Preparados para las vacaciones
Cuatro niños cantaban a todo pulmón en un coche que ascendía por la empinada carretera de una montaña.
Un loro tomaba parte en el canto, desafinando como un demonio, e irguiendo, con excitación, la cresta. El hombre que iba sentado al volante, volvió la cabeza con una sonrisa.
—¡Eh, amigos! ¡No consigo oír ni la bocina! ¿Qué rayos os pasa a todos?
Jorge, Jack, Dolly y Lucy, dejaron de cantar para responderle a gritos:
—¡Estamos a principios de vacaciones!
—¡Y vamos a alquilar un burro cada uno para cabalgar por la montaña!
—¡Piii, suena el pito! —agregó el loro «Kiki».
—Tendremos ocho semanas de pasarlo la mar de divertido juntos.
—Y además de mamá, estará usted con nosotros, Bill. Mamá, ¿no estás tú excitada también?
La señora Mannering le sonrió a Jorge.
—Sí…, aunque confío que no armaréis tanto jaleo como ahora durante todo ese tiempo. Bill, tendrá usted que protegerme contra estos niños tan escandalosos.
—No se preocupe, ya la protegeré —prometió Bill, tomando otra curva del camino—. Les daré un coscorrón al día, por lo menos. Y si Lucy empieza a gallear conmigo… entonces…
—¡Oh, Bill! —exclamó Lucy, la más joven y menos ruidosa de todos—. ¡Si Jack se anda siempre quejando de que no soy lo bastante echada para adelante! Y debiera serlo ya, después de todas las aventuras que he corrido.
—¡Bastante para adelante! ¡Bastante para adelante! —cantó el loro, a quien las palabras de un mismo sonido encantaban—. ¡Bastante para adelante…!
—¡Hacedle callar! —gimió la señora Mannering.
El largo viaje en automóvil la había fatigado y estaba deseando que terminara. Le aguardaban ocho semanas de vacaciones en compañía de los niños y estaba segura de que antes de que hubiesen transcurrido habría quedado agotada por completo.
Jorge y Dolly eran sus propios hijos. Jack y Lucy, huérfanos de padre y madre, vivían con ella durante las vacaciones, y la querían como si de su propia madre se tratara. Bill Cunningham era un buen amigo, y había corrido con ellos varias espeluznantes aventuras.
Les había acompañado aquellas vacaciones para impedir que se metieran en ninguna otra aventura, ¡así lo decía él, por lo menos! La señora Mannering juraba que no les perdería de vista un solo instante durante las ocho semanas, a menos que se hallaran en compañía de Bill. Así era difícil que desaparecieran, o que se embarcaran en ninguna otra aventura.
—No debieran correr peligro alguno en el corazón de las montañas galesas, mientras estemos usted y yo para vigilarles, Bill —había dicho.
Habiendo muerto el señor Mannering muchos años antes, la viuda encontraba con frecuencia difícil meter en cintura a tantos y tan vivarachos niños, en particular ahora que se iban haciendo mayores.
Jorge amaba a todos los animales, a todos los pájaros, a todos los insectos. Su hermana Dolly no compartía este amor ni mucho menos. Le daban miedo casi todos los animales silvestres, y odiaba a la mayor parte de los insectos inofensivos, aunque, desde luego, iba mejorando mucho ya en este sentido. Tenía un genio muy vivo. Estaba tan dispuesta a usar los puños como su hermano. Y ambos libraban más de una batalla, con gran consternación de la pacífica y dulce Lucy.
Lucy y Jack eran hermanos también. «Kiki», el muy querido loro de Jack, solía estar siempre posado en el hombro de su amo. Tanto era así que la señora Mannering había llegado a sugerir que se le cosiera un trozo de cuero en el hombro de cada una de las chaquetas del niño, para impedir que las desgastara «Kiki» por allí con las garras, cuando se posaba.
A Jack le gustaban mucho los pájaros y Jorge y él se pasaban muchas horas deliciosas observando a las aves y sacando fotografías de todas ellas. Poseían una maravillosa colección de instantáneas que, según Bill, valía la mar de dinero. Aquellas vacaciones llevaban las máquinas de retratar consigo y, claro, los gemelos de campaña para observar de lejos a los pájaros.
