Capítulo IV

Arriba en la montaña

El pastor Trefor tenía una casita que parecía una cabaña a bastante altura en la montaña. Las ovejas pacían en muchas millas a su alrededor. Más cerca se hallaban los corderos de aquel año, crecidos ya, y destacándose su cuerpo cubierto de lana entre los cuerpos esquilados de los animales de más edad.

El pastor estaba haciendo una comida sencilla cuando llegaron a su cabaña. Tenía a su lado pan, mantequilla, crema de queso y cebollas, además de una jarra de leche que había refrescado mediante el sencillo procedimiento de colocarla en el arroyo que se deslizaba por la ladera de la montaña no muy lejos de allá.

Saludó con un gesto a los niños cuando se le acercaron. Resultaba extraño su aspecto, por lo desgreñado del largo cabello, lo enmarañado de la barba y el color de los ojos, que eran del azul más brillante que habían visto los niños hasta entonces.

Habló en galés, idioma que ellos no entendían.

—¿No puede hablar en inglés? —inquirió Jack—. No entendemos lo que dice.

Trefor sabía unas cuantas palabras inglesas que, después de pensar y mascar cebollas, pronunció:

—Burros. Mañana.

Agregó algo que los niños no comprendieron, y agitó la mano en dirección al punto en que se hallaba situada la amplia granja.

—Quiere decir que los burros llegarán mañana a la granja —dijo Jack—. ¡Magnífico! Quizá quieran ir de merienda tía Allie y Bill montados en burro.

A Trefor le llamó mucho la atención «Kiki». No había visto nunca un loro. Señaló a «Kiki», y soltó una risotada. El loro la imitó al instante.

El pastor le miró con sobresalto.

—Límpiate los pies —dijo «Kiki» con severidad—. ¿Cuántas veces he de decirte que cierres la puerta? ¡Tres ratoncitos ciegos!

Trefor le contempló, medio alarmado. «Kiki» rió sonoramente.

—Tú mira y pues, tú mira y pues, tú mira y…

Los niños se echaron a reír. Jack le dio un golpecito al loro en el pico.

—Vamos, vamos, «Kiki»… no vengas ahora con alardes.

«Blanquito» le dio a Jorge un golpe en las piernas con la cabeza. No le gustaba que le prestaran tanta atención a «Kiki». Jorge se volvió, y el animalito se le metió entre los brazos de un brinco. A Trefor pareció hacerle mucha gracia aquello, y prorrumpió en un torrente de palabras galesas que nadie pudo comprender. Le dio un golpecito en el brazo a Jorge, y señaló el sucio, para indicar a los niños que quería que se sentaran.

Le obedecieron éstos, preguntándose qué querría. El hombre bajó un poco por la ladera, imitando, con suavidad, un balido. Los corderos lanudos alzaron la cabeza al oírle. Empezaron a acudir a él las ovejas de todas partes, balando a su vez, y hasta «Blanquito» abandonó a Jorge y corrió también. El pastor se arrodilló, y las ovejas se apiñaron a su alrededor, acercándole los hocicos para frotarlos contra él. Trefor las había tenido desde pequeñas, las había cuidado, y hasta dado el biberón a algunas, al morírseles la madre. Por eso, al oír la suave llamada que antaño conocieran tanto, se acordaron y acudieron a él, su primer amigo.

A Lucy se le hizo un nudo en la garganta. Había algo muy enternecedor en el cuadro que presentaba aquel pastor anciano, sucio, desgreñado y medio salvaje, al llamar a sus ovejas y ser contestado por ellas. «Blanquito», ansioso de acercarse a él, se encaramó de un brinco al lomo de los corderos y le dio con la cabeza.

—¡Fijaos en «Blanquito»! ¡Qué atrevido y qué tunante es! —exclamó Dolly—. ¡Cielos! ¡Apenas puede vérsele a Trefor ahora, tan rodeado de ovejas está!

El pastor regresó sonriendo, muy azules los ojos en el curtido rostro. Ofreció a los niños pan y cebollas, pero éstas eran grandes y de olor muy fuerte, y Jack estaba seguro de que a la señora Mannering no le gustaría que volviesen todos apestando a cebollas.

—No, gracias —dijo cortésmente—. ¿Bajará usted a ver a su hermano, mañana, cuando traiga los burros?

Trefor pareció comprender aquello. Movió afirmativamente la cabeza.

—Yo voy. Mañana. Burros.

