XIII

Mi primera novela, El invierno de los filósofos, relataba una doble historia: la de un coleccionista de palabras que, a las puertas del nuevo milenio, estaba escribiendo un índice lexicográfico, y la de un sabio del siglo diecisiete que, caído en desgracia, moría rodeado del desprecio y la incomprensión de sus contemporáneos.

El hombre de nuestra época escribía sobre las hazañas del hombre de épocas pasadas con una mezcla de admiración y piedad; el hombre de épocas pasadas se despedía de la vida con una actitud estoica, muy digna, elocuente por su serenidad de ánimo.

Las dos historias se desarrollaban en Holanda y estaban llenas de disquisiciones acerca del paso del tiempo, la maldición de la soledad y el esplendor del genio. El resultado fue un texto hermético, repleto de claves personales a menudo ininteligibles, pero su belleza, la búsqueda de una redención a través del lenguaje, hizo que sus escasos lectores fueran indulgentes con lo oscuro —que no profundo— de sus tesis.

Lo mejor que puedo decir de aquella primera novela es que fui completamente libre tanto al concebirla como al redactarla. Ni por un segundo pensé en sus posibles lectores. Poco a poco, sin embargo, en el curso de mis trabajos y días, perdí esa inocencia y esa frescura, lo cual ha constituido una de las razones de más peso por las que decidí abandonar la literatura. Reconquistar esa inocencia y esa frescura se me antoja una tarea imposible.

Cuando miro a mi alrededor y veo a tanta gente esforzándose por fijar sobre el papel las cosas que les preocupan, no puedo por menos que asombrarme. Antes de que la escritura existiese nuestros antepasados escribían sobre las paredes de sus cuevas. Aquella primera pantalla del mundo recibe hoy el calificativo de arte, lo que no deja de constituir una ironía. Esa capacidad humana para cambiar el sentido de los hechos, para interpretar, me produce un tremendo desasosiego. Por definición, lo usurpamos todo, lo traducimos todo, de todo hacemos hermenéutica. ¿Por qué las bibliotecas se han convertido en bucles perpetuos? ¿Por qué insistimos en jurar que «sobre gustos no hay nada escrito», si ocurre precisamente lo contrario?

Cuando al volver a vivir juntos le confesé a Zoe que había decidido dejar de escribir, ella fue tan sincera conmigo como si nunca me hubiera conocido, como si acabara de encontrarme en la cola del teatro. Dijo: «Nada se pierde, mi amor. Ya hay muchos libros en esta vida». Se puede decir más alto, pero no se puede decir más claro. Si algún día debo comparecer ante un tribunal, espero que esté formado por jueces como Zoe.

Recuerdo esto ahora porque aquella mañana, cuando salí a la calle para comprar el pan —la vida, sin duda, seguía su curso: como le acababa de explicar a Robayna, debíamos alimentarnos—, recordé que le había prometido al hijo de la panadera un ejemplar dedicado de El invierno de los filósofos.

De modo que así caminaba yo, poco después del mediodía del jueves 11 de marzo de 2004, con un ejemplar de mi primera novela en la mano en dirección al más rutinario y por ello sagrado de los alimentos. Sospecho que aquel día miré las caras de mis convecinos buscando una señal, una evidencia, un signo de los tiempos. Los rostros que nos rodean también son elementos cabalísticos. ¿Y qué hallé? Pues nada, o, mejor dicho, sí, encontré la moneda corriente de nuestros afanes cotidianos, los céntimos de las pequeñas esperanzas, los pequeños tributos, las pequeñas hazañas. Ni rastro de atrición. Ni sombra de fúnebre melancolía. Ni un asomo de duelo. Incluso había gente que reía. Y no solapadamente, como en un entierro, sino con total franqueza, como ante una criatura. ¿Observé a los pequeños que me crucé de camino a la panadería con especial interés? ¿Vi en sus ojos un reflejo de mi querido aunque nunca visto en carne y hueso hijo Eric? ¿Admiré un rubor especial en los rostros de sus madres, una particular nobleza en los juegos que se desarrollaban junto al parque de mi casa, una vergüenza contenida en los padres que fumaban viendo a sus ignorantes, inocentes, indiferentes retoños? No lo sé. Pero juro que no descubrí el pathos del mal deambulando entre mis convecinos como un dios homérico ante las murallas de Troya. Y a pesar de que cuando entré en la panadería varios clientes estaban hablando del asunto, supe que el pan que se llevaban a casa no se convertiría en azogue, y que nadie, en derredor mío, había sido expulsado a las tinieblas exteriores.

