REFLEXIONES GENERALES

Al prescindir de testimonios vivos o de documentos históricos limitamos los espacios de nuestra propia conciencia. A pesar de esta verdad, los Estados en determinados momentos […] optan por prescindir de ciertos archivos o por tolerar el saqueo o abandono de los mismos.

HERMES TOVAR PINZÓN,

«Archivos, corrupción y derechos humanos:

el cuerpo como testimonio», 2005

Un repaso a los diferentes casos que se han contado, con vista a sistematizarlos, por más que detrás de todos se halle la historia, nos mostrará como elemento predominante la negación de la historia oral, del testimonio personal de quienes vivieron o supieron de hechos ocurridos a consecuencia del golpe militar. Así fue en casos como los de Fernando Ruiz Vergara, Isidoro Sánchez Baena, Marta Capín, Santiago Macías y Dionisio Pereira, a los que tendremos que añadir los de José Casado Montado y Ramón Garrido Vidal, en que sus autores decidieron escribir sus recuerdos e incluso, en el caso del primero, los resultados de sus pesquisas. En lugar intermedio, que yo situaría dentro del mejor periodismo de investigación, quedaría Dolors Genovés. Aquí ya no se trata de un testimonio oral sino de unas declaraciones recogidas en el consejo de guerra y de las conclusiones extraídas por la autora, es decir, lo que hizo la demanda fue poner en duda su trabajo y tratar de censurar un documental donde no salían bien parados una serie de franquistas catalanes. Con Grimaldos podríamos hablar de reincidencia, ya que la misma información que ha dado lugar a la demanda de los Rosón fue la que dio lugar a otras dos falladas en favor de éstos a comienzos de la década de 1980.

Lugar aparte merecen las historias de Amparo Barayón Miguel y Antonio Martínez Borrego. Aun siendo tan diferentes, el fondo es el mismo: dos personas inocentes, la primera asesinada y la segunda condenada a prisión y obligada a llevar una vida en duras condiciones, cuya memoria es manchada por graves calumnias. En un caso poniendo en duda las verdaderas razones de su muerte al soltar en un medio público que padecía sífilis —todo ello para vengarse del libro escrito por el hijo—, y en el otro acusándole de una traición que no cometió. En el primero la calumniadora fue una profesora de la Universidad de Castilla-La Mancha y en el segundo un obrero de confuso pasado que aprovecha que alguien le escucha y le cree para contar una historia inventada.

Fuera de los casos anteriores queda el caso de Violeta Friedman, cuya novedad es que tuviese lugar en España y que la Justicia tomase partido por una judía rumana y no por un nazi protegido por el franquismo. Lo que sí nos permite este caso, y de ahí su inclusión, es reflexionar sobre lo que hubiera ocurrido en España si en algún momento hubiera sido tomado en cuenta el honor de las víctimas y, en general, de los vencidos. Aun aceptando la excepcionalidad del Holocausto, que no pongo en duda, soy de los que creen que los golpistas de 1936 incurrieron en un delito de desapariciones forzosas masivas allí donde se impusieron, cuyo carácter imprescriptible las convierte en delito permanente hasta su resolución. En 1936 no había sido creado aún el concepto de genocidio pero, aunque no pueda aplicarse al caso español, estamos ante el primer genocidio del ciclo abierto en 1936 y cerrado en 1945.

Además, no solo exterminaron a decenas de miles de personas sino que durante décadas dijeron y escribieron lo que les vino en gana sobre sus víctimas, cuyos descendientes vivían en total desamparo y carecían de derecho alguno. La primera diferencia entre lo que representaba Violeta Friedman y la experiencia española es que negar la Shoah constituye delito en buena parte de Europa y, sin embargo, negar el plan de exterminio franquista —sin que esto suponga equiparación alguna— está permitido. Otra diferencia entre Violeta Friedman y las mujeres españolas que habían visto desaparecer a sus familiares es que la primera contó con importantes apoyos de todo tipo y las segundas no tuvieron nada.

