Capítulo XV

Tras la cortina verde

El ruido se acercó más.

—Como una motocicleta por el cielo —observó Jack.

—O una máquina de coser —agregó Dolly—. ¡Jack, mira! ¿Qué es eso? ¡Ese puntito ahí arriba!

Jack buscó a tientas los gemelos, que aún le colgaban del cuello. Se los llevó a los ojos, haciendo esfuerzos por enfocar el puntito. Se fue acercando.

—Sea lo que fuese, ¡creo que va a aterrizar en esta montaña! —exclamó Dolly—. ¿Verdad que va despacio? ¿Es un aeroplano, Jack?

—No… ¡troncho…! ¡Es un helicóptero! Uno de esos aparatos que llevan hélices girando por encima. No vuelan muy aprisa, pero pueden aterrizar en un espacio muy pequeño… ¡en un cuadro de césped o encima de un tejado!

—¡Un helicóptero! —exclamó Dolly. Y le quitó los gemelos a Jack—. ¡Déjame ver!

Estaba ahora lo bastante cerca para que pudiese verlo claramente Dolly con los gemelos. Jack y Lucy lo observaron esforzando la mirada. Se cernió sobre la cima de la montaña, y luego voló lentamente a su alrededor, apareciendo de nuevo a los pocos minutos.

Se elevó entonces un poco más, y descendió luego muy despacio, casi verticalmente, haciendo su motor un ruido curioso en la noche. Después reinó el silencio.

—Ha aterrizado —dijo Jack—. Pero ¿dónde? ¡Troncho! ¡No me gustaría a mí aterrizar en una montaña tan pendiente como ésta!

—A lo mejor hay un sitio a propósito para aterrizar —dijo Lucy—. ¡En la mismísima cima!

—Sí, pudiera haberlo —asintió el niño—. Pero ¡qué cosa puede hacer! ¡Aterrizar un helicóptero en la cima de una montaña como ésta! ¿Para qué?

Nadie conocía la respuesta a esa pregunta.

—Bueno —dijo Jack por fin—, si ese helicóptero aterriza, en efecto, en la cima, ésa sería una manera de llevarles provisiones y pertrechos a los hombres que estuviesen trabajando dentro del monte. Necesitarían alimentos… ¡y no hay manera de subirlos por aquí!

—Me da la misma sensación que si todo esto fuese un sueño —dijo Lucy con voz muy cohibida—. No me gusta ni pizca. Ojalá despertase.

—Andad, vamos a meternos en los sacos de dormir —dijo Jack—. No podemos hacer nada. No tendremos más remedio que aguardar a que llegue Bill. Podemos dormir sobre la roca esta noche si queréis. Vuelve a hacer calor, y en cualquier caso, estamos bien abrigados dentro de los sacos.

Se metieron en ellos los tres, con unas pastillas de chocolate que roer. «Kiki» se subió a unos matorrales cercanos. Carraspeó como solía hacer David.

—Tú, mira, y pues, tú, mira, y pues —empezó, con la intención de ensayar un poco las palabras nuevas que había aprendido.

—«Kiki», ¡cállate! —le ordenó su amo.

—¡Y pues! —contestó el loro, y soltó un ruidoso eructo—. ¡Perdón!

Soltó una carcajada, y no dijo nada más de momento. Luego sacó la cabeza de debajo del ala.

—Naricuentos —exclamó, encantado de recordar la palabra.

Y volvió a esconder el pico.

Jack se despertó varias veces durante la noche pensando en Jorge. También se devanó los sesos tratando de explicarse cómo habían podido desaparecer, ante sus propios ojos, los perros, los hombres y el niño. Se dijo que tendría que ir a explorar aquella pared de roca al día siguiente. Quizá descubriera entonces adonde había ido a parar el grupo, y cómo se las había compuesto para hacerlo.

—¿Crees tú que vendrá Bill, hoy? —preguntó Lucy a la mañana siguiente.

Jack echó la cuenta y movió negativamente la cabeza.

—No —repuso—; pero quizá llegue mañana si David regresó aprisa y Bill emprendió en seguida el camino. No obstante, si nos alejamos del arroyo, más vale que dejemos una nota para Bill, por si acaso se presenta y no estamos nosotros. Como hicimos ayer.

