Ocurren cosas en abundancia
Decidieron dar un paseo aquel atardecer. Dejarían a «Salpicado» sujeto a un árbol junto al arroyo, con una nota en los arreos advirtiendo que no tardarían en estar de vuelta, por si acaso comparecía Bill durante su ausencia.
—Aunque no es posible que llegue aún —dijo Jack.
Sin embargo, uno nunca sabía, tratándose de Bill. Tenía la sorprendente virtud de hacer cosas imposibles con una rapidez extraordinaria.
Marcharon juntos, saltando «Blanquito» a su lado, y posado «Kiki» en el hombro de Jack. Ascendieron, pasando por delante de la cueva en que se refugiaron la noche anterior. Aún estaban allí sus sacos de dormir, metidos bajo la roca fuera del alcance del sol. Tenían la intención de dormir en ellos sobre la roca aquella noche también.
—Sigamos a «Blanquito» —sugirió Dolly—. Él siempre parece saber por dónde meterse… aunque supongo que no hace más que seguir a su estúpido hociquito. En cualquier caso, suele escoger caminos por los que no nos es posible ir a nosotros.
Con que siguieron a «Blanquito». Al animal se le metió en la cabeza escalar la montaña; pero llegaron por fin a un farallón de roca tan pendiente, casi vertical, que no tuvieron más remedio que detenerse. ¡Hasta el propio «Blanquito» tuvo que pararse!
—Tengo un calor espantoso —dijo Dolly, abanicándose—. Sentémonos a la sombra de esos árboles.
Los árboles en cuestión estaban agitados por el viento. Jack contempló con anhelo las ramas.
—Se estaría la mar de fresco ahí arriba, en esas ramas tan azotadas por el aire —dijo—. ¿Y si subiéramos? Parecen fáciles de gatear.
—¡Es una idea estupenda! —contestó Jorge—. Me encanta mecerme en las ramas de la copa de un árbol. ¿Quieres que te ayude, Lucy?
Lucy se dejó ayudar, y no tardaron en hallarse todos instalados en la bifurcación de unas ramas, dejándose mecer por el viento, que soplaba con fuerza allí.
—¡Esto es magnífico! —exclamó Dolly—. ¡Es celestial! ¡El no va más!
—¡De primera! —asintió Jack—. No te agarres con tanta fuerza a mi hombro, «Kiki», que no te caerás.
«Blanquito» se quedó solo abajo, balando. Hizo lo posible para llegar arriba de un brinco, pero no pudo. Corrió dando vueltas alrededor del árbol en que se encontraba Jorge. Luego, enfurecido, se dirigió a una roca, saltó encima y desde ella, abajo sin pararse. Los niños le contemplaron riéndose de sus cabriolas.
De pronto estalló una gran algarabía… ladridos de excitación, gruñidos y gañidos.
—¡Los perros! —exclamó Jack, esforzando la vista por descubrir de dónde procedía todo aquello—. ¡Oíd… están persiguiendo al negro!
Se oyó el crujir de ramas, el chasquido de maleza aplastada allá abajo en la ladera, el ladrar de perros salpicado de aullidos. Luego vieron a un hombre que cruzaba corriendo un trozo desnudo de la colina a cosa de media milla por debajo de donde se encontraban.
Los perros corrían como rayos tras él, y Lucy por poco se cayó del árbol en su susto al ver a un hombre perseguido por animales. Los niños observaron en silencio, latiéndoles con violencia el corazón, ansiando que lograra escapar el desconocido.
Éste llegó a un árbol y logró encaramarse a él en el preciso instante en que el primer perro le alcanzaba. Desapareció de la vista entre las ramas. Los perros rodearon el árbol, ladrando con ferocidad.
Lucy tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Compadecía tanto al fugitivo, que apenas podía ver a través de su llanto. Los otros continuaron observando la escena, ceñudos. Jorge pensó en la posibilidad de bajar y ver si lograba que le obedecieran los perros y dejasen en paz al negro.
Entonces apareció otro hombre que caminaba sin prisas en dirección al árbol que los animales rodeaban. Estaba demasiado lejos para que los niños pudiesen distinguir sus facciones ni oír su voz. Pero a sus oídos llegó el estridente sonido de un silbato.
Los perros abandonaron el árbol al punto y se encaminaron al recién llegado. Éste se detuvo a corta distancia del árbol y era evidente que daba órdenes al negro para que bajase. Pero éste no le hizo caso.
