Capítulo VII

Por el camino

El grupo partió a lomos de los burros, despedido por Bill, la señora Mannering, la granjera y su esposo. Tenían que pasar por la cabaña de Trefor, y los animales iniciaron el ascenso por el pendiente sendero con un paso comedido.

«Blanquito» corrió a su lado, pasando y repasando por debajo de los borricos sin que éstos dieran la menor muestra de desasosiego por ello. Parecían encontrarle simpático, y «Salpicado» bajaba invariablemente la cabeza hacia él cada vez que se le acercaba. «Kiki» iba, como de costumbre, sobre el hombro de Jack, haciendo chasquidos con el pico y hablándole a su amito al oído.

Llegaron a la vivienda del pastor. Éste se hallaba en la ladera atendiendo a un cordero enfermo. Les salió al encuentro, agitado el desgreñado cabello por el viento, y brillándole los ojos como azules nomeolvides.

Los dos hombres hablaron en galés. El tono de voz de David sonaba algo plañidero. Trefor parecía estarle quitando importancia a lo que el otro le decía. David sacó un mapa que le había dado Bill y dio la sensación de estar diciendo que no lo comprendía poco ni mucho.

Trefor habló rápidamente entonces, señalando en una y otra dirección. Cada vez que deseaba darle énfasis a una palabra, le propinaba un golpe en el pecho a su hermano con el dedo exterior. Los niños supusieron que le estaba explicando por dónde podía conducirles.

—Dios quiera que conozca David el camino, en efecto —observó Jack—. Quizá creyera que iba a ayudarle Bill a encontrarlo con ayuda del mapa si le acompañaba. Me da la impresión de que está diciendo a Trefor que anda muy lejos de estar seguro de por dónde ha de llevarnos.

—Bueno, y ¿qué importa eso? —quiso saber Jorge, apartando de un empujón a «Blanquito», que intentaba subirse al burro con él—. Me gustaría ver el Valle de las Mariposas; pero mientras vayamos a acampar por estas montañas tan hermosas, me importa un comino dónde vayamos.

—Sí, veremos la mar de pájaros y animales en cualquier caso —asintió Jack—. ¡Vamos, David! ¡Pongámonos en marcha!

El tímido David montó en su burro de un salto. Le dijo adiós a su hermano, y el grupo se puso en movimiento de nuevo, metiéndose por un estrecho sendero que ni subía demasiado, ni descendía con exceso.

Resultaba agradable a más no poder cabalgar por allí, viendo desde tan alto el valle. Se encontraba en parte al sol y en parte a la sombra, porque aún no había ascendido mucho el astro. A su alrededor volaban las golondrinas cazando moscas, brillando al sol las alas de acerado azul. «Kiki» las observó atentamente. Había intentado más de una vez cazar moscas él también, pero fracasado siempre en su intento. En cualquier caso, ¡las moscas no tenían tan buen gusto como la fruta!

Continuaron cabalgando hasta que sintieron todos apetito y sed. Llegaron a un bosquecillo de abedules cerca del cual se deslizaba un arroyo.

—Parémonos a comer algo aquí —dijo Jorge, saltando del burro—. A la sombra de estos árboles. Estoy ya medio asado.

David se cuidó de los animales conduciéndoles al arroyo para que bebiesen. Luego los dejó errar libremente por allí, porque acudían a su llamada y sabía que no se alejarían demasiado. Los burros acabaron por retirarse a la sombra a descansar, espantando las moscas con la cola.

«Blanquito» corrió a ellos, portándose como una criatura mimada, y dejando que le acariciaran y contemplaran los animales. «Salpicado» bajó la cabeza y le frotó el cuello con el hocico. Cuando el cabrito corrió hacia el burro siguiente, «Salpicado» marchó tras él.

—«Salpicado» quiere hacerse amigo de «Blanquito» —dijo Dolly, sacando el paquete del almuerzo de uno de los enormes cuévanos—. Ten, Lucy… toma este cazo y llénalo de agua en el arroyo. Debe ser agua purísima. Podemos echarle luego parte de este zumo de limón. ¡Tengo una sed terrible!

David estaba bebiendo en el arroyo, conque supusieron que, en efecto, el agua sería buena. Gorgoteaba al deslizarse por un lecho de guijarros y bajaba la colina a toda velocidad. Lucy llenó el cazo.