—Se está haciendo la mar de charlatán, ¿eh? —murmuró Jack, dirigiéndose a sus compañeros—. Bien, Trefor. Así, pues, hasta mañana.

Volvieron a descender la colina. Se detuvieron de nuevo junto al manantial a beber, y sentados en la hierba, contemplaron las montañas que se alzaban a su alrededor.

—Effans dice que casi nadie vive en esas montañas de allá, porque es difícil llegar a ellas —dijo Jack—. Apuesto a que habrá animales y pájaros interesantes por esos lugares. Ojalá pudiésemos ir a verlo.

—No veo yo por qué no hemos de ir, si Bill y mamá quieren acompañarnos —dijo Jorge, intentando impedir que «Blanquito» le pisara el vientre—. Estáte quieto, «Blanquito». Quítate de encima de mí. Tienes las pezuñas muy afiladas. Resultaría divertido irse a la montaña en burro y llevarse comida para un par de días.

—¿Con tiendas de campaña, quieres decir? —inquirió Jack—. Oye… es una idea. Jorge. Podríamos llevarnos las máquinas y sacar unas fotografías magníficas. Hasta quizá viera algún pájaro raro.

—¡Apuesto a que sí! ¡Hola! ¡Aquí viene «Pepito Resbaloso»!

El escincoideo se le escapó del bolsillo y fue a enroscarse al sol, en el hueco del codo de Jorge. Dolly se retiró inmediatamente a una distancia prudencial. «Kiki» contempló con interés la escena desde el hombro de Jack.

—¡«Pepito Resbaloso»! ¡Qué nombre tan apropiado! —exclamó Lucy, pasándole un dedo por el lomo al escincoideo—. Mirad… le está haciendo cosquillas mi dedo… ¡se está poniendo todo tembloroso!

—«Resbaloso» tembloroso —se apresuró a decir «Kiki». Tenía verdadero talento y no poca manía para eso de juntar palabras de un mismo sonido—. «Resbaloso» tembloroso, resbaloso tembloroso…

—Bueno, bueno —le interrumpió Jorge—. No nos interesa volverlo a oír, «Kiki». Eres un pájaro muy listo, eso ya lo sabemos. Jack, fíjate en este escincoideo… no está ni pizca de asustado ahora.

—Eres un ruin y un mal intencionado —anunció Dolly, desde lejos—. Tú sabes que detesto a las culebras. Bueno, bueno; ya sé que no es una culebra… aunque nada me sorprendería que me mordiese si me acercaba a ella.

—A mí tampoco me sorprendería que te mordiese cualquier cosa cuando te pones tan tonta —contestó Jorge, enfadado—. Hasta a mí me entran ganas de morderte. Ven acá, Dolly. Pásale el dedo por el lomo a «Pepito Resbaloso»… fíjate en los ojitos tan brillantes que tiene.

Dolly dio un grito.

—¡No podría soportarlo! No, no te acerques a mí. Jorge. Es peor que aquellas ratas blancas tan desagradables que tuviste hace unos meses. Pero éstas, por lo menos, se hicieron grandes y las dejaste marchar.

—«Pepito» puede marcharse cuando le dé la realísima gana. Yo nunca retengo a ninguno de mis favoritos cuando quieren marcharse. ¿Quieres marcharte, «Pepito Resbaloso»?

—«Resbaloso» tembloroso, polvoriento macilento —empezó «Kiki», intentando recordar las distintas colecciones de palabras que había ido recogiendo en el curso de su existencia—. Bufando y soplando…

—Vamos… marchémonos —sugirió Dolly—. Quizás ese bicho tan horrible vuelva a metérsele en el bolsillo si no lo hacemos. Y empiezo a tener apetito.

El escincoideo se perdió por entre la ropa del niño. Éste se levantó y «Blanquito» saltó a su alrededor.

—A ver si sabes andar sin meterme la cabeza continuamente entre las piernas —le dijo Jorge al cabrito—. Acabarás por hacerme caer de narices. Eres demasiado amistoso a veces, «Blanquito».

Regresaron a la granja, disfrutando del sol y de la brisa que soplaba por la ladera. Para cuando llegaron allá, estaban todos hambrientos y no hacían más que evocar visiones de jamón, pollo, ensaladas, frambuesas y nata.

Bill y la señora Mannering habían salido a dar un paseo también, pero montaña abajo, y no arriba. Habían vuelto poco antes y empezaban a preguntarse dónde estarían los niños. «Blanquito» se les acercó dando saltos.

