Una cara en un árbol
Cuando llegó la mañana, «Salpicado» despertó a los niños con un sonoro estornudo. Abrieron todos los ojos con sobresalto, preguntándose qué sería. «Salpicado» soltó otro estornudo, y quedó esclarecido el misterio.
—¡Es «Salpicado»! ¿Tienes un catarro, «Salpicado»? —inquirió Lucy, con ansiedad.
Luego recordó los acontecimientos de la noche anterior y miró a su alrededor.
Todos hicieron la pregunta al mismo tiempo:
—¿Dónde están los perros?
Habían desaparecido: No había allí ni uno. Los niños se miraron unos a otros, extrañados. ¿Adónde habrían marchado y, por qué?
—No es posible que soñáramos todos lo mismo —dijo Dolly, respondiendo a la pregunta que todos se estaban haciendo mentalmente—. Estuvieron aquí, en efecto. Diez de ellos. Es la mar de extraño.
—Sí que es extraño —asintió Jack—. Por mi parte, yo creo que deben ser de alguien. A mí no me parecieron perros salvajes.
—Ni a mí —dijo Jorge—. Pero ¿de quién pueden ser? ¡No hay una casa en muchas millas a la redonda! Y ¿por qué había de tener nadie diez perros cazahombres en esta región tan desolada?
—¡Oh…! ¿Son cazadores de hombres…? —quiso saber Lucy, con sobresalto.
—La policía los usa para eso, por lo menos, ¿verdad Jack? Dan caza a los criminales con su ayuda. Los alsacianos les siguen la pista y los capturan. Pero, ¡no puede haber por aquí policía con perros de caza! Quiero decir que… que a Bill se lo hubiesen dicho, de haberlos. Tiene un alto cargo en la policía y no hay cosa de las que pasan en el mundo policíaco de la que no esté él enterado.
—¿De dónde vienen los perros, entonces? —inquirió Dolly—. ¿Es posible que los estén usando para custodiar algo… para ahuyentar a la gente o para dar la alarma, por ejemplo?
—Sí; pero ¿qué hay que custodiar aquí, entre estas montañas? —contestó Jack—. ¡Nada en absoluto, que yo vea!
—Me doy por vencido —anunció Jorge, saliendo de su saco de dormir—. Me voy a chapotear un poco por el arroyo. ¿Venís?
—Sí. Luego abriremos un par de latas —dijo Dolly—. Lástima que no se nos ocurriera darles el hueso de jamón a los perros, Jack. El jamón se ha echado a perder ya; pero a ellos no les hubiese importado.
—Se lo daremos la próxima vez que los veamos —respondió Jack—. ¡Estoy absolutamente seguro de que volveremos a verlos!
Chapotearon todos en el arroyo, «Blanquito» y «Salpicado» también. «Kiki» se sentó a un lado, haciendo comentarios sarcásticos, porque no le gustaba el agua.
—¡Puh! ¡Bah! —gritó, intentando recordar todas las palabras groseras que conocía—. ¡Gu! ¡Uf!
—Eso, hazte un lío, «Kiki» —dijo Jack—. Y ¿por qué no «narices» y «cuentos»? Solías conocer también esas palabras.
—Naricescuentos —repitió el loro como paladeando las dos palabras unidas.
La combinación le pareció poco manejable y probó, recortándola:
—Naricuentos.
Esta vez le gustó tanto que volvió a decir:
—Naricuentos, naricuentos, ¡piii suena el naricuentos! —repetía «Kiki».
Los niños se echaron a reír. «Kiki» rió también, y luego se puso a imitar los rebuznos de «Salpicado». Lo hizo tan bien, que «Salpicado» alzó la cabeza y miró a su alrededor en busca de sus compañeros.
—¡I-ooo, i-ooo, i-ooo! —prosiguió el loro.
Hasta que Jack le tiró una toalla para hacerle callar. Le cayó encima de la cabeza y el loro aulló de rabia. «Salpicado» y «Blanquito» le contemplaban solemnes, interesados y sorprendidos.
Comieron. Lucy se ofreció a ir al arroyo otra vez para fregar los cacharros, mientras los otros estudiaban el mapa para ver si descubrían exactamente dónde se encontraban. Marchó al arroyo tarareando.
