¡Lobos en la noche!
«Blanquito» soltó de pronto un fuerte balido y saltó de la roca antes de que Jorge pudiese impedírselo. Desapareció por entre los arbustos de abajo y, a continuación, pobló el aire un sonido que todos escucharon con alegría.
—¡Iii-o! ¡I-o! ¡I-o!
—Pero, ¡si es un borrico! —exclamó Jack. Y bajó a ver—. ¿Habrán vuelto? ¿Estará David con ellos?
No tardaron en encontrar lo que buscaban. El burro «Salpicado» se encontraba entre los arbustos, acariciando al cabrito con el hocico, encantado de volverle a ver. Pero no se veía ni rastro de los demás burros ni de David.
—¡«Salpicado», precioso! —exclamó Lucy, corriendo hacia él llena de alegría—. ¡Has vuelto a nosotros!
—Ha vuelto a «Blanquito» querrás decir —contestó Jorge—. Siempre quiso mucho a «Blanquito», ¿verdad, «Salpicado»? Conque volviste en su busca. Bueno, pues nos alegramos mucho de verte, porque no vas a resolver un problema muy peliagudo: ¡el de subir todas nuestras cosas a esa caverna!
«Salpicado» había vuelto, en efecto, en busca de «Blanquito» pero también se alegró mucho de ver a los niños. Era un borriquito fuerte, tranquilo, muy trabajador y lleno de paciencia. Caminó junto a los niños y era evidente que había decidido permanecer con ellos. «Blanquito» se mostró muy dulce con él, trotando todo el rato a su lado.
—¡Eh, «Salpicado»! —llamó Jorge—. Sé buen borrico y ven a ayudarnos con estas cosas.
El animal aguardó, inmóvil, mientras los muchachos le ataban cosas al lomo. Trasladó todas las cosas de dormir a la cueva primero, subiendo las partes más pendientes con dificultad, pero componiéndoselas bastante bien. Luego subió los cuévanos con las provisiones.
—Gracias, «Salpicado» —dijo Jack, dándole una palmadita—. Ahora, ¡ven a echar un trago!
Se dirigieron todos al arroyo, y bebieron y chapotearon. El sol había vuelto a salir, e hizo inmediatamente calor. Los niños se quitaron las chaquetas y se tendieron a tostarse.
—Hemos de recoger leña para la hoguera de esta noche —dijo Jack—. Necesitaremos bastante si hemos de mantenerla encendida hasta el amanecer. La meteremos en los cuévanos para que nos la suba «Salpicado».
Recogieron todas las ramas que les fue posible, y al poco rato las tuvieron amontonadas sobre la roca a la entrada de la cueva. Prepararon la hoguera, pero sin encenderla. No les haría falta hasta el anochecer.
Pronto terminó el día, hundiéndose el sol tras las montañas en un cielo carmesí. En cuanto cayó la oscuridad, los niños se retiraron a la cueva. No hacía más que acudirles el pensamiento de los lobos y recordaban el chillido de terror que diera David al ver algo entre la maleza. «¡Negro, negro, negro!». ¿Qué habría querido decir con eso?
No habían pensado gran cosa en ello durante el día, pero les acudió a la memoria en cuanto la noche se les echó encima. Discutieron si debían meter a «Salpicado» con ellos en la caverna o no.
El propio «Salpicado» decidió la cuestión, negándose rotundamente a meterse bajo la saliente peña. Se plantó fuera, con testarudez, clavadas las cuatro patas firmemente en el suelo, y no hubo modo de hacerle moverse un milímetro, pese a cuantos empujones y tirones le dieron. Estaba resuelto a no entrar.
—Está bien, «Salpicado» —exclamó Jack, con ira—. ¡Quédate fuera y que se te coman los lobos si te empeñas!
—¡Oh, no digas esas cosas! —murmuró Lucy—. ¡«Salpicado»! ¡Entra, por favor!
Por toda respuesta, el burro se tendió en el suelo, y los niños se dieron por vencidos. No habría dificultad en el caso de «Blanquito» ni de «Kiki». El uno querría estar con Jorge, y el otro con Jack.
—Ahora encenderemos el fuego —dijo Jack, al empezar a brillar las estrellas—. Se está poniendo muy oscuro. ¿Tienes las cerillas, Jorge?
Prendió el fuego en seguida, porque estaban muy secas las ramas. Oscilaron y saltaron las llamas, chisporroteando alegremente la hoguera.