—A lo mejor vemos águilas otra vez —dijo Jack—. ¿Recuerdas aquel nido de águilas que encontramos cerca de aquel castillo antiguo de Escocia una vez, Jorge? Y puede que veamos buitres, también.
—Hasta quizá corramos una aventura —respondió Jorge riendo—. ¡Aunque mamá y Bill están completamente seguros de que, lo que es esta vez, ya se encargarán ellos de librarnos de que corramos ninguna, por muy pequeña que sea!
Bueno, pues heles allá, preparados para pasar unas vacaciones maravillosas en las montañas de Gales, en un lugar muy solitario donde podrían errar por donde quisieran con máquinas fotográficas y gemelos de campaña. Cada uno de los niños iba a disponer de un burro para poder cabalgar cuanto se le antojara por los estrechos senderos de la montaña.
—No siempre estaré en vuestra compañía —dijo la señora Mannering—, porque a mí no me emociona el ir en burro tanto como a vosotros. Pero os acompañará Bill, conque no correréis ningún peligro.
—Nosotros, no —asintió Jack, riendo—. Pero, ¿y Bill, mamá? ¿Estás segura de que no correrá ningún peligro él? Tenemos la virtud, al parecer, de meterle siempre en algún atolladero. ¡Pobre Bill!
—Muy listos habréis de ser —respondió Bill—, para meterme en una aventura en el mismísimo corazón de las montañas más solitarias de Gales.
Doblaron otro recodo y se vio una casa de labor en la distancia.
—Casi hemos llegado ya —anunció la señora Mannering—. O mucho me equivoco, o veo ya la granja en la que vamos a alojarnos. Sí…, ahí está.
Los niños alargaron el cuello para verla. Era un edificio antiguo, de piedra, que se alzaba sobre la ladera de la colina, rodeado de cobertizos y otras dependencias. A la luz del sol poniente, tenía cierto aspecto acogedor y amistoso.
—¡Es preciosa! —exclamó Lucy—. ¿Cómo se llama?
Bill dijo algo que sonaba como «Doz-goz-u-eli-odel-in[1]».
—¡Dios Santo! —exclamó Dolly—. ¡Qué nombre! Estoy segura de que ni el propio «Kiki» sería capaz de pronunciarlo. Dígaselo usted, Bill, a ver por dónde sale.
Bill, complaciente, le repitió el nombre al loro, que le escuchó con solemnidad, e irguió, cortésmente, la cresta.
—Ahora dilo tú, «Kiki» —ordenó Jack—. ¡Anda!
—Esta-es-la-casa-construida-por-Jack[2] —dijo el pájaro muy aprisa, fundiendo las palabras unas con otras.
—¡Magnífico, «Kiki»! —exclamó Jack—. A «Kiki» no hay quien le deje cortado, Bill; siempre tiene una contestación a punto, aunque no pegue. ¡Muy bien, «Kiki», muy bien!
El loro, encantado al oír aquellas alabanzas, hizo el mismo ruido de un automóvil cuando cambia de marcha. Llevaba haciendo aquel mismo ruido a intervalos durante todo el viaje, con gran angustia de la señora Mannering, que casi había enloquecido escuchándole.
—¡No le dejéis empezar otra vez! —suplicó—. ¡Gracias a Dios que hemos llegado por fin! ¿Dónde está la puerta principal, Bill? O… ¿es que no la hay?
No parecía haberla. El camino continuaba hasta llegar a lo que semejaba un cobertizo, y allí moría. Arrancando de él un pequeño sendero que se dirigía a la granja, se dividía en tres más pequeños, e iba a parar a tres puertas distintas.
Los niños saltaron del coche. Bill se apeó y estiró las piernas. Ayudó a bajar a la señora Mannering y miraron todos a su alrededor. Un gallo cacareó cerca de ellos y «Kiki» se apresuró a cacarear también, con gran asombro del gallo.
Una mujer rolliza de colorado rostro salió por una de las puertas y acudió, sonriente, a darles la bienvenida. Gritó, por encima del hombro, a alguien que aún se hallaba en la casa:
—¡Effans, Effans! Venido han, tú mira.
—¡Ah…, señora Evans! —murmuró Bill, estrechándole la mano.
La señora Mannering hizo lo propio. Un hombrecillo salió corriendo de la casa y se acercó también.
—Éste es Effans, mi marido —anunció la mujer rolliza—. ¡Esperamos que se sientan ustedes muy felices con nosotros y pues!
