IX

Hay veces que le digo a Zoe:

—Marchémonos de aquí. Cojamos el coche y vayámonos a un lugar donde no existan editores ni periódicos, donde no nos acose la posibilidad de ser famosos o ricos.

Mi mujer es muy paciente (se gana la vida restaurando viejas pinturas) y atesora grandes reservas de sentido común, así que se limita a sonreír y me pregunta no sin cierto júbilo en la voz:

—¿Y cuánto crees que aguantarías, Cándido?

Tiene mucha razón. Me moriría de pena en mi huerto entre zanahorias, fresas y ortigas. O, peor aún, me dedicaría a mil cosas para las que no estoy capacitado y que me harían sentir inútil, estúpido y cobarde. Puede que incluso volviera a redactar obras de ficción, lo cual, sin duda, constituiría la mayor de las catástrofes.

—Relájate un poco —dice entonces mientras estudia sus libros acerca de Piero della Francesca, Giotto o Cimabue—. Vete a ver el mar.

En momentos como ése, mi admiración por Zoe derrama todos los vasos. A veces, cuando se enfrasca en un trabajo difícil, ella y sus colegas pueden pasarse ocho semanas restaurando diez centímetros cuadrados de una tela del siglo quince. Trabajan como chinos en una mina subterránea, sólo que a plena luz del día. Y visten batas blancas, como si fueran a hacerle la autopsia no sólo a la pintura, sino al cadáver del pintor e incluso a toda una época de la historia del arte.

Son maniáticos, feroces en su dedicación (no duermen, no joden, no hablan con sus cónyuges, no leen el periódico, no mean ni cagan durante días si es preciso), y matarían por descubrir que el buen Rembrandt empleó una solución que incluía azafrán para retratar al doctor Nicolaas Tulp impartiendo su lección de anatomía.

Vivir al lado de Zoe no me ha hecho más sabio, desde luego, pero sin duda me ha hecho más sensato, me ha dado la perspectiva de una segunda opinión, lo que, bien considerado, es una de las cosas más importantes que hay en la vida.

Si cuento esto no es sólo con intención de decir que amo a Zoe. Eso es algo que todos debemos dar por supuesto. Éste no es el relato de una crisis de pareja. En estas páginas no hay lugar para epifanías ni flamígeros deus ex machina. Lo que intento es poner un norte y un sur a esta tentativa de crónica, limitarme, vallar mi territorio, apropiarme de lo ya colonizado. Porque ahí fuera, en el mundo de las terrazas diurnas, todo es confuso, todo está mezclado como en el caos primordial, una manguera puede convertirse en un lanzallamas, mientras que aquí dentro, en la tibieza ya un poco melancólica del cuerpo de Zoe, las cosas, casi siempre, están en calma.

En ese sentido, puede que esta crónica constituya una especie de homenaje a mi mujer, a quienes como ella nos ayudan a salir de las ocasionales ciénagas donde caemos y, si no a levantar el vuelo —todas las alas son de cera—, sí al menos a pisar tierra firme. Saber que cada vez que quiero evadirme hacia un hipotético retiro espiritual ella me responderá con un sarcasmo, es una medicina saludable. Conozco personas de mucha valía que nunca han podido llevar una existencia digna precisamente por faltarles esa presencia oportuna que les diga dónde deben posar sus zapatos mojados. A lo mejor escribo esto para ellas.

O a lo mejor no.

Porque si pongo negro sobre blanco todas estas ideas, todas estas voces que resuenan dentro de mi pecho, todos estos hechos que no sucedieron en la caja oscura de mi cerebro de corrector, sino que afectaron a un montón de gente por otro lado bastante parecida a Zoe y a mí, no es por un prurito salvífico solamente, sino porque aún creo en la fuerza de mis razones y en que alguien me debe, si no una respuesta, al menos sí un instante de atención.

Y aunque siempre me han resultado más o menos indigestos los libros con mensaje o los libros que pretenden cambiar el mundo (ningún libro cambia el mundo: precisamente porque el mundo no cambia podemos seguir escribiendo libros; precisamente porque existió Auschwitz tiene sentido que los poetas escriban poesía), no puedo menos que pensar en todos los grandísimos hijos de la gran puta que pululan por ahí fuera y, todavía hoy, como si acabaran de contarles un chiste irresistible, se ríen delante de las cámaras de televisión, delante de las grabadoras de los periodistas, delante de las caras de la gente a propósito de ciertas cosas que entonces sucedieron.

Y yo me pregunto:

¿Reírse? ¿De qué? ¿De qué cojones se pueden reír?