Capítulo VI

En marcha hacia el valle de las mariposas

Sucedió al día siguiente. Fue cuando marchó la señora Mannering con la señora Evans al cobertizo mayor. El viento cerró de pronto la puerta, pillándole la mano.

La señora Mannering dio un grito. La señora Evans corrió a abrir la puerta. Pero la otra tenía ya la mano estrujada y llena de magulladuras.

Bill se mostró muy preocupado.

—La llevaré a usted al médico —dijo—. Voy a buscar el coche. ¿Dónde están los niños? ¿Con los burros? Dígales dónde hemos ido cuando vuelvan, señora Evans. No tiene por qué molestarse. Ya me encargaré yo de que le curen como es debido la mano a la señora Mannering. No espero que sea muy seria la cosa, pero la haré mirar por los rayos X por si tiene algún hueso pequeño, roto.

La señora Mannering, bastante pálido el semblante, marchó en el coche en compañía de Bill, bajando la pendiente camino de la montaña en dirección a la ciudad, que se encontraba a cierta distancia en el valle vecino, cosa de quince millas más allá. Poco tiempo después, la señora se hallaba en el hospital.

Los niños se llevaron un disgusto cuando se enteraron de lo ocurrido.

—¡Pobre mamá! —exclamó Jorge—. ¡Debe haberle hecho un daño terrible esa puerta tan pesada al pillarla!

—Ya lo creo que sí y pues —respondió la señora Evans que parecía bastante disgustada también—. Dio un grito la pobrecilla, y ya no soltó ni una queja más. Bueno, no pongáis esa cara tan triste… estará de vuelta esta noche.

—¿Podrá salir para las montañas mañana? —preguntó Lucy—. ¿Cómo podrá cabalgar con una mano inutilizada?

—Pues no, claro, no podrá —contestó la granjera—. Pero puede quedarse aquí conmigo, y yo me encargaré de cuidarla. Vosotros podéis marcharos con el señor Cunningham y con David.

—Pero, ¿querrá ir Bill estando mamá así? —murmuró Jorge—. La aprecia una barbaridad. ¡En verdad es tener mala suerte que haya ocurrido esto cuando teníamos un plan tan estupendo! ¡Pobre mamá! Dios quiera que tenga mejor la mano ya.

La señora Mannering regresó aquel atardecer en el coche de Bill, un poco antes de la hora del té. Tenía mejor aspecto, y quitó importancia a lo de la mano.

—La hemos hecho mirar por los rayos X —replicó Bill—. Se le ha roto un huesecito pequeño aquí (señaló el lugar en el dorso de su propia mano). Ha de tener la mano vendada y descansar. He de volver a llevarla a que se la vean otra vez dentro de tres días.

—No sabéis cuánto lo siento, niños —dijo la señora Mannering—. Y, Bill, no es en realidad necesario que me lleve usted. Puedo conducir el coche yo misma, aun con una mano estropeada. Lleve a los niños a hacer la excursión mañana. No quiero que se lleven un chasco ya que tanto lo esperaban.

—¡Cómo! ¿Y dejarla a usted así? —exclamó Bill—. ¡No sea tonta, Allie! La llevaré yo mismo en el coche el viernes. Los niños pueden irse con David, si es que éste está dispuesto a llevarles, solo. Es una excursión corriente, y estarán de regreso dentro de unos días. Todos ellos saben montar en burro tan bien como el propio David… ¡y probablemente disfrutarán más sin nosotros!

—Preferiríamos que viniese usted y tía Allie —dijo Jack—. Pero, puesto que no pueden, les estamos muy agradecidos por dejarnos ir solos. No nos pasará nada, Bill. David conoce el camino, nosotros sabemos cuidarnos además.

Conque quedó acordado que los cuatro niños irían solos en burro con su guía David, llevando consigo tiendas de campaña, petates y provisiones. Jorge interrogó a Bill, para asegurarse de que la mano de su madre no había sufrido daño serio.

—¡Oh, no! —respondió el detective—. No tardará en sanar. Pero quiero estar seguro de que no la use, y deseo llevarla al médico dentro de tres días. Siento no poder acompañaros, pero iréis bien solos. No veo yo cómo podréis meteros en ningún jaleo ni correr ninguna aventura espeluznante yendo de paseo en burro por las montañas con David. Quizá podamos ir todos juntos otra vez más adelante.