—Una barra de medio —dije, pues, sin que me temblara la voz. Y añadí—: ¿Está Fran?

La madre de Fran, la dueña de la panadería, era (murió hace sólo un par de meses; ya aquel día, acaso sin ella saberlo, un cáncer secreto roía sus entrañas: porque las tinieblas, en todo caso, son siempre interiores) una hermosa aldeana: pecosa, ancha, rubicunda. Una mujer sagaz pero buena, no sé si me explico; una mujer cuya piel, brillante como la cera que producen las abejas, provocaba el deseo inmediato de tocarla, pero no con lujuria, sino con respeto, como tocaríamos la cabeza de Nefertiti si nos lo permitieran.

—Fran, hijo, preguntan por ti. —Su voz, alta y cálida, un tanto masculina, no estalló ofensiva en el ambiente lleno de olores a trigo y levadura; antes bien, me pareció una tregua para mi confuso sentido de la realidad, un abrigo contra el miedo.

Fran es un chico inquieto, que malbarata su ingenio en el instituto de cinco a nueve de la tarde y trabaja por las mañanas en la panadería. (Ahora, tras la muerte de su madre —del padre jamás he oído hablar, quién sabe si Fran no es en realidad otro Eric—, hay un muchacho de su misma edad ayudándole.) Hay algo en él que me gusta, aunque no sabría darle un nombre. El día del entierro de su madre se acercó a mí y me dijo:

—Oye, Vlad, ¿por qué escribiste aquel libro tan raro? —Se refería, claro está, a El invierno de los filósofos.

—Si te soy sincero, no lo sé —le contesté. Todavía olía a flores y a yeso, y en el aire flotaban las palabras, bastante bellas, que un párroco de pueblo, pequeño como un gnomo, había derramado sobre la difunta panadera y sus deudos con una pericia no exenta de delicadeza—. Supongo que me apetecía hacerlo. Eso es todo.

Fran se quedó mirándome un buen rato, con su traje de buen corte y su rostro afeitado. Ambos fumábamos y varias mujeres —seguramente tías o primas suyas— nos miraban con cierta prevención, como si fuéramos extranjeros venidos de algún país lejano, de costumbres desconocidas.

—Verás —dijo Fran—. Hay algo que no acabo de entender. —Las casas del pueblo natal de la panadera, blancas como copas de helado, resplandecían entre el verde rabioso de los prados. Un vergel nos rodeaba. Y nosotros, bajo su protección, bajo su callada, silenciosa advocación, hablábamos como dos viejos y buenos amigos para los que la diferencia de edad no importa—. Cuando el sabio de tu novela muere, dice que no hay nada después de la muerte. Que venimos de una nada y vamos a otra, y que, en consecuencia, no debemos temer perder nada por el camino. Y que en eso consiste precisamente nuestra libertad, en aceptar que las cosas sucedan de ese modo. —Fran había expresado con palabras muy sencillas una idea lo suficientemente compleja como para tener entretenidos hace cientos de años a estudiosos de todo el mundo. No pude por menos que quererlo un poco en aquel instante—. Y si eso es así, si eso es verdad, ¿para qué todo esto? Lo que intento decir —aquí Fran peleaba con las palabras. Yo le había entendido perfectamente, pero quería dejar que se expresara por sí solo, que hablara de primera mano, sin recurrir a ninguna voz ajena, de aquella experiencia por la que ahora pasaba, que por su cuenta y riesgo diera forma a aquella idea tan difícil de digerir: la inutilidad de todos nuestros esfuerzos, la vanidad de todos nuestros desvelos, el horror ante la jodida eternidad—; lo que intento decir es que, si nada conduce a ninguna parte, ¿por qué nos seguimos esforzando? ¿Por qué incluso aquel sabio, que no creía en el futuro, se preocupaba de lo que dirían de él una vez muerto?

