Dentro de la montaña
—¿Qué pasa? —gritó Jack, alzándose—. ¿Qué ha ocurrido?
Lucy, con el susto, había dejado caer la lámpara. La luz se apagó y se quedaron a oscuras. Asió a Jack bruscamente de nuevo, sobresaltándose.
—¡Me tocó algo! —sollozó—. Algo me pasó los dedos por toda la espalda. ¡Oh, Jack! ¿Qué sería?
—Sí, y a mí también —anunció Dolly con voz trémula—. Los sentí. Me tocaron con suavidad el hombro, y luego me recorrieron la espalda hasta los pies. ¿Qué será, Jack? Hay algo aquí. Marchémonos.
—¿Dónde está la lámpara? —preguntó el niño con impaciencia—. ¡Dios quiera que no se haya roto! ¡Oh, Lucy, si serás tonta! ¡Mira que dejarla caer así!
La buscó a tientas por el suelo y la encontró. Por suerte no había rodado hasta el lago. La sacudió y volvió a encenderse. Todos exhalaron un suspiro de alivio.
—Y ahora, ¿qué os tocó? —quiso saber Jack—. A mí no me ha tocado nada.
—No lo sé —sollozó Lucy—. Yo quiero salir de aquí, Jack. Tengo miedo.
El niño iluminó la caverna por detrás de sus compañeras y vio algo que le hizo soltar una exclamación de sorpresa. Las niñas no se atrevieron a mirar. Se colgaron de él, temblando.
—¿Veis lo que os tocó? ¡Una escala de cuerda que cayó por detrás de vosotras! —rió Jack—. ¡Si seréis criaturas! ¡Vergüenza debiera daros!
Dolly se rehízo inmediatamente y soltó una risa un tanto forzada.
—¡Hombre! ¡Eso sí que tiene gracia! Pues de verdad que creí que alguien me tocaba. Me dio esa sensación.
—Debe de haberse descolgado muy en silencio desde lo alto —dijo el niño, dirigiendo la luz hacia arriba y siguiendo la trayectoria de la escala hasta donde pudo—. Bueno, pues bien me hicisteis saltar a mí cuando empezasteis a dar gritos. ¡Por poco me voy de cabeza al agua!
—Ocurrió cuando diste la vuelta a esa rueda de debajo del agua —dijo Lucy, respingando un poco.
—Sí. Es una idea muy ingeniosa. Hay que reconocer que la entrada de esta montaña está la mar de bien escondida… ¡mejor aún que la de la cueva de Alí Baba! Primero, la cortina de verdor. Luego, una simple grieta en la roca. Después, entra uno y no ve nada más que un lago negro y una cueva sin techo. La mayor parte de la gente se limitaría a decir: «¡Qué raro!», y volvería a marcharse.
—Es verdad —asintió Dolly—. Jamás soñarían con que pudiera existir una escalera que se descolgase en cuanto se diera vuelta a una rueda escondida dentro del agua. Es la mar de ingenioso todo esto… ¡En esta montaña vive alguien que tiene inteligencia!
—Sí —murmuró el niño, pensativo—. Una inteligencia que funciona y produce temblores de tierra en miniatura… y humo encarnado. Una inteligencia que instala campos de aterrizaje para helicópteros en las cimas de las montañas… que emplea una manada de perros alsacianos capaces de ahuyentar espantados a todos cuantos se acerquen demasiado a la colina… ¡Sorprendente inteligencia en verdad! ¿Qué andarán buscando exactamente? ¿Cuáles serán sus propósitos, sus intenciones?
Las niñas le contemplaron en la cueva débilmente alumbrada, al lado de la misteriosa laguna. Sonaba muy seria la voz del niño. Y era porque se sentía muy serio, en efecto, al hablar. Había algo muy extraño en todo aquello. Algo muy ingenioso, demasiado ingenioso. ¿Qué podía estar sucediendo allá dentro?
Miró hacia la escala. Le daban unas ganas enormes de encaramarse a ella. Ansiaba ver lo que contenía la colina. Y deseaba encontrar a Jorge. Una voz hueca les hizo dar de pronto un prodigioso brinco a todos.
—¡Malo, malo! ¡Naricuentos!
—Es «Kiki» —dijo Jack con alivio—. ¡Maldito pájaro! ¡Me diste un susto! ¡Vaya bromas! ¿Qué opinas de esta caverna, «Kiki»?
—Naricuentos —repitió el loro.
E imitó el ruido de una segadora.
