EL DERECHO A SABER

Este libro que el lector tiene entre sus manos es un paso más en la labor llevada a cabo por algunos historiadores españoles para reconstruir la represión franquista. En este caso, se trata de una obra de Francisco Espinosa, reputado especialista en las cuestiones relativas a la llamada «memoria histórica». La novedad de esta obra con respecto a anteriores trabajos —en los que reconstruyó episodios como «la columna de la muerte» o «la justicia de Queipo», entre otros— es que ahora el autor se adentra en la cuestión de la relación entre el Derecho y la memoria histórica. Y lo hace, conviene advertirlo desde un inicio, con un manejo de los términos y las técnicas jurídicas que ya quisieran para sí algunos de los jueces y magistrados que aparecen en sus páginas.

En estos últimos años, y al amparo del desarrollo del movimiento de recuperación de la memoria histórica, hemos visto y oído todo tipo de argumentos en contra de este proceso. Argumentos que van desde la cerril resistencia por parte de la derecha política y mediática a «reabrir las heridas del pasado» y romper «ese acuerdo entre españoles que supuso la Transición»[1], hasta la oposición de no pocos historiadores a aceptar la propia existencia de algo llamado «memoria histórica». Respecto de los primeros, poco se puede añadir desde estas líneas a lo que ya se ha expuesto por voces más autorizadas[2]. Voces que recogen experiencias vitales —algunas de ellas expuestas en este libro— abandonadas por ese «espíritu de la Transición», que instaló en la naciente democracia española la amnesia sobre lo sucedido, la equidistancia entre la República y la dictadura militar franquista, y el ignominioso olvido y desprecio hacia las víctimas de esta última. Además de su gravedad en sí misma considerada, este silencio ha tenido repercusiones sobre el devenir posterior de la democracia española. Baste citar las palabras de Vicenç Navarro:

una de las causas de las grandes insuficiencias del Estado de bienestar en España es el olvido de lo que fue la República española, la Guerra Civil y la dictadura que la siguió. [La juventud española] desconoce que estas grandes insuficiencias se basan precisamente en el gran dominio que las fuerzas conservadoras ejercieron durante la dictadura y durante la democracia. Es difícil construir un futuro cuando se desconoce tanto de nuestro pasado[3].

LAS RELACIONES ENTRE HISTORIA, POLÍTICA Y DERECHO:

LA MEMORIA DEMOCRÁTICA

Algunos autores pertenecientes al campo de la historiografía lanzan alegatos en contra de la «memoria histórica». Se trata de argumentos que nacen en el debate conceptual pero que, sin duda alguna, tienen repercusiones en el ámbito jurídico y político. Y es que, en efecto, se empieza negando el concepto de memoria histórica, se continúa por vetar la entrada del Derecho en este ámbito y se termina rechazando la existencia de un derecho ciudadano a la memoria histórica[4]. Pero vayamos por partes, con el objeto de ir distinguiendo con claridad los diferentes planos y elementos de debate.

Como en tantos otros temas, la claridad conceptual debe presidir el tratamiento de las cuestiones relacionadas con la memoria histórica. En efecto, los conceptos de memoria y de historia han de ser definidos con rigor y precisión. Pero ello no debe hacernos caer en una suerte de «esencialismo conceptual» que nos impida reconocer la existencia de determinadas realidades a las que conviene agrupar bajo ciertas denominaciones que resulten de utilidad a la hora de identificar el objeto de análisis y estudio. Una de éstas es la memoria histórica, concepto bajo el que se incluyen aquellas dimensiones que tienen que ver no solo con los esfuerzos dirigidos a conocer el pasado, sino también con aquellas actividades tendentes a valorarlo y sacarlo del olvido[5].

Entonces, no conviene desconocer que el concepto de «memoria histórica» hace referencia al conocimiento y puesta en valor de una determinada realidad. Nace, pues, vinculado a objetivos y propósitos concretos. En efecto, con él no se pretende llegar al origen de los tiempos ni al estudio de la historia —en el sentido amplio del término—, sino tan solo reivindicar el recuerdo de aquellos que se vieron, primero, masacrados por sus convicciones políticas, sindicales o personales; y, segundo, olvidados durante todo el tiempo de la dictadura militar que asoló este país durante cuarenta años. Responde, por tanto, a una reivindicación concreta y determinada: recuperar la memoria de los que lucharon por la democracia y la legalidad republicana o fueron masacrados por oponerse al golpe de Estado y la dictadura franquista.

