Cuando el primer tren saltó por los aires derramando sobre nuestras pequeñas y esforzadas vidas un aluvión de sangre, cólera y miedo, yo estaba sentado delante de mi vieja mesa de fresno australiano y corregía unas galeradas de Los demonios de Fedor Dostoievski.
Me llamo Vladimir —en su juventud mi padre fue un fanático de la Revolución Rusa— y soy corrector. Y me atrevería a decir que Fedor Dostoievski es mi escritor favorito. (Quizá hace diez años, cuando tenía veinticinco, hubiera dicho que mi escritor favorito era Albert Camus, y probablemente dentro de otros diez, cuando tenga cuarenta y cinco, me decante por Stendhal o Platón).
Así que ahí estaba yo, a las 07:37 horas del jueves 11 de marzo del año 2004, fresco y recién desayunado, con una hermosa luz de invierno entrando por la ventana como un dardo de escarcha, leyendo una prueba de imprenta compuesta en tipografía bembo de 12 puntos en la que Alexei Kirilov le confesaba a Piotr Verhovenski que «el terror es la maldición del hombre», cuando el primer tren saltó por los aires y de pronto nuestros relojes se pusieron a cero.
Es cierto que hoy, cuando tantas cosas han sucedido desde entonces y muchas de aquellas emociones han sido filtradas por el tamiz de la reflexión, todo parece menos confuso, más sencillo de comprender, pero durante las horas de esta crónica, todos los que estuvimos allí (y creo que todos, de un modo u otro, estuvimos allí) sentimos que los buenos tiempos habían tocado a su fin.
Claro que los buenos tiempos llevan tocando a su fin desde hace ya unas cuantas primaveras, y periódicamente, como si necesitáramos corroborar la aguda idea que Alexei Kirilov le estaba exponiendo a Piotr Verhovenski mientras las primeras bombas convertían el acero de los trenes en lava ardiente y los huesos de la gente en fosfatina; claro, digo, que periódicamente sentimos la necesidad de hacernos algo los unos a los otros que nos indique, bien a las claras, que un buen día, sin más, todo se irá a la mierda.
Los hombres, sin excepción, negros y blancos, felices y tristes, inteligentes y necios, somos así: enarbolamos banderas que otros odian, adoramos dioses que ofenden a nuestros vecinos, nos rodeamos de leyes que insultan a quienes nos rodean. La consecuencia es fácil de deducir: de vez en cuando, haga sol o nieve, en democracia o bajo la égida de algún fascista disfrazado de inspector de Finanzas, estrellamos aviones contra rascacielos, bombardeamos países pobres de solemnidad y nos embarcamos en cruzadas tan atroces como injustas.
Cuando el teléfono sonó, aproximadamente a las 08:50 horas, yo había dejado atrás las brillantes, arrebatadas páginas en las que Alexei Kirilov fundamenta las razones de su inminente suicidio, y me disponía a encender el primer cigarrillo del día. Entonces, obviamente, todavía no sabía nada, y sólo a posteriori, con ayuda de mi bagaje literario y de mi capacidad para la ficción, he sido capaz de dar forma artística a aquella primera impresión que no tuve en realidad hasta setenta u ochenta minutos después del instante en el que el primer tren impregnaba el aire de Madrid con un hedor a vísceras.
—¿Te has enterado?
La voz que me trasladó la noticia, aquella mañana, ni siquiera me dio los buenos días. Inmediatamente intuí que algo serio sucedía. Porque un editor sólo te llama a las 08:50 horas de un jueves si junto a él, esa misma noche, en su cama, ha dormido un problema muy gordo. Así que me regalé unos segundos de tregua antes de enfrentarme al monstruo, encendí el cigarrillo, alargué mi Faber Castell para aplicar un deleátur sobre un inquietante dequeísmo filtrado por el traductor de Fedor Dostoievski y me imaginé a Uribesalgo con su ceja izquierda levantada, como un mayordomo inglés, enfundado en sus sempiternos pantalones de pana y chupando uno de esos caramelos de menta con los que, de forma infructuosa, busca combatir la halitosis.
—Hola, Uribe —respondí al fin educadamente—. ¿Cómo te va? ¿Algún problema?
—¿Algún problema? —dijo entonces Uribesalgo.
Reconozco que en ese instante un punzante y profundo calambre me recorrió la espalda, porque si de algo estoy seguro es de que sé perfectamente, por el tono de su voz, cuándo a Uribesalgo le entra el pánico sin motivo y cuándo está preocupado de verdad. Y aquella mañana, cuando Uribesalgo dijo «¿Algún problema?», mi intuición dejó de ser sólo intuición y comprendí de un modo diáfano, sin resquicio alguno para la duda, con la misma claridad con la que, por ejemplo, un corrector comprende que Fedor Dostoievski es un genio y Hermann Hesse es un pelmazo, que algo en verdad serio había sucedido.
No me gusta mucho relacionarme por teléfono. (De hecho, no me gusta mucho relacionarme a través de ningún medio, soy un inveterado misántropo.) Quizá pasar tanto tiempo rodeado de libros, vivir con tal intensidad a través de la palabra escrita, admirar lo que otras gentes escribieron hace cincuenta, cien o incluso dos mil quinientos años, tenga estas cosas. Además, Uribesalgo es un tipo muy nervioso, un culo de mal asiento, y por teléfono siempre parece que esté echándote una bronca o a punto de hacerlo, así que mi intención era dejarle hablar un buen rato, darle gratis un consejo de amigo y colgar sin más explicaciones.
