XII

—Lamento lo de antes, Vlad. Estaba asustado. Asustado de verdad.

La voz de Robayna, en el delta del mediodía, me arrancó del embrujo del televisor. Llevábamos casi dos horas recibiendo una avalancha de noticias y nuestra atención, absorbida por la fuerza de las imágenes, estaba a punto de saturarse, de volverse nula, de fagocitarse a sí misma. En la cultura contemporánea, la vida se embosca en los iconos. Llegará el día en que tendremos hijos sin aparato auditivo. De hecho, la música es ya casi sólo un murmullo ambiental, no un mensaje.

—¿Dónde estás ahora? —le pregunté mientras Zoe se levantaba del sofá sin mirarme. Por el rabillo del ojo seguía viendo la prueba de imprenta de Los demonios y pensé en los funerales de Fedor Dostoievski, en el pueblo de Rusia llorando a uno de sus mejores hijos.

—Estoy sentado en el Retiro, mirando las barcas. ¿Sabes? Es increíble. Aquí hay gente metiéndose mano, fumando, paseando a sus perros.

—Bueno —dije entonces sin mucha convicción, consciente de que yo mismo, poco antes, me había asombrado ante la rotación de la Tierra—. ¿Qué quieres que hagan? ¿Es que tú no vas a comer dentro de un rato?

Imaginé a Robayna sonriendo ante mis palabras, pero entre mi imaginación y la realidad volvió a colarse el familiar ruido de fondo que nos había invadido durante su anterior llamada. Sólo que esta vez era un simple fallo en la conexión. Demasiada gente en demasiados sitios estaba hablando al mismo tiempo.

—Sí, claro que voy a comer —le oí decir cuando su voz volvió a resultar audible—. Pero desde esta mañana no dejo de darle vueltas a algo que me dijiste un día.

Entonces sentí un poco de miedo, porque a menudo, sin darme cuenta, le hablo a Robayna como si yo ya hubiera alcanzado el fin de los tiempos y la ataraxia de los justos, como si fuera un brujo feliz sentado pelando un plátano en el omega de la creación y él fuera un pobre hombre, un esforzado mamífero, recorriendo todas y cada una de las letras del alfabeto. Me preguntaba de cuál de mis grandes frases se habría acordado de pronto.

—No importa lo que te haya dicho. Olvídalo —respondí, mientras pensaba que fue el horror ante el veneno que Netchaev destiló en el corazón de ciertos hombres fanáticos, lo que movió a Fedor Dostoievski a escribir Los demonios, una novela extraordinariamente sombría aunque a la vez extraordinariamente luminosa, una obra de arte que aún hoy, tras los miles de matanzas del siglo veinte y los horribles presagios que se dibujan en los albores del siglo veintiuno, sigue conmoviendo a sus lectores—. En un día como el de hoy, con las cosas que han sucedido y las que van a suceder, es mejor no pensar demasiado, así que limítate a respirar, alimentarte y echar una mano si alguien te lo pide.

—No, no, déjame decírtelo. Necesito que me oigas. —Zoe volvió con un tazón en la mano y una bandeja con galletas. Todavía no había desayunado—. Una noche en tu casa, al poco de venirme a vivir a Madrid, me dijiste que la vida era mucho más importante que la literatura. Que las novelas parecen, pero la vida es. Y que era más importante tener una casa propia que ver arder la casa de tus enemigos. Yo no estuve de acuerdo contigo y acabamos discutiendo casi a gritos. Creo que estábamos borrachos. —Robayna se equivocaba: él estaba borracho; yo era dueño de mis palabras, sabía muy bien lo que decía—. Verás, lo que intento decirte es que tenías razón. ¿De acuerdo? Te debo una disculpa. —Zoe bebía del tazón a sorbos, sin apartar la mirada del televisor. Estaba viendo en la CNN a una presentadora rubia, de pómulos eslavos, con un inconfundible corte de pelo neoyorquino y un fascinante maquillaje facial. Una mujer bastante deseable—. ¿Qué pasa? ¿Qué coño mira? —La voz de Robayna, que de pronto había subido una octava, sonó desabrida, desatada. Volví a sentir aquel miedo. Miedo a que Robayna se perdiera—. Lo siento, Vlad. Había un tipo mirándome como si yo hubiera puesto una de esas bombas. La gente está un poco desquiciada. —A los funerales de Fedor Dostoievski acudió una multitud enorme. En épocas pasadas, cuando ciertos artistas morían, el pueblo se acercaba a despedirlos con devoción y cariño. Así enterraron a Víctor Hugo o a Giuseppe Verdi. Hoy sólo nos congregamos para despedir a los truhanes: reyes, papas, políticos—. Creo que será mejor que te deje ahora. Tengo cosas urgentes que hacer. Volveré a llamarte un poco más tarde. ¿De acuerdo?

Y colgó otra vez. Esta vez sin lágrimas, pero al borde de un nuevo fracaso en sus emociones.

Cuando regresé a su lado, Zoe se abstuvo de mirarme. Del televisor, como de un macabro juego de hipnosis, sólo salían cadáveres, cadáveres, cadáveres.