CONCLUSIONES

La Historia es objetiva pero no imparcial.

JOSEP FONTANA

Sería interesante realizar un trabajo de derecho comparado para saber cómo se tratan, en el ámbito europeo, los conflictos entre los derechos de expresión e información y el derecho al honor, y más concretamente en países de pasado complejo como aquellos en los que la experiencia fascista dejó honda huella o incluso en Francia con la etapa del régimen colaboracionista de Vichy. La particularidad española respecto a esos países es que los golpistas de 1936 se perpetúan en el poder hasta la muerte del dictador, en 1975, y que son sectores procedentes del franquismo los que controlan la transición política. Al fin y al cabo, los nazis y los fascistas, aunque ni en Alemania ni en Italia se depuraran responsabilidades más allá de ciertos niveles, perdieron la guerra y se adaptaron a los nuevos tiempos aprovechando numerosos resquicios que les permitieron mantenerse en centros de poder. Pero eran conscientes de haber perdido: el fascismo había sido derrotado a sangre y fuego. La cúpula nazi se suicidó o cayó más tarde en el proceso de Nuremberg. La imagen del cadáver de Mussolini colgado por los pies en una plaza de Milán debió de helar la sangre a más de uno en España, único islote fascista tras la Segunda Guerra Mundial. Así pues, el fascismo quedó en entredicho y cada país, en la medida de sus posibilidades y según el nivel de la trama de complicidades, desarrolló una legislación de revisión del pasado durante las décadas siguientes.

Aquí la historia fue diferente. Dos años después de la muerte de Franco y un año antes de la aprobación de la Constitución, se decretó una amnistía que borró de un plumazo el pasado. Pero, por más que en un lado de la balanza estuviera el terrorismo etarra, lo que realmente desaparecía como por arte de magia era el pasado fascista, que era el único con el que no se sabía qué hacer después de cuatro décadas de dictadura. La decisión se presentó como fruto de la reconciliación nacional y con el tiempo llegaría a presentarse como uno de los logros más preciados del llamado «espíritu de la Transición». El modelo de transición que va tomando forma entre 1973 y 1978 tiene aspectos positivos para todas las fuerzas que participaron en el proceso, beneficiadas en mayor o menor medida, pero olvida la memoria democrática y olvida que en más de medio país no hubo «guerra civil» alguna, sino simplemente golpe militar y plan de exterminio. Y que en el resto hubo golpe militar fallido, guerra civil y la gran purga jurídico-militar de posguerra.

Es decir, ignora la última experiencia democrática destruida por el fascismo, hecho que para los que estuvieron de acuerdo en dejar de lado el pasado tiene otra lectura: según ellos, hicieron lo que hicieron precisamente porque habían aprendido la lección del 36. ¿Y cuál es la lección del 36? Algo que había calado en la mayor parte de la sociedad española después de la larga dictadura, efecto de la propaganda: la Segunda República, que tantas esperanzas había concitado, no lo hizo bien y condujo al país a un desastre. Y a la propaganda se une algo más: el miedo. No había que provocar a la bestia porque aún era fuerte y podía hacer daño. Así pues, lo que salió de aquel trance histórico sería consecuencia de décadas de propaganda unilateral y del miedo acumulado. De esto y de que de algún modo había que salir de aquel callejón sin salida.

Los partidos empiezan a ajustarse a las posibilidades en juego y entre éstas ninguno contempla la reivindicación del pasado democrático, lo que justificarán diciendo que, ante todo, había que asegurar el futuro. Solo así se explica que unos y otros aceptaran sin inmutarse que ningún partido pudiera presentarse a las primeras elecciones con la palabra república o derivados en su nombre. Se mataba de esta manera en origen la posibilidad de que en el Parlamento existiese un partido político que enlazase con la rica tradición del republicanismo español.

En definitiva, lo que significó la «lección del 36» para esta gente fue asumir que la República se equivocó y se excedió en diversos aspectos, lo que resultó fatal, y que, por lo tanto, había que ser cautos y posibilistas para no molestar a los poderes establecidos. Su evolución posterior, ya en el poder y formando parte del sistema, los apartó aún más de la que debió ser la obligada memoria de la República. Lógicamente, en consonancia con lo que se viene diciendo, nada se hizo en relación con las víctimas de la represión franquista y lo que se hizo, con un nombre que no dejaba ver el verdadero objetivo de la ley, solo contempló la compensación económica y eso después de obligar a las familias a demostrar la desaparición del familiar. Y cuando a partir de 1997 la gente se decidió por su cuenta, en muchos lugares de España, a recordar a sus muertos y darles sepultura digna, tanto el Gobierno como las élites políticas miraron para otro lado y en muchos casos hicieron lo que estuvo en sus manos para frenar esas iniciativas, convencidas como estaban de su improcedencia e inoportunidad. ¿Acaso no sabía ya todo el mundo que «la Guerra Civil» estaba superada por decreto oficial? Fueron años en que hablar de aquello resultaba molesto. Sencillamente aquello no existía.