Tampoco puede desecharse otro elemento importante: aun reconociendo el importante papel desempeñado por el Tribunal Constitucional, lo cierto es que la Justicia española se jugaba poco en este caso. No quiero con esto desmerecer su labor y el importante precedente sentado sino destacar que, como ya dejó escrito el mismo abogado de Violeta Friedman, Carlos Trías Sagnier, «las historias de los republicanos españoles o de los palestinos en Israel puede que sean muy trágicas, pero no tienen nada que ver con el Holocausto y sus supervivientes». Es decir, que ese caso no iba a servir para poner en su sitio a los Degrelle españoles ni abría puerta alguna a quienes veían no ya negada, sino ni siquiera reconocida la realidad de su vida de sufrimientos. Además, aunque unos años más tarde se corrigió, del texto definitivo de la sentencia desapareció la alusión a considerar igualmente delito «la fabricación, difusión o exhibición de símbolos o medios de propaganda que representaran o defendiesen hechos considerados como genocidio». Así pues, como en España no cabe hablar de genocidio por tratarse el grueso de la represión franquista de hechos anteriores a 1945 —fecha en que Rafael Lenkin creó el concepto— poca trascendencia tendría la sentencia.

Habría más. El «error» de Léon Degrelle fue negar el Holocausto y reivindicar la figura de Josef Mengele. Naturalmente, su sorpresa debió de ser que tal hecho le trajera problemas en España, donde desde 1936 se había impuesto un régimen fascista emparentado con la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y el Portugal de Salazar. En este sentido no hay que olvidar que desde el Juzgado de Instrucción en que se presentó la demanda hasta el Tribunal Supremo todos ampararon la libertad de expresión del nazi belga. No sé qué hubiera pasado en el Tribunal Constitucional de haber tenido otra composición.

Sin embargo, y a pesar de que la sentencia estableció que la libertad de expresión tiene su límite en el respeto al honor y a la dignidad humana, y que banalizar o justificar el genocidio es delito, esto no alcanzó por desgracia a los que aquí en nuestro país niegan, banalizan, minimizan y justifican el exterminio de carácter político llevado a cabo por los franquistas entre 1936 y 1945. La libertad de expresión no puede amparar a los intoxicadores profesionales al servicio de la simple propaganda. Éstos —y no los historiadores— son los que deberían acabar en los juzgados. No quiero decir en modo alguno que haya que imponer por ley una versión de la historia, cosa que además resultaría imposible en una sociedad democrática. Cuando digo esto me refiero, por ejemplo, a lo que hizo Francia con un profesor de enseñanza secundaria que negó ante sus alumnos la matanza de Oradour-sur-Glane y le vino encima la separación temporal del cargo y una multa. Desgraciadamente, en España el estado caótico de sus archivos y las costumbres arraigadas (expurgar o destruir fondos documentales «molestos» o llevarse a casa al final del mandato «papeles que no deben ser expuestos a la mirada ajena») han favorecido siempre la impunidad de los propagandistas y de los profesionales de la intoxicación. Solo un ejemplo: si los archivos permitieran saber realmente las consecuencias de la ocupación de Badajoz por los africanistas no tendríamos aún que soportar a quienes siguen negando que aquellos hechos revistieran una especial gravedad. Y lo peor es que mientras esto ocurre, el archivo de Juan Yagüe sigue en poder de la familia, como si los papeles de sus años de funcionario militar les pertenecieran. Otro tanto ocurre con Varela; de los archivos de Castejón, Asensio y Tella no sabemos nada.

Finalmente, sin duda es sugerente y daría para una buena novela el caso del abogado Trías Sagnier, al que hemos visto, por un lado, defendiendo el honor de una judía rumana que perdió la familia en Auschwitz y, por otro, demandando a una periodista e historiadora por mostrar la trastienda de un crimen franquista cometido en la persona de un tan moderado como respetado político catalán cuyo único «delito» fue ser republicano y nacionalista. Ahora el que estaba en juego era el honor de su propia familia. Resulta increíble comprobar cómo Trías, para conseguir su objetivo, hasta dio validez legal al consejo de guerra y a los informes socio-políticos en él contenidos.

