El antecedente inmediato de este trabajo fueron las jornadas que tuvieron lugar en O Grove en septiembre de 2007 con el título «A represión en Galiza: O dereito a saber e a liberdade de investigar». Al reunir a buena parte de los afectados por demandas relacionadas con el derecho al honor, constituyó una ocasión única de percibir el problema y de contactar con algunos de los protagonistas de este libro. Hay, no obstante, otros antecedentes más antiguos que pude seguir por la prensa e incluso vivir de cerca. Serían los casos de Fernando Ruiz Vergara y su documental Rocío, de Isidoro Sánchez Baena y sus problemas con la represión en Luque, o el de Dolors Genovés y la demanda de los Trías por el documental sobre el asesinato de Manuel Carrasco i Formiguera. Aparte quedaría José Casado Montado, memoria viva de la represión fascista en San Fernando, obra que conocí en su momento pero de la que no supe entonces que su autor había sido demandado.
Los demás casos son recientes, ya dentro de lo que se ha dado en llamar proceso de recuperación de la memoria histórica, es decir, de esta década. Me refiero a Fabien Garrido, al que le fue cerrada una página web por orden del juez de Cambados, Juan Carlos Carballal Paradela, figura peculiar a la que prestaremos cierta atención por haberlo podido escuchar en las referidas jornadas; Marta Capín, demandada por la familia de un médico implicado en la matanza del personal de un hospital psiquiátrico; Santiago Macías y Emilio Silva, que se vieron en problemas por un testimonio recogido en su libro; Dionisio Pereira, quien al contar la represión en Cerdedo se topó con la familia de un exalcalde franquista, y Alfredo Grimaldos, demandado por la familia Rosón por volver a contar viejas historias que ya en su momento dieron lugar a otras demandas. Aparte quedarían, por sus peculiaridades, la admirable lucha de Violeta Friedman contra el nazi belga Léon Degrelle, acogido por la dictadura franquista; el caso de la familia de Antonio Martínez Borrego, cuya memoria fue ensuciada —con ayuda de una periodista— por un sujeto deseoso de pasar por lo que no fue y de cargar a otros sus culpas; y la triste historia de Amparo Barayón y de su hijo Ramón, donde la demanda que debió existir no llegó a materializarse por diversos problemas.
A quienes hemos realizado investigaciones sobre la represión nada de esto nos es ajeno. Recuerdo perfectamente la seria advertencia que supuso para los que andábamos en estas cuestiones el caso de Isidoro Sánchez Baena a comienzos de la década de 1990. El caso del crimen del casero de Luque, a cuyo responsable se le puso nombre y apellidos, representó en fecha tan temprana la negación de los testimonios orales como fuente histórica. Y es curioso porque Sánchez Baena se animó precisamente a investigar lo ocurrido en Luque y a recoger testimonios de personas que vivieron aquellos hechos tras la lectura de los trabajos de Francisco Moreno Gómez, quien desde principios de la década de 1980 venía ofreciendo la historia de la República, la Guerra Civil y la posguerra en la provincia de Córdoba. ¿Acaso no tuvo problemas él cuando hizo públicas sus obras, con detallados estudios sobre la represión y con numerosos testimonios orales?
Según Moreno Gómez, la derecha en la década de 1980 no se atrevió a reaccionar ante estas publicaciones, aún excepcionales. La prensa cordobesa sí recogió alguna crítica aislada de algún personajillo local. También recibió una carta anónima desde Pozoblanco, acusándolo de lucrarse con la sangre de las víctimas, y uno de los verdugos de su pueblo, Diego «El Chunga», se le acercó y lo acusó de mentiroso, a lo que Moreno le espetó que, por respeto a las víctimas, no le dirigiera la palabra. Posteriormente sería el jesuita Feliciano Delgado el que arremetería contra él desde el diario Córdoba aprovechando que lo había confundido con otro familiar de igual nombre. Y a esto se redujo todo. Ni una demanda para un libro donde por primera vez la represión se trataba sin tapujos. Pero hay que coincidir con el análisis de Moreno Gómez: la derecha todavía se sentía insegura. Aún vivían testigos que podían echarle en cara su pasado y prefería callar estando además, como estaba, blindada con la amnistía de 1977.
Otro pionero de los estudios sobre represión, como fue Alberto Reig Tapia, me dice que sus problemas, aparte de con las editoriales, obsesionadas siempre por reducirlo todo y preocupadas por las ventas de los libros, fueron los archivos, celosos guardianes de la memoria de los vencedores. Por el contrario, a consecuencia de sus intervenciones en radio y televisión (la serie sobre la Guerra Civil coordinada por Manuel Tuñón de Lara en la que tras la emisión de cada programa se pasaba a un debate radiofónico), recibió amenazas de paliza e incluso de muerte.