Hicieron una comida magnífica. Tuvieron que llamar a David para que la compartiese, porque parecía haberse vuelto, de pronto, más tímido. Se acercó, sentándose a cierta distancia de ellos.

—No, David. Venga usted aquí con nosotros —dijo Jack, dando una palmada en el suelo—. ¡Queremos aprender galés! ¡Venga a hablarnos!

Pero el hombrecillo dio muestras de mayor timidez aún, y trabajo les costó conseguir que comiese la parte que le correspondía siquiera. ¡Con lo estupenda que estaba aquella comida!

El paquete contenía cinco clases de bocadillos, lechuga, fresas envueltas en un paño húmedo, huevos duros, y grandes porciones de tarta de mermelada. Aquello, con un buen trago de limonada fría, era el mejor tentempié que se hubiese podido desear.

—Nadie del mundo, ni siquiera el rey que más dinero tenga, puede hacer una comida mejor que ésta —dijo Lucy, mascando un bocadillo de pollo.

—Ni disponer de un sitio más agradable en que comerla —asintió Jorge, señalando con un gesto, el magnífico panorama de que disfrutaban—. Fijaos, ¡no hay rey que pueda contemplar mejor vista que ésta desde su palacio! ¡Valles y montañas, y luego más montañas aún, y después el cielo azul despejado! ¡Maravilloso!

Todos contemplaron la vista. Un ruido de papel les hizo volver la cabeza.

—«¡Blanquito!». ¡So grandísimo glotón! Mirad, ¡se ha comido todos los bocadillos de pollo que quedaban! —exclamó Jack, indignado, olvidándose por completo del panorama—. Jorge, dale un cachete. No podemos permitirle que haga eso, o no nos alcanzará la comida. Puede comer hierba divinamente.

Jorge le dio al cabrito un golpe en el hocico. «Blanquito» retrocedió, enfadado, llevándose la boca llena de papeles de los que habían servido para envolver los bocadillos. Se los comió con aparente fruición. Pero no tardó en volver al lado de Jorge apretándose afectuosamente contra él, ansioso de volver a congraciarse con el niño. «Salpicado» se dirigió a Jorge también para estar cerca del cabrito. Se echó a su lado, y el niño le usó inmediatamente como respaldo.

—¡Gracias, amigo! ¡Era lo que me estaba haciendo falta! —exclamó.

Y todos se echaron a reír al verle acomodarse lo mejor posible contra el burro.

—¿Quiere usted otro bocadillo, David? —preguntó Lucy, tendiéndole al hombre un paquete.

David no había comido, ni con mucho, lo que ellos, ya fuera por timidez, o porque no tuviese tanto apetito. Movió negativamente la cabeza.

—Descansemos un poco ahora —propuso Jorge, soñoliento—. No hay prisa. Podemos emplear todo el tiempo que nos dé la gana para llegar a cualquier parte.

Jack empezó a preguntarle a David el nombre de las cosas en galés. Era tonto no poder hablar con él. David, evidentemente entendía más inglés del que sabía hablar; pero hasta las pocas palabras inglesas que decía, las pronunciaba de una manera tan extraña que a los niños les costaba trabajo comprender lo que intentaba explicarles.

—Vamos, David, hable —insistió Jack, que no sentía tanto sueño como los otros—. ¿Qué es esto en galés?

Le enseñó la mano.

David empezó a darse cuenta de que el niño deseaba que le diesen una lección de galés y se animó un tanto. Le producía cierto embarazo «Kiki» que se empeñaba en repetir también cuantas palabras galesas pronunciaba, agregando unas cuantas tonterías de su propia cosecha para adornarlas.

Jorge y las niñas se quedaron dormidos en la sombra, apoyándose Lucy en el burro junto a Jorge. A Dolly le hubiese gustado hacer lo propio, pero temió que a «Resbaloso» se le ocurriera salir del bolsillo de su hermano si lo intentaba y no había nada en el mundo capaz de hacerle aproximarse al escincoideo.

Jack, con mucha paciencia, intentó aprender unas cuantas palabras galesas, y acabó luego por cansarse. Tiró unos cuantos guijarros ladera abajo, y contempló los numerosos picachos que se alzaban en la distancia. Había uno, en forma de tres dientes, que le hacía gracia. Decidió buscarlo en el mapa.