Por lo tanto, el movimiento de recuperación de la memoria histórica es un movimiento «de parte». Mediante el rigor científico y la actividad social, pretende sacar del olvido a aquellas personas que fueron víctimas de la dictadura por sus convicciones, prácticas o actitudes en defensa de los valores democráticos, el respeto a los derechos humanos o la legalidad en vigor en el momento que se produjo el golpe de Estado; una legalidad de las más avanzadas de la época en materias como la libertad y el pluralismo político, la igualdad de género, la política social o el respeto a la legalidad internacional como forma de resolver los conflictos, entre otras.

Y también resulta ser «de parte» la ley mediante la cual el Parlamento español intentó recoger —con más sombras que luces, conviene advertir— las demandas de este movimiento nacido de la sociedad civil. Desde su propia Exposición de Motivos, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen medidas y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil o la dictadura —conocida popularmente como la Ley de Memoria Histórica— delimita sus medidas «a todos los que padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas», así como «a quienes en distintos momentos lucharon por la defensa de los valores democráticos». En definitiva, «la Ley sienta las bases para que los poderes públicos lleven a cabo políticas públicas dirigidas al conocimiento de nuestra historia y al fomento de la memoria democrática».

Memoria democrática: éste es el concepto que delimita la filosofía y el contenido de la Ley. Y la memoria que merece la reconstrucción en un régimen democrático como el actual es la de quienes sufrieron esta forma específica de violencia, pagando con su vida o su bienestar las consecuencias de su lucha personal y política contra la dictadura y el fascismo, es decir, la memoria de la democracia, la libertad y el antifascismo. La Ley rompe deliberada y conscientemente el principio de equidistancia entre dictadura y democracia, fascismo y antifascismo[6]. Para un legislador democrático, que pretenda sentar las bases para ir conformando una cada vez más fuerte memoria democrática y comprometida con los derechos humanos, la violencia que hay que condenar es la violencia de los que formaron parte del bando de la dictadura, por ser ellos quienes rompieron con el régimen democrático republicano y quienes caracterizaron su labor de gobierno por una continua violación de los más elementales derechos fundamentales. La violencia, en palabras de la Ley, que se utilizó para «imponer convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y la dignidad de todos los ciudadanos».

En este sentido, la memoria que hay que recordar es la de los que lucharon en el bando de la democracia, que era el de la legalidad republicana. Un régimen democrático no tiene la obligación de rehabilitar la memoria colectiva de las personas y grupos que lucharon contra ella. Solo cabe hacerlo en el caso de las que lucharon en el bando de la democracia y la libertad, que era el de la legalidad preestablecida[7]. En el código de identidad de la democracia está su radical oposición con todas las formas de autocracia, totalitarismo o fascismo. Ésta es la memoria que encaja en el proceso de recuperación de la memoria histórica que se ha desarrollado en España. Y encaja porque su objetivo político es común: reivindicar la memoria democrática, la de la lucha por la democracia y la libertad.

EL DERECHO A SABER COMO PARTE DEL DERECHO

CIUDADANO A LA MEMORIA

El que acaba de exponerse es el sentido en el que se utiliza el concepto de «memoria histórica» en el actual contexto. Un contexto que excede y desborda el campo de la historiografía —por mucho que les pese a algunos de sus cultivadores— para entrar en el del Derecho y la política. En efecto, el cumplimiento de la demanda —nacida en el ámbito social y trasladada después al terreno político— de recuperación de la memoria histórica requiere la elaboración de normas jurídicas que institucionalicen los instrumentos necesarios para cumplir con los objetivos de reivindicar y valorar la memoria democrática. Y ello con el objetivo de construir más democracia para el futuro. De ahí que el futuro no sea amnistía ni amnesia, sino justicia y políticas públicas de fomento de la memoria[8].

