad; pero los niños jadearon al cabo de unos momentos de subir y subir dando vueltas por la escalera de caracol.

Alcanzaron una puerta practicada a un lado de los escalones de piedras. Era muy fuerte y gruesa, de madera con grandes cerrojos por la parte exterior. «Blanquito» se detuvo ante ella y baló.

A los niños les dio un vuelco el corazón al oír una voz conocida decir:

—¡«Blanquito»! ¡Aún estoy aquí! No puedo ir a tu lado, «Blanquito», pero no te apures.

—¡Es Jorge! —exclamó Jack. Dio unos suaves golpes contra la pared—. ¡Jorge! ¡Somos nosotros! Vamos a descorrer los cerrojos.

Se oyó una exclamación de asombro y ruido de pasos que corrían hacia la entrada. Luego se oyó la voz del prisionero, excitada.

—¡Troncho, Jack! ¿Sois vosotros de veras? ¿Me podéis sacar de aquí?

Jack descorrió los cerrojos. Estaban bien engrasados y resbalaron sin hacer ruido. Jorge tiró de él hacia dentro en cuanto abrió la puerta. Las niñas y «Blanquito» entraron también.

—¡Jack! ¿Cómo llegasteis aquí? He estado encerrado en este lugar tan raro con el negro. Mirad, ahí está. Duerme la mayor parte del tiempo. Es el que buscaban los perros.

Allí estaba el negro, en efecto, tumbado contra la pared de la cueva, profundamente dormido. Jack y las niñas miraron a su alrededor, maravillados.

Aquello no era más que una cueva abierta a un lado de la cima de la montaña. Daba al cielo… ¡o así parecía! Al principio, fueron incapaces de ver otra cosa que una gran extensión de azul cuando miraron por la abertura que había enfrente de la puerta.

—Está casi en la cima de esta cueva —dijo Jack—. ¿Verdad que es maravillosa la vista? Se ve por encima de los picos de las colinas de allá. Jamás he estado tan alto en mi vida. Me da vértigo mirar fuera mucho rato.

Dolly se acercó a la orilla de la cueva, pero Jorge la obligó a retroceder.

—No, no te acerques demasiado. Está cortada la montaña casi a pico por ese lado. Y si miras hacia abajo, te sientes la mar de raro… ¡como si estuvieses en el techo del mundo y pudieras caerte de un momento a otro!

—Sujétame de Id mano entonces mientras miro —dijo Dolly.

Y Jack quiso asomarse también.

—Túmbate en el suelo de la cueva y asómate así —aconsejó Jorge—. Te sentirás más segura.

Conque los cuatro se tendieron en el suelo y asomaron la cabeza por el borde de la gruta que se hallaba casi en la cima. Experimentaron una sensación rara, en efecto. Muy muy lejos allá abajo, se veían las laderas de la montaña. Y muy por debajo, el valle. Lucy asió con fuerza a Jorge. ¡Le daba la sensación de que se estaba precipitando por el abismo! Pero no era verdad, claro. Estaba segura sobre el suelo de la gruta. No era más que la terrible sensación de gran altura lo que la hacía creer que debía estar cayendo, abajo, abajo…

—No me gusta —dijo.

Y se apartó de la orilla.

—Los otros estaban hondamente impresionados. Miraron hasta experimentar también la sensación de que iban a caerse, y entonces retrocedieron y se incorporaron.

—Ven con nosotros, aprisa —le dijo Jack a Jorge—. Conocemos la salida… y «Blanquito» nos guiará si dudamos. Hemos de marchar mientras haya ocasión. Parece todo desierto este sitio. Es la mar de raro.

—Los hombres viven en la mismísima cima —explicó Jorge—. El negro me ha estado contando bastantes cosas. Esta cueva está cerca de la cima… tan cerca, que a veces oigo hablar y reír a los hombres. Debe de haber una meseta allá arriba… algún sitio llano… porque aterrizan allí los helicópteros.

—¡Oh!, entonces supongo que todos están arriba —dijo Jack—. No vimos ni un alma por el camino al venir. Vamos, marchémonos. Jorge. No desperdiciemos un instante. Podemos contárnoslo todo el uno al otro cuando estemos a salvo, fuera de esta extraordinaria e incomprensible montaña.

Se dirigieron todos a la puerta. Pero Jack empujó a los demás hacia atrás de pronto. Cerró silenciosamente la puerta y se llevó un dedo a los labios.

—¡Oigo voces!

También las oían los otros. Voces altas, que se iban acercando adonde se encontraban. ¿Se darían cuenta los que hablaban de que estaban descorridos los cerrojos?

Las voces se acercaban más y más y… ¡pasaron de largo! Evidentemente, a ninguno se le había ocurrido echar una mirada a los cerrojos. Los niños volvieron tranquilamente a respirar.

—¡Gracias a Dios! ¡Han pasado de largo! —dijo Jack—. ¿Aguardamos unos cuantos minutos y salimos corriendo luego?

—No. Aguarda a que los hombres regresen y marchen a la cima —contestó Jorge—. Creo que no son más que los paracaidistas que han ido a buscar provisiones para subirlas.