Dicho esto conviene detenerse y hacer ciertas consideraciones sobre cada caso. El de Ruiz Vergara, que no olvidemos que se desarrolla en la primera mitad de la década de 1980, rezuma puro franquismo, con todas las instancias judiciales a favor de la familia Reales y en contra de una pareja de jóvenes documentalistas y de un viejo izquierdista que guardaba memoria de la masacre realizada por los fascistas en Almonte. Nos dejó, además, el impagable discurso del ponente Vivas Marzal, con «la inoportuna e infeliz recordación de episodios sucedidos antes y después del 18 de julio» y su afirmación en el sentido de que no era «atinado avivar los rescoldos», imagen ésta que más tarde pasaría a Manuel Gutiérrez Mellado, de quien la tomaría el presidente del Gobierno (y abogado laboralista) Felipe González Márquez para justificar su firme decisión de «no mirar atrás» a lo largo de sus catorce años en el poder. Sin duda, se trata de uno de los casos más duros y tristes de los aquí tratados y que debería ser de obligada visión para los cantores de la Transición o para los que pregonan sin cesar que nada quedó por decir y que la libre investigación se impuso al silencio y al olvido.

La demanda contra Isidoro Sánchez Baena tiene el mismo origen que la anterior, solo que por tratarse de un artículo, y no de un documental, el autor protege en todo momento al testigo que le ha contado quién mató al guarda de la finca, que de esta forma, al contrario que Gómez Clavijo, no se ve involucrado en el proceso. Además vemos cómo es la dureza del fiscal la que anima a los demandantes a pedir millones. Por suerte para el historiador, la Audiencia de Córdoba lo absuelve y el Supremo confirma la decisión.

El «delito» de Casado Montado fue el mismo que los anteriores: poner nombre a los asesinos. El valiente testimonio de este hombre debió de caer como una bomba en San Fernando. Si se hubiera contentado con dar los nombres de quienes fueron asesinados día a día a partir de julio de 1936 no hubiera ocurrido nada, pero Casado quiso también hablar de los verdugos y de sus historias, y de ahí vino el problema: los hijos de los asesinos del 36 se niegan a asumir que sus padres estuvieran involucrados en la maquinaria del terror, bien desde los despachos donde fraguaban las listas de rojos que había que exterminar como hasta los paredones donde eran aniquilados, sin olvidar la colaboración en la criba realizada por los consejos de guerra sumarísimos de urgencia. De ahí el recurso a la amnistía de 1977 como punto de partida y al llamado «espíritu de la Transición» como referencia ideológica de la reconciliación. Donde ha sido borrado el pasado no hay delitos ni culpables.

La historia de Dolors Genovés y su documental Sumaríssim 477 no hubiera existido sin el sumario. Lo normal es que, salvo los protagonistas y testigos del acto celebrado en Burgos, muy pocos supiesen que en el proceso contra Manuel Carrasco i Formiguera colaboraron destacados personajes del fascismo catalán, entre ellos el falangista Trías Beltrán. Con toda lógica periodística e historiográfica, Dolors Genovés decidió resaltar esos testimonios, mostrando así una parte de la historia hasta entonces oculta. Lo que los Trías no aceptaron es que Genovés mantuviera que esos testimonios resultaron decisivos, por ofrecer la base justificativa, en el asesinato de Carrasco i Formiguera, o sea, que la intervención de su padre entre otros se considerase determinante para el proceso. Es decir, lo que los Trías no aceptaron fueron el método y las conclusiones del trabajo de Dolors Genovés, al que tachaban de simple «montaje». En Primera Instancia y en la Audiencia de Barcelona les dieron la razón, pero en el Tribunal Supremo y en el Constitucional no, destacando el trabajo de los ponentes, Xavier O’Callaghan Muñoz y María Emilia Casas Bahamonde, respectivamente.