Tras este proceso de negación del pasado se ocultan varias claves que afectan a lo que aquí se ha tratado. Es el modelo de transición el que al cerrar el pasado en falso deja en total abandono e indefensión a los que van a acercarse a él para contar lo ocurrido. La Transición blinda el derecho al honor del fascismo español y deja intacta su memoria, y, al mismo tiempo, olvida el derecho al honor y el derecho a la memoria de las víctimas del golpe militar y del terror que asoló el país hasta el final de la resistencia armada en la década de 1950. Ya hemos visto a lo largo de estas páginas que el honor de los vencidos no cuenta. La inmensa mayoría de los consejos de guerra franquistas representaron un ataque frontal al derecho al honor de quienes fueron obligados a pasar por ellos y, sin embargo, a ningún juez ni instancia judicial se le ha ocurrido nunca solicitar su anulación en bloque. Es más, lo que ha hecho la Justicia es negar las solicitudes individuales de revisión y anulación argumentando que con los valores y derechos democráticos no podemos atravesar la barrera de 1978. Sin embargo, con esos mismos valores y derechos sí se puede sentar en el banquillo y condenar a alguien que supuestamente haya manchado el honor de personas involucradas en hechos ocurridos en 1936. Evidentemente, la Justicia que así actúa está escorada hacia la derecha o su tendencia es ésa.

Al mismo tiempo y en consonancia con lo que se viene diciendo, fue Rodolfo Martín Villa, falangista y ministro de Gobernación en 1977, quien ordenó la destrucción de los archivos del Movimiento. No serán los únicos fondos documentales en desaparecer, pero su pérdida resulta irreparable. Y esto ocurre por la absoluta desprotección legal en que se encontraba —y se encuentra: pensemos en los fondos judicial militares— la documentación, ya que no habrá una Ley de Patrimonio Documental hasta 1985. En ella se contempla como proyecto la creación de una Ley de Archivos, de la que aún estamos a la espera. Esto supone, entre otras cosas, que del destino de los documentos generados por la Administración del Estado solo podemos pedir cuenta a partir de 1985.

Así pues, olvido y silencio, y destrucción y abandono de la documentación. Esto es lo que hizo la Transición con el pasado reciente. Es muy probable que de no haber sido destruidos los expedientes personales de quienes dieron vida al Movimiento, algunas de las demandas expuestas se hubieran cerrado en breve. Hubiera bastado con acudir al expediente personal y comprobar el historial para situar a algunos en el contexto adecuado. Y no porque en los expedientes se detallaran los crímenes en los que participaron, cosa impensable, sino porque ofrece con detalle el marco cronológico, el currículum y el grado de implicación en «la gran tarea» del Alzamiento. En los informes y documentos sobre miembros de Falange, las actividades represivas se ocultan detrás de frases hechas como «participó en tareas de limpieza» o en «obedeció cumplidamente cuanto se le ordenó». Sobre todo si esas frases informan sobre la etapa inmediatamente posterior a la implantación del golpe militar. Sin duda hubiera sido interesante poder ver los expedientes de los Rosón, los de los catalanes de Burgos, los de los alcaldes franquistas mencionados, los de la banda del «Sargento Veneno» o los de la familia Reales, pero no será posible a no ser que por algún motivo, como en el caso de Gila Boza, aparezca algo en un sumario.

