Una noche turbadora
El sol lucía ya muy brillante cuando se despertaron al día siguiente. Les hizo sentirse a todos muy animados y llenos de energía. «Blanquito», que, resentido de que David durmiera con Jorge y Jack, se había pasado las horas dándole cabezazos, saltó de una parte para otra con alegría, embistiendo a David cada vez que se le ponía éste a tiro.
—¿Qué le sucedió a usted anoche, David? —preguntó Jack cuando desayunaron—. ¿Por qué estaba tan asustado?
—Ruidos —contestó el hombre.
—¿De qué clase? —inquirió Jorge con curiosidad—. Nosotros no oímos ninguno.
David hizo unos ruidos ton sorprendentes que «Kiki» alzó el vuelo y «Blanquito» huyó del susto. Los niños miraron a su guía con asombro.
Éste logró, por medio de palabras sueltas y gestos, dar a entender a los niños que había ido durante la noche a ver si los burros estaban bien, oyendo aquellos ruidos cerca de donde se hallaban atados.
—Supongo que eso explica el que no los oyéramos nosotros —dijo Jack—. Los ruidos que hace David parecen de animal… ¡de animal feroz y salvaje!
Lucy puso cara de susto.
—¡Oh! ¿Tú crees que puede haber animales salvajes por aquí, Jack? Animales salvajes feroces quiero decir.
Jack rió.
—Si estás pensando en leones, tigres, panteras, y osos, creo poder asegurarte que no tienes por qué temer encontrarte con ninguno aquí. Pero si, como Dolly, llamas animales feroces a las culebras, las zorras, los erizos y todo eso, entonces te responderé; ¡anda con ojo!
—No seas tonto, Jack; claro que no me refiero a ésos —respondió Lucy—. No estoy muy segura de lo que he querido decir. Es que me he sentido asustada… y me preguntaba qué clases de animal podía haber hecho los ruidos que oyó David.
—Probablemente se los ha imaginado… o son producto de una pesadilla —dijo Jorge—. No creo que haga falta gran cosa para asustarle.
David no parecía querer seguir adelante. No hacía más que señalar hacia el punto por el que habían llegado. Pero los niños no tenían la intención de permitir que su excursión acabara de manera tan desalentadora. Pensaban dar con el Valle de las Mariposas aunque necesitasen la semana completa para conseguirlo. Fue preciso agitar mucho los brazos para que lo comprendiese así David.
Puso morro, pero montó el burro para acompañarles. Jack se hallaba ahora en posesión del mapa y lo examinó línea por línea. Era una lata que no estuviese señalado el valle que buscaban; quizá lo conociera muy poca gente.
Cruzaron el valle aquél y ascendieron por la montaña de nuevo. Quizá el valle siguiente fuese el apetecido, o el de más allá, sino. Pero, aunque viajaron llenos de esperanza durante todo el día, no encontraron ningún valle lleno de mariposas. Empezaron a creer que su existencia era pura fantasía.
No había camino por el que seguir, aun cuando avanzaron con ojo avizor, por si descubrían alguno. Cuando acamparon aquella noche, se preguntaron cuál sería su mejor plan.
—Si vamos mucho más lejos, no sabremos cómo volver —dijo Jack—. Quizá David, supiese, puesto que ha nacido y se ha criado en la montaña y, al igual que un perro, sería capaz de seguir su propio rastro hacia el punto de partida.
Pero tiene tan poco seso, que no me gusta fiarme demasiado de él. ¡Nada me extrañaría que fuese incapaz de dar con el camino de regreso si le llevásemos más lejos!
—Entonces —inquirió Lucy con desilusión—, ¿será mejor que regresemos?
—O que acampemos aquí unos días —contestó el niño, mirando a su alrededor—. Es un buen sitio.
Habían ascendido la mitad de la altura de la montaña que se alzaba muy pendiente desde donde se encontraban, y parecía inescalable.
—¡Qué montaña más rara! —exclamó Dolly, alzando la mirada—. No creo que haya logrado nadie llegar nunca a la cima. Es toda riscos y peñas salientes.
