Un suceso extraño
No transcurrió mucho rato sin que Dolly sugiriera que comiesen algo. La niña se dirigió a los cuévanos que descargaran de los burros la noche anterior.
Sacó unas latas, pensando que sería un cambio agradable como sardinas y melocotones en conserva o algo así. Cualquier cosa por desterrar el recuerdo de la huida de David y la desaparición de los burros.
Se sentaron bastante callados. Lucy se mantuvo muy pegada a los niños. Entre lo de los lobos y la espantada del galés, sentía la mar de miedo ella también.
—Dios quiera que esto no se convierta en una de esas aventuras nuestras —no hacía más que decirse a sí misma—. ¡Suceden siempre tan de repente!
«Blanquito» se plantó al lado de Jorge de un brinco, haciéndole saltar una lata de la mano. Frotó afectuosamente el hocico contra él, y luego le dio un cabezazo. Jorge acarició al cabrito y luego le apartó de su lado.
—¡Me alegro que tú no te marcharas con los burros también! —dijo—. Me he acostumbrado a tenerte por aquí ahora, a pesar de lo travieso que eres. ¡Saca el hocico de esa lata! ¡Lucy, dale un empujón! ¡Se nos lo comerá todo si le dejamos!
«Kiki» se precipitó, de pronto, hacia «Blanquito», aullando de rabia. Había echado el ojo a aquella lata de melocotones y el ver al cabrito hociquearla le enfurecía. Le dio un picotazo en el hocico, y «Blanquito» volvióse a Jorge, dando balidos. Todos se echaron a reír y sintieron con ello mayor alivio.
Estuvieron allí comiendo junto a las tiendas, dirigiendo de vez en cuando una mirada a la montaña que se alzaba tan pendiente ante ellos. No tenía una ladera que ascendiese gradualmente hasta la cima como la mayoría de las montañas que les rodeaban, sino que se mostraba casi vertical e inaccesible.
—No me hace mucho gracia esa montaña —dijo Lucy.
—¿Por qué? —preguntó Dolly.
—No lo sé. Me disgusta, simplemente, y no sabría explicar la razón. Es una de esas corazonadas que me dan a veces, o de sentimientos instintivos que tengo, sin saber el por qué de ellos. Lo siento en mis adentros.
Los otros se echaron a reír. Lucy tenía con frecuencia eso que ella llamaba «sentimientos» acerca de las cosas. Y creía firmemente en ellos. Era muy de ella empezar a «sentir» cosas de la montaña en el preciso momento en que los demás tenían pensamientos nada agradables respecto a lobos y otras cosas por el estilo.
—Bueno, pues no tienes por qué «sentir» cosas de una montaña —le dijo Jorge—. Las montañas son todas iguales… nada más que cimas, laderas y faldas, a veces con rebaños y otras veces sin ellos.
—Pero no son muchas las que tienen lobos —respondió Lucy, muy seria.
Y eso les hizo sentir desasosiego a sus compañeros de nuevo.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Jack cuando acabaron la comida—. Supongo que tendremos que quedarnos aquí hasta que venga Bill a buscarnos. No podemos intentar volver a la granja a pie, porque, en primer lugar, no sabemos el camino y, en segundo lugar, jamás conseguiríamos cargar con comida suficiente para recorrer tan larga distancia.
—Es mucho mejor que nos quedemos aquí —dijo Jorge inmediatamente—. Lo más probable es que David sepa cómo volver hasta aquí. Y traerá a Bill con los burros. Mientras que, si empezamos a movernos por ahí, no lograrán dar con nosotros.
—Sí… eso parece lo más sensato, en efecto —asintió Jack—. Tenemos nuestro campamento aquí… las tiendas alzadas y todo… Conque más vale que hagamos al mal tiempo buena cara y disfrutemos lo que nos sea posible. Me gustaría que hubiese algún sitio donde poder bañarme, sin embargo. ¡Hace tanto calor! Ese arroyo es demasiado pequeño para hacer otra cosa que chapotear en él.
—No nos separemos —dijo Lucy—. Quiero decir que… bueno, quizá pudiéramos ahuyentar a esos lobos si les gritáramos todos… pero a uno solo de nosotros pudieran… pudieran…
—¡Zampársele! —atajó Jack, riendo—. ¡Qué ojos más grandes tienes, abuelita…! Y ¡oh!, ¡qué «dientes» más largos!