Sonó terrible en la cueva sin techo. El ruido pareció ascender y ascender sin fin. A «Kiki» le gustó aquello. Empezó a repetir el experimento.
—¡Cállate! —le ordenó Jack—. ¡Sabe Dios lo que ocurrirá si tu ruido llega al punto de partida de esta escala y lo oye alguien!
—No irás a subir, ¿verdad, Jack? —preguntó Lucy, asustada, al ver que el niño apoyaba un pie en el primer travesaño.
—Sí. Subiré a ver qué hay allá arriba, y volveré a bajar en seguida —contestó Jack—. No creo que tengan montada vigilancia, porque nadie puede suponer que hayamos descubierto la manera de descolgar la escala. Salid vosotras dos al sol y aguardadme.
—No. Iremos nosotros también —anunció Dolly.
Habían perdido a Jorge y ¡no tenían la menor intención de perder a Jack! Conque ella y Dolly se pusieron a subir detrás de él.
La escala estaba bien hecha y era fuerte. Se balanceó un poco al encaramarse los tres por ella. Arriba… arriba… arriba. ¡Parecía como si no tuviese final!
—Voy a detenerme a descansar —susurró Jack—. Paraos vosotros, también. Esto cansa una barbaridad.
Reposaron, asidos a los travesaños jadeando un poco tras el largo ascenso. Lucy no quería ni pensar en lo lejos que se hallaba el suelo de la cueva. Ni sentía el menor deseo de intentar imaginarse dónde se encontraría el punto de partida de la escala.
Continuaron la subida. La oscuridad era profunda, porque el niño se había guardado la lámpara, puesto que necesitaba ambas manos para subir. Lucy empezó a experimentar la sensación de hallarse en plena y horrible pesadilla, una pesadilla en la que tendría que subir escalas en la oscuridad hasta que se despertase finalmente por la mañana.
—Escuchad… veo una especie de luz muy débil ahora —susurró Jack—. Creo que debemos estar llegando a la parte de arriba. No hagáis ruido.
Llegaron al final de la escala cuando Lucy empezaba a estar segura de que sus brazos serían incapaces de mantenerse asidos a los travesaños por más tiempo. Como dijera Jack, había una luz débil allá. Se encaramó a un suelo rocoso, y las muchachas le siguieron. Permanecieron todos tendidos, jadeantes, durante unos minutos, sin fuerzas siquiera para mirar en torno suyo y averiguar dónde estaban.
Jack fue el primero en reponerse. Se incorporó y miró a su alrededor. Se encontraba en una cámara pequeña, iluminada por una lámpara de mortecina luz. En el fondo se hallaban unos cántaros grandes de piedra, llenos de un líquido que parecía agua, con unos tazones cerca. Los ojos del niño relucieron. ¡Era precisamente lo que necesitaban tras el fatigoso ascenso! Fue en busca de uno de los cántaros y de tres tazones y bebieron hasta saciarse de aquella agua, que estaba tan fría como el hielo.
—Ahora me siento mejor —anunció el niño con un suspiro.
Volvió a dejar cántaros y tazones en su sitio. No había ninguna otra cosa en la cámara. Al otro extremo se veía una especie de corredor que penetraba en el corazón de la montaña.
Jack se encaminó a él. Lucy le llamó quedamente.
—Jack, ¿no vas a bajar? ¡Dijiste que sólo subirías a echar una mirada!
—Pues eso es lo que estoy haciendo. Hay un pasadizo estrecho aquí. Venid a ver. ¿Adónde conducirá?
Las niñas se acercaron. Jack echó a andar por él, y las niñas le siguieron no deseando quedarse solas. Llegaron a otra lámpara tan mortecina como la primera, puesta sobre una repisa de roca. El muchacho siguió adelante por el sinuoso pasadizo, pasando lámpara tras lámpara que les iluminaba el paso.
—Vuelve atrás ya —susurró Lucy, tirándole de la manga—. Ya hemos ido lo bastante lejos.
Pero Jack estaba convencido de que de ninguna manera debía volverse atrás ahora. Pero, ¡si a lo mejor se encontraba con Jorge al doblar el siguiente recodo! Conque siguió adelante.
Llegaron de pronto a un punto en que el pasadizo se convertía en tres ramales distintos. Los niños se detuvieron, preguntándose hacia dónde conducirían éstos. Todos parecían exactamente iguales.
Y de súbito apareció por uno de ellos alguien a quien conocían la mar de bien. ¡Era «Blanquito»!