En mi caso, la situación no cambió en la década de 1990, cuando publiqué La guerra civil en Huelva en 1996 (4.ª ed., Huelva, Diputación Provincial de Huelva, 2006). El problema fue el propio Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva, que retuvo el libro desde 1993 porque los anexos con los listados de víctimas le parecían «problemáticos» a la responsable. Sin embargo, pese a lo que pudiera suponerse, dado el tratamiento exhaustivo que se concedió al fenómeno represivo, solo hubo una queja. Alguien de un pueblo acudió al entonces presidente de la Diputación, Domingo Prieto, lamentándose de que se relacionaba a su familia con un hecho delictivo. Prieto le dijo simplemente que la información era fiable y que había que respetar el trabajo de los historiadores.
Más ojo avizor anduve cuando en el año 2000 publiqué La justicia de Queipo (última edición: Barcelona, Crítica, 2006), una bajada al submundo de la represión en el sudoeste a través de la propia documentación que dejaron los golpistas, con abundantes nombres y apellidos, y un intento de mirar lo ocurrido desde abajo, incluso desde las llamadas brigadillas de ejecuciones. Pero, por suerte, tampoco ocurrió nada. En aquel momento, el año 2000, ya no cabía hablar de una derecha apocada sino más bien lo contrario, una derecha envalentonada por la mayoría absoluta y que no tardaría en mostrar su verdadera faz en los cuatro años siguientes. Creo, por el contrario, que si alguien pensó en poner una demanda por sacar a la luz información tan delicada y que en tan mal lugar dejaba el honor de tantos; fue por temor a que, a consecuencia de la propia demanda, saliera a la luz aún más información y lo que quedara del «honor de la familia» se fuera definitivamente por el sumidero de la historia.
No tengo noticia de más quejas y amenazas que afectaran a otros investigadores, aunque seguro que ha debido haberlas. Pienso en Ian Gibson y su libro sobre la represión en Granada o en otros trabajos pioneros como los de La Rioja o Soria.
Estos casos aquí reunidos representan una muestra —creo que significativa— de lo que ha ocurrido en nuestro país cuando se ha tocado el pasado oculto, negado por la dictadura y cerrado por el modelo de transición. Soy historiador y mi objetivo no es sino poner a la visita una serie de conflictos, aislados y en general poco conocidos, creados precisamente por la negación a admitir y reconocer lo ocurrido en España a raíz del golpe militar de 18 de julio de 1936. Carezco de formación jurídica y ni que decir tiene lo mucho que me ha costado penetrar en el —por lo general— proceloso piélago judicial, con sus farragosas sentencias, que parecen estar hechas para no ser leídas ni entendidas. De ahí la alegría que produce encontrarse con ponentes como Vicente Gimeno Sendra o María Emilia Casas Bahamonde.
De los casos tratados, el primero es de 1981 y el último aún está pendiente de resolución. Estamos pues ante un fenómeno que recorre machaconamente las tres últimas décadas, por más que su apogeo se haya producido en los últimos años. El propósito de este trabajo es contar lo que ha pasado y a quién ha pasado, y tratar de ver por qué ha ocurrido así.
Dicho esto, y puesto que es de Justicia de lo que se va a hablar, también cabría preguntarse y reflexionar, desde la historia y en relación con la represión franquista, dónde ha estado esta Justicia que tan activa se ha mostrado a veces en la defensa del honor de los vencedores. Sabemos que, durante la dictadura, el aparato judicial constituyó uno de los pilares del franquismo, al que estuvo ligado desde sus orígenes, y que, como las demás instituciones de carácter represivo, pasó intacto de la dictadura a la democracia. Un buen ejemplo de su evolución sería el caso de Antonio Pedrol Rius, uno de los personajes de la Transición: presidente del Consejo General de Abogacía, decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid y senador por designación real en 1977. Sin embargo, sus biografías nunca suelen mencionar que tras el golpe de 1936 anduvo por el sudoeste al servicio de la maquinaria judicial militar creada por los conspiradores. Un estudio del Cuerpo Jurídico Militar y de los abogados que colaboraron en los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, a través de las oficinas jurídicas de los gobiernos militares, resultaría clarificador sobre los orígenes del aparato judicial franquista.
