La primera vez que vi a Zoe pensé qué hermosa era, pero también pensé que nunca me enamoraría de ella. El tiempo, como asegura el adagio, me enseñó a no escupir hacia arriba. Esas jugarretas del destino casi siempre deben ser bienvenidas, pues son maravillosas escuelas de humildad. De hecho, creemos que algunas cosas son de determinada manera desde el primer momento, cuando en realidad en aquel primer momento ni siquiera estábamos allí. No me hago ilusiones al respecto. La buena literatura siempre se escribe después de la tormenta. Hoy, cuando veo a Zoe, ya no me afecta tanto su hermosura, pero me parece impensable que algún día pueda dejar de amarla. (Sé, sin embargo, que tampoco esto es del todo cierto: ya dejé de amarla en una ocasión y mi vida no se convirtió en ceniza cósmica, ni la carne se me deshizo entre los dedos, ni caí en la delincuencia o en la nostalgia insondable de los amores muertos).
En realidad, como cualquier ser humano, necesito de un conjunto más o menos abigarrado de creencias a las que sentirme atado como un bote a su pantalán. Hay quien se vincula a un dios con cara de viejo terrible; otros lo hacen al intangible murmullo del patrón oro; yo, a fecha de hoy, me refugio en el afecto de mi mujer y en ciertos libros. No miento. Para mí el paraíso incluye una biblioteca sin cercas de espino ni cepos visibles, un vientre de ballena donde algún azar bondadoso me ha arrojado para la eternidad. Todo es polvo, deseo y silencio, y una luz cruda, cenital, que conduce por largas escaleras de caracol hasta el Walhalla de los ilustrados. Y el olor…
Porque el olor del libro es la quintaesencia de todos los olores, la geografía del héroe, el trópico de la quietud y los bosques nemorosos. Todo libro es pasaje. Cuando abro un volumen y aspiro sus páginas, ya no estoy allí. Mucha gente no puede entender que Tucídides huela a aurora de islas griegas, pero así es. (Nunca he estado en Grecia, pero mi convicción es irrefutable precisamente porque es irracional). Se puede vivir sin leer, es cierto; pero también se puede vivir sin amar: el argumento hace aguas como una balsa capitaneada por ratas. Sólo quien ha estado enamorado sabe lo que el amor regala y quita; sólo quien ha leído sabe si la vida merece la pena de ser vivida sin la conciencia de aquellos hombres y mujeres que nos han escrito mil veces antes de que naciéramos. Y que nadie se sonría ante estas líneas. Por una vez, y sin que sirva de precedente, han sido escritas sólo desde la emoción.