En la granja
Aquella primera comida en la granja resultó agradable en extremo. A la señora Evans la excitaba tener huéspedes, y su marido, radiante, cortaba, sonriendo a todos los comensales, grandes lonjas de jamón y porciones de lengua y de pollo. Menudearon los «tú mira» y los «y pues» y «Kiki» escuchó con especial interés el tono de voz de los galeses.
—Límpiate los pies y pues —le dijo, de pronto a la señora, que le contempló con sorpresa.
Hasta aquel momento no había oído hablar al loro.
—Cierra la puerta tú, mira —ordenó «Kiki», irguiendo la cresta.
Los niños rieron a carcajadas.
—¡Se ha vuelto galés ya! —exclamó Dolly—. ¡Eh, vigílale, Jack! ¡Se está zampando todas las frambuesas!
Jack tapó la fuente con el plato y «Kiki» se enfadó. Imitó el ruido de un automóvil que cambia de marcha y la señora Evans tuvo un movimiento de sobresalto.
—No se asuste. No es más que «Kiki» —le advirtió Jack—. Sabe hacer toda clase de ruidos. ¡Si le oyera usted imitar a un tren que entra silbando en un túnel…!
«Kiki» abrió el pico e hinchó la garganta como si estuviera a punto de hacer tan horrible ruido.
—¡Jack! —exclamó precipitadamente la señora Mannering—. ¡No le dejes hacer ese ruido! Como se lo permitas, tendrás que llevártelo arriba y encerrarle en tu cuarto.
—«Kiki» malo, «Kiki» travieso —dijo el loro con solemnidad, captando el severo dejo con que hablaba la señora. Voló al hombro de Jack y se puso sobre él, contemplando el plato con que habían tapado las frambuesas. Le dio un picotazo cariñoso en la oreja.
¡Qué comida aquélla para seis viajeros hambrientos que no habían catado otra cosa que bocadillos durante todo aquel día! Hasta la propia señora Mannering comió más de lo que nunca comiera de una sola sentada. La señora Evans miró a su alrededor todo sonrisas al llegar los platos.
—Hay muchas más provisiones en la despensa tú mira —dijo—. Effans, ve a buscar el pastel de carne.
—¡No, no! —intervino la señora Mannering—. Por favor, no. Hemos comido ya más de lo necesario. Normalmente no hubiésemos tomado tanto. Sólo que teníamos más apetito que de costumbre después del viaje y ¡es tan buena la comida…!
El rostro de la señora Evans reflejó satisfacción.
—La comida es sencilla —dijo—; pero es muy buena para los niños. No tardarán en tener buen apetito aquí, mire, con el aire de la montaña.
—Y vaya si así será, pues —asintió Evans—. Aún es pequeño su apetito. Pero aumentará.
La señora Mannering puso cara de alarma.
—¡Santo Dios! ¡En mi vida les he visto comer cantidades semejantes! Si llega a aumentarles el apetito, ¡no sé cómo voy a mantenerlos cuando vuelva a casa!
—Y nos moriremos de hambre en el colegio —rió Jack.
—¡Pobre muchacho! —exclamó la galesa—. ¡Un jamón bien grande tendré que darle cuando se marche, pues!
Por fin ya nadie pudo comer más. Recostados en los asientos, dirigieron la mirada hacia las anchas ventanas y la enorme puerta que estaba abierta. ¡De qué vistas disfrutaban desde allí!
Grandes montañas erguían sus picos en la luz vespertina. Profundas sombras oscurecían el valle, pero los montes aún recibían luz solar y brillaban de una forma encantadora. Era todo aquello tan distinto a lo que estaban acostumbrados a ver en la vecindad de su casa, que a los niños les parecía que jamás llegarían a cansarse de contemplar cimas soleadas y valles.
—Están ustedes muy solos aquí —observó Bill—. No veo ni una sola casa ni una granja por los alrededores.
—Mi hermano vive al otro lado de esa montaña —repuso la señora Evans, señalando—. Le veo en el mercado todas las semanas. Éste se encuentra a diez millas o quizá a once de distancia. Y mi hermana vive más allá de esa montaña que ve ahí. Ella también tiene una granja. Conque tenemos vecinos, mire.
—Sí; pero no al lado —dijo Dolly—. ¿No se siente usted nunca sola y aislada aquí?
La señora puso cara de sorpresa.
—¿Sola? Y vaya, pues, ¿por qué he de sentirme sola teniendo a Effans a mi lado, y al pastor allá en las colinas, y al vaquero y a su esposa en su casita bien cerca? Y hay animales en abundancia, como veréis.
Entraban y salían gallinas por la abierta puerta, picoteando las migas caídas de la mesa. «Kiki» las observó con atención. Empezó a cloquear nuevamente, y las gallinas cloquearon a su vez. Entró de pronto un gallo buscando a la gallina cuyo cloqueo no le era del todo conocido.