Éste, sin embargo, le dio un chasco. Señalaba muy pocos nombres en la parte correspondiente a la región en que se encontraban, probablemente porque se habrían explorado poco y porque no habría ninguna granja o edificio de ninguna otra clase cuya presencia hacer constar. Encontró, no obstante, un nombre que le pareció a él muy apropiado para aquel picacho.

—Montaña de los Colmillos —leyó—. Quizá sea ésa. ¡Troncho! ¡Cuántas montañas hay por aquí! Apuesto a que nadie las ha explorado todas nunca. Me gustaría pasar por encima de ellas en aeroplano y verlas desde arriba. No hemos visto un avión desde nuestra llegada. Supongo que esto está fuera de la ruta de todos ellos: No veo adonde podrían dirigirse.

David había ido en busca de los burros. Jack despertó a sus compañeros.

—¡Vamos, gandules! Más vale que nos pongamos en marcha, o David creerá que pensamos pasar la noche aquí. Se ha alzado una brisa que es gloria pura. Resultará agradable cabalgar esta tarde.

No tardaron en hallarse todos montados de nuevo. Reanudaron la marcha, gozando de la brisa, del sol y de las variadas vistas que se les iban ofreciendo a medida que iban doblando recodos. Nuevas montañas alzaban al cielo agudos picachos. Nuevos horizontes se abrían ante ellos. Guardaron silencio los niños durante largas distancias, limitándose a contemplar las bellezas que les rodeaban.

Viajaron hasta las seis de la tarde, por haber decidido previamente seguir la costumbre de la granja y hacer una especie de té merienda. Jack le habló al guía a las seis en punto.

—David, nos detendremos a las seis y media. ¿Conoce usted algún sitio bueno cerca de aquí en que acampar hasta mañana?

David no le comprendió, y el niño hubo de repetir la pregunta más despacio. Entonces sonrió y movió afirmativamente la cabeza.

—¡Sí, sí!

Señaló hacia un punto arbolado a cierta distancia de donde se encontraban y agregó algo en galés. Jack pescó un par de palabras que entendía, una de ellas era «agua», la otra «árboles».

—¡David dice que hay un buen sitio en que acampar a poca distancia de aquí! —les gritó a los otros, que iban rezagados—. Hay agua y árboles.

—¡Troncho! ¿Cómo te las arreglas para entenderle? —preguntó Jorge, admirado—. ¡Eres la mar de listo, Jack!

Jack sonrió expansivamente.

—Es que entendí las palabras «agua» y «árboles» —dijo—; pero nada más que esas dos. Vamos, apretad el paso, a ver si llegamos allí a tiempo para ver hundirse el sol tras las montañas. ¡Me gustaría comer contemplando una puesta de sol!

Jorge se echó a reír. Avanzaron hacia el lugar que señalara David. Estaba un poco más lejos de lo que habían creído, pero en cuando llegaron, estuvieron todos de acuerdo en que aquél resultaba un sitio ideal en que acampar durante la noche.

Cerca del arbolado brotaba un manantial de agua fría como el hielo. Los árboles les protegerían contra los aires de la noche, que eran muy fríos a veces. No podía haberse escogido mejor.

Estaban todos cansados, pero contentos. Saltaron a tierra y los animales fatigados también, fueron conducidos al manantial a beber. Aguardaron con paciencia su turno, mientras «Blanquito» saltaba como un loco, nada cansado por el largo camino.

—Montaremos las tiendas de campaña en cuanto hayamos comido y reposado —dijo Jorge—. Sacad la comida, Lucy y Dolly. Hay una piedra plana ahí que podemos usar como mesa.

A los pocos momentos estaba ya puesta sobre la enorme piedra plana la cena o té merienda, con un tazón de limonada al lado de cada plato. Los niños vaciaron los tazones de un trago, y mandaron a Jack a buscar más agua helada al manantial.

Comieron todos prisa, porque se les había vuelto a abrir un apetito enorme. Poco dijeron hasta haber saciado en parte el hambre. Luego hablaron todos con la boca llena, ávidos de hacer que los demás recordaran aquel día tan hermoso.

David comió también y escuchó. Los burros pacieron placenteros. «Blanquito» estaba con «Salpicado», y «Kiki» comía un tomate cuyo jugo le goteaba a Jack por el cuello. A todos les parecía que no era posible sentirse más felices ya.

—Ahora montaremos las tiendas —dijo Jack por fin—. ¡Vamos, Jorge! ¡Se nos echará la noche encima antes de haber terminado si no nos damos prisa!