—¡Qué lindo es! —murmuró la señora—. Supongo que nos seguirá ya durante todas las vacaciones. Es una lástima que los cabritos tengan que hacerse mayores. No creas que te vas a llevar a «Blanquito» a casa, Jorge. No pienso tener una cabra en el jardín mientras estáis vosotros en el colegio, para que se me coma todo lo que hay en el huerto y hasta la ropa que cuelgue a secar.

—Mamá, Trefor dice que su hermano llegará a la granja mañana con los borricos —contestó el niño—. ¿Podemos escoger cada uno el nuestro? ¿Cuantos habrá?

—Sí, podréis escoger el que os guste si queréis. No sé cuántos habrá… supongo que seis. ¡Dios quiera que el que yo escoja tenga el andar seguro!

—Todos lo tendrán —aseguró Jack—. Caminarán con la misma seguridad que las cabras. Pero sin saltar tanto. No me haría mucha gracia cabalgar sobre una de esas cabras montesas dando saltos de roca en roca.

—¡Dios santo, hasta el pensarlo da horror! —exclamó la señora Mannering—. Yo escogeré el burro más tranquilo, más parado, más pacífico, más plácido y mejor humorado de todos… uno que sea incapaz de dar un solo salto y hacerme caer.

Todos se echaron a reír. Evans se les acercó, encantado de verles felices.

—Es hora de comer —anunció—. La señora Effans lo tiene todo preparado ya.

—No tardaré en hablar en sonsonete yo también —dijo Lucy, levantándose del muro—. ¡Y vaya si, pues, que lo haré!

Rieron todos al escuchar sus palabras y su tono. «Blanquito» entró comiendo en la cocina delante de ellos. A la señora Evans no le importó ni pizca, pero lo espantó cuando le vio subirse a una silla. Una gallina salió de debajo de la mesa. «Kiki» voló hacia una viga, se posó sobre un jamón que colgaba de ella envuelto en una tela, y enfocó la mirada sobre la mesa para ver qué fruta había.

—Piiii, suena el pito —anunció.

E hizo el ruido de un corcho que salta de una botella. Evans alzó la cabeza con admiración.

—¡Qué pájaro! —exclamó—. ¡Nunca pájaro como tú he visto, mira!

«Kiki» empezó a hipar y Evans rompió a reír a carcajadas. La señora Mannering frunció el entrecejo.

—¡«Kiki»! ¡Haz el favor de callarte! ¿Cuántas veces he de decirte que no me gusta ese ruido?

—¿Cuántas veces he de decirte que te limpies los pies? —respondió el loro.

Y lanzó un chillido. Evans se retorcía de risa. «Kiki» empezó a hacer una exhibición, abriendo y cerrando el pico ruidosamente, irguiendo y bajando la cresta, y haciendo toda clase de ruidos raros.

—¡«Kiki»! ¡Ven aquí! —ordenó Jack con severidad. Y el loro fue a posársele en el hombro. El niño le dio un golpecito en el pico—. Como vuelvas a andar con más tonterías, te encierro en la alcoba. ¡Pájaro malo! ¡Pájaro tonto!

—¡Pobre lorito! ¡Lorito malo! —dijo «Kiki».

Y le dio un picotazo cariñoso en la oreja. Jack volvió a darle en el pico.

—¡A callar! ¡Ni una palabra más! —ordenó. «Kiki» se metió la cabeza debajo del ala, y llegaron unos murmullos a oídos de todos. Pero ninguno pudo distinguir lo que decía, aun cuando Evans aguzó el oído, esperanzado. ¡Qué pájaro! Hubiese querido tener uno así.

La comida fue tan buena como lo fuera el té merienda y el desayuno. Los niños se aplicaron a dar trabajo a los dientes y la señora Evans quedó encantada de que apreciaran tanto sus guisos. No hacía más que insistir en que se sirvieran por segunda y tercera vez todos, pero, al poco rato, ni los niños fueron capaces de comer más.

—No hay té a las cuatro —repetía la señora sin cesar—. No habrá nada hasta las seis. Conque, comed, mira, comed.

—Tembloroso resbaloso —anunció «Kiki» de pronto.

Y Dolly soltó un chillido. El escincoideo le estaba saliendo a Jorge por la manga. El niño se apresuró a hacerle retroceder, confiando en que nadie lo habría visto. Pero Bill se había dado cuenta ya. Sonrió.

—¿Un nuevo agregado a la familia? —dijo—. ¡Qué bien! Entre «Blanquito», «Kiki» y… ah… «Resbaloso», se me antoja que estamos preparados para un veraneo interesante.