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En mis años de instituto tuve un profesor de filosofía algo procaz, volteriano confeso, en el fondo un casanova frustrado pero irredento, que nos contaba cómo los rivales del clérigo George Berkeley se burlaban del idealismo del pobre hombre dándole gorrazos en las orejas. De aquellos groseros materialistas, que no encontraban mejor evidencia contra las tesis del párroco que su propia carne doliente, extraía a menudo mi profesor sus enseñanzas.

—Fíense sólo de los hechos, muchachos —nos decía mientras apuraba acodado en el marco de la ventana su apestoso Mecánicos, que fumaba con una fruición comparable a la de Humbert Humbert ante Lolita tumbada en el jardín—. Sólo de los hechos.

Aunque es posible que mi antiguo profesor de filosofía fuera también un poco grosero y no cayera en la cuenta de que hay muchas clases de hechos: existen los hechos-hechos, existen los hechos que sólo lo son a medias e incluso existen los hechos que no sucedieron.

He aquí una demostración de semejante tipología:

A las 13:00 horas del jueves 11 de marzo de 2004, el presidente del Gobierno, José María Aznar López, telefoneó personalmente a los responsables de los periódicos más importantes del país y les dijo: «Es obra de ETA». Éste es un hecho-hecho.

A las 10:50 horas del jueves 11 de marzo de 2004, esto es, dos horas y diez minutos antes del hecho-hecho de las llamadas telefónicas del presidente José María Aznar López a los principales periódicos del país, un ciudadano anónimo llamó a la comisaría de su barrio para informar de la existencia de una furgoneta sospechosa aparcada en una calle de Alcalá de Henares. Éste es un hecho que sólo sucedió a medias, pues hasta las 14:15 horas del mismo día no acabó la inspección ocular del vehículo y hasta las 15:30 horas de aquel trágico jueves la furgoneta no llegó a Canillas, momento en el que, siempre según información facilitada por el Gobierno, se descubrió la existencia de un detonador y de una cinta que contenía una grabación en árabe. Para dilatar aún más en el tiempo ese carácter de hecho que sólo sucedió a medias, esta noticia se trasladó a la sociedad únicamente a las 20:20 horas del mencionado 11 de marzo, esto es, siete horas y veinte minutos después del hecho-hecho de las llamadas telefónicas del presidente José María Aznar López a los principales periódicos del país responsabilizando a ETA del atentado.

A las 14:00 horas del jueves 11 de marzo de 2004 llegaron a las dependencias del Ministerio del Interior unos primeros análisis, recabados por los TEDAX en el mismo lugar del atentado, que exponían la existencia de indicios de que el explosivo utilizado en la masacre había sido dinamita, sin duda, pero que no había sido titadine, una de sus variantes y la habitual en las acciones cometidas por ETA. Esta información no fue mencionada en ninguna de las comparecencias que ante los medios de comunicación llevó a cabo el ministro del Interior, Angel Acebes, durante aquella funesta jornada. Éste es, pues, un hecho que no sucedió.

El primer mandamiento de un buen corrector consiste en no fiarse nunca de las apariencias, pues las apariencias, mal que le pese a mi viejo profesor de instituto, constituyen una categoría particular de hechos.

Imaginemos que estamos corrigiendo una traducción de una biografía de Soren Kierkegaard. Es plausible suponer que la palabra Copenhague aparecerá en ella, cuando menos, cada dos o tres páginas, lo que en un volumen de 500 páginas nos da un total de ciento setenta o ciento ochenta entradas (entradas que podrían elevarse de forma exponencial si tenemos en cuenta que la palabra Copenhague se repetirá en algunas páginas dos, tres o más veces, por no hablar de su presencia en las notas y en la bibliografía).

La primera vez que aparezca la palabra Copenhague la miraremos con especial atención, casi con ojo de entomólogo, e incluso sonriéndonos dudaremos un poco (nos preguntaremos, sobre todo, dónde demonios hay que colocar la letra «h»), aunque sepamos con certeza cómo se escribe. De hecho, para calmar a nuestro demonio interior, que ya se habrá posado encima de nuestro hombro para contemplarnos en plena acción correctora, consultaremos en la enciclopedia Monitor el topónimo de marras, nos acercaremos hasta nuestro manoseado ejemplar de El concepto de la angustia o entraremos en la página web de la embajada danesa en España. Calmada esta levísima inquietud, fruto de un atavismo antes que de una vacilación sincera, nos mantendremos alerta durante las veinte o treinta páginas siguientes, y detectaremos con orgullo algún infecto Copenaghue, algún corrupto Copenhage e incluso algún insidioso Copehnague. Pero de pronto, al filo del primer café matutino, nuestra atención comenzará a vacilar. Y comenzaremos a leer la palabra incompleta, sólo hasta Copen, a leer sólo sílabas sueltas, Co, gue, o, sencillamente, a no leerla en absoluto, «Kierkegaard visitó a Regina Olsen aquel verano en… al menos en tres ocasiones».

Como en los textos, también en la vida a menudo nos «saltamos» lo que sucede. Y no sólo, por ejemplo, al volar, cuando nos «saltamos» el paisaje, o al follar, cuando nos «saltamos» las caricias, o al comer, cuando nos «saltamos» los sabores. En cada línea —esto es, en cada minuto del día— se esconde una pequeña errata que aspira a no ser vista. Puede que, desde ese punto de vista, la corrección constituya una excelente metáfora de la existencia.

Pero entonces, preguntarán ustedes, de qué podemos fiarnos.

Y yo les respondo gustosamente: no se fíen de nada ni de nadie. Sospechen siempre. Incluso de su nombre escrito sobre un papel.