Llegada de los borricos
El siguiente motivo de emoción fue la llegada de los borricos, naturalmente. Los niños los habían estado aguardando con expectación toda la mañana siguiente, no queriendo salir de paseo para no perderse su aparición. Lucy fue la primera en verlos.
Dio un grito que hizo retirarse al escincoideo al bolsillo de Jorge y causó tal sobresalto a «Blanquito», que dio un brinco de cerca de metro y medio. Hasta «Kiki» dio un bote.
—¡Los burros! —exclamó Lucy—. ¡Mirad, ahí vienen! ¡Por el sendero de la montaña!
Unos momentos después, todos los niños bajaban por la ladera a toda velocidad en dirección a los animales. Eran ocho, fuertes, vigorosos, de ojos brillantes y larga cola con la que espantaban a las moscas. Todos tenían color gris y todos meneaban las orejas al subir por el pendiente sendero. Iba con ellos David, hermano de Trefor, casi de la misma edad que el pastor, pero con la barba y el cabello más cuidados. Tenía los ojos tan azules como su hermano, pero parecía tímido y temeroso, como si el mundo no le hubiese tratado muy bien.
Contempló a los vivarachos niños con una débil sonrisa.
—¿Podemos montarnos en cuatro de los burros ahora? —inquirió Jorge—. Sabemos cabalgar. Vamos Lucy, ¡arriba!
Dio a la niña un empujón y la subió. Dolly no necesitaba ayuda. Montó en un instante, dando un salto como «Blanquito».
Los burros subieron el sendero al paso, negándose a ir al trote ahora que llevaban carga. «Blanquito» caminaba al lado del burro de Jorge, algo celoso, dándole topetazos al animal.
—¡Hola! ¡Aquí estamos! —exclamó Jack, llegando hasta donde estaban la señora Mannering y Bill—. ¡Ocho borricos entre los que escoger! ¿Cuál querrá usted, tía Allie?
David les miró sonriente mientras examinaban y probaban los burros. Llegó el pastor Trefor, y los dos hermanos charlaron en galés. Se presentaron Evans y su mujer a continuación, y todos se pusieron a discutir sobre los burros.
—Tenemos muchas ganas de irnos por las montañas en burro, mamá —dijo Jorge, con engatusadora voz—. ¿Podemos? Contigo y con Bill, claro. Para quedarnos fuera unas cuantas noches quiero decir. Jack y yo creemos que debe haber la mar de pájaros raros allá en esas montañas solitarias… y habrá muchos animales también.
—Sí que resultaría divertido —contestó la madre—. No he acampado desde Dios sabe cuándo, y este tiempo es magnífico. ¿Qué dice usted, Bill?
—¡Yo digo que sí! —respondió el detective, que amaba la vida al aire libre y era veterano en eso de acampar—. Le haría a usted bien, Allie. Podríamos llevarnos un par de burros de repuesto para que cargasen con las cosas que necesitáramos.
—¡Oh, Bill! ¿De veras podemos ir? —exclamó Lucy, loca de alegría.
Y Dolly saltó a su alrededor también. Irse por la montaña en burro, y llevarse tiendas de campaña y provisiones…, ¿qué cosa más divertida podía haber?
—¡Será una aventura! —dijo Dolly—. No una de las que solemos correr, claro, sino una, agradable de verdad. Eso te gustará a ti, ¿verdad, Lucy?
—¡Oh, sí! —respondió la otra, que nunca disfrutaba de verdad cuando estaba corriendo una auténtica aventura—. Me gustaría esa clase de aventura. ¿Cuándo podemos ir?
—Más vale que nos acostumbremos a nuestras monturas antes de pensar en marchar —repuso Bill—. Yo no estoy acostumbrado a montar un burro, ni tía Allie tampoco. Nos quedaremos entumecidos y doloridos al principio, conque más vale que pasemos por esa fase antes de emprender la marcha. ¿Os parece bien la semana que viene?
—¡Oh, yo no soy capaz de esperar tanto! —exclamó Dolly.
Y todos rieron al ver la cara tan larga que ponía.
—Effans, ¿cuál es un sitio agradable al que ir? —preguntó Jack, volviéndose hacia el granjero.
Éste reflexionó. Le habló al pastor en galés, y éste le respondió en el mismo idioma.
—Dice que el Valle de las Mariposas es un buen sitio —contestó por fin—. Está lleno de pájaros además de mariposas.
