XVII

La segunda regla del decálogo de un buen corrector dice que siempre hay que fiarse de la intuición. Seguramente ésta sea la única regla en la que la ciencia de la corrección se combina con elementos de carácter, digamos, irracional. Conviene atender sin demora a lo que cierto instinto —la palabra no me gusta, pero no encuentro otra— dicta. La intuición, a veces, nos sugerirá un punto y coma donde parecería imponerse un punto. Otras nos dirá que no rompamos esa aliteración. En una tercera ocasión nos sugerirá que el abuso de la mayúscula es el gran mal de nuestro siglo.

Los buenos correctores son, pues, como los buenos artistas: indulgentes con su instinto. Y mi instinto, acabada la corrección de Los demonios, me dijo que regresara a la televisión.

Eran las 17:00 horas.

Y entonces hice algo inaudito, algo que todavía hoy me admira. Me senté a ver una película banal, absurda y obscena, la historia de un asesino en serie que violaba, mataba y devoraba a chicas rubias, de grandes pechos y narices respingonas, porque de niño, en su acomodada infancia bostoniana, había tenido una institutriz con esos rasgos físicos que lo había atormentado.

Sí, es cierto. Me evadí del mundo. Tardé casi veinte minutos en hallar un canal en el que la masacre de Madrid no apareciera, pero cuando lo encontré me encerré en él. Me escapé, por una puerta sumamente angosta, hacia el universo infeccioso de la estupidez; me dejé robar por aquella película vil, hedionda, pura carroña, como si así pudiera ignorar lo que estaba pasando a mi alrededor.

A las 18:15 horas, instantes después de que el asesino afilara sus colmillos sobre un seno caucasiano por enésima ocasión, Robayna llamó por tercera y última vez durante aquel día. Estaba en casa. Había llegado hacía unos minutos.

—Estoy exhausto —anunció—. Madrid ha enloquecido. Es un mundo dentro del mundo. Un caos siniestramente móvil, lleno de gente que quiere ayudar pero que se derrumba como si les hubieran disparado por la espalda. Por la calle hay gente que sufre anginas de pecho y madres a las que la leche se les ha cortado.

—Es probable —dije mientras el FBI cercaba al asesino en un viejo hangar— que tardéis unos días, incluso varias semanas, en recuperar la normalidad.

Mi voz, de pronto, sonaba como la de un psiquiatra de película, acaso el mismo que trató al joven Jeremy —el nombre del psicópata cercado— cuando abandonó los estudios de medicina por culpa de sus recuerdos. Robayna hacía el papel de paciente esmerado, pulcro, tibiamente adormecido gracias a las pastillas de litio, la terapia semanal, las lecturas de Carl Gustav Jung.

—¿Sabes? —dije entonces, recordando la sorpresa que me había dado Uribesalgo—. Cierto editor se ha interesado por Frenopático.

—¿Frenopático? ¿De qué me hablas?

Me sentí como un hombre que se marcha a trabajar fuera de la ciudad un lunes, al regresar a casa el viernes le dice a su mujer: «Hola, ya he vuelto», y ella, mientras fríe un par de huevos y escucha la radio, responde: «No sabía que te hubieras ido». Comprendí que, para Robayna, yo había muerto como escritor hacía mucho tiempo. Y curiosamente, aquella asunción, por otra parte aceptada por mí sin turbación alguna, de pronto me dolió como una hernia.

—Frenopático —respondí, pues, un poco alterado, mientras las paredes del hangar crepitaban bajo las balas de la ley—. Mi segunda novela.

—Creí que habías dejado de escribir para siempre.

—He dejado de escribir para siempre. Sólo te estoy dando una noticia.

El asesino en serie se desangraba en medio del hangar, oportunamente atravesado por una viga desprendida del techo que le hacía parecer un brujo empalado. En ese instante farfullaba algo sobre la institutriz. Era la última sangre de la película. Allí latía la anagnórisis, el viejo estímulo de la tragedia griega, el momento del reconocimiento en que todos comprenden por qué el sufrimiento de Ayante, de Orestes o de Clitemnestra es tan intenso que sólo el suicidio, el matricidio o el regicidio pueden aliviarlo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Robayna.

—Nada. No voy a hacer nada. La literatura murió para mí.

—Entonces, ¿para qué me lo cuentas?

Excelente pregunta, me dije, mientras los créditos arrancaban con una canción que recordaba a la música de Giorgio Moroder. Para qué demonios le contamos nada a nadie. Nuestros sueños, nuestras pesadillas, nuestras vigilias: para qué, qué sentido tienen: ¿rellenar un hueco?, ¿postergar un tiempo marchito?, ¿aliviar el tedio?