—Esto es muy agradable —aseguró Lucy—. Me siento segura dentro de la cueva con una hoguera a la entrada. Jorge, haz que «Blanquito» se ponga al otro lado tuyo. Me está clavando las pezuñas. ¡Ya podía llevar zapatillas por la noche!
Todo el mundo rió. Todos se sentían seguros y cómodos, metidos en sus sacos de dormir, e iluminada la caverna por el resplandor del fuego. «Blanquito» estaba apretado contra Jorge. «Kiki» se había posado en el estómago de Jack. «Salpicado» se encontraba fuera, pero cerca. Lucy sintió que el burro no estuviese allí dentro con ellos, para que toda la familia se hallara a cubierto del peligro.
Todos contemplaron las llamas un rato, y luego se quedaron dormidos. El fuego fue bajando a medida que se consumía la leña, hasta no verse, por fin, más que el resplandor de las ascuas.
Jorge se despertó con sobresalto unas cuantas horas después. Vio que el fuego se había consumido, y salió del saco de dormir para echar más combustible. No convenía que se apagara la hoguera del todo.
«Salpicado» seguía tumbado no muy lejos. El niño le vio al prender la leña y alzarse las llamas. Volvió a su saco de dormir. Descubrió que «Blanquito» se había metido dentro en su ausencia.
—¡Granuja! —susurró—. ¡Sal de ahí! No hay sitio para los dos.
Tuvo que luchar un poco para sacar al cabrito del saco. Por fortuna, los otros estaban tan profundamente dormidos que el ruido que hizo no les despertó. Le desalojó por fin y se metió él dentro, atando los cordones del cuello apresuradamente antes de que pudiese «Blanquito» intentar introducirse de nuevo. El animal exhaló un suspiro y se tumbó pesadamente encima del estómago del muchacho.
Jorge permaneció despierto, observando el fuego. El viento soplaba el humo a veces hacia la cueva y, durante unos instante, el olor del mismo estuvo a punto de hacerle toser.
Luego oyó a «Salpicado» moverse fuera, y se incorporó sobre un codo para averiguar el motivo. Empezó a latirle el corazón con violencia.
¡Unas figuras silenciosas se estaban aproximando cautelosamente a la caverna! No pasaron más allá del fuego; pero no parecían temerle. El niño se quedó sin alimento, latiéndole el corazón con más violencia aún como si estuviese corriendo.
¿Qué eran aquellas figuras? ¿Serían los lobos? Vio de pronto brillar dos ojos como los faros de un automóvil lejano, ¡unos ojos verdes como la hierba! Se alzó sin hacer ruido. ¡Habían vuelto los lobos!
Gracias al olfato, habían descubierto al pequeño grupo. ¿Qué harían? Afortunadamente no habían atacado al burro y éste, por cierto, no parecía muy asustado; sólo se estaba moviendo con desasosiego.
Los animales se movieron de un lado para otro detrás de la hoguera. Jorge no sabía qué hacer. Confió que el fuego les asustaría lo bastante para que no se les ocurriera entrar en el refugio.
Al cabo de unos momentos, los animales desaparecieron. Jorge volvió a respirar. ¡Troncho! ¡Qué susto más enorme se había llevado! ¡Qué suerte que se les hubiera ocurrido lo del fuego! Decidió no volver a dormir aquella noche, por temor a que se apagasen las llamas. Era preciso mantenerse en vela a toda costa.
Conque permaneció con los ojos muy abiertos, pensando en los lobos, en los rumores subterráneos en temblores de tierra y en el «Negro, negro, negro». Había algo raro en todo aquello. ¿Estaban relacionadas las distintas cosas entre sí, o no? ¿Habría algo raro en aquella montaña?
El fuego se estaba apagando otra vez. Se levantó cautelosamente para echar leña. Había salido la luna, y le era posible ver todos los alrededores ya. Amontonó la leña sobre las ascuas, y se alzaron las llamas. Salió de la cueva en dirección a «Salpicado».
De pronto oyó un rumor. Alzó la mirada y… ¡vio con gran horror suyo que un lobo se había interpuesto entre él y la cueva! Había andado unos pasos para darle una palmadita al burro, y el lobo había aprovechado la ocasión para pasar más allá del fuego. ¿Entraría en el refugio?
El lobo se quedó inmóvil, contemplando a Jorge a la luz de la luna. El niño le sostuvo la mirada, preguntándose qué hacer si se veía atacado.