—Acamparemos aquí —decidió Jorge—. Parece haberse sentado el tiempo. Hay un arroyo cerca. Podemos distraernos con las máquinas fotográficas y los gemelos de campaña.
Se lo dijeron a David. No pareció muy contento, pero marchó a aposentar a los burros. Estaban todos cansados aquel atardecer, tanto los niños como los animales, porque había sido largo el día. Cortaron el jamón que les había puesto la señora Evans, temiendo que se les echara a perder si no se lo comían pronto.
David dio la sensación de querer dormir en la tienda de campaña aquella noche otra vez, porque dirigió varias miradas de anhelo en su dirección. La noche era cálida no obstante, y acabó diciendo que no podría soportar permanecer bajo cubierto. Conque se echó al aire libre con su manta, bastante cerca de las dos tiendas. Los burros se hallaban a cierta distancia de allí, sujetos a unos árboles con cuerdas largas.
Aquella noche hubo ruido como de olfateo alrededor del campamento. Lucy se despertó de pronto, y lo oyó. Se encogió todo lo que pudo en su saco de dormir, asustada. ¿Qué podía ser? ¿Se trataría del animal salvaje que oyera David?
Percibió a continuación un aullido. También lo oyeron los niños y se despertaron. David, por su parte, había oído los ruidos también, y tenía los ojos abiertos de par en par. Temblaba de miedo, asaltada su rústica mente por toda suerte de temores.
Había salido la luna, y todo parecía plateado. David se incorporó y miró colina abajo, lo que le puso todos los pelos de punta.
¡Lobos! ¡Una manada de lobos! ¡No, no…!, ¡no era posible que fuesen lobos! ¡Estaba soñando! No se habían conocido lobos en aquellas montañas desde hacía siglos. Pero, si aquellos animales no eran lobos, ¿qué podían ser? Y el olfateo que escuchara… ¡tenía que haber sido un lobo también! No, no un lobo. No podía haber sido tal cosa.
David permaneció allí sentado, abrazándose las rodillas, dándole vueltas la cabeza. ¿Lobos, o no? ¿Lobos, o no? ¿Qué estaban haciendo cerca de los burros?
Sonó otro aullido, medio aullido, medio ladrido, algo verdaderamente horrible. David se metió de cabeza en la tienda de campaña de los niños, dándoles un susto de padre y muy señor mío.
Tartamudeó algo en galés, y luego dijo en inglés:
—¡Lobos!
—No sea estúpido —respondió inmediatamente Jack, viendo que el otro estaba medio muerto de miedo—. Ha estado usted soñando… ha tenido una pesadilla.
David se arrastró hacia la entrada de la tienda y señaló, con tembloroso dedo, hacia donde se hallaba la manada de animales, no lejos de los burros.
Los niños se le quedaron mirando, sin dar crédito a lo que veían. Parecían lobos, en efecto. Jack sintió un escalofrío. ¡Dios santo! ¿Estaba soñando? ¡Aquellos animales más se parecían a lobos que a ninguna otra cosa!
«Blanquito» temblaba tanto como David. El único que no estaba ni pizca de asustado era «Kiki».
También él había visto a los lobos. Salió de la tienda de campaña volando a toda velocidad con el fin de investigar. A «Kiki» le interesaba siempre todo lo que saliera de lo corriente. Voló por encima de los animales, cuyos ojos brillaron verdosos al alzarse a mirarle.
—¡Límpiate los pies! —aulló el loro.
E hizo el mismo sonido que una máquina segadora. El ruido aquel sonaba terrible en la quietud de la noche y en plena montaña.
Los lobos se sobresaltaron. Luego, como de común acuerdo, dieron media vuelta y desaparecieron raudamente colina abajo. «Kiki» les siguió, dirigiéndoles toda suerte de improperios a voz en grito.
—Se han ido —dijo Jack—. ¡Troncho! ¿Eran de verdad? ¡No lo comprendo!