Habían retirado el mensaje de los arreos de «Salpicado» la noche antes, al subir el burro a la roca. Jack se puso a escribir otro. En él relató la historia de la desaparición de Jorge ante la pared de roca, y habló también del helicóptero que habían visto. Tenía el presentimiento de que debía de contar todo cuanto habían descubierto por si acaso, nada más que por si acaso, sucedía algo y les capturaban a él y a las muchachas también. Habían sucedido cosas tan extrañas en aquella montaña… Era muy probable que si el hombre lograba que Jorge le dijese que tenía amigos cerca mandara éste a gente para que les hiciesen prisioneros.

Llevó a «Salpicado» al arroyo, dejándole a la sombra entre la crecida hierba y lo bastante cerca del agua para que pudiera meterse en ella a beber si lo deseaba. A «Salpicado» le gustaba aquella clase de vida; pero miró con ansiedad a su alrededor, echando de menos a «Blanquito». ¿Dónde estaba su minúsculo amigo?

—«Blanquito» volverá pronto, «Salpicado» —dijo el niño, frotándose la frente—. ¡Aguarda y verás!

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Lucy en cuanto regresó Jack—. ¡No siento ganas de hacer nada ahora que no está con nosotros Jorge!

—¿Os gustaría acompañarme a la pared de roca a la que fueron anoche los otros? —quiso saber el niño—. Para ver si descubrimos cómo desaparecieron tan de pronto. Pero si venís tendremos que andar bien alerta para no dejarnos sorprender por nadie.

Lucy puso cara de no tener el menor deseo de ir; pero nada hubiera sido capaz de impedir que permaneciese al lado de Jack mientras creyese que existiera el menor peligro. Si les iban a pillar por sorpresa, ¡allí estaría ella también…!

Conque, llevándose unas latas de conservas por si no tenían ganas de volver hasta la cueva bajo el sol a comer, el trío emprendió la marcha. «Kiki» voló por encima de ellos, molestando a las golondrinas y gritando: «Fiitafiitit, fiitafiitit» igual que ellas. Las golondrinas no le hicieron el menor caso, continuando, con habilidad, la caza de cuantas moscas se les ponían a tiro.

Llegaron por fin al grupo de árboles entre cuyas ramas se mecieron el atardecer anterior.

—Aguardad un instante —dijo Jack, empezando a gatear por uno de los troncos—. Echaré una mirada alrededor para asegurarme de que no hay moros en la costa. Es lo más conveniente.

Subió hasta las ramas más altas y escudriñó los alrededores con los gemelos de campaña. No se oía más sonido que el del aire, el de las hojas y el de los pájaros. No se veía ni rastro de ser humano alguno, ni de perros.

—No parece haber nadie —anunció cuando estuvo de nuevo con las niñas—. Vamos.

«Kiki» empezó a rebuznar como «Salpicado», y Jack se volvió hacia él con ferocidad.

—¡«Kiki», basta ya! ¡Mira que ponerte a armar todo ese escándalo precisamente cuando más interés tenemos en que no se nos oiga! ¡Pájaro malo! ¡Pájaro tonto!

«Kiki» irguió y bajó la cresta varias veces, chasqueó furioso el pico y voló a un árbol. Era como si hubiese dicho; «Está bien… si es así cómo me vas a hablar, ¡no iré contigo!». Se instaló en una de las ramas, enfurruñado, sin perder de vista, no obstante, a los tres niños que caminaban hacia el farallón.

Llegaron a él, y miraron hacia arriba. Se alzaba casi vertical. ¡Nadie, ni el propio «Blanquito», aunque quisiera, podría escalarlo!

—¿Dónde estaban los otros cuando desaparecieron? —murmuró Jack—. Por aquí, aproximadamente.

Condujo a las niñas a una losa rocosa muy desigual. Colgando sobre la pétrea superficie, delante de ella, había una gruesa cortina de verdor, medio zarzas, medio plantas trepadoras entrelazadas.

Los niños creyeron que aquella masa de verdor crecía en la roca, de igual manera que muchas otras plantas pequeñas y helechos. Sólo cuando el viento sopló con fuerza y la verde masa osciló un poco, adivinó Lucy que no arraigaba en la superficie de la montaña, sino que colgaba de un poco más arriba, cubriéndola.