Que el Derecho desempeña un papel determinante en este terreno de la memoria histórica parece algo fuera de toda duda. La propia Ley de Memoria Histórica es un buen ejemplo de ello. Podrán discutirse sus virtudes y defectos, sus puntos débiles y sus aportaciones, pero lo que queda fuera de discusión es que el Derecho entra a reconocer la memoria histórica, entendida según los términos expuestos en las líneas precedentes. Y lo hace hasta el punto de configurar un derecho ciudadano a la recuperación de la memoria personal y familiar. Este novedoso derecho —de creación y rango legal— engloba un haz de pretensiones y actuaciones jurídicas que quedan así amparadas bajo su contenido[9]. Este derecho incluye las dimensiones relativas a la reparación moral de las víctimas y de sus familias, a la recuperación de la memoria personal y familiar, a la declaración general de ilegitimidad de la represión, a los derechos patrimoniales e indemnizatorios, así como al derecho de las víctimas a saber, tanto en lo relativo al derecho de acceso a la información como al derecho a conocer el paradero de las personas desaparecidas[10].

Por tanto, quien niega la existencia de un derecho ciudadano a la memoria, cuando la Ley lo define y configura, está confundiendo su deseo de que no exista tal derecho con la realidad jurídica. Es como si quien está en contra de la titularidad privada de los bienes y medios de producción negara la existencia del derecho a la propiedad privada en la legislación española. Una cosa es lo que nos gustaría que fuese o no fuese, y otra bien distinta lo que el Derecho institucionaliza y protege. Confundir ambos planos es un error —interesado o no— en el que no se puede incurrir.

Es precisamente urna de las dimensiones de este derecho a la memoria la que cobra relevancia en este libro de Francisco Espiritosa. Se trata del derecho a saber, relacionado en sus páginas con la labor de los historiadores que pretenden sacar de la oscuridad y el silencio —éste sí, claramente interesado— a aquellas personas que participaron activamente en la represión franquista. En el libro se analizan algunos casos en los que está en juego este: derecho, casos que ponen de manifiesto cómo el tratamiento de algunos aspectos de la represión franquista sitúan al historiador frente al típico conflicto jurídico entre la libertad de información y el derecho al honor[11].

Antes de analizar esta cuestión, cabe realizar algunas consideraciones sobre otro aspecto del derecho a saber no directamente analizado en este libro, aunque sí relacionado con lo que en él se plantea. Se trata del derecho a conocer el paradero de las personas desaparecidas. En este punto, la Ley de Memoria Histórica desvía hacia el ámbito privado las labores de localización y exhumación de las víctimas. Estas tareas se delegan a las familias y asociaciones a través de la concesión de subvenciones que a duras penas cubren los gastos de su trabajo voluntario para identificar y recuperar los restos de las víctimas. En diciembre de 2008 el Gobierno anunció la creación de una Oficina para las Víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura que, supuestamente, elaborará el protocolo de actuación para las exhumaciones. Junto con este indeterminado anuncio (en marzo de 2009 la Oficina todavía no había sido puesta en marcha), el Gobierno también trasladó a la opinión pública su intención de dejar en manos de ayuntamientos y comunidades autónomas la decisión final sobre la apertura de fosas. Una vez más, el Gobierno hace dejación de sus funciones: resulta sorprendente que sea éste un asunto de competencia local y autonómica, cuando se trata de exhumación de cadáveres. Es de prever que algunas entidades se nieguen y que ello afecte al principio de igualdad: algunas fosas se abrirán, mientras que otras permanecerán en el olvido.