La demanda contra Dolors Genovés y Sumaríssim 477 se dirimió en su primera fase en esferas extrajudiciales. No hay que olvidar que 1995 fue año electoral en Cataluña, precisamente el año en que Convergencia i Unió (CiU) perdió la mayoría absoluta. Fueron muchos los que, por diferentes motivos, se alinearon o acabaron alineándose con los Trías y se lanzaron al ataque. Entre los historiadores, Josep Benet, testigo de la acusación, fue el más duro, quizá por sentir invadido su territorio. También cabe mencionar a Joan María Thomas y a Javier Tusell, quien después de haber apoyado a la autora y al documental cambió de opinión en septiembre de 1995 y declaró que «Sumaríssim carece del más mínimo rigor histórico». Igualmente en contra desempeñó un papel importante desde El País el periodista Arcadi Espada.

TV-3 era la voz de CiU y si por un lado prestó a Genovés el asesoramiento jurídico que en su calidad de funcionaría de plantilla le correspondía, por otro llegó a pedir disculpas a los Trías a través del entonces director general de Radio y Televisión, Joan Granados, un hombre del entorno de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat. En la carta, enviada a Eugenio Trías, se leía que todo se debía a la «obsesión de algunos periodistas por llevar sus reportajes hasta sus últimas consecuencias, en un afán de perfección profesional que deja al margen los valores que debería tener siempre una televisión pública» (Ana Aguirre, El Mundo, 14 de abril de 1995). La respuesta de TV-3 fue un manifiesto en defensa de Dolors Genovés firmado por cincuenta periodistas. Para Ana Aguirre «lo que demuestra la polémica es que las heridas aún están sin cerrar».

Para muchos, Sumaríssim 477 había atacado el honor de «uno de los nuestros» —ya que, dejando a un lado sus veleidades franquistas juveniles, Trías Beltrán era ante todo un catalán y sus descendientes parte activa de la élite intelectual catalana— y había que acabar con la autora, a la que se sometió a un cerco en toda regla que, vivido día a día, llegó a ser casi insoportable. Según Dolors Genovés, su caso se deliberó realmente en la prensa y el Parlamento. Pero ella se acorazó, siguió con su trabajo y finalmente, después de diez años, venció. También hay que decir que contó con el apoyo, entre otros, de Josep María Huertas Clavería, Joan B. Culla, Baltasar Porcel, Josep Fontana, Ernest Lluch y Raimon Obiols, y que en 1995, en plena campaña contra Sumaríssim 477, recibió el Premio Memoria Popular por la trilogía sobre aspectos relacionados con la Guerra Civil (Operacio Nikolai, L’or de Moscou y Sumaríssim 477), un galardón relacionado con fundaciones históricas situadas en la órbita socialista. Además, en el juicio, contó con un testimonio a favor imprevisto: el del hijo del médico que atendió a Manuel Carrasco i Formiguera en prisión.

No tengo la menor duda de que los Trías Sagnier hubieran preferido que el consejo de guerra de Carrasco i Formiguera continuase bajo llave. Es más, de no hacerse la excepción que se hizo con Hilari Raguer, biógrafo del político catalán, y con Dolors Genovés no hubiera sido posible consultar el sumario hasta 1997, año en que se abrieron a la investigación los archivos judiciales militares, con lo cual el documental probablemente no existiría o hubiera sido muy diferente. Y, si en este caso y con esa magnífica fuente, se hizo pasar a la autora por un calvario de diez años de duración en los que estuvo en duda su profesionalidad, podemos imaginar lo que hubiera pasado si la información sobre la intervención de fascistas catalanes en la pantomima judicial militar contra Carrasco i Formiguera le hubiera venido de un testimonio oral. Sorprende que en su ofuscación los Trías validaran los procedimientos de la Justicia militar franquista. La propia ponente María Emilia Casas Bahamonde tuvo que decirles que su enfoque era improcedente.

Para la posteridad quedará, más allá de los meros conceptos de libertad de expresión y de información, la firme defensa por ella realizada de la libertad científica del historiador, no exenta de perspectiva ideológica y moral, y considerada por la ponente necesaria para la formación de una conciencia histórica colectiva.