No recuerdo qué le contesté a Fran ante la tumba de su madre. No importa. En realidad todos vivimos en el invierno de los filósofos, todos estamos ciegos, casi desnudos, a duras penas erguidos sobre nuestras extremidades. Pero es curioso que los demás intuyan en mí esa capacidad, que a menudo quienes me rodean reclamen de mí respuestas a interrogantes tan enormes.

¿Cuál es la relación entre el arte y la vida?, me preguntó Robayna.

¿Cuál es el sentido del sinsentido?, me preguntó Fran.

Aquella mañana, de vuelta a casa, me comí un extremo de la barra de medio, lo que en mi tierra llamamos un cuerno. El pan estaba muy cocido y tenía poca miga, como a mí me gusta. Y cuando la corteza crujió entre mis dientes, con ese sonido tan familiar y tranquilizador, todo el sabor de una vida carente de sentido, todo el sabor de una vida más grande, más fecunda, más importante que cualquier forma de arte, me llenó la boca. Y por primera vez durante aquel día me sentí bien. Sin embargo, al entrar en casa todavía saboreando el regalo que el pan había dejado en mi boca, Zoe me arrojó una cifra a la cara: la Audiencia Nacional elevaba el número de muertos a 142.

Miré mi reloj, el Favre-Leuba que mi padre me regaló al ingresar en la universidad y que me acompaña desde entonces. No sé por qué, pero en ese instante pensé en todos los sitios en los que había estado con aquel reloj en mi muñeca. Sitios a los que nunca volvería, sitios en los que preferiría no haber estado, sitios en los que, llegado el caso, no me importaría morir. Creo haberlo insinuado ya antes, en algún momento de esta crónica, pero vuelvo a repetirlo ahora: siempre me han obsesionado los objetos, su vida privada, inagotable e inescrutable. Me asombra pensar cuántas cosas me sobrevivirán.

—142 —dije—. 142 —repetí. Los tres dígitos, tan inocentes considerados de uno en uno, cobraban al unirse una dimensión desalentadora. Era como ver los rostros de tus padres y de tu hermano mayor en la fotografía de una partida de caza junto a Joseph Goebbels.

—Sí —dijo Zoe—. Si sumáramos mi familia y la tuya, mis amigos y los tuyos, y multiplicáramos ese número por 2 o por 3, no llegaríamos a 142.

Sobre la mesa de trabajo, junto a la prueba de imprenta de Los demonios, vi el tazón de desayuno de Zoe. Puede que hubiera estado echando un vistazo a mi trabajo. A menudo le gusta hacerlo, fisgar entre los signos que escribo al margen de la página, comprobar lo villano que puedo llegar a ser si un mal autor cae en mis manos. Su tazón de desayuno es un caballo azul de Franz Marc que compró en el año 2000 en el MOMA de Nueva York, la primera y única vez que visitamos Estados Unidos. Aquel viaje al ombligo del mundo, al lugar donde se dicta el futuro y el presente dura lo mismo que un chasquido de dedos, fue nuestro regalo de boda.

De aquella Babel atribulada, todavía virgen de dolor, que se regocijaba en cada esquina por su superioridad sobre el resto de metrópolis del planeta, una superioridad no sólo cifrable en su esplendor económico o en su fervor de razas y credos, sino en la irresistible vis movendi, en la implacable inercia que movía hacia delante y hacia arriba a todos y cada uno de sus habitantes, de aquella gigantesca urbe nos trajimos algunos recuerdos inolvidables. (Yo, en concreto, una fotografía con Don DeLillo, mi autor vivo favorito, a quien abordé con una desvergüenza que sólo la emoción puede explicar en Lexington Avenue, en el Upper East Side, a la salida de un restaurante italiano).