Este panorama se ensombrece aún más con estos dos añadidos. Por un lado, el pleno del Senado celebrado el 11 de marzo de 2009 rechazó, gracias a los votos coincidentes de los grupos socialista y popular, una iniciativa de reforma de la Ley de Memoria Histórica con el objeto de que fuera el Estado quien directamente corriera con los gastos de localización, identificación y exhumación de los restos de las personas que todavía hoy permanecen desaparecidas. Por otro, la inacción judicial que preside todo este proceso. Una inacción que se manifiesta, a su vez, en dos dimensiones. Primero, en lo relativo a la investigación por parte de la Audiencia Nacional de los crímenes contra la humanidad cometidos durante el golpe de Estado y la dictadura franquista. Recuérdese que la decisión del titular de su Juzgado Central de Instrucción n.º 5 de abrir diligencias penales para esclarecer estos crímenes fue seguida de un recurso de la Fiscalía contra ella y de una decisión de 2 de diciembre de 2008 del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia por la que se declaró incompetente para conocer de tales crímenes[12]. Como señala José Antonio Martín Pallín:

Si la Audiencia Nacional conoce de los crímenes de derecho internacional cometidos fuera del territorio español, resulta absurdo que esta competencia se diluya entre los juzgados de instrucción españoles cuando delitos de esta naturaleza se cometan en España. Siempre se ha dicho que el derecho tiene horror al vacío pero mucho más a la irracionalidad. Si la jurisdicción es universal, el territorio español no puede quedar fuera del universo. Es una contradicción en los términos, insalvable y absurda[13].

Además, tampoco los juzgados de instrucción han tomado cartas en el asunto. Es ésta la segunda dimensión de la ya anunciada inacción judicial. Ante la aparición de restos humanos en fosas comunes, son muchos los jueces que se niegan a personarse en el lugar de los hechos, identificar los cadáveres e incluso tomar declaración a testigos o personas que pudieran aportar alguna luz al respecto. En resumidas cuentas, estos jueces están incumpliendo con su obligación, como es la de levantar diligencias penales ante la aparición de restos humanos, en muchos casos maniatados y con orificios de bala. Alegar que la Ley de Amnistía de 1977 —una ley que contraviene el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por España en 1976— impide investigar el asesinato de estas personas revela un total desconocimiento del Derecho aplicable a crímenes de lesa humanidad y a violaciones de derechos humanos[14].

LA LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN Y LA FORMACIÓN

DE UNA CONCIENCIA HISTÓRICA COLECTIVA

En su trabajo, Francisco Espinosa nos presenta una serie de casos en los que ese derecho a saber se ha visto cuestionado por parte de aquellos que pretendían —y todavía pretenden— que el honor de los verdugos quedara salvado. Aquellos que alegan el derecho al honor para impedir la difusión de trabajos de investigación en los que se señala la participación de algunas personas en diferentes aspectos y momentos de la represión franquista. No deja de resultar esperpéntico que quienes representan y vindican el honor de los que participaron de forma activa en la represión de un régimen democrático como fue la Segunda República sean ahora los primeros en acudir a la Constitución y sus derechos fundamentales —aquellos que fueron ignorados durante la dictadura franquista— en su defensa.

Pero, si esperpéntico es su alegato, grotesca resulta ser la acogida que éste ha tenido en algunos medios e instituciones, incluidos ciertos jueces que no han dudada en entender ese supuesto derecho al honor de una forma poco menos que absoluta, por encima de otros derechos fundamentales como son la libertad de expresión y la libertad de información. A lo largo de las páginas de este libro, Francisco Espinosa no solo analiza con enorme rigor y precisión los alegatos de las partes en ciada uno de los casos presentados, sino que también disecciona las razones que están detrás de este nuevo intento por acallar el pasado y expone con rotundidad las consecuencias que se derivarían de aceptar tales tesis.

Es el supuesto conflicto entre el derecho al honor, por un lado, y las libertades de información y de creación y producción científica, por otro, el que sirve como hilo conductor de los casos presentados en estas páginas. Un conflicto que, en lo relativo a la labor historiográfica, ha quedado resuelto desde el punto de vista constitucional tras la sentencia del «caso Dolors Genovés» (STC 43/2004, de 23 de marzo). En ella, el Tribunal Constitucional aporta los siguientes elementos que habrán de ser ineludiblemente tenidos en cuenta a la hora de abordar futuros conflictos al respecto por parte de los órganos judiciales. En primer lugar, el Tribunal afirma que «la libertad científica —en lo que ahora interesa, el debate histórico— disfruta en nuestra Constitución de una protección acrecida respecto de la que opera para las libertades de expresión e información, ya que mientras que éstas se refieren a hechos actuales protagonizados por personas del presente, aquélla […] se refiere siempre a hechos del pasado y a individuos cuya personalidad se ha ido diluyendo necesariamente como consecuencia del paso del tiempo». En consecuencia, «no puede oponerse como límite a la libertad científica con el mismo alcance e intensidad con el que se opone la dignidad de los vivos al ejercicio de las libertades de expresión e información de sus coetáneos».