Hubiera sido interesante ver en qué quedaba la demanda de los descendientes de Amparo Barayón de haber llegado a los tribunales en el año 2005. ¿Hubiera pasado la calumnia de Ana Isabel Almendral el filtro del interés público y la veracidad? No me cabe duda de que la hija del médico Almendral hubiera sido obligada a rectificar públicamente y se hubiera hecho justicia a Amparo y a sus descendientes. Por desgracia, la situación de la familia, distribuida en varios países, dificultó una respuesta adecuada que hubiera puesto a la calumniadora y al periódico que le dio cancha en el lugar que merecían. Como hemos visto, Ramón Sender Barayón se conformaba con poco pero ni eso consiguió.

La venganza de Ana Isabel Almendral Oppermann no tiene más soporte que la impunidad de los vencedores, el convencimiento de que no pasará nada por atacar a una mujer a la que la Justicia franquista «ya dio su merecido». Una vez más nadie, ni una testigo, debía hacer comentario alguno sobre un médico al servicio del fascismo. El testimonio de Pilar Fidalgo debía desaparecer para que la figura del doctor Almendral siguiese limpia. E igual destino debía tener el libro de Sender Barayón por reproducir el relato de Pilar. Pero como no se había producido ninguna de las dos cosas, la hija de Almendral decidió que lo mejor sería dañar a éste en lo que más podía dolerle: si Ramón Sender Barayón «atacó» a su padre, ella atacaría la memoria de su madre, que de víctima del fascismo zamorano pasaba ahora a ser una enferma infecciosa que hubiera muerto de todas formas.

El caso de Almendral Oppermann plantea también el papel de la prensa. ¿Cómo es posible que la periodista y los responsables del periódico dejaran pasar eso? ¿Acaso resulta que todo vale con tal de aumentar las ventas, incluso la calumnia? La Opinión de Zamora mostró, en este caso, el espíritu profundamente reaccionario de la vieja prensa provinciana que heredamos de la dictadura. Máxime cuando tanto la periodista como el periódico debieron ser conscientes de que el ataque contra Amparo Barayón situaba en un segundo término el verdadero motivo de la entrevista. Después, cuando la familia planteó quejas al periódico, éste también mostró su talante dando absoluta preferencia a las ocurrencias del cronista local de Zamora y relegando a un segundo plano las demás. El resultado —salvo para la tal Almendral, el cronista local y La Opinión de Zamora, que probablemente incrementó la tirada durante un tiempo— fue el amargor de la impotencia, que es lo que quedó para los demás: para los hijos de Amparo en Estados Unidos, para la sobrina en Málaga, para la sobrina-nieta en Inglaterra y para los que intervinimos en defensa de la memoria y del honor de Amparo Barayón Miguel.

En la historia de Martínez Borrego, Gila Boza y de Mercedes de Pablos, al igual que en el de Dolors Genovés, aparece un sumario, solo que en este caso la periodista primero creyó que ya no existía y luego, cuando se la animó a que lo viera, se negó a hacerlo y a afrontar los problemas causados con su libro. De haberlo hecho se hubiera dado cuenta de que Gila Boza la había engañado y hubiera tomado las medidas oportunas pero, por el contrario, prefirió no reconocer el error. Tengo el convencimiento de que a un historiador experto en un tema difícilmente puede engañarle una persona que mienta, ya que normalmente cuenta con tanta información que rápidamente le salta la alarma. Eso es lo que les pasó a Benito Bermejo y Sandra Checa con los falsos deportados Marco y Pastor. Pero éste no fue el caso de Mercedes de Pablos, quien nunca supo si Gila Boza la engañaba o no por la sencilla razón de que era profana en la materia. Existió una evidente falta de profesionalidad en la elaboración del libro, a la que luego siguió una absoluta carencia de ética cuando se la avisó del grave error cometido con Antonio Martínez Borrego, cuya memoria fue manchada por Gila Boza y por la autora, supuestamente favorable a la recuperación de la memoria histórica.