El hombre agitó una mano y los perros volvieron al árbol de nuevo, aullando como locos. El desconocido dio media vuelta para marcharse por donde había venido.
—¡Oh! ¡Ha dejado a los perros para que tenga que quedarse ese pobrecito entre las ramas hasta que se muera de hambre o baje y puedan atacarle! —sollozó Lucy—. ¿Qué hacemos, Jorge?
—Bajaré a llamar a los perros para que se retiren —contestó el muchacho—. Daré tiempo a ese individuo a que se aleje para que no me vea. Luego iré a ver si los perros me obedecen y puedo proporcionarle al negro la oportunidad para que huya del árbol.
Descendió del árbol después de haber aguardado veinte minutos, para dar lugar al otro hombre a que volviese al sitio del que hubiera salido. Se abrió paso cautelosamente por entre la alta vegetación.
Y entonces ocurrió algo. Una mano dura le cayó sobre el hombro, sujetándole férreamente. Le hicieron dar media vuelta… y se encontró cara a cara con el hombre que había ordenado al negro que bajase del árbol.
Forcejeó, pero no pudo desasirse. No se atrevió a gritarles a los otros, por temor a que fuesen atrapados ellos también. ¡Maldita fuera! ¿Por qué no habría esperado un poco más antes de marchar en auxilio del negro?
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el hombre con un acento extranjero extraño—. ¿Quién eres, niño?
—Sólo he venido a cazar mariposas —tartamudeó Jorge, intentando dar la sensación de que no sabía nada de nada, más que de mariposas.
No le gustaba ni pizca el aspecto de aquel hombre. Tenía un rostro feroz, como el de un halcón, cejas pobladas y salientes, y una mirada tan penetrante en los negros ojos, que Jorge tuvo la convicción de que resultaría muy difícil engañarle.
—¿Con quién estás? —preguntó el hombre, clavándole los acerados dedos y haciéndole retorcerse de dolor.
—Estoy solo, como puede ver —contestó, confiando que le creyera el otro.
El hombre le miró, escudriñador.
—Mis perros te hubiesen cazado ya si llevaras aquí mucho tiempo —bufó—. ¡Y a todos tus amigos también!
—¿Qué amigos? —inquirió, con fingida ingenuidad, el muchacho—. Ah, ¿se refiere usted, a este cabrito? Siempre me acompaña.
«Blanquito» se había presentado, dando saltos, en aquel instante, con evidente sorpresa del hombre.
—Es como un perro: nunca me abandona. Suélteme, señor. Ando buscando mariposas. Me iré antes de la noche.
—¿De dónde vienes? —preguntó el hombre—. ¿Saben tus padres dónde estás?
—No —respondió Jorge, diciendo la verdad—. Me marché para cazar mariposas. Vine de allá.
Hizo con la cabeza un gesto en dirección indefinida, confiando que el hombre le considerara un inofensivo amante de la Naturaleza y le dejase en libertad. Pero no fue así.
En lugar de eso, sujetó con más fuerza al niño, y se volvió hacia el árbol, rodeado de perros, en el que aún estaba escondido el negro.
—Vendrás conmigo ahora —gruñó—. Has visto demasiado.
En aquel momento se oyeron gritos entre las ramas. El negro se rendía, al parecer. El hombre se encaminó allá, sin soltar a Jorge y seguido por el espantado «Blanquito». Sacó un silbato y lo sopló. Como la vez anterior, los perros abandonaron el árbol y acudieron a él. El hombre ordenó al negro que descendiera.
El asustado negro bajó tan aprisa, que por poco se cayó. Los perros no intentaron atacarle. Se veía que los habían adiestrado muy bien.
El desgraciado se puso de rodillas y masculló algo ininteligible. Estaba aterrado. El otro le dijo que se levantase con voz desdeñosa y fría. Rodeado de los perros, el prisionero caminó, dando traspiés, delante del desconocido, que seguía sujetando del hombro a Jorge.
Arriba, en los árboles, los niños observaban aquello horrorizados, sin apenas poder dar crédito a sus ojos al ver a Jorge en manos del hombre.
—¡Chitón! ¡No hagáis el menor ruido! —ordenó Jack—. Nada adelantaremos con dejarnos capturar. Si los perros acompañan a Jorge, no corre peligro. Contará con diez amigos a los que poder llamar cuando se le antoje, estoy seguro.
