La primera noche de campamento
Las niñas lavaron la vajilla sucia con el agua fresca del manantial, mientras David y los niños desataban las tiendas de campaña del lomo del animal encargado de transportarlas. Le quitaron a éste toda la carga, librándole al otro también del peso de los cuévanos. Ambos se quedaron encantados de verse libres de aquel peso. Se tumbaron en el suelo y rodaron por él, agitando las patas en el aire.
«Kiki» no comprendía aquella actitud de los animales y voló a un árbol.
—Cree que se han vuelto locos —observó Jack—. ¡No tengas miedo, «Kiki», no están más que mostrando su alegría porque les han quitado la carga de encima!
«Kiki» imitó el silbido de un tren en un túnel, y los dos burros dejaron de revolcarse, se pusieron en pie alarmados y corrieron un buen trecho montaña abajo. David también dio un brinco de sobresalto y llamó luego a los animales.
—«Kiki», como vuelvas a hacer eso, te ato el pico —le amenazó Jack—. ¡Mira que estropear esta tarde tan hermosa y apacible con semejante aullido!
—¡Límpiate los pies! ¡Límpiate los pies! —aulló el loro, bailando sobre la rama.
No tardaron en alzarse las tiendas de campaña, la una junto a la otra. David no quiso dormir en ninguna de ellas. Prefería hacerlo al aire libre. Jamás había usado una tienda y le parecían innecesarias.
—Bueno, después de todo, me alegro de que se quede fuera —le dijo Jack a Jorge—. Seguramente jamás se habrá bañado en su vida, ¿no lo crees así?
—Dejemos alzada la lona por delante —propuso Lucy, llegando con la vajilla limpia—. Así podremos ver montaña abajo. Si queréis que os diga la verdad, nada me importaría dormir al sereno como David.
—El aire es demasiado frío —le repuso Jack—. Te alegrarás de disponer de un saco de dormir bien calentito, Lucy. David debe estar muy avezado…, no tiene más que una manta delgada con que cubrirse y, al parecer, va a dormir sobre el mismísimo suelo.
El sol había desaparecido ya por completo. Se había hundido tras la montaña, rodeado de brillante colorido y haciendo fulgurar un rato los picachos antes de que la oscuridad hubiese llegado hasta las mismísimas cimas, dejando sólo visible un cielo en el que empezaban a titilar las estrellas. Un aire frío soplaba montaña arriba.
Algunos de los burros sujetos a los troncos de los árboles con cuerdas largas se había tendido en el suelo. «Salpicado» estaba buscando a «Blanquito»; pero éste había marchado hacia las tiendas de campaña y aguardaba a que Jorge se costara.
Todos se lavaron en el manantial, es decir, todos menos David, que parecía bastante asombrado de ver a los cuatro niños echarse el agua fría encima. Se había cubierto con la delgada manta y estaba tumbado inmóvil, contemplando el estrellado firmamento.
—No es un compañero muy animado que digamos, ¿verdad? —dijo Jack—. Seguramente nos cree a todos un poco locos por lo que reímos, bromeamos y tonteamos. Date prisa, Jorge y métete en la tienda.
Las niñas se habían metido en la suya introduciéndose en los sacos de dormir que les subían hasta el cuello, teniendo cada uno de ellos una especie de capucha para la cabeza. Estaban cómodas y calentitas y disponían de abundante espacio.
Lucy podía ver el exterior de la abertura de la tienda. Las estrellas titilaban en el cielo pareciendo la mar de grandes y brillantes. No se oía sonido alguno salvo el gorgoteo del manantial y el susurrar del viento por entre el follaje.
—Es como si estuviéramos solos en el mundo —le dijo a Dolly—. Imagínate por un momento que lo estamos. ¡Qué sensación más rara se siente! ¡Es fantástico!
Pero Dolly no tenía tanta imaginación como Lucy y bostezó.
—Duérmete —le dijo—. ¿Se han metido los chicos en su tienda ya? ¡Ojalá estuviesen un poco más lejos de nosotras! Tengo un miedo atroz de que ese escincoideo se nos cuele aquí dentro durante la noche.
—No te haría daño alguno aunque así fuera —respondió Lucy, instalándose más cómodamente en su saco—. ¡Oh, esto está de primera! Pasamos unas vacaciones estupendas, ¿no te parece, Dolly?
Pero Dolly se había dormido ya, y estaba soñando. Lucy se mantuvo despierta un ratito más, disfrutando con el ruido del manantial y del viento. Le parecía como si se hallara a lomos del burro, bamboleándose al compás del paso del animal. Luego se le cerraron los ojos también y quedó dormida.