Los niños estaban excitadísimos aquella noche, preparando las cosas que querían llevarse. Tenían dos tiendas de campaña pequeñas, un saco de dormir cada uno, dos toldos para el suelo, máquinas fotográficas, prismáticos de campaña, una muda de ropa, y provisiones.

De la comida se encargó la señora Evans. Bill la vio empaquetar lo que supuso que comerían durante los días de ausencia.

—No me gusta meterme en el asunto —les dijo a los otros—; pero, la verdad, ha puesto lo bastante para un mes completo. ¡Si hasta ha metido un jamón entero…! ¡y de los grandes!

—¡Troncho! —exclamó Jack—. Y, ¿qué más?

—Un par de lenguas, huevos duros, latas de todas clases, «plum-cake» y Dios sabe cuántas cosas más —dijo Jorge—. Comeremos como príncipes.

—Bueno —empezó Lucy—, yo siempre creo que comemos el doble al aire libre, porque la comida sabe…

—¡Mucho mejor y más sabrosa! —coreó todo el mundo.

Lucy decía aquello mismo por lo menos una docena de veces cada veraneo. Ella se echó a reír.

—Sea como fuese, resultará agradable llevar todo lo que pudiera ocurrírsenos comer. Y hay que pensar en David… tendremos que llevar comida para él también.

—No da la sensación de ser muy comilón —observó Dolly—. ¡Es un hombrecillo pellejudo y pues!

—Más vale que os acostéis temprano —dijo la señora Mannering un poco más tarde—. Os espera una larga cabalgata mañana, según dice Evans.

—Bueno. ¡Así llegará mañana más aprisa! —dijo Lucy—. ¿Cómo se siente la mano, tía Allie?

—La mar de bien, gracias. Estoy segura de que hubiese podido acompañarnos mañana en realidad.

—Pues no es verdad —se apresuró a decir Bill, temiendo que la señora Mannering hiciese la tontería de querer marcharse con los otros después de todo.

Ella se echó a reír.

—¡No se preocupe! Voy a ser sensata. Y, ¡caramba!, si que resultará un cambio agradable verse libre de cuatro críos tan escandalosos y un pájaro más ruidoso aún durante unos cuantos días, ¿no le parece, Bill?

Todos los niños se despertaron muy temprano a la mañana siguiente. «Blanquito», que era un verdadero dormilón, no tenía el menor deseo de despertarse, y se acurrucó aún más entre las mantas al intentar el muchacho levantarse de la cama.

«Kiki» sacó la cabeza de debajo del ala y se la rascó.

—Tembloroso resbaloso —observó.

Lo que significaba que había visto al escincoideo. Estaba hecho una rosca en un rincón del cuarto. De buena gana hubiese dormido en la cama de Jorge, pero le tenía miedo a «Blanquito», que acostumbraba mordisquear todo cuanto estuviera a su alcance.

Los niños se alzaron y atisbaron por la ventana. Era un día verdaderamente perfecto. Las montañas se alzaban en el firmamento matutino tan hermosas como siempre en aquellas horas matutinas.

—Parece como si acabara de pasar alguien y lavarlas —dijo Jack—. El cielo también parece como si lo hubiesen lavado de tan limpio y nuevo que está.

—Me gusta la sensación que se experimenta a primera hora de la mañana —anunció Jorge, poniéndose el pantalón—. Tiene algo de… de nueva… algo así como si fuera la primera mañana que hubiese existido.

«Blanquito» se acercó al rincón en que se hallaba «Pepito Resbaloso», y éste fue a refugiarse en seguida debajo de la cómoda. Jorge se agachó, lo recogió y dejó que le resbalara dentro del bolsillo.

—Tendré que buscarte unas moscas para desayuno, «Pepito» —dijo—. Cállate, «Kiki»… Despertarás a toda la casa con esa tos tan horrible.

«Kiki» sabía imitar una tos horriblemente hueca, que había copiado de un anciano, tío de Jack, y estaba ensayándola ahora. Se interrumpió al hablar Jorge, y fue a posarse en el hombro de Jack.

—Pájaro bobo, pájaro raro —dijo éste afectuosamente, rascándole el cuello—. Vamos, Jorge, a ver si se han levantado ya las niñas.

Se estaban levantando en aquel momento las dos, excitadas al pensar que iban a acampar en la montaña.

—¿Llevas ese horrible bicho encima? —inquirió Dolly, medrosa, mirando a Jorge.

—Sí, por algún sitio anda —contestó su hermano, buscándose a tientas por el cuerpo—. No puede negarse una cosa: ¡«Resbaloso» viaja que es un gusto!