Se arrodilló junto al agua y estaba enjuagando un plato, cuando un sonido la hizo levantar la cabeza y clavar la mirada en las ramas del frondoso árbol que crecía a pocos pasos.
Se llevó el susto más tremendo de su vida. Porque la estaba contemplando un rostro por entre las hojas, ¡un rostro negro!
Se quedó como petrificada, con el plato en la mano, incapaz de articular palabra, incapaz de hacer movimiento alguno. Se agitaron las ramas. Lucieron unos dientes muy blancos entre gruesos labios. Se vio por encima del rostro una mata de cabello negro, encrespado.
—¡Es un negro! —se dijo—. Pero ¡aquí! ¡Subido a este árbol! ¿Qué debe hacer?
La cara continuaba mirándola. Los gruesos labios se contrajeron en una sonrisa. La cabeza se inclinó en amable gesto. Luego surgió un dedo negro por entre las hojas, y fue a posarse sobre los labios de la aparición.
—Tú no hacer ruido, amita —dijo el negro, en ronco susurro—. Tú no quedar aquí. Yo, pobre negrito, amita, perdido y solo.
Lucy no podía creer lo que escuchaba. Pensó que lo que debía hacer era llamar a los otros. Pero éstos no la oyeron y, en cuanto hubo gritado, el negro frunció ferozmente el entrecejo y sacudió la cabeza.
—Amita, tú marcha de aquí. Esta montaña mala, llena de hombres malos. Te atraparán si no marchas. Cosas malas aquí, amita.
—¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó la niña, asustada—. ¿Cómo sabe todo eso?
—Yo estar en montaña mala, amita. Yo huir. Pero pobre negrito no tiene ningún sitio que ir… tiene miedo a esos perros tan grandes. Se queda aquí en árbol. ¡Tú marchar, amita, lejos de aquí!
Lucy sentía una sensación extraña, de pie allí, hablando con un hombre de rostro negro subido a un árbol. Dio media vuelta de pronto, y corrió hacia donde estaban los otros. Fue muy aprisa, y llegó sin aliento.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —exclamó Jack, viendo por la cara de la niña que se había llevado un susto.
Lucy sólo fue capaz de pronunciar dos o tres palabras. Señaló hacia el arroyo.
—¡Un negro! —jadeó—. ¡Un negro!
—¡Negro! ¡Eso es lo que dijo David! —exclamó Jorge—. ¡Recobra el aliento, Lucy! ¡Dinos lo que viste! ¡Aprisa! ¡Corre!
Lucy contó, con voz entrecortada, lo que había visto y oído. Los niños escucharon con asombro. ¡Un negro escondido en un árbol… por temor a los perros! ¡Un hombre que decía que la montaña era mala… «llena de hombres malos»! ¿Qué significaba aquello?
—¡Venid! ¡Vamos a preguntarle lo que sabe! —exclamó Jack—. Aquí está sucediendo algo. Más vale que lo averigüemos, para podérselo decir a Bill cuando venga. ¡Aprisa!
Todos corrieron al arroyo y alzaron la mirada hacia el árbol. Pero allí no había nadie. El negro se había marchado.
—¡Maldita sea! —murmuró Jack, chasqueado—. Se conoce que te vio correr hacia nosotros, Lucy, y se asustó. Suponiendo que ibas a decirnos que le habías visto, ha huido.
—Lo curioso es que no le descubrieron los perros anoche —agregó—, ni antes de eso… cuando David le vio encaramado a ese mismo árbol, por ejemplo.
—Ese negro —anunció Jorge, contemplando el arroyo— no tiene un pelo de tonto. Ya sabéis que los perros no pueden seguir una pista en el agua. La pierden. El negro, con toda seguridad, fue lo bastante listo para caminar arroyo arriba o arroyo abajo, y subirse al árbol luego de un salto, sin tocar tierra para nada. Era imposible que los perros le siguieran por el agua. Perderán la pista en el punto en que se metieron en el arroyo. Pero ¡menudo susto tendría cuando viera rondar por aquí a esos alsacianos!
—¿Crees tú que le andarían buscando? —inquirió Lucy, medrosa—. Debía de tener un miedo atroz. Yo estaría aterrada si supiese que una manada de alsacianos me andaba siguiendo el rastro.
Buscaron por todas parles al desconocido, pero no dieron con su paradero. Se preguntaron de qué se alimentaría. Poco de comer encontraría en la montaña, fuera de arándanos, frambuesas y hierba.