—No la hagas rabiar —dijo Jorge, viendo la cara de alarma que ponía la niña—. No te espantes, Lucy. Los lobos sólo tienen hambre de verdad en invierno, y estamos en verano.
El rostro de la niña reflejó alivio.
—Claro… porque supongo que si hubiesen tenido hambre de verdad hubieran atacado a los burros, ¿no os parece? —dijo—. ¡Ay, señor! ¡SÍ que es extraordinario encontrar lobos aquí!
Estaban a punto de levantarse y recoger los cacharros sucios, cuando sucedió algo extraño que les dejó como paralizados.
Primero se oyó un ruido sordo y prolongado que parecía salir de las entrañas de la propia colina, y luego se estremeció un poco el suelo. Los niños lo sintieron temblar claramente, y se agarraron los unos a los otros, con alarma. «Kiki» alzó verticalmente el vuelo, dando aullidos. «Blanquito» saltó a una alta roca y permaneció allí, plantado sobre las cuatro patitas como a punto de alzarse en el aire como un aeroplano.
El suelo dejó de temblar. El ruido se apagó. Pero casi inmediatamente este último volvió a oírse, un poco más fuerte, pero ahogado, como si una espesa capa de roca lo separara de los niños. El suelo volvió a estremecerse y «Blanquito» dio un salto en el aire, yendo a aterrizar sobre otra peña. Estaba aterrado.
Igual les sucedía a los cuatro muchachos. Lucy, muy pálida, estaba asida a Jack y a Jorge. Dolly, olvidándose por completo del escincoideo, estaba agarrada a Jorge también.
No hubo más ruido y el terreno permaneció inmóvil bajo sus pies. Las aves, que habían dejado de cantar y llamar, volvieron a dejar oír sus trinos.
«Blanquito» se rehízo y acudió dando saltos. «Kiki» aterrizó sobre el hombro de Jack.
—¡Dios salve al rey! —exclamó, con tono de alivio.
—¿Qué cielos era eso? —exclamó. Jorge, por fin—. ¿Un temblor de tierra? ¡Troncho! ¡Qué susto tenía!
—¡Oh, Jorge! Esta montaña no será un volcán, ¿verdad? —dijo Lucy contemplando la cima, con temor que no podía disimular.
—¡Claro que no! ¡Reconocerías un volcán en seguida como lo vieses! —respondió Jack—. Ésta es una montaña corriente… y sólo Dios sabe por qué habrá hecho ese ruido y temblado bajo nuestros pies. Me produjo una sensación horrible.
—Ya os dije yo que «sentía» algo de esta mañana; ¿verdad? —murmuró Lucy—. Me da una sensación muy rara. Yo quiero volver a la granja y no quedarme aquí.
—Lo mismo nos pasa a todos —contestó Jorge—; pero no sabríamos el camino. No es como si hubiésemos seguido un sendero señalado… Nos salimos de él como sabéis, y parte del tiempo hemos cabalgado a través de una bruma espesa… No tendríamos ni idea de la dirección en que debíamos marchar.
—Sé que tienes razón —aseguró la niña—. Pero no me gusta esta montaña… ¡sobre todo cuando se pone a retumbar y a temblar! ¿Qué provocaría eso?
Todos los ignoraban. Se pusieron en pie, recogiendo las cosas, y fueron a chapotear al arroyo. Empezó a soplar de pronto un aire frío y al alzar la mirada, los niños vieron que se acercaban unas nubes muy grandes por el sudoeste.
—Parece como si fuera a llover —dijo Jack—. Dios quiera que no se haga más fuerte el viento, porque se nos llevaría las tiendas de campaña. ¿Os acordáis cómo nos dejó el viento sin ellas durante nuestra última aventura… en la Isla de los Pájaros? Fue una sensación terrible.
—Bueno, pues si de veras crees que puede llevarse el viento a las tiendas —dijo Jorge—, valdrá más que encontremos un sitio mejor en que acampar que éste… un sitio que no esté muy lejos, sin embargo porque no hay que correr el riesgo de que Bill y David no nos encuentren cuando vengan a buscarnos. Un bosquecillo… o una cueva… o algo así, fuera del alcance del viento.
—Busquemos ahora mismo —propuso Dolly, poniéndose la chaqueta. Era extraordinario cómo bajaba la temperatura en cuanto se cubría el sol y soplaba el viento montaña arriba—. Más vale que nos llevemos a «Blanquito» con nosotros, sino, se nos lo comerá todo durante nuestra ausencia.