Pero no pude hacerlo. No cuando me dijo lo que había pasado.
—Varios trenes han saltado por los aires.
Desde mi casa no se ve el mar, pero en los días de fuerte nordeste, cuando el viento más amado de mi ciudad azota la playa y las gaviotas chillan sin descanso, puedes oler el Atlántico dentro de las habitaciones. Es una sensación tan hermosa como oír la risa de un niño.
El 11 de marzo de 2004, cuando Uribesalgo pronunció aquella frase y yo me levanté para abrir la ventana de mi estudio, el mar entró en mi casa.
—En Madrid —dijo Uribesalgo—. Dos en Atocha, uno en Santa Eugenia y… —aquí su voz dudó, y yo lo imaginé intentando descifrar el teletexto o atendiendo por la segunda línea una llamada de algún colega—. Y otro en El Pozo del Tío Raimundo. Cuatro trenes, Vlad. Cuatro.
Frente a mi casa, en una de las terrazas que contemplo cada mañana al asomarme a la ventana, un vecino regaba con una manguera de plástico amarillo un ficus gigante. Mi vecino iba y venía a lo largo de su pequeño perímetro, dos pasos a un lado y dos al otro, con una gorra de la escudería Minardi en la cabeza y calzando unas sandalias de esparto, semejante a una alegoría de la calma, un daguerrotipo imposible de conciliar con la noticia que Uribesalgo acababa de darme.
—Vlad. ¿Estás ahí, Vlad? ¿Oyes lo que acabo de decirte?
Entonces mi vecino me miró e hizo un gesto ambiguo con su mano libre, como si quisiera esbozar un saludo que no llegó a completarse, una especie de hola abortado que le hizo parecer ridículo y consiguió que la alegoría de la calma se quebrara. Yo también levanté mi mano libre a la altura de la sien, pero mi vecino cerró entonces la llave de la manguera, dio media vuelta y se metió en su casa.
Recuerdo que me quedé ahí quieto, con la mano camino de ninguna parte, como un pájaro que no hallara una rama donde posarse, contando cada latido de mi todavía joven e impresionable corazón.
—Sí, Uribe. Claro que sigo aquí. Y por supuesto que te he escuchado.
Si he de ser sincero, la imagen de los trenes volando por los aires venía a sumarse, por un azar un tanto siniestro, con la intensa lectura que de Los demonios llevaba haciendo desde un par de días antes (independientemente de su tamaño, jamás corrijo un libro en una sola jornada de trabajo: la perspectiva de, al menos, cuarenta y ocho horas de dedicación ayuda a desembarazarse de ciertos prejuicios y evita muchas tentaciones), y la unión de ambas circunstancias, el relato de la conspiración de Netchaev y la presencia del terror contemporáneo (pues aunque Uribesalgo todavía no había pronunciado la ominosa palabra, comprendí que había sido un atentado), se hermanaban de un modo tan seductor como abominable.
La visión del ficus recién regado, solo en su serenidad vegetal, y el intenso olor a mar que impregnaba el aire, hacían todavía más irreal el instante.
—¿Quién ha sido? —pregunté entonces a Uribesalgo arrepintiéndome al instante, pues no me agrada hablar de ciertos asuntos con una persona que, aunque sea de modo ocasional, ingresa dinero en mi cuenta bancaria.
—¿Eres tonto? ETA, joder, quién si no.
Sobre mi mesa de trabajo hay una fotografía de mi mujer y de mis padres que ahora mismo, mientras escribo esta página, estoy contemplando. Zoe está en el centro de la imagen abrazando a sus suegros, ambos más bajos que ella. Al fondo se ve el edificio del Kursaal y un trozo de la playa de Gros en San Sebastián. Es un día de verano, radiante pero con mucho viento, y los tres turistas están despeinados. Zoe y mi padre tienen puestas sus gafas de sol y enseñan los dientes al sonreír. Mi madre, en un gesto parecido al del vecino de la manguera, se lleva una mano a la cabeza para proteger su peinado, pero su sonrisa no deja ver uno solo de sus dientes. La fotografía no ha cambiado desde aquel 11 de marzo, ya para siempre permanecerá indemne, a no ser que el fuego la consuma o el agua la dañe: la vida privada de los objetos es así, terrible para los mortales. Nosotros cambiamos; ellos permanecen.
—Enciende la radio o la televisión —dijo Uribesalgo aquella mañana mientras yo miraba, paralizado, la foto de tres de las cuatro personas a las que más quiero en el mundo—. No se habla de otra cosa.
Y lo cierto es que allá fuera, en el confiado universo de las terrazas diurnas, donde la muerte parecía un mal sueño fruto de una digestión pesada, un suceso tan improbable como el nacimiento de un cordero con dos cabezas, sentí de pronto cómo la ciudad iba tomando conciencia de que algo terrible había sucedido, de que el mundo se había transformado en un lugar inhóspito y espantoso, de que un puñado de editores estaría en ese preciso instante llamando a un puñado de correctores para informarles de la enorme e indeleble errata que una mano cruel había ocultado dentro de un texto hasta ese día sagrado.
Una errata que, para nuestra desgracia y futura vergüenza, nadie podría ya borrar jamás.