Cuando le conté a Zoe, mientras cenábamos carne mechada con patatas fritas, el asunto de Frenopático, dejó caer el tenedor al suelo. Es probable que fuera sólo azar, pero yo lo interpreté casi como una afrenta. El estrépito del metal contra el suelo me dolió igual que una bofetada.
—Eres la segunda persona en lo que va de día que parece ofendida por esa noticia.
—No estoy ofendida, Vlad. Se me ha caído el tenedor al suelo.
—Los tenedores no se caen solos al suelo.
—Los tenedores. Y las manzanas. E incluso a veces los gilipollas como tú. Todas esas cosas se caen solas al suelo.
Ante nosotros, como un insecto multicolor, la televisión zumbaba inmisericorde.
—¿Por qué estás tan suspicaz?
La pregunta de mi esposa era lo suficientemente inteligente como para que yo experimentara cierto miedo. Vi que en sus ojos latía una promesa de ferocidad, de salvaje determinación. Incluso supe que, en aquel momento, a poco que escarbara, habría podido descubrir cosas muy feas dentro de mí.
A veces me pregunto si Zoe sospecha de la existencia de Eric. No hablo, obviamente, de la existencia concreta, insustituible y absolutamente individualizada de un niño llamado Eric que vive entre Sydney y Melbourne, tiene el pelo rubio, los ojos verdes y calza determinado número de pie, sino de algún Eric proteico e intercambiable, un Eric que los hombres como yo van diseminando a lo largo y ancho del planeta, hijos sin padres o de muchos padres, hijos que crecerán con la ominosa ausencia de un progenitor tan anhelado como odiado.
En ocasiones temo que ella se dirija al lugar de mi biblioteca donde están escondidas las fotos de mi hijo y me las muestre con la misma estolidez e idéntica seriedad con la que me mostraría una biopsia del tejido de su útero. ¿Qué haría yo entonces? ¿Negaría que esa pequeña nariz es idéntica a la mía en sus contornos? ¿Intentaría convencerla de que esos ojos de párpados asimétricos no son el resultado de un código genético compartido? ¿Cómo refutar que esa leve inclinación de la cabeza hacia la derecha, que presta un cierto aspecto de ensimismamiento a Eric, es idéntica a la que yo muestro cuando algún problema de corrección me turba?
Quizás por eso, en un rapto de inspiración, me incliné sobre el regazo de Zoe, recogí su tenedor caído y, al devolvérselo, como escribiría Charles Dickens, «le robé un beso». Era mi forma de pedirle perdón por mi torpeza. Bastó aquel roce de sus labios para que me sintiera otra vez en calma, en paz con los hombres y conmigo mismo. Ni el Frenopático de la ficción ni el frenopático en que se había convertido el mundo importaron después de aquel instante. Es más, tomé su bandeja y la mía, me incorporé, las llevé a la cocina, regresé al salón, apagué el televisor, cogí a mi mujer de la mano y la conduje a nuestro dormitorio.
Nunca sabremos si fue por negligencia, pudor o el más humano desconocimiento que el ciego rapsoda nos ocultó lo que sucedió a partir de determinado momento. En verdad, y a expensas de unos poco o nada comprometedores versos, de lo que Ulises halló en el lecho de Penélope nada nos cuenta Homero. Traza aquí el decoro una raya mientras el índice sobre los labios obliga a que Ítaca entera repose en paz, retirados los sirvientes tras una genuflexión, las bestias apaciguadas en sus lechos de paja y lodo, la noche griega sosegada y dulce como la respiración de un niño.