Las cifras de la muerte constituyen un enorme misterio. Leemos «170.000 chinos mueren al año de hambre» y sólo vemos una masa anónima, de miembros pálidos y cabellos ralos, que se consume en desoladas aldeas que ni siquiera sus compatriotas podrían situar en los mapas. Ese número ingente, atroz, pesado como plomo y profundo como una sima, pasa por delante de nuestros ojos sin apenas dejar huella, convertido en humo, en sombra, en fugaz meditación. Algo en nuestro interior nos dice que ese número sirve para equilibrar la balanza, que es necesario para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos no tengan que luchar a brazo partido con hordas hambrientas que golpean con sus apretados puñitos las puertas de la fortaleza feliz. Leemos «50 millones de africanos morirán durante el siglo veintiuno a consecuencia del virus del SIDA» y nos asaltan imágenes de hospitales de campaña saturados de mujeres, hombres y niños que son sólo piel y huesos, sin esperanza en la mirada, derrotados sin lucha, arrebatados no sólo a la cordura, sino al concepto mismo de humanidad, sencillamente tendidos ahí, esperando a irse sin ruido, más inútiles que muebles, pues ni siquiera pueden ser quemados para dar calor ni ser vendidos a cambio de unos zapatos. Admiramos esos holocaustos y semejante horror nos arranca un suspiro, una breve desazón, pero jamás una pena articulada, sincera, de modo que permanecemos aquí, a este lado del discurso, junto a nuestros cálidos electrodomésticos, buceando en nuestra pálida, insulsa, hace siglos muerta espiritualidad, aguardando por la próxima noticia que nos haga olvidar que 50 millones de personas equivalen casi a la población de la Península Ibérica.

Pero, sin embargo, estos 142, los 191 de la suma total que hoy conocemos, cómo pesan, cómo conmueven, de qué modo hacen rechinar los dientes y mesarse los cabellos. Es como si cada uno de esos muertos hubiera sido depositado en el salón de nuestra casa. Es como si las furias, las parcas, las lamias y cada monstruo que la imaginación humana ha concebido a lo largo y ancho del tiempo, desde Behemot hasta Maldoror, desde Nosferatu hasta Moby Dick, hubiera sentado sus reales debajo de la cama de nuestros hijos.

Qué duda cabe que la muerte, como el amor, tampoco es una cantidad homogénea. El pavor que ese número provoca no se sabe de dónde proviene. Y aunque habrá quien lo atribuya al hecho de que todas ellas fueron muertes inducidas por terceros, muertes debidas al fanatismo, eso sería olvidar que los 170.000 muertos chinos y los 50 millones de muertos in pectore africanos son víctimas de otras formas del terror menos directas, pero no por ello menos sofisticadas. Quizás esto suene a letanía de alma bella o a viejo rencor de clase. Y no faltará quien diga que, cuando los liliputienses atacan, el deber de Gulliver es aplastarlos. Pero esas razones no me convencen del todo. En el reino de la paranoia la sospecha es la gran musa. Se embosca entre las finas mallas de la red de redes, nos mira con lascivia desde los ojos de nuestros gobernantes, redacta su triunfo cada día en la prosa de los telediarios.

—¿No vas a trabajar hoy? —pregunté a Zoe. Sabía que ella y su equipo se traían entre manos, desde hacía semanas, la delicada tarea de reconstruir cierta obra de un artista flamenco que vivió durante la primera mitad del siglo dieciséis, Joos van Cleve, también conocido con el inquietante nombre de El Maestro de la Muerte de la Virgen. Era un trabajo muy importante para Zoe y sus colegas, pues el encargo provenía nada menos que de Austria, del Kunsthistorisches Museum de Viena, que era donde se conservaba la pintura, el así llamado Retrato de Eleonora, reina de Francia.

—Sí —dijo—. Después de comer. Tengo que acabar con la diadema de la buena señora esta semana.

Sonrió. Sonreí. Sonreímos. Era la primera alegría que compartíamos aquel día.

—Esa maldita joya me está matando.

A lo que se ve, alguien con ganas de llamar la atención había acuchillado la diadema que la reina luce en la pintura, y los destrozos, si no considerables, eran importantes. El mundo de las artes plásticas es sumamente extraño, mucho más que el mundo de la literatura, donde en realidad apenas quedan ya vocaciones y casi todo es temor y temblor, pero poca, muy poca carne en el fuego de la palabra, y las multitudes de escritores se conforman con disponer de un buen paraguas para su vanidad, que no para su genio, pues incluso las excentricidades sólo se toleran si van acompañadas por la bendición de los mercaderes.

Con pintores, escultores o videocreadores el asunto toma otros derroteros. A nadie se le ocurriría que en una pequeña ciudad del norte de España pudiera haber un equipo de expertos dedicados a recomponer atentados que tienen lugar en la solemnidad de los museos centroeuropeos, pero así es.

Éste es un mundo extraño, a rare place, que diría David Lynch. Y nosotros, cada uno de nosotros, somos la prueba innegable de semejante máxima.