—¿Creéis que hablaba en serio cuando dijo que la montaña estaba llena de hombres? —inquirió Dolly, cuando se cansaron de buscar.
—Parece increíble; pero, si recordáis los rumores que oímos ayer, y de qué manera tembló el suelo bajo nuestros pies… parece verosímil que pueda haber hombres trabajando bajo tierra —dijo Jack.
—¿Cómo?… ¿Mineros o algo así? —preguntó Dolly.
—No lo sé. Posiblemente. Aunque sabe Dios qué puede sacarse de esta montaña ni de qué manera conseguirían traer aquí la maquinaria necesaria. Tendría que haber una carretera… y entonces lo sabría todo el mundo.
—Es muy misterioso —dijo Dolly.
Lucy exhaló un suspiro.
—Es otra aventura, vaya si lo es. Nos resulta fatal salir juntos así. Vamos en busca de pájaros, de mariposas o de algo… y siempre tropezamos con algo extraño. Me empiezo a cansar de eso.
—¡Pobre Lucy! —murmuró Jorge—. En verdad que sí que tropezamos con cosas extrañas. A mí me parece eso la mar de emocionante. Me encantan las aventuras.
—Sí, pero tú eres un niño —dijo Lucy—. A las niñas no nos gustan esas cosas.
—A mí sí —intervino inmediatamente Dolly—. He disfrutado con todas nuestras aventuras. Y ésta parece más misteriosa que ninguna de las otras. ¿Qué está sucediendo dentro de esta montaña? ¡Cuánto me gustaría saberlo! Si consiguiéramos dar con ese negro, podríamos pedirle que nos lo contara todo.
—¡Oh, escuchad! —exclamó Lucy de pronto—. ¡Me da en los huesos que van a empezar esos rumores subterráneos otra vez! ¡Fijaos en lo asustado que está «Blanquito»! Sí… ¡ahí vienen!
Aguzaron el oído. Jack aplicó la oreja al suelo. Los rumores se oyeron aumentados al instante, sonando más raros que nunca. ¿Estaba estallando algo muy dentro, en el corazón de la montaña?
Tembló luego la tierra como la vez anterior, y Lucy asió, con espasmódico gesto, a Jack. Era horrible sentir que la tierra que pisaban temblaba como si fuera gelatina.
Cesó pronto el movimiento. Dolly alzó la mirada hacia la pendiente colina que se alzaba detrás de ellos, preguntándose cuál sería su secreto. De pronto se irguió y asió el brazo a Jorge.
—¡Mira! —dijo, señalando hacia arriba.
Miraron todos. De la ladera de la montaña se elevaba una nubecilla de humo. Surgió una ráfaga. Luego otra. Pero no era humo corriente. Tenía un color encarnado extraño y no se dispersaba como la bruma en el viento, sino que permanecía como adherida a la montaña, cual sólida nube, durante un rato. Súbitamente, se hizo más clara de color y desapareció.
—¡Troncho!, ¿qué rayos era eso? —exclamó Jack, lleno de asombro—. En mi vida vi humo como ése, antes. Debe de haber un respiradero allí, que deja escapar el humo o los gases.
—¿Qué es un respiradero? —inquirió Lucy, con los ojos a punto de saltársele de las órbitas.
—Oh… una especie de chimenea. Un hueco en el que hay una corriente que conduzca el humo o gases al exterior. Lo que esté sucediendo en la montaña produce ese humo, del que tienen que deshacerse. ¿Qué otra cosa se estará produciendo ahí dentro?
Nadie podía imaginárselo siquiera. No parecía poder formar un conjunto inteligible con todos los hechos curiosos que conocían: la manada de perros cazahombres… el negro fugitivo… los rumores subterráneos… los temblores de tierra… el humo encarnado. No conseguían comprender su significado.
—¡Si viniera Bill! —exclamó Jorge—. Quizás él supiese poner en orden todo este rompecabezas.
—O si consiguiéramos echarle el guante a ese negro que vio Lucy —terció Jorge—. Él podría decirnos muchas cosas.
—Quizá volvamos a verle —dijo Dolly—. Iremos con ojo avizor por si acaso.
Y sí que volvieron a verle, aquel mismo anochecer; pero ¡ay, que no respondió a ninguna de sus preguntas!