Tras partir de esta distinción, el Tribunal reconoce el carácter polémico y discutible de la investigación histórica, así como la necesidad de que el historiador emita por su parte valoraciones y juicios sobre los hechos históricos. Y ello porque «la posibilidad de que los contemporáneos formemos nuestra propia visión del mundo a partir de la valoración de experiencias ajenas depende de la existencia de una ciencia histórica libre y metodológicamente fundada. Sin diálogo con los juicios de los demás —con los del historiador, en lo que aquí importa— no resulta posible formar el propio juicio. No habría tampoco espacio —que solo puede abrirse en libertad— para la formación de una conciencia histórica colectiva».

Finalmente, el Tribunal establece el requisito que debe satisfacer esa ciencia histórica para merecer de la protección constitucional en casos como los aquí recogidos: «La investigación sobre hechos protagonizados en el pasado por personas fallecidas debe prevalecer, en su difusión pública, sobre el derecho al honor de tales personas cuando efectivamente se ajuste a los usos y métodos característicos de la ciencia historiográfica». Esta referencia a la corrección metodológica resulta especialmente importante en este ámbito, dado que en la mayor parte de las ocasiones carecemos de documentos u otras fuentes escritas que prueben sin género de duda las acusaciones de colaboración con la represión franquista que se denuncian en los casos recogidos. La labor del historiador se basa aquí en testimonios orales, más difusos que las pruebas escritas. Ahora bien, ello no significa que tales testimonios tengan un menor valor histórico, ni que no quepa un posible error en los hechos. Como dice el Tribunal: «Si la historia solamente pudiera construirse con base en hechos incuestionables, se haría imposible la historiografía, concebida como ciencia social. En su ámbito, los historiadores valoran cuáles son las causas que explican los hechos históricos y proponen su interpretación, y […] no corresponde a este Tribunal decidir cuáles sean las que deben imponerse de entre las posibles».

Quedémonos, como conclusión de esta sentencia, con las siguientes palabras del Tribunal Constitucional:

Son los propios ciudadanos quienes, a la luz del debate historiográfico y cultural, conforman su propia visión de lo acaecido, que puede variar en el futuro. […] La discusión histórica está abierta a la participación y a la réplica en su contexto propio y por sus medios característicos, pero no puede estarlo a la solución jurídica. […] El ejercicio de nuestra jurisdicción en la garantía de los derechos fundamentales no sirve para enjuiciar la historia, y menos aún para cambiarla o silenciar sus hechos, por mucho que éstos o las interpretaciones que de los mismos se puedan hacer resulten molestos y penosos para sus protagonistas o para sus descendientes[15].

No obstante, esta doctrina del Tribunal Constitucional no se ha aplicado a todos los casos expuestos en estas páginas. Algunos, porque fueron enjuiciados con anterioridad a esta sentencia; otros, porque todavía existen jueces en este país que siguen sin tener claro el carácter vinculante de la Constitución y de la interpretación que de sus normas hace el Tribunal Constitucional. Jueces como los citados en el libro, que exponen —en algún caso, en una sala presidida por un escudo franquista— sin rubor las siguientes afirmaciones: «Las guerras civiles dejan una estela o rastro sangriento de hechos, unas veces heroicos y otras reprobables, que es indispensable inhumar y olvidar, no siendo atinado avivar los rescoldos de esa lucha para despertar rencores»; «la inoportuna e infeliz recordación de episodios sucedidos antes y después del 18 de julio»; «que se hicieron cafradas por los dos bandos es igual de incontrovertible»; «lo que no se puede decir, porque no se ampara en nuestro sistema constitucional, es que determinada persona era responsable de las listas de paseados. Y yo no entro a valorar si esto es cierto o no».