—¡Kikirikí! —cacareó bruscamente, al ver a «Kiki» sobre el hombro de su amito.
—¡Kikirikí! —le respondió «Kiki».
El gallo subió a la mesa de un salto, dispuesto a pelear con el loro cacareador.
Le espantaron de allá y salió de la estancia indignado, seguido de las carcajadas de «Kiki». Evans se llevó las manos a los costados y rió hasta que le saltaron las lágrimas.
—¡Es un pájaro magnífico, mira! —le dijo a Jack completamente conquistado por el loro—: Déjale que coma frambuesas otra vez.
—Ya ha comido suficientes, gracias —respondió el niño, encantado de que le alabaran al loro.
A la gente no siempre le gustaba el loro y, cuando salía de casa con él, Jack siempre iba con el temor de que no fuese bien recibido.
Salieron todos al aire de la noche, felices y satisfechos. Bill y la señora Mannering se sentaron encima de un muro de piedra, viendo desaparecer el sol tras una montaña a occidente. Los cuatro niños dieron una vuelta por la granja y sus dependencias.
—¡Cerdos! Y ¡qué porquera más limpia! —exclamó Dolly—. Nunca había visto un cerdo limpio hasta ahora. Fijaos cómo revuelven por ahí con ese hociquito tan cómico.
—«Kiki» no tardará en tener una colección de ruidos magnífica —observó Lucy oyendo al loro soltar un gruñido muy bien imitado—. Aprenderá a mugir, a bramar, a gruñir, a cacarear, a cloquear…
—¡Y a parpar como un pavo! —intervino Dolly, viendo cerca a algunas de estas aves—. Ésta es una granja magnífica. Tiene de todo. ¡Oh, Jorge, fíjate en ese cabrito!
Había cabras en la ladera de la montaña, no muy lejos, y las acompañaba un cabrito. Era blanco como la nieve y una verdadera preciosidad. Jorge lo miró, y se enamoró al punto de él.
Exhaló una especie de balido, y todas las cabras dejaron de pacer y volvieron la cabeza. El cabrito enderezó las orejitas blancas, manteniéndose erguido sobre las delgadas e inseguras patas. Era muy jovencito aún.
Jorge repitió el sonido. El cabrito abandonó a su madre y corrió hacia el niño, metiéndosele de un salto entre los brazos. Se acurrucó allí apoyando la blanca y suave cabecita contra la mejilla de Jorge.
—¡Oh, Jorge! ¡Qué lindo es! —exclamaron las niñas, acariciando al animalito y frotando las mejillas contra la nívea piel.
—¡Ojalá acudiesen a mí los animales como acuden a ti! —dijo Lucy, envidiándole.
Era sorprendente la atracción que ejercía Jorge sobre los animales de todas clases. Hasta las mariposas se le posaban, sin temor y contentas, sobre el dedo. Había tenido los bichos más extraños que imaginarse puede como favoritos: erizos, escarabajos, lagartijas, pajaritos, ratones, ratas… uno nunca sabía con qué iba a presentarse. Y todos le querían y tenían en él completa confianza, y él, a su vez, los comprendía y amaba también.
—Ahora le seguirá este cabrito como un perro a todas partes mientras estemos aquí —dijo Dolly—. Bueno, pues me alegro de que sea un cabrito y no una vaca por lo menos. ¿Os acordáis de aquella vez que entró en un prado en que había una manada de vacas? Todas se le acercaron y frotaron el hocico contra él, y le siguieron como perritos. Hasta intentaron saltar y atravesar el seto cuando se fue. Y yo me llevé un susto enorme, temiendo que lo consiguieran.
—Vergüenza debiera darte de tenerles miedo a las vacas a tu edad —dijo Jorge acariciando al cabrito—. Es una tontería a cualquier edad, claro. Y tú no pareces hacerte más sensata a medida que te haces mayor, Dolly. Lo que me extraña es que no le tengas miedo a este cabrito. Apuesto a que correrías como se acercaran las cabras.
—No es verdad —exclamó la niña, indignada.
Lo que no impidió que se alejara apresuradamente cuando las cabras, curiosas al ver el cabrito en brazos del niño, empezaron a moverse hacia ellos.
No tardaron en rodear a Jorge, a Lucy y a Jack. Dolly les observó a distancia. El cabritillo baló al ver a su madre, pero en cuanto Jorge le depositó en el suelo para que pudiera volver a ella, el animalito volvió a metérsele entre los brazos de un brinco.
—¡Troncho! ¡Vas a tener que llevártelo a la cama esta noche contigo! —dijo Jack, riendo—. Vamos a ver los caballos. Son de los que tienen mucho pelo en las cuartillas… y ésos son los que me gustan[3].
Espantaron a las cabras y fueron a contemplar a los caballos que había en el prado. Eran tres. Y los tres se acercaron inmediatamente a Jorge.