—No lo sé —confesé—. No tengo ni idea de por qué te lo cuento. Supongo que para quitarme el susto de encima. Supongo que para convencerme de que lo que digo es verdad.

—Vlad —dijo entonces Robayna—. ¿Te das cuenta de lo que ha pasado hoy en Madrid? ¿Recuerdas lo que te dije en mi anterior llamada sobre la literatura y la vida, ciertas palabras que una noche tú mismo pronunciaste?

La música inspirada en Giorgio Moroder se debatía ahora entre un riff epiléptico y un sintetizador fastuoso. Imaginé a músicos vestidos de negro, con tupés de ciencia ficción y chapas de los Sex Pistols prendidas de sus chupas de cuero. Los créditos de la película, en apariencia inagotables, desgranaban los nombres y apellidos de carpinteros, camioneros, camareros, maquilladores, conductores de autobuses y adiestradores de perros, toda esa gente que pulula alrededor de una película y ayuda a que se geste. Toda esa gente sin cuya presencia yo no estaría allí en aquel preciso instante: confundido, absurdo, aterrado, vencido sin réplica, gestionando el pánico, galvanizado como una rana.

—¿Está Zoe contigo? —preguntó entonces Robayna.

Zoe y Robayna nunca se han llevado bien. Por alguna razón, son como agua y aceite, incompatibles. A Zoe no sólo le disgusta el carácter de Robayna, su arrogancia de beodo, su fatigoso orgullo, su implacable vanidad, sino que tampoco soporta su aspecto físico, tan acusadamente viril que, según ella, es sólo una máscara para esconder una homosexualidad latente, atormentada.

Además, Zoe sospecha de cada palabra que Robayna da a la imprenta, de todos esos libros que tratan del fascismo, de la sintaxis del poder, de la locura hecha disciplina, del conjunto de fuerzas históricas que catapultaron al hombre hacia el infierno en la Tierra. Mi mujer sostiene que Robayna no escribe de esos temas para criticarlos, sino porque está fascinado por ellos, porque secretamente anhela un retorno a esos escenarios.

—Si pudiera —dice cuando un nuevo libro de Robayna llega a las librerías—, haría experimentos eugenésicos con sus amigos, los gasearía con Zyklon B, canjearía vuestras piezas dentales por cartones de tabaco.

—Creo que exageras.

—Tienes razón —ironiza entonces—. Se me olvidaba que eres su único amigo.

A Robayna, por descontado, no le gusta que Zoe sea incapaz de callarse una opinión y que haya desarrollado un montón de talentos legítimamente envidiables. Educado en un mundo de valores falocéntricos, Robayna sólo concede a las mujeres el beneficio de la belleza o el de la inteligencia, pero nunca ambos a la vez, nunca ambos en el mismo cuerpo, nunca ambos en una unidad temporal y espacial.

Si existe una mujer bella e inteligente, su mundo se desmorona, norte y sur desaparecen, un perverso arquitecto ha tirado los dados. Es lo que Zoe llama la prueba del nueve, la demostración de que Robayna es un imbécil moral.

—Zoe ha salido —respondí a mi amigo—. Está peleándose hace semanas con una pintura que tiene más de trescientos años.

Un universo tecnológico al servicio del placer y la comodidad se dibujó ante mis ojos. Pensé en impresoras ecológicas para invidentes, teléfonos celulares detectores de biorritmos, mordedores de ámbar para bebés con peces tropicales en su interior. Mientras escuchaba la respiración de Robayna, fui caminando hasta la cocina y advertí que Zoe había dejado una bandeja con un pequeño y hermoso ejemplar de conejo salpimentado junto al fregadero: su cabeza breve, heroica, rosada, y el rictus de su boca muerta, parecían pertenecer a un animal llegado desde el principio de los tiempos, a un intruso en la era de la clonación y Second Life. Como si no hubiera lugar para él bajo el sol de la hiperrealidad.

—Tu mujer siempre ha tenido gusto por las antiguallas —bromeó Robayna—. Puedes dar gracias por ello.

Sentí que mi amigo intentaba engrasar su ironía, desentumecerse del horror, salvar algo de aquel día salvaje en que estábamos inmersos. Era como un buzo que, de regreso de un pecio lleno de cadáveres, intenta refugiarse en la belleza del fondo marino, en el diorama del coral, en el espectáculo de una naturaleza exuberante.

Al colgar el teléfono, encendí mi equipo de música con la esperanza de hallar cierto alivio. Erré hechizado por mi discoteca durante varios minutos. También allí estaban escondidos los hombres y mujeres muertos. Al fin, aliviado, conseguí introducir un cedé en su covacha negra.