Al igual que en el caso de Amparo Barayón hay que destacar aquí también el papel desempeñado por la prensa, concretamente por la edición andaluza de El País. En el más puro y rancio estilo de la vieja prensa, el «diario independiente de la mañana» actuó en todo momento a beneficio de parte, favoreciendo a «una colega» y dándole igual si tenía razón o no. Impidió que la información llegara libremente al lector, no se preocupó de comprobar si realmente el sumario exigía una revisión completa del libro ni de contrastar las declaraciones de la autora con la opinión de quienes revelamos el problema, y apostó en todo momento por el subproducto y por comportamientos que probablemente no contempla su olvidado libro de estilo pero sí su estilo habitual.

La historia de la página web de Fabien Garrido con las memorias de su padre, Ramón Garrido Vidal, es más bien la historia de un juez peculiar, Juan Carlos Carballal Paradela, juez de Cambados. A la familia de un exalcalde de O Grove no gustó lo que se leía allí de él y acudieron a la Justicia, dándose la casualidad de que dieron con un juez que no tuvo problema ninguno en dictar un auto que ordenaba la desaparición de esas memorias de Internet. Estamos hablando del texto autobiográfico de una persona ya fallecida que escribe sobre hechos que ha vivido y conocido. Pero el juez de Cambados decidió acabar con ese testimonio porque, según él, no cumplía los requisitos exigidos para quedar amparado por la libertad de expresión o de información. Carballal sabía que Ramón Garrido no era un historiador y que su testimonio tenía el valor que para la historia tienen los testimonios personales de primer orden, es decir, de protagonistas. Pero el juez llegó a la conclusión de que Garrido Vidal no tenía derecho a decir lo que dijo del alcalde franquista, aunque fuera su testimonio personal, y lo condenó al silencio.

Por más que bastaría con leer su alusión a «rememorar tantas décadas después lo que ahora se llama “memoria histórica” de una forma revanchista, incontrolada, aviesa o sin datos serios y ciertos […]», hay que haber escuchado exponer públicamente sus opiniones al señor juez de Cambados —su intervención no estaba prevista en principio en las jornadas de O Grove pero parece que se autoinvitó— para saber por qué tomó tal decisión. He reproducido antes algunas de las palabras que dijo en aquellas jornadas pero les falta algo fundamental: el tono de la voz y el estilo de la exposición. Saltaba a la vista un sentimiento de absoluta superioridad sobre el auditorio y un desprecio total por el diálogo. Fabien Garrido ni siquiera fue avisado de la celebración de acto judicial y el auto llegó más tarde a nombre del padre. Esto, unido a problemas familiares y a la distancia, le impidieron recurrir el auto del juez, que además se jactaba en septiembre de 2007 de que nadie le había dicho hasta el momento que estaba equivocado. En palabras del propio Fabien: «[…] hasta la recepción del auto, nunca se envió ni a la dirección de mi padre ni a la mía un aviso sobre el acto en que se iba a decidir acabar con la página»[43].

No albergo duda alguna sobre el final de los casos aquí tratados si todos hubieran dependido del juez de Cambados. Es cuestión de lógica: si le dio la razón a los familiares del alcalde franquista de O Grove, ¿por qué no habría de dársela a la del demandante de Luque, al de San Fernando, a los hijos del médico Quirós, a los del pueblo de Toledo, a los hijos del alcalde de Cerdedo o a los Rosón? Su línea argumental vale para todos estos casos. Su base: la negación per se del testimonio oral. Y es que para creer en los testimonios sobre represión el juez Carballal necesita testigos o documentos, aunque sepa perfectamente que en esos casos no hay ni una cosa ni otra. Lo que no tienen en cuenta quienes así actúan es que vivimos en un país en el que cuando se quiere saber qué pasó a una víctima de derechas uno va al Archivo Histórico Nacional, pide ver la causa general y allí encuentra una información lo más completa posible de cada caso, que incluso suele incluir el nombre de los responsables del hecho y su paradero. Sin embargo, cuando se quiere saber qué pasó a una víctima de izquierdas es frecuente que por no haber no haya ni la inscripción en el Registro Civil. De ahí la necesidad de recurrir a fuentes orales. Y así será mientras se permita que Ejército, Guardia Civil y Policía mantengan sin posibilidad de acceso los archivos de la represión.

