Me despertó el teléfono.
Junto a mi oreja izquierda, mojado por el rastro de baba que mi boca abierta había dejado durante el sueño, encontré papel azul de carta manuscrito por Zoe:
Me voy a trabajar, amor. Dormías como un niño.
La comida está en el horno.
Al teléfono me esperaba Uribesalgo. Quería saber qué tal iba mi corrección de Fedor Dostoievski. Con el susto, se le había olvidado preguntármelo en su primera llamada. Su voz era premiosa, lerda, como si tuviera arena en la boca. Me lo imaginé bebiendo una de esas botellitas de 12 centilitros de Jack Daniel’s que roba en los congresos de editores.
—Te la entregaré mañana —dije—. ¿Quieres que me acerque por la editorial?
—No —respondió—. Mejor paso por tu casa y arreglamos cuentas.
—Por mí vale. Ven hacia el mediodía.
Tenía la nota de Zoe en la mano y leía la palabra amor una y otra vez. Sentaba tan bien como la brisa en el pelo una mañana de agosto. Ya iba a colgar cuando Uribesalgo carraspeó.
—¿Sí? ¿Ibas a decirme algo?
—Vlad, estaba pensando en esa novela tuya, la segunda que publicaste, Frenopático. Se llama así, ¿verdad?
El corazón me dio un vuelco. No lo puedo remediar. Siempre que alguien habla de mis libros, la garganta se me llena de bilis. Es como si fueran a robármelos. O a decirme que en realidad no soy yo quien los ha escrito.
—Sí, Uribe. Así se llama. ¿Por qué?
—Verás. —Su voz, atrapada en la ronquera del bourbon, languidecía por momentos. No sabía si iba a quebrarse en mil pedazos, como un arpa de cristal, o a remontarse por encima de nuestras cabezas en un calderón infinito—. Ya sé que no quieres hablar de ello, pero alguien cuyo nombre prefiero no decirte por el momento la ha leído, le ha gustado mucho y desea reeditarla.
No dije nada durante un largo, tenso, dramático minuto. Permanecí allí, agazapado, en tensión, sintiendo la sangre alborotada en las sienes, atado al teléfono como un novillo al lazo de los vaqueros, deseoso de salir huyendo pero al tiempo lleno de una furia sorda, densa, espesa como la niebla.
Así que ahora alguien, alguien tan importante que su nombre debía mantenerse en secreto por el momento, había leído Frenopático. Pensé en mi pobre y olvidada segunda novela, en su vida oscura como la de un insecto que nace en lo más profundo de la noche y muere sin ver la luz del sol, en todos los libros escritos con amor y a los que nadie dedica un minuto de su tiempo.
—Ahora es tarde para eso, Uribe —dije al fin. La palabra amor bailaba ante mis ojos como el polvo en un rayo de luz. Por un instante juro que pude ver a Eric sosteniendo un libro de su padre entre las manos—. Sabes que eso se acabó para mí. En serio. Es por mi propio bien. Por mi salud mental y por la de la mujer a quien amo. No quiero saber nada al respecto.
—Vlad —dijo Uribesalgo, y entonces el miedo se perfiló ante mis ojos como un animal antiguo, salvaje, venido de la época de las cavernas, pues supe que ahora sí, que ahora Uribesalgo iba a pronunciar ese nombre tan importante y yo iba a reconocer el viejo escalofrío que se siente cuando las sirenas cantan desde la playa al paso de tu humilde barca.
—No —grité entonces—. No me toques los cojones. No hoy. No un día como hoy, con Fedor Dostoievski encima de mi mesa de trabajo y ese montón de muertos en el televisor. No digas una palabra. No digas una puta palabra. —El pulso me había subido, por lo menos, a 140: me ardía el pecho, las rodillas me temblaban, estaba lleno de los dioses de la cólera—. No quiero oírte pronunciar ese maldito nombre. No se te ocurra hacerlo.
Pero, por supuesto, Uribesalgo lo hizo. Es un nombre importante, un editor de la primera división nacional, no un tipo como Uribesalgo, que va salvando los muebles con una lechuga entre col y col, con un Fedor Dostoievski entre diez o veinte mamarrachos.
—Vete a tomar por el culo, Uribe.
Hay una frase de Severino Boecio que lo mismo sirve para ilustrar el amor perdido, las abortadas ansias de gloria o la derrota deportiva. Los clásicos tienen esa virtud de la ubicuidad. La frase en cuestión reza así: «La mayor fatiga de cualquier desventura es haber sido dichoso». Yo había sido moderadamente dichoso como escritor, conservaba de mis primeros años en el oficio una imagen cálida, risueña, acaso ingenua, pero llena de momentos memorables, y esa imagen había saltado rota en añicos cuando descubrí que a casi nadie le importaba lo que tenía que decir, y que mi voz, como la de los locos, no producía eco. Me rendí muy pronto, es cierto; otros arrojan la toalla a un paso de la tumba o ya desde el sepulcro. Pero no espero que nadie me juzgue por ello. Al fin y al cabo, la literatura no es tan importante. (Aunque cuando te falta o cuando, como aquel día, vuelves a oír la melodía de la seducción, piensas en ella como en la cuna del mundo).
Por un momento, después de mi grosería, se me ocurrió soltarle a Uribesalgo la máxima del filósofo romano, pero en el último instante me mordí la lengua.
—Bueno, vale, no te pongas así —contemporizó mi pagador—. Mañana, con más calma, te cuento cómo está el asunto.
—Uribe —dije (me sentía un poco como el chico bueno de la película a punto de pronunciar su discurso más solemne: aunque no tenía un espejo delante, sentí que había rejuvenecido diez años)—. Mañana vas a venir a por tu corrección de Los demonios y te vas a ir de mi casa sin abrir la boca. Para extenderme un cheque no necesitas hablar; y para darme las gracias por lo bueno que soy haciendo mi trabajo, basta con que me palmees la espalda. ¿De acuerdo? —El discurso, un poco traído por los pelos, no había derivado hacia lo solemne, como yo hubiera deseado, sino hacia una arrogancia Far West un poco démodé.
—Está visto que hoy no se puede tratar contigo, muchacho. En fin. Chau.
No sé por qué, pero Uribesalgo, que ha nacido en nuestra Atenas del Norte, cuando se pone interesante siempre suelta un americanismo. Chau. ¿Qué forma de hablar es ésa?
Debía de tener una expresión cómica con el teléfono en la mano y el rictus de mal humor que me había dejado la conversación con Uribesalgo. Y digo cómica porque, por debajo de aquel enfado evidente, estaba ruborizado hasta las entrañas.
Obviamente, uno no es insensible a los elogios. ¿Pero era aquello un dulce? ¿O más bien un caramelo envenenado? (Por otro lado, y aunque pueda parecer que mi pintura de Uribesalgo no es muy favorable, y que incluso utilizo un trazo grueso para su retrato, he de confesar en su honor que él jamás se hubiera permitido bromear al respecto. De hecho, yo estaba ruborizado porque sabía que lo que me había dicho era la pura verdad.) Si alguien ha retratado alguna vez el espíritu de la turbación, sin duda el resultado no podría estar muy alejado del aspecto que yo mostraba en aquel momento.
Por fortuna, una imagen vino a rescatarme de mi marasmo. En el televisor sin sonido, con la solemne pompa de las grandes ocasiones, arropado por una bandera española y un traje oscuro, el luto en su mirada, en su porte y en su lenguaje gestual, estaba José María Aznar López.