La pequeña procesión de hombre, niño, perros y cabrito pasó por debajo de los árboles en que se hallaban los muchachos. Jorge no alzó la mirada, aunque tentaciones le dieron. No quería descubrir el escondite de sus compañeros.
Jack apartó las ramas y siguió a la procesión con la mirada. Caminaban en dirección a la inescalable pared rocosa. Tomó los gemelos de campaña, que llevaba colgados al cuello como de costumbre, y se los llevó a los ojos, siguiendo con su ayuda al grupo. ¿Adónde iban exactamente? Si lograba averiguarlo, quizá pudiese ir luego a rescatar a Jorge y a «Blanquito».
Vio cómo conducían a Jorge hasta la mismísima pared vertical. Luego… ¡todo el grupo pareció desvanecerse ante sus ojos! Un momento estaban allí y… ¡al siguiente, habían desaparecido! Jack bajó los gemelos y limpió los cristales, creyendo que les pasaba algo. Pero no, vio exactamente la misma cosa, una pared de roca casi vertical, y nadie allí, ¡ni siquiera un perro!
—¡Jack! ¿Puedes ver lo que ha sido de Jorge? —preguntó Lucy con ansiedad—. ¡Oh, Jack! ¡Le han cogido!
—Sí, y le han metido en esa montaña —respondió el niño—. Aunque no tengo la menor idea de cómo. Tan pronto llegaron a ella, desaparecieron como por ensalmo. No lo comprendo.
Miró con los gemelos otra vez; pero no había nada que ver. Se dio cuenta de pronto de que el sol se había puesto y estaba oscureciendo.
—¡Niñas! Será de noche en seguida. ¡Hemos de bajar y dirigirnos a la cueva mientras aún nos es posible ver el camino! —dijo Jack.
Descendieron todos aprisa. Lucy parpadeaba, intentando contener las lágrimas.
—Quiero que vuelva Jorge —dijo—. ¿Qué le ha pasado?
—¡No seas criatura! —le dijo Dolly—. ¡Los lloros no le ayudarán! ¡Siempre rompes a llorar en cuanto ocurre algo!
Dolly habló con enfado, porque andaba muy cerca de romper a llorar también. Jack las rodeó a ambas con los brazos.
—No regañemos. Eso no le ayudará a Jorge. Vamos, regresemos aprisa. Iré a buscar a «Salpicado» y le subiré a la roca.
Volvieron a la cueva en que dejaron los sacos de dormir. Jack fue en busca de «Salpicado». «Kiki», posado en su hombro, guardó silencio. Se daba cuenta siempre de cuando las cosas no les iban bien a los niños. Le picó suavemente en la oreja a su amo, para darle a entender que lo sentía.
Era casi de noche cuando llegaron a la cueva. No había necesidad de encender una hoguera aquella noche; ya no tenían miedo a los lobos. Es más, se hubiesen alegrado de ver acercarse cautelosamente aquellas figuras negras. Hubiesen recibido con verdadera alegría a los perros.
—Echo de menos a «Blanquito» —gimió Dolly—. Resulta raro no verle dando saltos por todas partes. Me alegro de que se haya marchado con Jorge. Y… ¡me alegro de que se haya marchado el escincoideo también!
No querían meterse en los sacos de dormir. Deseaban hablar. Parecían estar ocurriendo muchas cosas de pronto. ¡Ay, Señor! ¿Cuándo llegaría Bill? Podían arreglárselas divinamente sin personas mayores en muchas cosas, pero, en aquellos instantes, ¡los tres hubieran recibido con los brazos abiertos hasta a David!
—Bueno, metámonos en los sacos —dijo Jack—. ¿Verdad que es hermosa la luna esta noche?
—Nada parece muy hermoso cuando pienso que han hecho prisionero a Jorge —respondió Lucy lúgubremente.
Ello, no obstante, la luna era hermosa, en efecto. Estaba alzándose sobre la montaña, iluminándola todo como si fuese de día.
Estaban a punto de introducirse en los sacos de dormir, cuando los finos oídos de Lucy percibieron un ruido desacostumbrado.
—¡Escuchad! —dijo—. ¿Qué es eso? No; no es un ruido debajo de tierra esta vez… ¡ahora suena por el aire!
Salieron a la roca plana y aguzaron el oído, alzado el rostro hacia el firmamento.
—¡Qué ruido más extraño! —dijo Jack—. Se parece algo al de un aeroplano… pero no es un aeroplano. ¿Qué puede ser?