Todo esto se comentó en O Grove: que la investigación de la represión franquista, dadas las carencias documentales, exige recurrir al testimonio de personas que vivieron o supieron lo que pasó, pero el juez de Cambados no lo admitió. El exigía pruebas de que el alcalde franquista intervino en la elaboración de listas de personas que fueron asesinadas. Mantenía que de haber sido dicho aquello dentro de un trabajo de investigación histórica y con la adecuada metodología nada hubiera pasado pero que tal como lo exponía Ramón Garrido en su escrito constituía un insulto al honor de Joaquín Álvarez Lores. Desgraciadamente, el juez Carballal no extrajo las consecuencias oportunas sobre el hecho de que entre el honor del testigo que sufrió represión y exilio y vio desaparecer a familiares y amigos, y el honor del alcalde fascista de O Grove él optó por el del segundo. Inversamente a lo antes dicho, es posible que los jueces mencionados de Córdoba, Cádiz, Oviedo y A Estrada hubieran amparado el testimonio de Ramón Garrido Vidal y la página creada por su hijo siguiera ahora activa. Y es que, como es sabido, la Justicia depende de qué juez te toque.

Una vez más la historia de Marta Capín nos sitúa ante la familia agraviada por el daño causado al honor del padre, un médico al que diversos testimonios relacionaban con la matanza del personal sanitario del hospital de Valdediós. La historia sensibilizó especialmente a la opinión pública por tratarse de mujeres —e incluso un niño— la mayor parte de las víctimas. Lo que el paso del tiempo y la falta de investigaciones habían convertido en una leyenda, la exhumación y la investigación posterior lo desvelaron como una masacre planificada. La juez de Oviedo, siguiendo los criterios del Tribunal Constitucional, reconoció el trabajo de investigación realizado por la autora. Lo cual no deja de ser interesante, ya que la prueba que implicaba al médico Quirós en la elaboración de la lista de personas asesinadas en Valdediós se sostenía en la palabra de un testigo vivo que entonces tenía doce años (su madre, que también vio la lista, fue advertida por un soldado familiar suyo que estaba de guardia en la puerta de que debía volverse a su casa). Es muy probable que de haber sido por Carballal, y tal como él mismo le dijo en O Grove, Marta Capín hubiera acabado «en la cárcel», es decir, condenada por haber puesto en duda, sin pruebas (para él no cuentan los testimonios orales), el honor del doctor Quirós.

Santiago Macías y Emilio Silva fueron procesados por recoger en su libro el testimonio de Rosa Muñoz Garrido, quien les contó el fruto de las pesquisas que llevó tras la pista de un tío suyo y otros dos vecinos del pueblo denominado Domingo Pérez. En este caso tenemos también un sumario detrás, que fue el que permitió a Muñoz descubrir lo ocurrido a estos hombres desde su detención hasta su muerte en 1938. Como persona profana en la materia que era, el testimonio incurre en ciertas contradicciones pero no fue éste el problema. Lo que dice Rosa Muñoz Garrido es simplemente que los tres hombres fueron condenados sin pruebas por el asesinato de un propietario en 1936, que el propio sumario demuestra que los responsables fueron otros y que la mujer del propietario y otros vecinos de derechas aprovecharon para denunciar a todo el que le vino en gana, entre otros su tío y las otras dos víctimas.

La magistrada que juzgó el caso aceptó que se pusiera en duda la validez de la Justicia militar franquista y que se mantuviera la inocencia de los tres hombres pero vio innecesario que se aludiera a dos personas, el propietario Besa Olmedo y su mujer, como responsables de su muerte, cuando el primero había sido asesinado poco después del 18 de julio y la segunda ni los mencionó, pues según Rosa Muñoz fueron otras personas las que denunciaron a su tío y a sus compañeros. Desde este punto de vista, la afirmación de que «en el detonante de la historia de aquellos tres hombres intervino una cuarta persona: Besa Olmedo, uno de los mayores terratenientes de la zona» no resulta afortunada, ya que lo que sí estuvo en el origen de la historia de los tres hombres fue la represión desencadenada a consecuencia del asesinato del propietario. Tampoco la alusión a la esposa de éste, Adriana Sánchez Cabezudo, parece muy acertada, ya que por más que acusara a decenas de inocentes parece que fueron otros los que implicaron a los tres aludidos. Personalmente creo que si la información que se daba del caso, según el sumario, hubiese sido mejor expuesta y la redacción más cuidada, aun diciéndose básicamente lo mismo, este caso no hubiera existido.