Todos le miraron.

—¡Paracaidistas! —exclamó Jack, con asombro—. ¿Qué quieres decir? ¿Por qué había de haber paracaidistas aquí?

—Me lo dijo el negro. Se llama Sam —contestó Jorge, señalando con un gesto al durmiente—. Aguardemos a que vuelvan esos individuos con las provisiones o lo que quiera que hayan ido a buscar. No creo que le echen ni siquiera una mirada a esta puerta. ¡No saben que estoy yo aquí!

—Bueno, pues por el amor de Dios, cuéntanoslo todo entonces —dijo Jack, consumido por la curiosidad—. ¡Paracaidistas! Suena imposible.

—Bueno, sabéis cuándo me atraparon, ¿verdad? —empezó Jorge—. Me llevaron a este farallón tan empinado, por detrás de una cortina de plantas trepadoras, y por una grieta que se abre allí. Me empujaron por una especie de escala en la oscuridad… una escala de cuerda creo yo… y subimos siglos y siglos…

Los otros asintieron con un movimiento de cabeza. Conocían por experiencia la sensación.

—Atravesamos por corredores muy largos, y llegamos a un sitio terrorífico… lleno de ruedas y cosas… ¿Lo visteis vosotros también?

—Sí. Y es extraordinario —contestó Jack—. Pero no había nadie allí.

—No tuve tiempo de ver gran cosa —prosiguió Jorge—. Dimos la vuelta por una especie de galería… ésa desde la que se ve la sala de ruedas, alambres, chispas y llamas… y llegamos a un sitio grandioso… ¡como la habitación de un palacio!

—Sí… lo vimos también. Una sala como para un rey. Con trono y todo. Pero tampoco allí había nadie.

—Bueno, pues luego me empujaron por pasadizos y escalones hasta la gruta. Y me encerraron con cerrojo. ¡Y aquí estoy desde entonces! También metieron al negro. Pero al pobre «Blanquito» le dejaron fuera. Ha venido a balar a la puerta una docena de veces. Me dio la mar de pena. ¡Sonaba tan perdido y triste!

«Blanquito» se sentía muy feliz ahora, sin embargo. Se le había subido a las rodillas instalándose cómodamente en ellas. Le daba un cabezazo de vez en cuando para que le hiciese un poco más de caso.

—Me han echado comida por la puerta —dijo Jorge—, toda ella en conserva. Pero nadie me ha dicho una palabra… ni siquiera ese extranjero tan desagradable que me atrapó. ¡Hay que ver qué ojos tiene! Se lee con frecuencia en los libros de gente con la mirada penetrante. Bueno, pues él la tiene de verdad… ¡le atraviesa a uno de parte a parte! Me alegré de que no me interrogara mucho, porque me daba la sensación de que se enteraría de todo, nada más que leyendo mis pensamientos.

Los niños le habían estado escuchando atentamente. Jack hizo un gesto en dirección al negro que continuaba durmiendo.

—¿Qué te contó ése?

—¡Oh!, la mar de cosas raras. Dice que vio un anuncio en el periódico pidiendo hombres que hubiesen sido soldados paracaidistas… Ya sabéis lo que quiere decir: los que han sido entrenados para saltar a tierra en paracaídas desde aviones que vuelan a gran altura.

—Sí, sí —le respondió Jack, con impaciencia—. Continúa.

—Bueno, pues el hombre de mirada de águila… el que me capturó… responde al nombre de Meier, por cierto… se entrevistó con él en un despacho allá en Méjico, y le ofreció una enorme cantidad de dinero si accedía a venir a probar un sistema nuevo de salto en paracaídas recién inventado.

—¿Qué sistema? —preguntó Dolly.

—No lo sé con exactitud. Sam parecía algo confuso cuando me lo contó… o tal vez fuera que no supe entenderlo yo. Es algo relacionado con volar a través del aire con alas… alas sujetas a los brazos. Al parecer, es imposible que uno se caiga al suelo cuando lleva esas alas puestas. Y uno puede guiarse… ir en la dirección que le dé la gana… exactamente igual que los pájaros.

—Eso es completamente imposible —dijo Jack al punto—. Cosa de locos.

—Sí. Por eso creo que Sam no entendió bien la idea. Bueno, pues este Meier contrató a la mar de ex paracaidistas, les pagó cantidades fabulosas, y los trajo aquí, a la cima de esta montaña, en helicóptero. Y su misión es ensayar esas alas… o eso dice Sam, por lo menos.

—¿Las ha probado él? —quiso saber Jack más que intrigado.

—No. Pero lo han hecho tres de sus compañeros. Les acoplaron a los brazos esas alas tan raras, y les dieron la orden de saltar del helicóptero en un momento dado… si no querían que repentinamente se les lanzase fuera de un empujón.

—¿Qué sucedió?

—Sam no lo sabe. Porque ninguno de sus compañeros regresó. Está bastante seguro de que se estrellaron contra el suelo. Y él no quería morir de esa manera. Conque huyó desesperado en cuanto pudo.