XIV

A las 13:22 horas, en declaraciones al diario vasco Gara, Arnaldo Otegi, empeñado en convertirse en celebridad por un día, expresó la siguiente idea: «Tengo en la cabeza como hipótesis que efectivamente haya podido ser un operativo de sectores de la resistencia árabe».

Analizada con cierto detalle, la frase no dejaba de resultar asombrosa. En primer lugar por los dos eufemismos que contenía: «un operativo» y «la resistencia»; después por su enrevesada sintaxis, no sé si fruto de la traducción del euskara al castellano o de la peculiar Weltanschauung del líder batasuno, que por fuerza había de expresarse en un lenguaje no menos arcano; en tercer lugar por esa peculiarísima expresión, «tengo en la cabeza», que nunca, a pesar de su uso más o menos convencional, dejará de asombrarme cada vez que la escucho; y por último, en definitiva, gracias a la iniquidad que escondía: era el verbo de un vampiro, de alguien que hubiera bailado el zorcico, Deutschland über alles o la jodida danza de la lluvia sobre nuestras tumbas.

A esa hora las macabras cifras no habían parado de aumentar y Protección Civil hablaba ya de 173 muertos y de 600 heridos.

Llamé a mi madre y la invité a comer como un gesto no tanto de reconciliación por la falta de sintonía tras su llamada (aunque dentro de mí, desde entonces, había quedado un poso de inquietud, un rescoldo de malhumor, como cuando uno sale de viaje y no recuerda si ha dejado cerrada la llave del gas), cuanto de mera cordialidad, para que supiera que tenía allí a sus hijos (ella se empeña en llamarnos así, «sus hijos», en plural: a veces pienso qué diría si conociera la existencia de Eric) si deseaba pasar un rato en compañía y charlar de las cosas de la vida.

Por descontado, ella declinó la invitación, alegando una visita a la peluquería (mentira, mi madre nunca va a la peluquería los jueves) y un posterior compromiso con su suegra (mentira también, mi abuela paterna es una viuda y huraña anciana que vive muy a gusto en su soledad y que jamás, salvo ocasión excepcional, reclama que la visiten).

Luego le dije que me pusiera con mi padre. El viejo tardó bastante en llegar al teléfono.

—Hola, papá —dije—. Ya iba a colgar. Has tardado un buen rato. Y creo que mamá me ha contado dos mentiras.

—Estaba viendo a Brigitte Bardot coquetear con Jack Palance en mi nuevo Panasonic. En cuanto a las mentiras de tu madre, pensé que sólo me las endosaba a mí.

Quise reírme, pero me falló la mueca. Ni siquiera pensar en la panadera hizo que me sintiera feliz. Así que pregunté:

—¿La Bardot con Palance? ¿Dónde?

—En una película de Godard, Le mépris, con Michel Piccoli y el mismísimo Fritz Lang.

—Pero ese reparto es imposible.

—No, no —me interrumpió mi padre—. La Bardot está bellísima, Palance es un bárbaro productor de cine con millones de dólares, Piccoli un escritor sin futuro y Fritz Lang hace de Fritz Lang.

—Me suena —mentí.

Mi padre es una enciclopedia viviente en todo lo referido al cine. Puede que no sepa cómo se llama el presidente de México o dónde se celebrarán los próximos Juegos Olímpicos, pero conoce datos tan ridículos —y al tiempo tan inquietantes— como el número de pie de Barbra Streisand. Siempre me ha recordado a esos personajes de las novelas norteamericanas que se lanzan unos a otros preguntas como «¿Quién fue el mejor bateador en las series finales del 49?» o «¿Cuántos puntos logró el base de Cleveland Cavalliers en las semifinales contra los Pistons de Detroit durante la temporada 88-89?». Creo que hay algo demencial en esos juegos.

—Es una película memorable —siguió mi padre ya lanzado, tierno, nostálgico, llamado a perdurar— Fritz Lang quiere rodar La odisea para recordar la gloria de la Grecia arcaica, pero Jack Palance se conforma con filmar un drama psicológico para el público de la época. Michel Piccoli, que está en medio de todo el jaleo como guionista de la película, acaba convirtiéndose, sin él mismo darse cuenta, en Ulises.

—Y la Bardot es Penélope.

—Mmmm —pareció dudar mi padre—. Una Penélope bastante casquivana, muy Barrio Latino, poco griega. Aunque en realidad la película no trata tanto de La odisea como del desprecio, le mépris, que Godard siente por el cine hecho en Hollywood.

