Cuando Platón diseñó su República perfecta, abogó por la expulsión de los poetas. El poeta, decía el filósofo ateniense, genera desorden al trabajar con un lenguaje que es, por definición, ambiguo. Resentido en carne ajena por la muerte de Sócrates y dolido en carne propia por su experiencia siciliana, Platón inauguraba así una profesión de fe que aún hoy dura: la desconfianza que el artista provoca en el poderoso.
En la primera mitad del siglo cuarto, cuando Constantino el Grande hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio, no dudó sin embargo en reinterpretar pasajes de La eneida, obra magna de Virgilio, el rey de los poetas latinos, para fortalecer ciertos aspectos ideológicos de su proyecto. La estatura artística de Virgilio era demasiado sobrecogedora como para que su nombre quedara fuera de las nuevas directrices imperiales. Dios, venía a decir Constantino, utiliza en ocasiones recipientes extraños (léase paganos) para expresar Su verdad. El emperador profundizaba, de ese modo, en una línea de apropiación de tradiciones ajenas iniciada con Pablo de Tarso y refrendada por los Padres de la Iglesia, estrategia que ha hecho del cristianismo la religión sincrética por antonomasia.
Más fascinante incluso que ese potencial de asimilación demostrado por el cristianismo, resulta la capacidad que Constantino intuyó de convertir el lenguaje en un instrumento «que crea y modifica la realidad». En efecto, si a) quien detenta el lenguaje, detenta el poder, y si b) el lenguaje tiene la capacidad de sancionar lo que es verdadero, entonces c) el discurso del lenguaje y el discurso del poder, al coincidir, pueden modificar la realidad a su antojo.
La plasticidad del lenguaje al servicio de la política resulta aún hoy asombrosa. No sólo los versos de un poeta que cantó la fundación mítica de Roma y murió en el año 19 antes de la era cristiana se pueden convertir en una celebración del Salvador por venir, sino que el suicidio de presos detenidos en Guantánamo ha podido interpretarse, por obra y gracia de la hermenéutica, como un «acto de guerra asimétrico» según las inteligencias que habitan en el Pentágono.
Lo que aleja irremediablemente al político del escritor no es la cuestión ideológica de si la carne de derechas es más sabrosa que el pescado de izquierdas, ni su confianza en la bondad o en la maldad de la especie, ni su desprecio o su fascinación por las recompensas materiales, ni su afán por ocupar portadas o por epatar burgueses, ni su codicia de lo ajeno o su rechazo del mundanal ruido, ni su espíritu de superación o de contradicción, ni su capacidad para metamorfosearse en calamar o en babuino, ni su amor por los falsos ídolos o su devoción por las luminarias, ni su aldeanismo, ni su cosmopolitismo, ni su tancredismo, ni su alma de veleta, ni su mojigatería ética o su terrorismo de salón, ni su salvaje o morigerada conducta sexual, ni siquiera la diferencia de ceros que adorna sus respectivas cuentas bancarias.
Lo que aleja decisivamente al político del escritor es su antagónica relación con los detalles. La política, por definición, es el reino de la negación del detalle. George Walter Bush dice a micrófono abierto: «Hay que parar esa mierda», y «esa mierda» es el Líbano, es Hezbolá, es Siria, es Israel, es Palestina, es una historia de milenios fundada sobre la intolerancia religiosa y sustentada por intereses económicos que afectan a millones de personas.
Por su parte, la literatura, por definición, es la fraternidad del detalle, una práctica ya milenaria que se alimenta del detalle, un ejercicio absorbente que en el detalle encuentra su recompensa y su razón íntima de existir. Porque el escritor, en este caso, tiene que descender al detalle y explicar qué demonios es «esa mierda», por qué huele tan mal, quién la fomenta, tolera y consiente, quién hace de ella su modo de vida. El escritor es la persona que analiza «esa mierda» abstracta que el político derrama sobre los mapas. Y en esa meticulosa y no siempre placentera lección de escatología, en ese arduo proceso para desentrañar los detalles que hacen que «esa mierda» sea lo que es, y no otra cosa, es donde el escritor encuentra su mayor premio: la dignidad.