Afortunadamente, no todos los jueces comparten esta filosofía. El autor nos presenta en el libro otros casos en los que los jueces amparan la labor y metodología del historiador. Ahora bien, como en tantos otros temas, en este ámbito también «la Justicia depende de quien te toque», parafraseando a Francisco Espinosa. En efecto, el contenido de las normas jurídicas siempre depende de las lentes de quien las mira. La lectura e interpretación de los textos que aparecen en constituciones y leyes es una labor eminentemente subjetiva en la que, junto a otros factores más o menos consolidados, interviene de forma decisiva la ideología del intérprete. En este caso, del juez, quien vuelca toda su filosofía, formación y experiencia en sus sentencias. De ahí que no baste con que el Tribunal Constitucional siente doctrina en esta materia, sino que se requiere un mayor esfuerzo en formación de los jueces en estas materias, para evitar que sigan obstaculizando la labor del investigador en el desarrollo de este proceso de recuperación de la memoria democrática.

CONCLUSIÓN: SI SE BORRA EL PASADO, NO HAY CULPABLES

NI DELITOS

El autor del libro también nos invita a mirar más allá de los detalles de cada uno de los casos expuestos. Presenta con enorme claridad las motivaciones que están detrás de este intento por «callar al mensajero». Unas razones y motivos que trascienden lo estrictamente personal, es decir, la defensa de un supuesto honor puesto en entredicho, para centrarse en un terreno mucho más político. En concreto, en un intento por paralizar en la mayor medida posible la investigación sobre todo lo que rodeó a la dictadura franquista y su represión.

Tampoco conviene descartar las motivaciones estrictamente personales. Por un lado, familiares de participantes en la represión franquista que quieren mantener en el olvido ese oscuro episodio de sus vidas. Por otro, alguno de los casos que se relatan en el libro tiene que ver con el intento de silenciar evoluciones personales interesadas. Personajes que una noche se acostaron falangistas y a la mañana siguiente se levantaron demócratas convencidos. Tanto en uno como en otro caso, su pretensión tropieza con la libertad de información y la libertad de creación y producción científica del historiador. Como pone de manifiesto el autor, la Constitución ampara esta búsqueda del conocimiento veraz de la historia. Es éste el sentido en el que el Derecho sí entra en el ámbito de la labor del historiador: para proteger los resultados de su investigación libre y metodológicamente fundada frente a los ataques que de terceros —molestos con dichos resultados— podrían producirse. Lástima que esta protección llegue ya tarde para algunas de las personas cuyas peripecias ante los tribunales y medios de comunicación se relatan en estas páginas. Difícilmente se les podrá resarcir del daño sufrido, aunque seguro que les sirve de consuelo saber que el Derecho ampara a quienes ahora continúan la lucha iniciada por ellos.

Pero, como se dijo antes, este intento de acallar las voces que señalan a los participantes en la represión va más allá de lo estrictamente personal o familiar, de la protección del honor en el sentido clásico del término. Desde mi punto de vista, hay una frase de Francisco Espinosa que resume a la perfección esta intención: «Donde ha sido borrado el pasado, no hay delitos ni culpables». La interposición de demandas judiciales en este sentido pretende acallar la investigación histórica con el objeto de evitar que salgan a la luz más detalles de la represión. Es un elemento más en esa estrategia de amnesia e impunidad que se instaló con la Transición en la vida política e institucional española. Ahora, de lo que se trata es de desprestigiar la labor del historiador mediante la descalificación de las fuentes y de los testimonios orales.

Sabido es que en el estudio de la represión acaecida durante el franquismo los testimonios orales son de capital importancia. Los represores intentaron no dejar huella escrita de su actuación, como lo prueban los numerosísimos casos en que ni siquiera se inscribió la muerte de las personas en el Registro Civil. A ello se suma el lamentable tratamiento que se ha dado desde la democracia a la cuestión de los archivos: muchos fueron libremente destruidos por los propios verdugos y otros tantos permanecen hoy sin acceso para los historiadores. Frente a este panorama, los testimonios orales de afectados, testigos y familiares de víctimas se presentan como la principal fuente del historiador, sin cuyo sustento no podrá construirse esa memoria histórica que demanda nuestra democracia.