Cuando a partir de 1977 comienzan a darse por buena parte del país casos de exhumaciones relacionadas con la represión franquista no hubo ni uno solo en que la Justicia, tal como era su deber por ordenarlo la Ley, hiciera acto de presencia. Naturalmente de haber levantado acta de la exhumación se hubieran visto obligados a indagar en quiénes, por qué y desde cuándo se encontraban dentro de las fosas. Hubiera sido fácil. Vivían aún personas que podían indicar los lugares donde había restos humanos y testigos que sabían las circunstancias de aquellos hechos, pero la Justicia nada hizo: aquellos huesos y sus historias, pese a haber sido el Ministerio de Justicia el que se encargó en su momento de instruir la causa general, es decir, de las víctimas del «terror rojo», no eran de su incumbencia.
En consonancia con el poder político durante las décadas de 1980 y 1990, la Justicia aprovechó y decidió «no mirar atrás» salvo, como veremos, para defender el derecho al honor de personas afectadas por la libertad de información… sobre la represión franquista. Este hecho concuerda con el panorama que hemos descrito a veces, caracterizado por la total ausencia de investigaciones sobre esta cuestión por parte del mundo académico hasta la década de 1990 en paralelo a las políticas de olvido aplicadas en esos años desde el poder, panorama que tanto enerva a los cantores de la Transición, cuyo prototipo vendría a ser el comentarista político de El País Santos Juliá[17].
Cuando en torno a 1996-1997 se iniciaron los movimientos a favor de la recuperación de la memoria democrática, tampoco la Justicia quiso saber nada de aquello, sin duda convencida de que nada tenía que ver con lo que allí se debatía o simplemente ajena a su propio pasado democrático. El poder político percibió a comienzos de la actual década que no podía quedar al margen del debate social. De ahí el proceso que va de la tímida y confusa condena del franquismo en noviembre de 2002 al compromiso de elaborar una ley de memoria en el 2004 y a su aprobación cuatro años después, en diciembre de 2007.
El primer intento para implicar a la Justicia se produjo a finales de 2006, cuando trece asociaciones presentan en la Audiencia Nacional una serie de casos de personas desaparecidas a consecuencia del golpe militar del 36 con la intención de que sean contempladas como detenciones ilegales, desapariciones forzosas y crímenes de lesa humanidad, de manera que no puedan considerarse prescritas. La iniciativa dormirá durante cerca de dos años en una sala de la Audiencia hasta que en septiembre de 2008 el juez Baltasar Garzón hace público su primer auto.
Pese a que sin duda era manifiestamente mejorable en algunos aspectos, no hay duda de que representa el primer intento por parte de la Justicia española de definir jurídicamente el «18 de julio» y sus consecuencias. Se trata del primer documento de carácter judicial en que se responsabiliza a Francisco Franco y otros jefes militares de la organización de la rebelión, de la aplicación de un plan de exterminio sistemático y de la desaparición de decenas de miles de personas. El auto recordaba también que «hasta el día de la fecha, la impunidad ha sido la regla frente a unos acontecimientos que podrían revestir la calificación jurídica de crimen contra la humanidad» y que lo que se pretendía no era sino «una forma de rehabilitación institucional ante el silencio desplegado hasta la fecha».
Ahí se abrió un camino que de haber podido seguir sin duda hubiera representado un indudable avance, pero la alegría duró poco. El fiscal de la Audiencia Nacional Javier Zaragoza se limitó a recordar que los hechos objeto de debate están amparados por la amnistía de 1977 —no hay que olvidar que aunque contara con el visto bueno del Parlamento fue preconstitucional— y que la legislación penal de la época no permite hablar de crímenes contra la humanidad. Además, la Audiencia no era competente para juzgar el delito de rebelión. Para Zaragoza, que llegó a acusar a Garzón de organizar una nueva «causa general», se trataba simplemente de delitos comunes. Solo varias semanas bastaron para que la propia Audiencia, con medidas inusuales que mostraban la importancia que se concedía al asunto, abortase el intento. Primero por la propia inhibición del juez Garzón y después por la declaración por parte de la Fiscalía sobre la no competencia del juez. Allí, entre la precipitación de un juez que no calculó sus fuerzas y la firmeza de la derecha permanente, quedó sepultada la posibilidad de reunir toda la documentación dispersa elaborada por personas y colectivos diversos en las últimas tres décadas, y la de elaborar un informe completo sobre la represión franquista, cuya particularidad e importancia hubiera radicado precisamente en estar respaldado por la Justicia.
Estas circunstancias devolvieron el protagonismo a la olvidada Ley de Memoria Histórica, un proyecto débil e incompleto que no satisface a casi nadie. Este panorama deja abierta la posibilidad de que los casos que se describen a continuación sigan existiendo. La vía abortada por la derecha judicial hubiera acabado acarreando, tal como solicitó a finales de 2008 la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, la derogación de la Ley de Amnistía de 1977, verdadera «Ley de Punto Final de la Transición» española. Digamos que, por el momento, todo sigue atado y bien atado.