Pervertir la realidad a través del lenguaje, lograr que el lenguaje diga lo que la realidad niega, es una de las mayores conquistas del poder. La política se convierte, así, en el arte de disfrazar la mentira.
Nadie, desde que existen ágoras, ha mentido tanto como los políticos. Cuando entre los griegos un político mentía, se le imponía una vergonzante pena: el ostracismo. Hoy, en el peor de los casos, se le pone un escaño, se le regala una alcaldía o se le adjudica un ministerio. Es el código no escrito de nuestra meritocracia: miente y serás recompensado.
La crónica de lo que sucedió entre los días 11 y 14 de marzo de 2004 es un magnífico ejemplo de la versatilidad en el arte de la mentira alcanzada por nuestros políticos. Enfrentados a un suceso aterrador, a un trauma de proporciones colosales, muchos de ellos optaron por mentir. O, como se dice ahora, «por no decir la verdad». Cuando sus señorías juegan a la dialéctica, no hay sofista que les haga sombra. Nadie como el político ha pervertido tanto el sentido de las palabras, de todas las palabras; ni siquiera el más recalcitrante fideísta. Y si, como quería Heráclito, el alma humana se parece a una araña que acude velozmente a cualquier lugar de su tela cuando siente una de sus partes dañada, el político es una araña que acude velozmente al depósito común del lenguaje cada vez que se siente atacado por alguno de sus adversarios. Pero para el político, al revés de lo que sucede con la araña, ya no hay telas sagradas, porque todas han perdido su lustre. Ésa es su inmensa condena. Ha gastado el tapiz de tanto usarlo sin sentido.
En aquellos terribles días el lenguaje fue vituperado, arrastrado por el fango y reducido a moneda de Judas entre toda nuestra clase política. Cómo maltrataron el lenguaje, cómo engañaron a sus usuarios, cómo sentenciaron a muerte nuestra dignidad es algo que jamás tendríamos que perdonar. Y, sin embargo, lo hacemos.
Una y otra vez somos burlados, despojados de nuestro honor, compelidos a comulgar esa hostia llena de náusea que ellos llaman democracia, justicia o libertad. Todas esas palabras, en realidad tan profundas que deberían quemar la lengua del que las pronuncia sin respeto, han perdido su significado, al punto de que suenan en nuestros oídos como la canción del verano o como una plegaria aprendida en la catequesis cuando niños.
A las 10:30 horas de aquel 11 de marzo, apenas una hora después de la declaración del lehendakari Juan José Ibarretxe, con cientos de satélites enfocando sus ojos de silicio sobre el corazón de Madrid, Arnaldo Otegi, líder de la ilegalizada Batasuna, el hombre a quien todos calificaban como el vicario de ETA en la arena política, el factótum cuya voz siempre era interpretada como la voz de los pistoleros, la auténtica Pitia de Delfos del universo abertzale, dijo: «ETA no es responsable». Asombrosamente, aquel día nadie creyó en sus palabras. Su verbo, oracular hasta entonces, pasó a merecer tanta consideración como el balido de una oveja.
Esta asombrosa perversión de los hechos, esta alucinante interpretación del sentido de una frase, nos fue inyectada en la corriente sanguínea con total asepsia, sin vacilación, sin un resquicio para la duda. Arnaldo Otegi, a quien hasta esa misma mañana debíamos creer a pie juntillas porque sólo él hablaba en nombre de la banda, porque sólo él era el intérprete privilegiado de los conjurados, de repente, por arte de magia, no había de ser creído bajo ningún concepto porque ahora hablaba en nombre propio.
Tan magnífica inversión del statu quo, tan impresionante derrota de toda lógica intelectual, no auspiciaba, desde luego, nada bueno.
Pero entonces estábamos demasiado confusos para reflexionar: sólo pesaban los muertos.
Y la muerte pesa mucho.
Tanto, que sobrecoge.
A esa hora ya todo el país estaba atrapado por la noticia. Como el tiempo en la cola de un perro, el mundo se había detenido sobre la chatarra de los cuatro trenes. Cielo, mar y tierra confluían allí donde la carne se había hecho lamento.