—El Valle de las Mariposas… suena magnífico —dijo Jack, encantado.
—¡Estupendo! —asintió Jorge—. ¡El no va más! Iremos allá. ¿Está muy lejos?
—Dos días a lomo de burro —anunció Evans.
Bill hizo un cálculo.
—Necesitaremos un guía… o Trefor, o Effans o el hermano de Trefor… y por lo menos dos burros para cargar con las tiendas de campaña y las provisiones… y seis burros para nosotros. Total, nueve. Y sólo tenemos ocho aquí. Effans, pregúntele a este hombre si tiene otro borrico.
Resultó que el hermano de Trefor había tenido la intención de volver a su casa montado en burro, y de llevarse a otro cargado de cosas de la granja para vender, dejando sólo seis. Evans discutió con él para que regresara a la semana siguiente con tres burros más que agregar a los seis que dejaba.
—Y entonces puedes hacer de guía de estos señores —dijo—. Eso representará dinero para ti. Usarás tú un burro, ellos usarán seis, y habrá dos para la carga. ¡Eso representa mucho dinero para ti, David, y vaya, pues, sí!
David accedió. Regresaría el miércoles de la semana siguiente con tres burros que agregar a los seis que dejaría ahora atrás. Dos para cargar, uno para él, y seis para los niños, la señora Mannering y Bill.
Los niños estaban excitadísimos. No hacían más que correr alrededor de los borricos, darles palmaditas, frotarles los hocicos, y montarse encima. A los animales parecía gustarles todo aquel jaleo. Permanecieron quietos, agitando la cola y siguiendo a los muchachos con la mirada. «Blanquito» corría de un lado para otro, metiéndose por debajo de burro tras burro, loco de excitación también.
Trefor ayudó a su hermano a cargar a un burro con paquetes y fardos de todas clases. La carga se fue haciendo más y más pesada, pero el animal lo soportó todo con paciencia, pareciendo no importarle. Luego, ardiendo en deseos de ponerse en marcha ya rebuznó.
«Kiki» no había oído rebuznar a un burro nunca hasta entonces, y se alzó en vuelo vertical, asustado.
—¡I-ooo, i-ooo! —rebuznó el borrico, golpeando al propio tiempo el suelo.
—¡Troncho! Ahora supongo que «Kiki» se pondrá a ensayar rebuznos también —dijo Jack—. Tendremos que impedírselo si lo hace. Malo está tener que aguantárselo a un burro… pero los de «Kiki» resultarían espantosos.
El animal quedó cargado por fin. David montó sobre otro, se despidió cortésmente de todos, y marchó sendero abajo, conduciendo al burro cargado, por un ramal.
—¡Ahora podremos escoger cada uno nuestro burro! —dijo Lucy, encantada—. Tía Allie, escoja usted primero.
—Pues, la verdad, a mí me parecen todos iguales —anunció la señora.
Bill le preguntó a Evans si sabía cuál de los animales resultaría el más pacífico. Evans se encaró con Trefor.
Éste pareció conocerlos. Señaló a uno pequeño, de mirada apacible, y dijo unas palabras en galés.
—Dice que ése es el que a usted le conviene —anunció Evans—. Es tranquilo y bueno. Se llama «Paciencia».
—Bien, lo escogeré entonces —dijo la señora Mannering—. Esta burra es mía, niños… la que tiene la mancha negra en la frente.
—Yo quiero éste —exclamó Dolly, tirando de uno de los burros que no hacía más que echar hacia atrás la cabeza y golpear de cuando en cuando el suelo con las patas—. Me gusta. ¿Cómo se llama, Trefor?
Trefor dijo algo que nadie comprendió. Evans hizo de intérprete.
—Se llama «Trébol». Y éste es «Pardo», y aquél, «Salpicado». Los otros dos son burras y se llaman «Primor» y «Margarita».
Lucy se quedó con «Trébol». Jack escogió a «Pardo» y Dolly a «Salpicado». A Bill le tocó «Primor», y a Jorge, «Margarita». Todos quedaron contentos con el animal que les había caído en suerte.
—Montémoslos ahora —sugirió Jack, saltando a lomos de su burro—. Vamos, Bill… Tía Allie, monte. Daremos nuestro primer paseo… senda arriba y vuelta otra vez.
Los seis marcharon montados en sus respectivos burros, contemplados por el matrimonio galés. Los animales no quisieron ir aprisa cuesta arriba, y Bill aconsejó a los niños que no intentaran obligarles.