En paralelo, lograr desactivar el uso de estas fuentes y testimonios —como parece ser la pretensión principal de uno de los jueces retratados en el libro— sería un golpe más que decisivo a la historiografía que pudiera hacerse en España sobre el golpe militar franquista y su plan de exterminio. Supondría consagrar definitivamente esa impunidad contra la que ha de luchar toda sociedad que pretenda ser democrática. Sin embargo, por lo menos en este punto —no así en otros— la impunidad no ha vencido del todo. El Tribunal Constitucional «validó» el uso de estas fuentes y testimonios orales por parte del historiador, lo que habrá de ser tenido en cuenta no solo en los futuros conflictos que puedan plantearse, sino también en los casos que se encuentran en la actualidad a la espera de sentencia.

Finalmente, el libro también muestra fenómenos paradójicos, como es el entrecruzamiento de ambas motivaciones —la personal y la política— en algunos personajes de esta historia. Personajes que mantienen posiciones supuestamente distintas, en función de si se ven afectados o no personalmente, lo que les lleva a realizar erráticos ejercicios de funambulismo político para «salvar su honor». Un ejemplo de ello —relatado en el libro— es el caso de Jorge Trías Sagnier. Abogado de Violeta Friedman, por un lado, y demandante contra un documental de Dolors Genovés en el que supuestamente se vulneraba el honor de su padre[16], por otro, en una entrevista concedida al diario ABC el 31 de enero de 2005 afirmaba lo siguiente: «El recuerdo de Violeta siempre estará con nosotros. Las historias de los republicanos españoles o de los palestinos en Israel [sic] puede que sean muy trágicas, pero no tienen nada que ver con el Holocausto y sus supervivientes».

Resulta bastante plausible que fuera el intento de justificación del oscuro pasado de su padre el que le llevara a realizar una declaración política de tal calado. Quizá no. En todo caso, poco o nada importa ya. Lo que queda es un lamentable intento de establecer una especie de «jerarquía de los horrores», en el que el sufrimiento de republicanos españoles y palestinos ocupa un puesto inferior con respecto al de los judíos. Ante esta opinión interesada puede oponerse el resultado del trabajo de los historiadores. Y de ahí que éste se pretenda evitar mediante demandas y presiones. Historiadores como el propio Francisco Espinosa muestran con sus estudios que las diferencias no son tantas —por lo menos, desde un punto de vista cualitativo— y que, en consecuencia, el tratamiento de los crímenes de la dictadura franquista, así como de la propaganda o exaltación de sus verdugos, debería ser el mismo a todos los efectos que el que se ha dado y se sigue dando a los propagandistas del régimen nazi.

En conclusión, varias son las razones que convierten este libro en una lectura obligada. Destacaría solamente dos de ellas. En primer término, porque acalla con rotundidad las voces de los «cantores de la Transición» y pone de manifiesto algunos aspectos que aquélla dejó abiertos e irresueltos. Una Transición que, como recuerda el autor, blindó el derecho al honor del fascismo español, dejando intacta su memoria, mientras que olvidó el derecho al honor y la restitución de las víctimas de la terrible y larga dictadura militar. En segundo término, este libro ofrece sólidos argumentos jurídicos para que no se vuelvan a repetir las demandas y juicios contra los historiadores —algunos de ellos todavía en curso— que, con el absoluto respeto a los principios metodológicos que han de guiar la labor historiográfica, siguen dedicando su tiempo y esfuerzo para sacar del olvido y del silencio a las víctimas de la represión franquista. Historiadores que con su trabajo contribuyen de manera decisiva a la construcción de una memoria democrática y respetuosa con los derechos humanos.

Se lo debemos a las personas cuyas tragedias personales y familiares se relatan en estas páginas.

RAFAEL ESCUDERO ALDAY,

profesor titular de Filosofía del Derecho,

Universidad Carlos III de Madrid