Por mis manos pasan tantas imágenes e ideas ajenas, tantas voces, tantos credos, que mi voz, en estas páginas, por fuerza ha de sonar impostada.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo, no hace mucho —en realidad hace apenas cinco años—, en que también yo tuve mi propia voz, una voz que otros correctores en otras vidas casi siempre discretas, hubieron de pulir, matizar y, en ocasiones, mejorar.
En efecto, no siempre me he dedicado a corregir la obra de los demás, sino que, durante un tiempo, hasta que cumplí los treinta años, escribí mis propios libros, en concreto dos novelas que casi nadie leyó pero que merecieron tan escasos como unánimes elogios.
Y aunque acaso más adelante detalle por qué motivos dejé de escribir, qué me decidió a convertirme en lo que ahora soy e incluso qué espero del futuro, de momento me limitaré a expresar un par de opiniones acerca del Vladimir escritor filtradas por la experiencia del Vladimir corrector.
En primer lugar diré que, en términos objetivos, si atendemos sólo a su valor como artista, el Vladimir escritor mereció mejor suerte de la que tuvo. No tenía genio, cierto, pero sí talento, y desde luego nada que envidiar a muchos escritores que hoy pasan por las manos del Vladimir corrector, engrasan las listas de éxitos y no sólo gozan del beneplácito del público —algo que, al fin y al cabo, es siempre circunstancial y puede incluso atentar contra el sentido común—, sino que son respetados por amplios sectores de eso que se denomina la crítica especializada; en segundo lugar diré que, desde un punto de vista subjetivo, esto es, estrictamente humano, el Vladimir escritor no creía bastante en sí mismo como para merecer una suerte diferente de la que tuvo. Algunas cosas son imposibles de conseguir en el mundo de la literatura careciendo de vanidad y de arrojo: el camino está lleno de cadáveres de almas bellas con las maletas repletas de manuscritos truncados.
Mi paso al otro lado, el salto de una supuesta vocación a una profesión efectiva, fue menos traumático de lo que podría esperarse. Y aunque es cierto que, en ocasiones, paso ratos horribles leyendo tanta basura como la gente escribe, y siento la tentación no sólo de corregir faltas de ortografía y atentados gramaticales (que es para lo que me pagan), sino de reforzar una descripción con un adjetivo exacto y de elevar el tono de un diálogo con una réplica sensata, en general me limito a pasar de puntillas sobre el fracaso de los demás.
Pues no en vano, y salvo contadas excepciones, ése es mi territorio: el fracaso, la banalidad, la evidencia de la miseria ajena expuesta ante mis ojos una y mil veces, mañana, tarde y noche, en obras de teatro, guiones radiofónicos, ensayos, apuntes autobiográficos o novelas de todo pelaje.
Ya lo dijo aquel hombre sabio que habitaba en un castillo, a quien atormentaban sus cálculos renales y cuya idea de la felicidad pasaba por morir a lomos de su caballo: «Hay más quehacer en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y más libros sobre libros que sobre otro tema: no hacemos sino glosarnos unos a otros».
Benditas palabras.