—Ya —dije sin mucho interés, masticando la sílaba. Zoe había quitado el sonido al televisor. En nuestra casa ya no se oía su malévola música de máquina sin alma—. Una crítica del sistema.

—Mmmm —era obvio que mi padre, ese día, tenía ganas de discutir—. Ya sabes que con Godard es difícil decidirse. Todo parece una parodia, pero al tiempo hay algo muy serio funcionando por debajo. —Me lo imaginé allí, al otro lado del teléfono, calvo, entrado en años, cargado de hombros, empequeñecido por la edad, ese raro continente, el hombre del que provengo—. Casi como la vida misma.

—Ya —dije otra vez, incluso con menos convicción que antes, arrepentido de haber hecho mi llamada pero sin saber cómo decirle adiós a mi padre—. Bueno, papá, ahora tengo que dejarte. Zoe se marcha al trabajo y quiero despedirme de ella. —Supe que mi padre comprendía que yo quería colgar y no me sentí lo que se dice bien. Mi padre, ya lo he dicho, es un tipo excelente. Pero ha sido un hombre con problemas serios. Bebida. Celotipia. Mitomanía. Y luego le falló el corazón. (No sé por qué mi padre se ha colado así, casi sin reclamarlo, en mi crónica de aquel día de marzo. Sólo sé que, con el tiempo, con cada día que pasa, mientras yo me hago mayor y él envejece sin remedio, lo quiero más y más, pero que, a la vez, como si existiera una relación causa-efecto entre ese amor y mi desapego, cada vez me cuesta más no sólo hablar con él de cualquier nimiedad, sea de una película de la Bardot o de la llegada de la primavera, sino incluso mirarlo a los ojos, rozar sus manos, compartir con él un plato de pescado. Sé que algún día, cuando él muera y yo tenga que estar ahí, para cuidar de sus despojos y de mi madre, no sólo estaré a la altura de las circunstancias, sino que satisfaré mi parte del drama con cariño, con ternura, incluso con devoción, pero en tanto ese momento llega mi padre es sólo un hombre extraño al que sin embargo quiero muchísimo. Ni más ni menos. A rare place.)

—En fin, hijo —pronunció aquella palabra, hijo, como si le quemara en los labios, como si tuviera prisa por decirla, quizá como si no se atreviera a que yo la escuchara—. Ya charlaremos mañana, cuando tu madre esté más tranquila. Ahora mismo está sentada en la taza del váter, fumando un extralargo. Así que te puedes imaginar cómo se encuentra.

Me despedí de mi padre y me senté a la mesa de trabajo.

Mi madre no sabe fumar, expulsa el humo como si fuera una máquina de vapor, cosa que no sólo encuentra seductora, sino que utiliza como señal ante terceros de que algo importante está sucediendo dentro o alrededor suyo. (Mi madre, huelga decirlo, fuma seis o, a lo sumo, doce cigarrillos al año).

Intenté concentrarme en Fedor Dostoievski, pero me fallaron las fuerzas. De hecho, casi había terminado mi corrección y el puro, inocente, inolvidable Stepan Trofimovich estaba a punto de morir, cuando me tropecé con la siguiente frase:

La carretera, es decir, algo largo, algo que no tiene fin, como la vida humana, como el ensueño humano. Hay una idea en la carretera, pero ¿qué clase de idea hay en apalabrar caballos de relevo? Apalabrar caballos de relevo es la muerte de la idea. Vive la grande route!, y que Dios nos proteja.

Los inmortales tienen estas cosas. En cualquier párrafo, en cualquier pequeño pasaje, su genio te asalta como un ladrón y te roba hasta el resuello.

«Apalabrar caballos de relevo».

Las piernas me temblaron ante aquella frase. Miré fuera, hacia la terraza del vecino de la manguera de plástico amarillo. Vi un gordo caballo percherón rumiando geranios. Anduve hasta nuestra habitación, hasta nuestra cama aún deshecha. Olía a sudor de caballos. Me asomé entonces al patio interior y sin asombro escuché relinchar a dos viejos jacos uncidos a un decrépito birlocho. No quise seguir mirando, oliendo u oyendo, de modo que me tumbé en la cama, cerré los ojos y me quedé dormido.

Así lo cuento. Sin adornos, sin exageraciones, sin elipsis, sin metáforas, sin disimulo.

Tal y como sucedió.