—Bajarán al trote, no os preocupéis —anunció—; pero es duro para ellos cuesta arriba, cargar con nuestro peso.
Fue la mar de divertido, subir la empinada senda a caballo en los burros. La señora Mannering se sintió un poco nerviosa al principio al llegar a los lugares pedregosos; pero su burro tenía tan seguro el pie como los demás y avanzó con seguridad hasta por los lugares más quebrados.
Bill se mantuvo cerca de ella por si necesitaba ayuda; pero no hizo falta. Los niños, naturalmente, hubiesen despreciado todo intento de ayuda. Estaban todos acostumbrados a ir a caballo, y los burros eran fáciles de gobernar.
—Ahora volveremos atrás —anunció Bill, por fin.
Conque todos dieron la vuelta y emprendieron el camino de regreso. «Blanquito» les acompañó también, claro. Había ido corriendo y saltando delante de ellos todo el camino, convencido, al parecer, que era él quien les iba guiando.
—Esto ha sido divertido —dijo Lucy, camino de regreso, yendo los animales más aprisa ahora que marchaban cuesta abajo.
A la señora Mannering le gustó mucho menos el trote que el paso.
—Mi burro es de lo más irregular que puede darse —le dijo a Bill—. Cada vez que yo subo, él baja y cada vez que yo bajo, él sube, conque no hacemos más que encontrarnos y darnos un topetazo.
Todos se echaron a reír. Y lo sintieron mucho cuando llegaron a la granja porque, para entonces, se habían habituado a sus monturas y hubiesen continuado cabalgando eternamente como quien dice. Pero la mesa estaba puesta y la señora Evans les aguardaba a la puerta, todo sonrisas; conque se apresuraron a conducir a los burros al prado, y a trasladar los arreos a la cuadra.
—Se habrá usted acostumbrado del todo a montar en burro para la semana que viene —le dijo Bill a la señora Mannering—. Para cuando llegue el miércoles, estará usted dispuesta a emprender la marcha, y tendrá la misma sensación que si hubiese estado montando en burro toda su vida.
—Oh, estoy segura de que sí —asintió la señora. Sintió que algo le picoteaba el pie, y miró por debajo de la mesa. Vio una gallina muy gorda y la apartó—. ¡Márchate! ¡Deja de picotearme el pie!
La gallina huyó, pero la sustituyó «Blanquito», que, habiendo caído de las rodillas de Jorge al sentarse éste a la mesa, se distraía ahora tratando de comérsele los cordones de los zapatos. La señora Mannering lo apartó a él también con el pie, y el cabrito se puso entonces a mordisquearle el dobladillo de la falda. Como ella no se diera cuenta de eso, «Blanquito» pudo morder un buen rato a sus anchas.
Al día siguiente, tanto las niñas como la madre se sentían tan doloridas como consecuencia de la cabalgada del día anterior, que apenas pudieron andar. Los niños y Bill se encontraban divinamente; pero la señora Mannering exhaló un gemido al bajar la escalera.
—¡Santo Dios! ¡Me siento como una anciana! ¡Jamás podré montar un burro otra vez! —dijo.
Pero los dolores y el entumecimiento se pasaron y no tardaron los seis en acostumbrarse a pasear en burro todos los días por la mañana. Las vistas eran magníficas y podían hacerse excursiones muy bonitas. «Blanquito» les acompañaba siempre, saltando delante de ellos, sin cansarse. «Kiki» iba en el hombro de Jack, alzando el vuelo de vez en cuando para espantar a algún pájaro que hubiese en la vecindad. Éstos huían apresuradamente, asombrados, cuando «Kiki» les ordenaba que se limpiasen los pies.
—Ya no faltan más que dos días para el miércoles —dijo Lucy, muy contenta—. Estaremos preparados para entonces… podremos cabalgar horas y horas sin cansarnos.
—Sí… camino del Valle de las Mariposas —asintió Jack—. ¿Cómo será? Me imagino que está lleno de alas de todos los colores. ¡Maravilloso!
—¡Oh, miércoles! —exclamó Dolly—. ¡Date prisa y llega! Cuarenta y ocho horas más y… ¡en marcha!
Pero sucedió algo inesperado en el transcurso de las cuarenta y ocho horas en cuestión. ¡Algo que echó a perder por completo todos sus planes!