Y, de súbito, sucedió algo extraño.
¡El lobo meneó la larga cola, como si de la de un perro grande se tratara! ¡Quería hacer amistad! Cierto era que Jorge ejercía una atracción hacia todos los animales. Pero… ¡un lobo! ¡Cuan extraordinario!
Alargó el brazo, medio temeroso, pero con cierto atrevimiento y osadía. El lobo dio la vuelta a la hoguera y fue a lamerle la mano. Exhaló una especie de plañido.
La luna iluminó plenamente el cuerpo oscuro del animal, las puntiagudas orejas, el alargado hocico. ¿Era un lobo? Ahora que le tenía tan cerca, Jorge empezó a dudarlo.
Y de pronto se dio cuenta de lo que era aquel amistoso animal.
—Pero ¡si eres un perro alsaciano! —exclamó—. ¿Verdad que sí? ¿Por qué no se me ocurrió pensar en eso antes? ¡Sabía que era imposible que hubiese lobos en este país! ¿Dónde están los otros? ¿Sois todos alsacianos? ¡Buen chico! ¡Buen chico! ¡Quiero ser amigo tuyo!
El enorme perro se alzó sobre las patas traseras, posó las delanteras sobre los hombros de Jorge, y le lamió la cara. Luego alzó la cabeza y soltó un aullido. Lo hizo como un lobo, pero al niño ya no le importó aquello.
Era la llamada a los otros perros, al resto de la manada. Se oyó rumor de pisadas entre la maleza de abajo, y una multitud de perros saltó a la roca. Rodearon a Jorge y, viendo que su jefe era amigo del muchacho, le hicieron fiestas a su vez.
El aullido despertó a los niños que dormían en la cueva, y los tres se incorporaron, asustados. Con gran horror vieron a Jorge fuera de la caverna, atacado, al parecer, por los lobos.
—¡Mirad! ¡Han sorprendido a Jorge! ¡Aprisa! —gritó Jack.
Los tres salieron de los sacos de dormir y corrieron en auxilio del niño. Los perros gruñeron al escuchar la conmoción.
—¡Jorge! ¡Ahora vamos! ¿Te has hecho daño? —gritó la valerosa Lucy, cogiendo un palo del suelo.
—¡No pasa nada! ¡No pasa nada! —gritó, a su vez. Jorge—. ¡No me están atacando! Son amigos. ¡No son lobos, sino alsacianos! Perros, ¿comprendéis?
—¡Santo Dios! —exclamó Dolly.
¡Y sintió tal alivio al saber que no eran lobos que salió de la cueva sin sentir el menor miedo ante tanto perrazo!
—¡Oh, Jorge! —dijo Lucy casi llorando de alivio al saber que no eran lobos sino perros—. ¡Oh, Jorge! ¡Creí que te estaban atacando!
—Fuiste muy valiente entonces con acudir a ayudarme —dijo el niño, sonriendo al ver el palito con el que la muchacha había tenido la intención de atacar a los lobos—. El jefe de los perros se hizo mi amigo, conque todos los demás están haciendo lo propio.
Al parecer, los perros habían decidido quedarse a pasar la noche allí. Jorge se preguntó qué partido debía tomar.
—No podemos volvernos a meter en la cueva —dijo—. Entrará con nosotros toda la manada y no podremos ni respirar.
—En absoluto —asintió Dolly, horrorizada al pensar que pudieran dormir con ellos tantos animales.
—Con que sacaremos los sacos de dormir aquí, y nos echaremos junto a «Salpicado» —prosiguió el niño—. Los perros pueden quedarse si quieren. ¡Resultarán unos guardianes magníficos! ¿A qué obedecerá que anden errando por aquí en estado salvaje? ¡Diez de ellos nada menos! ¡Es extraordinario!
Fueron en busca de los sacos de dormir y se metieron en ellos. Los perros los olfatearon, con curiosidad. El jefe se sentó, majestuosamente, junto a Jorge, como diciendo: «Esto niño es propiedad mía. ¡Que nadie se acerque!».
Los demás se echaron por entre los niños. «Blanquito» le tenía miedo al perrazo, y no se atrevió a acercarse a su amado Jorge. Fue a instalarse al lado de Jack. «Kiki» se quedó en las ramas de un árbol. ¡Había demasiados perros para su gusto!
Fue curioso el cuadro que contempló la luna: cuatro niños, un cabrito, un loro, un burro y… ¡diez perros enormes!