«Blanquito» ya tenía la intención de acompañarles. Fue saltando al lado de Jorge y Jack, tan alocado como de costumbre. Ahora estaba muy enfadado con «Kiki», y no hacía más que dar un salto hacia él cada vez que se le ponía a tiro, con ánimo de vengarse por el picotazo que le diera.
Cuando quedaron las niñas un poco rezagadas. Jorge le habló en voz baja a Jack.
—Más vale que encontremos una caverna yo creo —dijo—. No me hace gracia la idea de que anden rondándonos esos animales por la noche… los lobos o lo que quiera que sean. Si estuviésemos en una cueva, podríamos encender una hoguera a la entrada y eso ahuyentaría a cualquier bestia.
—Sí, la idea es buena —asintió Jack—. No había pensado yo en eso. Tampoco a mí me hace la menor gracia, el que anden olfateando nuestra tienda unos lobos mientras dormimos. Me sentiría mucho más seguro alojado en una caverna.
Buscaron por los alrededores una cueva o un refugio cualquiera entre las peñas, pero no consiguieron hallar ninguno. La montaña era tan pendiente, que resultaba dificilísima la ascensión, y Lucy tenía miedo de resbalar y caer.
«Blanquito» saltó delante de ellos, tan seguro de pie como siempre. Hubiesen deseado los niños poder saltar por la montaña con la facilidad que él.
—¡Mírale allá en esa roca! —exclamó Jack, exasperado, y sudando a mares como consecuencia de sus esfuerzos por subir la ladera—. ¡Eh, «Blanquito»! ¡Baja a ayudarnos! ¡Ojalá tuviésemos cuatro patas tan ágiles como las tuyas!
«Blanquito» les contempló, meneando el rabo, y luego corrió hacia atrás, desapareciendo de la vista.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Jack—. Ah, ahí está otra vez. Jorge, debe de haber una caverna o algo parecido allá arriba… No hace más que correr hacia atrás y desaparecer.
Llegaron con gran dificultad adonde se encontraba el cabrito y, en efecto, en la parte posterior de una roca saliente había una cueva larga y baja, orillada su entrada de helechos.
—Esto nos iría a maravilla —dijo Jack, poniéndose de rodillas y asomándose—. Podríamos encender una hoguera sobre la roca, fuera, allí donde estaba «Blanquito»… y nos sentiríamos seguros. ¡Qué inteligente eres, «Blanquito»! ¡Nos has encontrado lo que nos hacía falta!
—Pero ¿cómo demonios vamos a subirlo todo aquí? —quiso saber Jorge—. Trabajo nos ha costado subir sin carga. No es como si fuéramos burros o cabras capaces de escalar los sitios más pendientes llevando cosas a cuestas. Necesitamos las manos para llegar hasta aquí.
Era un problema aquello, en efecto. Llamaron a las niñas y las ayudaron a subir a la roca.
—Mirad —dijo Jack—, aquí hay un buen sitio en que dormir esta noche. Podremos ver divinamente desde aquí si viene David y Bill… ¿Os dais cuenta de la vista que desde aquí arriba se disfruta…? Y estaríamos al abrigo de los lobos con una hoguera a la entrada de la cueva.
—¡Ay, sí! —respondió Lucy, encantada.
Entró en la cueva. Tuvo que agachar la cabeza para introducirse; pero se hacía un poco más alta por dentro.
—¡No es una cueva en realidad! —dijo—. No es más que un espacio debajo de esa peña grande que sobresale… pero nos servirá igualmente.
Se sentaron todos en la roca, aguardando a que volviese a asomar el sol. «Blanquito» se tendió a su lado y «Kiki» se le posó a Jack en el hombro. Pero no tardó en alzar el vuelo, dando gritos. «Blanquito» se levantó, y se quedó mirando hacia abajo. ¿Qué sucedía?
—¿Son los lobos otra vez? —preguntó Lucy, alarmada.
Escucharon. Oían ruido de animal o de animales abajo, entre la maleza, bajo los abedules.
—¡Meteos en la cueva —dijo a las niñas—, y callad!
Las dos niñas se cobijaron silenciosamente en la oscuridad del refugio. Los niños aguzaron el oído y vigilaron. ¿Qué animal era el que había allá abajo? ¡Muy grande debía de ser a juzgar por el ruido!