III

Nada más colgar el teléfono a Uribesalgo, llamó mi madre. Al segundo timbrazo sentí cómo Zoe se levantaba de la cama y, parada en la puerta del estudio, la escuché preguntar a qué venía tanto ruido.

—¿Dónde iremos a parar, hijo? —decía al mismo tiempo mi madre, con esa capacidad que tiene para dejarme, una y otra vez, boquiabierto ante su absoluta falta de realismo. Podía imaginarla al otro lado de la línea, ya vestida, peinada, perfumada y maquillada como si fuera a recibir visitas, enroscando con dedos nerviosos el cable del teléfono mientras con ojo experto vigilaba la temperatura de los huevos escalfados, estremecida en sus huesos por lo que había sucedido, pero, al tiempo, ya ciega —y sobre todo sorda— a cuanto iba a suceder en los días posteriores.

Mi madre es una de las personas más contradictorias que conozco, pues, paradójicamente, es capaz de conciliar todo lo que sucede a su alrededor en una unidad de significado indestructible.

Para ella, como para cualquier creyente, los hechos no responden a relaciones causa-efecto, el aquí y el ahora son entidades inmutables, con la misma edad que el paraíso del Génesis, el fratricidio de Caín o el prepucio de Onán, y no cabe discusión alguna a propósito de ciertos principios emanados de una sabiduría arcana, principios por supuesto intangibles e inobjetables, jamás recogidos en ningún texto moral, político o legislativo perteneciente al Estado, la comunidad o la familia, pero siempre posibles de reducir a una singular exégesis por su parte, una suerte de venenosa hermenéutica en virtud de la cual consigue indefectiblemente, al modo del espíritu jesuítico, llevar la razón a su terreno.

Es terrible que hoy, cuando sabemos con certeza lo que en realidad sucedió aquel día, mi madre, que había apoyado sin vacilaciones ni reservas la actitud del Gobierno en el poder ante la invasión de Irak, la misma persona que entonces me preguntó teatralmente angustiada «¿Dónde iremos a parar, hijo?», se obstine en repetirme esa pregunta cada vez que algún miserable sacude algún rincón del planeta con una bomba adosada a su cintura.

Entre los hechos y su interpretación existe para ella, como para tantos otros españoles, un socavón insalvable, del tamaño exacto de determinada ideología, dentro del cual sólo es posible precipitarse, pues su rodeo —a través de la argumentación— o su reparación —a través de la práctica— son impensables.

—No lo sé, mamá. Todo es muy confuso —respondí entonces, mientras veía cómo la ceniza del nuevo cigarrillo que había encendido caía sobre el suelo del estudio y Zoe me miraba con un aire asesino heredado del recién abandonado sueño—. Todavía es muy pronto para saber qué ha pasado.

—¿Muy pronto?

La voz de mi madre aquella mañana, como la de Uribesalgo minutos antes, estaba grávida de una ironía sofocante, augural, compuesta por pequeñas flechas emponzoñadas. Era evidente que, para ella, no cabía hablar de confusión alguna. Ciertas personas consideran que la Historia es diáfana como el curso de un río de montaña; si hay lodo, es sólo en el ojo de quien juzga, no en el agua que pasa. Y quien se opone a esa visión se arriesga no sólo al desprecio, sino al rencor por los siglos de los siglos.

Detrás de la réplica de mi madre, resonante como un tambor, pude distinguir la voz de mi padre blasfemando horriblemente, como siempre que algo o alguien le ponen nervioso. Entonces caí en la cuenta de que, como en la fotografía tomada frente al Kursaal, ahí estábamos de nuevo los cuatro veraneantes, sólo que ahora yo los miraba a través de otra lente: la del estupor.

—Hijo, hijo mío, ¿os encontráis bien?

Mi padre, que había descolgado su teléfono particular, parecía muy afligido, como si estuviera interpretando el papel de Ricardo III.

—Papá, estamos aquí, a doscientos metros de tu casa, ¿cómo quieres que nos encontremos? —respondí con cierto hartazgo del que inmediatamente me arrepentí.

Mi padre, en el fondo, es un buen hombre, pero me carga mantener cualquier clase de conversación con él. Y no sólo porque esté lleno de prejuicios, rarezas e ideas que desapruebo, sino porque posee el defecto de la exageración, algo que en él resulta tan natural como las rayas en un tigre.

—¿Qué está pasando? —preguntó Zoe.

—Nada, ahora te lo cuento.

—¿Con quién coño hablas? —gritó mi padre agitando su temblorosa e hipotética joroba de rey malvado.

—Zoe —gritó también mi madre—. Ponme con Zoe.

—Mamá —dije yo, pero ya Zoe se acercaba al teléfono sin perder la mirada asesina que mostró al ver caer la ceniza—. Mamá, no creo que…

—Déjame hablar con mi nuera, Vladimir —ordenó entonces mi madre con su tono de emperatriz a los pies del cadalso, ante lo que yo, vencido por la dignidad de su voz, no pude hacer otra cosa que tender el teléfono a mi mujer.