Los niños charlaron un rato. Habían gozado de lleno del día. Miraron por la abertura de la tienda.
—Es la mar de silvestre y solitario todo esto —dijo Jack, soñoliento—. Lo sorprendente es que haya sendas siquiera. Han sido muy buenos Bill y tía Allie con dejarnos venir solos.
—¡Mmmmm! —asintió Jorge, que, aunque escuchaba, tenía demasiado sueño para contestar.
—¡Mmmmm! —le imitó «Kiki», que estaba posado encima de la tienda de campaña, por fuera.
Hacía demasiado calor dentro, para su gusto.
—Ahí está «Kiki» —dijo Jack—. Me estaba preguntando dónde se habría metido. Jorge, ¿tienes calor con «Blanquito» encima?
—¡Mmmmm! —volvió a decir el niño.
Y de nuevo se oyó el eco procedente del exterior.
—¡Mmmmm!
«Blanquito» casi estaba encima de Jorge. Había hecho todo lo posible por introducirse dentro del saco de dormir con él; pero Jorge se había mostrado firme en eso.
—Si crees que vas a estarme clavando esas pezuñas tan afiladas durante toda la noche, te has equivocado de medio a medio, «Blanquito» —le dijo.
Y se sujetó bien la boca del saco por el cuello para impedir que intentase ninguna treta el cabrito cuando le viese dormido. El escincoideo andaba por allí también; pero el niño tenía demasiado sueño para fijarse por dónde iba. «Resbaloso» se deslizaba por donde quería. Jorge se había acostumbrado ya a los movimientos que notaba a veces por su cuerpo y que indicaban que «Resbaloso» cambiaba de posición de nuevo.
Se oyeron unos cuantos comentarios más de «Kiki», que, al parecer, estaba hablando solo. Luego, silencio. El pequeño campamento durmió bajo las estrellas. La brisa nocturna se introdujo en las tiendas de campaña, pero no pudo meterse en los sacos de dormir. «Blanquito» sintió demasiado calor, pasó por encima de Jorge, pisó a Jack, y fue a tumbarse a la entrada de la tienda. Exhaló un débil balido, y «Kiki» soltó otro de contestación.
David andaba ya en danza antes de que se levantaran las niñas a la mañana siguiente. Estaba examinando a los burros cuando Jorge asomó la desgreñada cabeza por la abertura de la tienda para olfatear el aire de la mañana.
—¡Magnífico! —dijo—. ¡Deja de darme cabezazos, «Blanquito!». ¡Tienes la testuz la mar de dura! ¡Jack! ¡Muévete! ¡Hace una mañana estupenda!
A los pocos momentos todos los niños se hallaban fuera de los sacos de dormir y corriendo por allí. Chapotearon en el manantial, bromeando y riendo. «Blanquito» saltaba por todas partes, como un loco también. «Kiki» imitó la bocina de un automóvil, sobresaltando a los burros. Hasta el propio David, muy contento, sonrió al ver toda aquella animación.
Desayunaron lengua, crema de queso y pan un poco duro, con un tomate cada uno. No les quedaba limonada por haberla prodigado demasiado el día anterior; conque bebieron agua fresca del manantial, asegurando que sabía tan buena como el mejor refresco.
—¡David! ¿Llegaremos al Valle de las Mariposas hoy? —preguntó Jack.
Y luego repitió su pregunta más despacio, agitando los brazos para dar a entender que estaba hablando de mariposas. Necesitó David un minuto o dos para caer en la cuenta. Y entonces movió negativamente la cabeza.
—¿Mañana? —quiso saber Jorge.
Y David contestó con un gesto afirmativo. Fue a cargar a los burros después y a sujetar los cuévanos. Los animales aguardaban con impaciencia el momento de la partida. El sol se estaba elevando ya por encima de las montañas y, para los burros y para David por lo menos, se estaba haciendo ya tarde.
Se pusieron en marcha por fin, aun cuando Jack hubo de regresar al galope para recoger los gemelos de campaña, que se había dejado colgados de la rama de un árbol. Luego avanzaron todos en fila, un burro detrás de otro, por los senderos montañosos.
Jack estaba seguro de haber visto un par de buitres aquel día y cabalgó la mayor parte del tiempo con los gemelos en la mano, preparado para llevárselos a los ojos en cuanto viese aparecer un punto cualquiera en el firmamento. Los demás vieron, por entre los árboles que pasaban, ardillas rojas, no tímidas, pero mansas. Una de ellas compartió la comida de los niños, acercándose de vez en cuando en busca de un bocado, sin perder de vista a «Kiki» y a «Blanquito».