La asió con las manos. ¡La pudo apartar como si fuera una cortina! Detrás estaba la pared, en efecto, pero había en ella una hendidura, una grieta enorme que alcanzaba una altura de cinco metros.

—¡Mirad! —dijo—. Es una especie de cortina, Jack. Y fíjate en esa grieta. ¿Es por aquí por donde se metieron ayer?

—¡Troncho, sí! ¡Se meterían a toda prisa por detrás de estas plantas! —respondió Jack—. ¡Y yo creí que se habían esfumado! Sujétala, Lucy. Veamos la grieta. ¡Apuesto a que entraron por ella!

Los tres pasaron sin dificultad tras la cortina. Pudieron introducirse por la gruta y, una vez al otro lado, se encontraron en una caverna inmensamente alta, muy redonda, sin techo visible, aun cuando Jack dirigió la luz de su lámpara de bolsillo hacia arriba.

—Es como un agujero en la montaña —dijo—. ¡Llega hasta Dios sabe qué altura!

—¿Entraron los otros aquí? —inquirió Dolly, alzando la mirada—. ¿Adónde fueron entonces?

—No se me ocurre —contestó el niño, perplejo—. Oíd, ¡fijaos! ¡Mirad qué agujero hay en mitad del suelo! ¡Por poco me caigo dentro!

Dirigió la luz de la lámpara al suelo, pero… ¡apenas había suelo que ver! La mayor parte del espacio estaba ocupada por un lago negro, silencioso, en cuya superficie no se advertía ni una ondulación ni un rizo.

—No es un lago muy agradable —observó Lucy, estremeciéndose.

—¡Qué caverna más singular! —murmuró Dolly—. Sin techo… sin suelo… ¡nada más que un lago profundo! Y ni rastro de adonde fueron a parar los otros ayer.

—Alguna salida tiene que haber —dijo Jack, decidido a continuar buscando hasta dar con ella.

Empezó a caminar todo alrededor de la cueva, examinándola pulgada a pulgada con ayuda de su lámpara. Pero no había abertura por ninguna parte, ni siquiera un agujerito minúsculo. Las paredes eran sólidas, sin junturas.

—Bueno, pues no hay ningún pasadizo por el que pueda salirse de esta cueva —anunció el niño, dándose por vencido. Echó una mirad hacia arriba—. El único camino es el del techo. Pero no hay puntos de apoyo para subir… ¡nada! Nadie sería capaz de escalar estas paredes verticales.

—Bueno, pues entonces… ¿hay salida a través del lago? —preguntó Dolly, medio en broma. El niño contempló la inmóvil superficie.

—No… no veo cómo puede ocultar el lago una salida. Sin embargo… es la única cosa que no he examinado. Nadaré en él… o lo vadearé.

Pero era demasiado profundo para vadearlo. Jack dio dos pasos y el agua le llegó a las rodillas. Se quitó la ropa y se tiró dentro. A Lucy no le hizo mucha gracia. Observó a Jack con ansiedad cuando cruzó a nado y regresó de la misma manera.

—No puedo tocar fondo —dijo el niño, estirando bruscamente las piernas—. Debe ser la mar de hondo. Un lago sin fondo y una caverna sin techo… suena raro, ¿verdad? Voy a salir. El agua está helada.

Encontró fondo casi en la orilla del lago, pero resbaló y volvió a caer dentro. Alargó el brazo para asirse al borde rocoso, y su mano topó con otra cosa. ¡Parecía una especie de volante o timón pequeño cosa de treinta centímetros por debajo de la superficie!

Salió del lago y se vistió. Estaba tiritando demasiado para hacer más investigaciones hasta haberse echado algo de ropa encima. Luego se arrodilló junto a la orilla y metió la mano para tocar y convencerse de la existencia de la misteriosa rueda otra vez.

—¡Aguanta mi lámpara, Lucy! —ordenó—. ¡Hay algo raro aquí!

Lucy tomó la lámpara con dedos temblorosos. ¿Qué iba a encontrar Jack?

—Es una ruedecita —dijo éste—. ¿Por qué está aquí? Bueno, pues las ruedas son para dar vueltas; conque daré vueltas a ésta. ¡Ahí va eso!

La torció hacia la derecha. Giró sin dificultad. Y luego dio un salto violento, porque las dos niñas soltaron un chillido y a continuación se agarraron a él con todas sus fuerzas.