Como siempre, fueron los testimonios orales los que llevaron a la familia de un alcalde franquista de Cerdedo a demandar al historiador gallego Dionisio Pereira, quien en todo momento se negó a desvelar sus fuentes defendiendo firmemente la metodología empleada. Ya se ha comentado cómo, en su intento de invalidar las fuentes orales, el abogado de la familia de Gutiérrez Torres llegó a preguntar a Pereira si las personas que prestaban su testimonio eran sometidas previamente a pruebas de tipo psicológico. Son preguntas como ésta las que muestran de manera descarnada el absurdo de que la Historia pase por la Justicia[44].

Este caso fue reconducido por el propio Pereira, quien para evitar problemas mayores y al tener noticia de que la familia del exalcalde «andaba en abogados» decidió introducir matices que aligeraban el texto inicial en la versión más extensa que hizo. De ahí que finalmente la demanda solo fuera contra el texto publicado dentro de las actas del Congreso de Memoria de 2003. Como en el caso que veremos a continuación, Dionisio Pereira recibió, entre otros muchos, el apoyo de varios historiadores gallegos, que prestaron testimonio durante el juicio. Uno de ellos, Lourenzo Fernández Prieto, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago, recuerda la agresividad ignorante del acusador, obsesionado por demostrar que Pereira no era un auténtico investigador sino un indocumentado que acusaba sin pruebas. Fue tal su actitud que hasta la juez tuvo que pedirle que fuera más prudente. Todo ello en una sala presidida por un escudo franquista.

Finalmente, la historia de Grimaldos y los Rosón nos lleva a la Transición, pues no cabe duda de que existe un fondo común entre las demandas de la década de 1980 y ésta de ahora. De hecho, la base de la información que las provoca es la misma: el misterioso anónimo titulado «Biografía de un truhán», fuente de los artículos publicados por José Luis Morales en Interviú en 1978 y también del apartado del libro de Grimaldos objeto de la reciente querella. Y como título de ambos el mismo: «Los Rosón, azote de Galicia». Las peculiaridades de este caso impiden entrar más a fondo en él, ya que parece no ser posible captar por ahora las conexiones existentes entre los diferentes escritos y sus posibles autores. De hecho, Grimaldos ni siquiera alude en su libro a las primeras demandas. Desde luego, la sentencia no le admitió el carácter de «reportaje neutral». No obstante, lo peor, dadas las líneas de continuidad que el caso de los Rosón mostraba, es que recriminara al autor haberse metido en «un tema de tanta sensibilidad general como la Guerra Civil y la Transición». Es esto precisamente lo que no se podía perdonar a Grimaldos: desvelar la trastienda de la Transición y el protagonismo que en ella tuvieron personas abiertamente relacionadas con el golpe militar de julio de 1936 y con la represión fascista. Una vez más se ponían en duda las fuentes utilizadas por Morales o Grimaldos al pretender exponer una historia para la que no podía haber otras fuentes que las orales. En esta ocasión, en apoyo de Grimaldos, declaró la historiadora Mirta Núñez Díaz-Balart, quien recordaba la agresividad del abogado de los Rosón y se preguntaba si abogados como éste u otros mencionados no se guían en su modo de comportarse por las decenas de juicios vistos en el cine y no precisamente en un modelo como Atticus Finch, el inolvidable personaje creado por Harper Lee en su obra Matar a un ruiseñor e interpretado por Gregory Peck en el filme homónimo de Robert Mulligan.