Había soltado al cabrito, que le seguía ahora tan de cerca, que cada vez que se paraba le tropezaba con las piernas. A la primera ocasión que se le presentó, volvió a saltarle en brazos. Y entró con él en la granja, por añadidura.
—¡Ah! ¡Has encontrado a «Blanquito»! —exclamó la señora Evans, que estaba junto al horno, con los mofletes más colorados que nunca—. ¡Es la primera vez que abandona a su madre, tú mira!
—¡Oh, Jorge, no traigas aquí a ese cabrito! —dijo la señora Mannering.
Temía que a la señora Evans no le gustase que entrara el animal en la casa con el niño. Y una vez sentida la atracción de Jorge, era seguro que no dejaría de seguirle… ¡escalera arriba incluso!
—¡Oh!, no importa que un cabritillo entre en la casa, mira —anunció la señora Evans—. Metemos aquí a los corderos recién nacidos, y las gallinas no hacen más que salir y entrar, y la ternera «Mulie» solía entrar todos los días antes de que se la metiese en el prado.
A los niños les pareció una idea magnífica que se dejara entrar y salir así a los animales; pero la señora Mannering no opinaba igual. Se preguntó si no acabaría encontrando huevos recién puestos en la cama, o una ternera en la silla de su alcoba. No obstante, se hallaban de vacaciones y si a la señora Evans le gustaba que errara el ganado por su cocina, también a los niños les encantaría.
Lucy soltó un enorme bostezo y se dejó caer en un sillón. La señora Mannering la miró, dirigiendo a continuación la vista hacia el reloj de caja que tictaqueaba en un rincón.
—A la cama todos —dijo—. Estamos todos cansados. Sí, ya sé que es temprano. Jorge, eso no es necesario que me lo digas… Pero ha sido largo y fatigoso el día y el aire de la montaña es fuerte. Dormiremos como troncos esta noche.
—Les prepararé un poco de leche con mucha nata —empezó la señora Evans—. Y ¿les gustaría llevarse a la alcoba unos bollos con mantequilla y mermelada?
—¡Oh, no! —contestó la señora Mannering—. Seríamos incapaces de comernos ni una miga más esta noche. Gracias, señora Evans.
—¡Oh, mamá! ¡Claro que seríamos capaces de comer bollos con mermelada y un poco de esa leche tan rica! —exclamó Dolly, indignada.
Conque cada uno de ellos se subió un plato de bollos, y mermelada de frambuesa, y un vaso grande de la exquisita leche.
Se oyó al poco rato el repiqueteo de minúsculos cascos, y el cabritillo «Blanquito» apareció en la puerta de la alcoba de los niños. Se plantó de un salto en la cama de Jorge.
—¡Troncho, fíjate! ¡«Blanquito» ha subido la escalera! —dijo el niño—. ¿Quieres un poco de bollo, «Blanquito»?
—Oíd… ¿era el cabritillo a quien oímos subir la escalera? —inquirió Lucy, asomando la cabeza por la puerta—. ¡Oh, Jorge! ¡Si lo tienes en la cama!
—No quiere estarse en el suelo —contestó el muchacho—. En cuanto le echo de un empujón, vuelve a subirse… ¡Mira! ¡Como un perrito!
—¡Maa-aa-aa! —murmuró el cabritillo con suave balido.
Y le dio un golpe con la testa a Jorge.
—¿Vas a tenerle aquí toda la noche? —preguntó Dolly, presentándose en pijama.
—Si lo echo fuera, volverá a entrar. Y si cierro la puerta la embestirá con la cabeza —contestó el niño, a quien «Blanquito» había conquistado ya por completo. Después de todo, «Kiki» se pasaba toda la noche en la habitación de Jack.
—Oh, no es que a mí me importe que tengas aquí a «Blanquito» —dijo Dolly—. Sólo me preguntaba qué dirían mamá y la señora Evans.
—Nada me sorprendería saber que la señora Evans tenía una vaca enferma en su alcoba y media docena de gallinas —respondió Jorge, colocando el cabrito debajo de sus rodillas—. Esa mujer es de las mías. Marchaos, niñas. Voy a dormir. Me siento muy feliz… estoy lleno de bollos, de mermelada y de sueño.
«Kiki» hizo el mismo ruido que si tuviese hipo.
—¡Perdón! —dijo.
Era una cosa nueva que había aprendido en el colegio de Jack el curso anterior. A la señora Mannering no le hacía ni pizca de gracia.
—Y «Kiki» debía estar lleno también —anunció Jack, soñoliento—. Se tragó un bollo entero y estoy seguro de que ha vuelto a meterles mano a las frambuesas. ¡Fijaos en su pico! Cállate ya, «Kiki», que quiero dormir.
—Piii, suena el pito, tú mira —dijo el loro, con solemnidad.
Y metió la cabeza debajo del ala. Las niñas desaparecieron. Los niños se quedaron dormidos. ¡Qué principio más hermoso para unas vacaciones veraniegas!