David se levantó al amanecer. Ni él ni los niños habían vuelto a dormir en toda la noche; el galés, por exceso de miedo y los niños por estar demasiado desconcertados. Casi era día del todo cuando David se deslizó hacia los burros. Todos se encontraban sanos y salvos aunque inquietos. El hombre los desató para conducirles al arroyo a beber.
Los niños estaban asomados a la tienda de campaña, observando. No se veía ni rastro de lobos ahora. Los pájaros cantaban un poco aunque no tanto como lo harían más tarde.
Algo sucedió de pronto. David, que conducía a los burros en hilera hacia el arroyo, dio un chillido de terror, y cayó al suelo, tapándose la cara. Los muchachos, contenido el aliento, creyeron ver moverse algo entre la maleza, pero no pudieron distinguir de qué se trataba.
David lanzó otro gemido y se puso en pie. Saltó sobre uno de los burros, y cabalgó a toda velocidad hacia las tiendas.
—¡Venid! —exclamó el galés.
Y luego, en inglés:
—¡Negro, negro, negro!
Los niños no tenían ni idea de lo que quería decir. Le contemplaron estupefactos, creyendo que se había vuelto loco. Él hizo un gesto violento y señaló a los otros burros, que le seguían, como para darle a entender que debían montar y correr tras él. Luego se alejó a un galope suicida.
Oyeron durante algún tiempo el eco de las pisadas de su montura en la montaña. Los otros animales se miraron unos a otros, como dubitativos. Luego, con gran consternación de los muchachos, emprendieron la carrera huyendo en la misma dirección que el galés.
—¡Eh! ¡Volved acá! —gritó Jack, saliendo de la tienda—. ¡Eh, eh!
Uno de los animales se volvió, e hizo ademán de volver, pero le empujaron los otros ante ellos. En un instante desaparecieron todos, y el eco de sus pisadas se fue apagando, poco a poco, en la lejanía.
Los dos muchachos se sentaron bruscamente. Se sentían desfallecidos. Jack palideció. Miró a Jorge y se mordió el labio. Se encontraron ahora en un atolladero.
Nada dijeron durante unos segundos. Luego, el asustado rostro de las muchachas asomó por la abertura de la tienda vecina.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué son todos esos gritos? ¿Era David el que marchaba al galope? ¡No nos atrevíamos a asomarnos!
—Sí… era David… que huía de nosotros. Y todos los burros le han seguido —contestó Jorge, con amargura—. ¡En menudo trance nos encontramos!
Nadie dijo nada. Lucy puso cara de alarma. ¡Sin David! ¡Sin burros! ¿Qué iban a hacer?
Jack la rodeó con el brazo cuando se sentó a su lado.
—No te asustes. En peores circunstancias nos hemos encontrado. Todo lo más que puede suceder es que tengamos que pasarnos aquí unos días. Porque, en cuanto David llegue a la granja, Bill saldrá en busca nuestra.
—Menos mal que habíamos descargado a los borricos y que disponemos de provisiones en abundancia —dijo Jorge—. Y tenemos las tiendas y los sacos de dormir. ¡Al diablo con David! ¡Es un cobarde!
—¿Qué vería para huir de esa manera? —murmuró Jack, pensativo—. Lo único que yo entendí fue. «¡Negro, negro, negro!».
—Negro…, ¿qué? —inquirió Dolly.
—Negro nada. Negro a secas. Vayamos al sitio en que se llevó el susto a ver si descubrimos algo.
—¡Oh, no! —exclamaron las niñas.
—Bueno, pues iré yo, y Jorge puede quedarse aquí con vosotras —contestó el muchacho.
Y se fue. Los otros le siguieron con la mirada, conteniendo el aliento. Jack escudriñó los alrededores, luego se volvió, sacudió la cabeza y gritó:
—¡No hay nada aquí! ¡Nada que ver! ¡Debió estar soñando David! La mala noche pasada le trastornó.
Regresó al lado de sus compañeros.
—Pero ¿y esos animales que aparecieron durante la noche? —murmuró Jorge, tras una pausa—. Los lobos. A ésos los vimos tú y yo también. Ellos, por lo menos, eran de verdad.
Tenía razón. ¿Y los lobos? ¿Qué?