El cabrito quedó tan encantado de verles como ellos de verle a él. Les dio a todos topetazos con la cabeza, frotó el hocico contra sus manos, y baló con alegría. Jack se sintió la mar de contento.
—Seguiremos a «Blanquito» —les dijo a las muchachas—. ¡Él nos conduciría a Jorge!
Conque dejaron que el cabrito danzara delante de ellos, enseñándoles el camino. Les condujo pasadizo abajo hasta una vasta caverna que parecía un gigantesco salón. Lo cruzaron y se metieron por otro corredor y luego, con gran sorpresa suya, llegaron al lugar más asombroso que darse puede.
Era como un enorme laboratorio: una sala de trabajo instalada en el corazón de la montaña. Se hallaba a sus pies, y tuvieron que asomarse a una especie de balconcillo rocoso para contemplarlo.
—¿Qué es? —susurró Lucy, impresionada por la cantidad de cosas raras que había allí.
No vieron máquinas enormes, sólo una gigantesca red de brillantes alambres, grandes recipientes de vidrio colocados juntos, cajas de cristal en las que saltaban chispas y llamas, e hilera tras hilera de ruedas que giraban silenciosamente, brillando de una forma extraña al rodar. Los alambres partían de éstas en todas direcciones.
En el centro de aquel recinto brillaba una lámpara singular. Tenía muchos lados, y resplandecía de un color primero, y luego de otro. A veces era tan deslumbradora, que los niños apenas podían mirarla. A veces se amortiguaba, adquiriendo un débil brillo encarnado, verde o azul. Parecía vivo, un ojo monstruoso que observara todo cuanto había en el laboratorio secreto.
Los niños contemplaron todo aquello como fascinados. No había nadie allí. Todo parecía funcionar por su cuenta, sin detenerse nunca. Giraban las ruedas, los alambres brillaban, y nada hacía ruido, fuera de un zumbido muy amortiguado.
Y de pronto empezó a oírse aquel rumor lejano que tan bien conocían ya. Muy por debajo del laboratorio, en las grandes profundidades, notóse un movimiento y se oyó como un mugido al suceder algo en el corazón de la colina. Después, como sucediera en ocasiones anteriores, la montaña tembló un poco y se estremeció cual si algo tremendo se hubiera producido en sus entrañas.
La gran lámpara del centro se tornó brillante de pronto, tan brillante, que los niños se agazaparon, asustados. Se fue volviendo encarnada, del rojo más vivo que en su vida vieron. Empezó a despedir minúsculas ráfagas de humo carmesí.
Jack sintió que se sofocaba. Empujó a los niños hacia el corredor, y respiraron con alivio el aire más fresco que allí había. «Blanquito», asustado, se acurrucó contra ellos.
—Ése es el humo que vimos salir por el agujero de la ladera —susurró Jack—. Debe de haber una chimenea que conduce desde esa lámpara hasta el respiradero de la montaña para que escape el humo.
—¿Qué crees tú que están haciendo aquí? —inquirió Dolly, impresionada—. ¿Para qué son esos alambres, y esas cajas de cristal, y todo lo demás?
—No tengo la menor idea. Pero es evidente que se trata de algo muy secreto; de lo contrario no lo harían aquí, en este sitio solitario e inaccesible.
—¿Bombas atómicas o algo así, crees tú? —preguntó Lucy con un estremecimiento.
—Claro que no. Para eso hacen falta edificios enormes —contestó el niño—. No… se trata de algo raro y poco usual, creo yo… Volvamos a atisbar.
Regresaron, pero todo estaba igual que la vez anterior: las ruedas giraban silenciosas, las chispas y llamas seguían recorriendo el interior de las cajas de cristal, la enorme lámpara vigilando, como un ojo, ora roja, ora azul, ora verde, ora naranja.
—Demos la vuelta al balconcillo, a ver adonde conduce —susurró el niño—. Me siento igual que si me encontrara en una especie de cueva de Aladino… ¡el Esclavo del Anillo puede presentarse en cualquier instante!
Siguieron andando y llegaron a otro sitio extraordinario. Era, en realidad, una caverna de techo muy alto, pero la habían convertido en grande y suntuosa sala, con una escalinata que conducía a lo que parecía un trono. Colgaban sobre las paredes desde el techo hermosos tapices, que relucían con brillantes lámparas en forma de estrellas.
Cubría el suelo una alfombra dorada, y había una hilera de magníficos sillones a cada lado. Los niños lo contemplaron con asombro.
—¿Qué es todo esto? —susurró Dolly—. ¿Vive aquí algún rey? ¡El rey de la montaña!