—Quiere irse contigo. Jorge —dijo Lucy al ver que la ardilla le ponía una pata al niño encima de la rodilla.
Jorge acarició con dulzura al animalito, que tembló medio asustado, pero no huyó. «Kiki» se dejó caer entonces hacia él, poniéndole en fuga.
—¡Tenías que estropearlo tú todo con tus celos! —exclamó el niño—. Vete de aquí. No te quiero. Marcha con Jack y deja que las ardillas acudan a mí.
Las golondrinas volaron a su alrededor de nuevo, no atraídas por la comida, sino por las moscas que atormentaban a los burros. Los niños oyeron el chasquido de los picos al pillar éstos algún insecto.
—Debiéramos de pedirle a Jack que domesticara unas cuantas golondrinas y llevárnoslas para que cazaran las moscas —dijo Lucy, descargándole una palmada a una que se le había posado sobre la pierna—. ¡Qué horribles son! Me ha picado ya. No se hubiese esperado que las hubiera a tanta altura, ¿verdad?
«Pepito Resbaloso» salió a comerse la mosca que había matado la niña. Se estaba haciendo demasiado manso para el gusto de Dolly. Permaneció al sol, brillando como la plata, y luego se metió por debajo de Jorge al acercarse «Blanquito» a investigar.
—No te metas donde no te llaman —dijo Jorge, dándole un empujón al cabrito, que intentaba meter el hocico por debajo de él para encontrar al resbaladizo escincoideo y jugarle una mala partida.
El cabrito le dio un cabezazo y luego quiso subírsele a las rodillas.
—Hace demasiado calor —dijo el niño—. ¿Por qué se nos ocurriría cargar con un pelma como tú, «Blanquito»? ¡Me has estado soplando cuello abajo toda la noche!
Lucy rió. «Blanquito» le resultaba simpático en extremo, les resultaba a todos si a eso viene. El cabrito era travieso, dado a embestir, y no vacilaba en pisarles a todos cuando se los encontraba por delante; pero era tan grande su animación, estaba tan lleno de vida y se mostraba tan afectuoso que no se podía estar enfadado con él mucho rato.
—Vamos —dijo Jorge por fin—. David está carraspeando, como si se dispusiera a decirnos que somos unos verdaderos gandules.
David tenía la costumbre de carraspear una docena de veces antes de hablar. Era un hábito nervioso que «Kiki» sabía imitar a maravilla. Solía posarse cerca de él y aclararse la garganta cada vez que él hacía lo propio. Luego rompía a reír a carcajadas. A David le tenía un poco espantado.
Viajaron bien aquel segundo día y recorrieron bastante camino. Cuando llegó la hora de acampar de nuevo, David miró atentamente por encima de las montañas, como si anduviese buscando algo.
—¿Ha perdido usted el pañuelo, amigo? —inquirió Jack.
Y todos se echaron a reír.
David le miró con solemnidad, sin comprender. Luego empezó a agitar los brazos como si fueran alas y dijo unas palabras en galés.
Tenía un aspecto la mar de cómico moviendo los brazos de aquella manera. Los niños tuvieron que apartar la mirada y hacer esfuerzos para no reír.
—Dice que mañana veremos el Valle de las Mariposas —anunció Jack—. ¡Estupendo! ¡Debe de ser algo maravilloso si se parece a lo que yo me imagino!
Comieron y se dispusieron a acampar otra vez. El atardecer no era tan hermoso como lo había sido el día. Se había encapotado el cielo y no hubo puesta de sol que admirar, ni estrellas que empezaran a surgir una a una.
—Si llueve me mojará usted, David —dijo Jack.
David se encogió de hombros y dijo algo en su sonsonete habitual. Luego se echó en el suelo envolviéndose en su manta.
—No lloverá —anunció Jorge, observando el firmamento—. Pero hace mucho más frío. ¡Brrr! ¡Lo a gusto que voy a sentirme en el saco de dormir esta noche!
—¡Buenas noches! —dijeron las niñas—. ¡Que descanséis!
—¡Buenas noches! ¡Hará un día hermoso mañana otra vez! ¡Ya lo veréis! —contestó Jorge que se las daba de saber predecir el tiempo.
Pero se equivocó. Cuando se despertaron a la mañana siguiente, se encontraron con un mundo completamente distinto.