Dolly se estremeció y fue a lavarse al cuarto de baño. Allí estaba «Blanquito», royendo la estera de corcho que consideraba, sin duda, un delicioso manjar.

—¡Oh, «Blanquito»! ¡La señora Evans no va a estar nada contenta contigo! —exclamó la niña, ahuyentando al cabrito hacia la puerta.

El animal marchó en busca de Jorge, pues era de la familia ya.

La señora Mannering tenía la mano entumecida y dolorida aquella mañana, pero habló muy poco de ella para no disgustar a los muchachos. Se alegró de que hiciera tan buen día y observó, con regocijo, cómo empaquetaba la señora Evans, cuidadosamente, toda la comida que había preparado para que se la llevaran los excursionistas.

—Como os comáis todo eso —dijo—, jamás lograréis venir a casa en burro; estaréis demasiado gordos.

—No quiero que se queden con hambre —anunció la bondadosa señora Evans—. Vaya, creo que me he acordado de todo. Debéis usar un burro para llevar la comida, y el otro para todo lo demás, mira. Ya me encargaré yo de que David lo sujete todo bien.

Los cuatro escucharon la voz afectuosa de la granjera mientras desayunaban. Se sentían muy felices. Lo único que enturbiaba su alegría era el hecho de que Bill y la señora Mannering no fueron a acompañarles. Por otra parte, sin embargo, ¡tendrían más libertad yendo sin personas mayores!

«Kiki» hipó, con un ojo clavado en la señora Mannering. Ésta miró con severidad al loro.

—¡«Kiki»! ¡Eso lo has hecho adrede! ¿Quieres que te den un golpe en el pico?

—Perdón —contestó el loro.

Y rompió a reír a carcajadas.

A Evans se le atragantó el tocino al ponerse a reír con la boca llena. Se le quedó el rostro amoratado. El tocino se equivocó de agujero, y le hizo hipar a él también.

—¡Perdón, mire! —le dijo a la señora Mannering con tan horrorizada expresión en el semblante, que todos se echaron a reír.

—¡Aquí está David en busca vuestra! —anunció la señora Evans desde la puerta, a la que se había dirigido para espantar a un pavo que quería entrar en la cocina.

Éste parpó de una manera que asustó enormemente a «Blanquito». «Kiki», claro, parpó a su vez en seguida, y el pavo asomó la cabeza con asombro.

—¡Shuuu! —exclamó la señora Evans, agitando las manos—. Buenos días, David; bien temprano vienes y bueno es el día que contigo traes, mira.

—Verdad es, que —contestó David en galés.

Y saludó con tímida sonrisa a cuantos se hallaban en la cocina. Los burros se agolpaban a su alrededor, tintineando y brillando sus arreos.

—¡Vamos! —gritó Jack, demasiado excitado para poder permanecer sentado por más tiempo—. ¡Vamos! Carguemos las cosas en los burros y marchemos.

Todos salieron corriendo. Momentos más tarde, David y Effans lo sujetaban todo a los lomos de los borricos. Uno de ellos llevaba un cuévano sujeto a cada lado para llevar las provisiones. El otro, llevaba las cosas sujetas al lomo. Se mantuvieron ambos la mar de quietos, moviendo las orejas espasmódicamente al posarse sobre ellas alguna mosca.

—Bueno, ¿estamos ya preparados para la marcha? —inquirió Jorge—. Creo que lo tenemos todo. ¡Troncho! ¿Dónde están mis gemelos de campaña?

Por fin quedó preparado todo, y todo el mundo estuvo dispuesto. Se le había explicado a David que Bill y la señora Mannering no irían. Effans le dijo ahora que él se encargaría de cuidar de los dos animales sobrantes hasta su regreso. A David no parecía hacerle mucha gracia tener que irse solo con los muchachos. Hasta se le antojó a Bill que la perspectiva aquélla le producía cierto pánico. ¡Pobre hombre y qué tímido era! «¡Qué lástima! —pensó Bill—, que no fuera Effans quien acompañase a los niños en lugar de aquel hombre». Ello, no obstante, Jack y Jorge estaban acostumbrados ya a hacer vida de campamento y podía confiarse que obrarían con sensatez.

—¡Adiós! —dijeron todos—. ¡Hasta dentro de unos días! ¡Cuídate la mano, mamá! Y ahora, ¡en marcha hacia el Valle de las Mariposas!