Esto lo dijo en agradable sonsonete que les gustó mucho a los niños. Todo el mundo estrechó solemnemente la mano a la señora Evans y a su esposo, y «Kiki» les tendió una pata también.
—¡Un loro, tú mira! —exclamó la señora Evans—. ¡Effans, un loro!
Al señor Evans no pareció gustarle tanto el aspecto de «Kiki» como a su esposa, pero sonrió cortés.
—Es muy bien venidos que son ustedes —dijo, en sonsonete también—. ¿Tienen la bondad de venir por aquí?
Siguieron a Evans. Les condujo a la granja y, cuando abrió la puerta, ¡qué cuadro más agradable contemplaron los muchachos!
Sobre una larga y fuerte mesa de cocina cubierta con un mantel blanco como la nieve, se hallaba servida la comida más magnífica que en su vida vieran los niños.
Un enorme jamón aguardaba a que lo trincharan, con una lengua muy grande, guarnecida con perejil, al lado. Una gran ensalada salpicada de huevos duros ocupaba el centro de la mesa, sobre la que campeaban también dos pollos asados, con trozos de rizado tocino alrededor.
Los niños miraron todo aquello con los ojos como platos. ¡Qué banquete! ¡Y los bollos, las pastas y los pasteles! ¡Las mermeladas, las compotas y la rica y dorada miel! ¡Las jarras de leche y nata!
—Oigan… ¿es que dan ustedes una fiesta o algo? —inquirió Jack, profundamente impresionado.
—¿Una fiesta? No, no… es un té merienda para vosotros, mira —contestó la señora Evans—. No podemos haceros cenar por la noche… ¡somos gente pobre, pues! Comeréis lo que tenemos y nada más. Aquí tenéis el té merienda de hoy y, cuando os hayáis lavado, dispuesta está.
—¡Oh…! ¿Tenemos que lavarnos? —murmuró Jorge, con un suspiro—. Yo ya estoy limpio. ¡Troncho, qué comida! Si nos van a dar de comer así durante todas las vacaciones, yo no quiero salir a pasear en burro. ¡Me quedaré aquí a llenarme!
—Si haces eso, te pondrás demasiado gordo para que pueda cargar contigo ningún burro —dijo su madre—. Anda a lavarte, Jorge. La señora Evans nos enseñará nuestras habitaciones… A ninguno nos irá mal lavarnos y cepillarnos un poco. Luego haremos honor a tan magnífica comida.
El grupo subió por una escalera estrecha y tortuosa, hasta llegar a unas habitaciones grandes, de techo bajo, con pesados muebles a la antigua. La señora Evans les enseñó, con orgullo, un cuarto de baño pequeño, cosa generalmente desconocida en las granjas apartadas y solitarias.
Les había reservado cuatro habitaciones: una pequeña para Bill; una grande para la señora Mannering, y bien alejadas de las de los niños, porque éstos armaban mucho jaleo por la mañana. La de Jack y Jorge era rara porque su techo, inclinado, bajaba por un extremo casi hasta el suelo. Las niñas tenían un cuarto más grande al lado.
—¡Qué divertido va a ser esto! —exclamó Jack, frotándose vigorosamente las manos en el cuarto de baño, mientras «Kiki» le contemplaba posado sobre el grifo—. Estoy ardiendo en deseos de meterle mano a la comida que nos aguarda abajo. ¡Qué banquetazo!
—Échate a un lado —dijo Dolly, con impaciencia—. Hay sitio para dos en este lavabo. Tendremos que entrar por turnos por la mañana. ¡Eh, «Kiki», no te escapes con el cepillo de las uñas! ¡Párale, Jack!
Se rescató el cepillo y «Kiki» recibió un golpecito en el pico. No se enfadó el loro por ello. Tenía tantas ganas de bajar a la mesa como los niños. Había visto una fuente de frambuesas y pensaba colocarse todo lo más cerca de ella posible. Se posó en el hombro de Jack y le murmuró palabras cariñosas al oído mientras éste se secaba con una toalla basta.
—Estáte quieto, «Kiki» —dijo el niño—. Me estás haciendo cosquillas. ¿Estáis todos ya? ¡Tía Allie! ¡Bill! ¿Les falta mucho?
—¡Ya estamos! —contestaron los interpelados.
Y bajaron todos juntos.
¡El banquete que iban a darse!