XXI

El hambre nos arrancó de la cama. La aplazada carne mechada con patatas fritas se nos antojó aquella noche, tras la gimnasia del amor, la mejor manera de afrontar la última parte del día. Mientras retomábamos la cena, un vistazo al teletexto nos regaló dos noticias de última hora.

La primera, que las Brigadas Abú Hafs al Masri se atribuían, en nombre de Al Qaeda, la responsabilidad de los atentados en una carta enviada al periódico árabe Al Quds Al-Arabi. En la comunicación se afirmaba que el atentado «era una manera de ajustar viejas cuentas con España, cruzado y aliado de América en su guerra contra el islam».

En la segunda, una nota de agencia fechada a las 21:57 horas, se informaba del hundimiento de la Bolsa de Nueva York debido al nerviosismo de los inversores: Wall Street anotaba una baja de 168,51 puntos, un 1,64 por ciento; y el Nasdaq, negocio electrónico en el que cambian de manos la mayor parte de las acciones del sector tecnológico, retrocedía 20,26 puntos, un 1,03 por ciento.

Eran las 23:30 horas cuando apagamos el televisor y decidimos salir a ver el mar. Un universo de dígitos feroces nos acosaba. Y no dejaba de lastimarnos que la jornada acabara con aquellas cifras económicas como punteros luminosos en el corazón de la tragedia.

¿Se reducía todo a eso? ¿Era, una vez más, una guerra económica la que se había librado aquel 11 de marzo? ¿Tendrían razón los hombres desencantados aunque pragmáticos como mi padre, esos que aseguran que todo sucede por «dinero, dinero y nada más que dinero»?

Ahora mismo, mientras contemplo la fotografía de tres de las cuatro personas a las que más quiero en el mundo, mientras redacto estas páginas y pienso si no habré escrito, al fin y al cabo, un tercer libro, no hallo respuesta para esas preguntas. Habría que ser alguien con el talento de Fedor Dostoievski para encontrarla.

De lo que estoy seguro es de que aquella noche, frente al Atlántico, volví a comprender cuánto amaba a Zoe. Entre un hombre y una mujer, a pesar de los agujeros negros que a menudo amenazan con devorar su vida en común, esos momentos son fáciles de detectar, aunque muy difíciles de expresar. Es posible que toda la historia de la literatura occidental quepa en un puñado de versos inspirados: François Villon, Yorgos Seferis, Fernando Pessoa. Es posible también que nada como esos versos pueda atrapar lo inefable de la existencia, su peculiar indeterminación, las constantes correcciones a las que nos obliga para no enloquecer.

Pero allí, en un rincón de la noche invernal, con el cántico de las aguas en mis oídos, acaté mi pequeña tarea, mis trabajos y días sobre la miseria y la grandeza ajenas, y sólo acerté a apretar a Zoe contra mi pecho, como si así, con el latido de mi corazón en sus encías, mi mujer pudiera sentirse más amada, más venerable, más protegida que a través de cualquier palabra con la que yo me hubiera atrevido a nombrarla, a expresarla, a intentar apropiarme de ella.

Supe así que sólo poseía aquel gesto para recordarle cuánto la amaba. Y supe también que aquel pequeño gesto me redimía de toda la poesía del mundo, de todas las grandes, bellas, inútiles palabras que nos rodean.

Gijón

Septiembre de 2005-junio de 2008