XIX

Tras el atentado, Zoe se volvió insomne. Mejor dicho, las pesadillas la volvieron insomne. Entraba en el sueño como una niña y salía de él convertida en una anciana. No sé qué veía allí dentro, en las cálidas noches de abril y mayo de 2004, pero sé que despertaba sudorosa, estremecida, llena de dolor.

Así que, sencillamente, decidió dejar de dormir. Se pasaba las noches viendo películas antiguas, leyendo libros sobre Francis Bacon, Anselm Kiefer o caligrafía japonesa, preparando recetas exóticas que, más de una vez, dañaron mi estómago o acabaron en el retrete.

—La muerte se ha instalado aquí —decía señalándose el cráneo, como si allí dentro, en esa magnífica sala oscura donde proyectamos nuestras cintas predilectas, se escondiera el aleph del universo.

Durante los dos meses que duró su insomnio, yo la traté con mucha ternura, como a una hija, no como a una esposa. Cuando follábamos, me miraba a los ojos de un modo extraño, igual que si yo fuera un extranjero. No había amor en su mirada, tampoco deseo; parecía una mirada decepcionada, extrañada de encontrarse allí, con un hombre dentro de ella.

Luego, un buen día, casi ya entrado junio, me la encontré profundamente dormida frente al televisor. Durmió veinte horas seguidas, como un cosmonauta regresado de algún viaje larguísimo, y al despertar, entre bostezos y una ansiedad disfrazada de alegría, yo sentí que no sólo había recuperado a mi mujer, sino que ella había reencontrado la paz.

Los dos meses de insomnio de Zoe me hablaron de nuestra fragilidad, una fragilidad tanto más acusada a medida que envejecemos. Somos poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas, y apenas basta un azar, un pequeño viento, un incidente a medianoche, para que el hilo se rompa, caiga al vacío, se vuelva invisible.

Por eso tenemos que amarnos desesperadamente, como si cada día que pasamos juntos pudiera ser el último. Salvo el amor, cualquier negocio de este mundo puede ser aplazado para mañana.

Nada nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. De hecho, si no olvidáramos nuestra experiencia del dolor, creo que seríamos eternamente sabios, y que ya nada nos heriría; por desgracia, incluso la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas.

Si yo hubiera sabido la angustia que aguardaba a Zoe en los siguientes sesenta días, la hubiera abrazado con fuerza aquella tarde cuando regresó a casa. Pero cuando lo hizo me limité a besarla en la mejilla, casi de pasada, como a una tía lejana, a pesar de las ganas que tenía de verla y de lo vacío que me sentía por dentro.

Después charlamos un rato de su trabajo, de la película que yo había visto, de las noticias que había en el ambiente. Me dijo que la gente se miraba por la calle de un modo extraño.

—Como queriendo parecer mejores de lo que en realidad son —dijo.

No respondí nada a semejante percepción. Recuerdo que pensé en la madre de Fran amasando harina. En sus clientes mirando cómo la harina cobraba forma de oblea, de espiga, de lazo, de corazón o de palmera: las formas de la vida.

Como ya mencioné al hablar de una taxonomía filosófica de los hechos, a las 20:20 horas compareció ante la prensa el ministro del Interior, Ángel Acebes. Dos colores dominaban sobre los demás en su representación: el plata de sus sienes, en un cabello sin duda demasiado largo para lo que se espera de un ministro, y el rojo de su cara, que recordaba a un alcohólico o quizá mostraba el rubor de quien sabe que está mintiendo. Una furgoneta con siete detonadores y una cinta en árabe con versículos coránicos había sido encontrada en Alcalá de Henares. Se había abierto una segunda «línea de investigación». Ésa fue su expresión literal, que luego se haría detestablemente célebre unida al verbo «descartar».

A las 20:27 horas, el rey, en un mensaje televisado, apeló a la sagrada trinidad de los poderes cívicos: unidad, firmeza, serenidad. De su comparecencia no recuerdo colores, atmósfera ni nada especial. Quizá la atonía del Borbón sea el misterio inefable de su éxito.