Basta leer la Constitución para comprobar que en la Justicia no puede radicar la solución al problema que tratamos: el artículo 18 garantiza el derecho al honor y a la propia imagen y el 20 reconoce el derecho a la libertad de expresión y de información. No puede recaer en los jueces la decisión sobre si un trabajo de historia está bien hecho o no, o si la interpretación es la adecuada; ni si la metodología utilizada es la apropiada o por el contrario hay otra mejor. Sobre todo porque la Justicia no está capacitada para ello, ni le incumbe. Solo el historiador, el investigador o el documentalista saben el valor y la fiabilidad de un testigo. Y solo ellos son conscientes del recorrido que han hecho para llegar a una serie de conclusiones, lo que queda a la vista en notas, bibliografía, fuentes, etc. Y concretamente sobre represión, los que la hemos investigado, sabemos que los que se sumaron al golpe voluntariamente o a la fuerza, tarde o temprano, se vieron implicados en las diferentes facetas de las tareas represivas, porque la represión, ante todo, es trabajo: realizar listas, detener, fichar, encerrar, interrogar, torturar, trasladar a los presos en camiones, asesinar, abrir fosas, meter dentro a los muertos, rociarlos con cal viva esperando la siguiente tanda, tapar la fosa, limpiar la sangre allí donde haya quedado y nuevamente a empezar. Y este trabajo, que en España duró años, requiere el concurso de mucha gente en diferentes niveles. Un juez demócrata debería al menos ser consciente de que si todo esto no llegó a manos de la Justicia es por la larga duración de la dictadura y por el modelo de transición.

Es posible que en un principio —pienso en la época de UCD— los jueces aceptaran gustosos la tarea de velar por el pasado glorioso (caso de Vivas Marzal y su «inoportuna e infeliz recordación»), e incluso es posible que hoy haya jueces —algún caso se ha visto aquí— que crean que frente a la amenaza de la memoria histórica ese pasado debe seguir siendo protegido, pero no puede comprenderse que a estas alturas esto pueda seguir ocurriendo en una sociedad democrática normalizada. Aunque a renglón seguido hay que decir que, sin duda, una vez superado el ciclo 1976-1981, ha sido la dejación de los políticos la que ha pasado el problema a manos de la Justicia.

Y es que si los políticos hubieran cumplido su deber a la hora de proteger la documentación y ponerla al servicio de la sociedad la situación sería muy diferente. Y si existiera hace ya años una política nacional de archivos medianamente coherente y éstos estuvieran bien dotados y con el personal adecuado todo hubiera ido mejor. Y si los fondos documentales que aún conservan, o deben conservar, si es que no los han destruido, el Ejército, la Guardia Civil y la Policía hubieran pasado a depender ya hace tiempo de archivos del Estado y de personal cualificado del Cuerpo Facultativo de Archiveros nada sería igual. Y si los gobiernos democráticos y los partidos hubieran clarificado en algún momento, y no como una mera declaración formal forzada por las circunstancias como en noviembre de 2002, su condena del golpe militar y de la dictadura, y su asunción de los valores democráticos representados por la Segunda República, sería otra muy diferente la memoria de aquellos hechos. No olvidemos que la raquítica política de memoria que se ha hecho en España no hubiera existido de no ser por la presión social que se inició a finales de la década de 1990. Si fuera por los diferentes gobiernos y por los partidos políticos seguiríamos como en la Transición.

Bajo esta perspectiva, los avatares de los periodistas, documentalistas, investigadores e historiadores que hemos visto pasar por estas páginas son fruto del modelo de transición que se impuso y de las políticas de olvido aplicadas en España desde la Transición hasta nuestros días. ¿Tiene sentido acaso que en medio del tímido intento por establecer cierta política de memoria sigan celebrándose juicios por ataques contra el derecho al honor (la mitad de los casos tratados son posteriores a 2005)? ¿Se puede consentir que un juez prohíba el acceso a las memorias de una persona porque se le acerque alguien que le dice: «Oiga, es que están diciendo de mi abuelo esto…», cuando resulta que «mi abuelo» fue el primer alcalde fascista de O Grove gracias a un salvaje golpe militar? ¿Acaso merecen que su honor sea respetado personas que se sumaron con todas sus consecuencias, si es que no participaron en los preparativos, a una conspiración armada contra un régimen democrático y se vieron involucrados de una u otra forma en el proceso represivo? No deja de llamar la atención que el señor juez de Cambados mencione como argumento justificador de cara a prohibir testimonios como el de Ramón Garrido lo siguiente: «[…] es grave que los descendientes de uno y de otro se encuentren tomando el café». Sin embargo, el juez Carballal no se acuerda del tiempo eterno en que los familiares de las personas asesinadas por los fascistas en O Grove y en toda España tuvieron que convivir día a día no ya con quien dice que tu padre es un asesino sino con los propios asesinos.

Conviene recordar que de no haber concluido la guerra con la derrota republicana todos ellos, militares y civiles, hubiesen sido tratados como lo que fueron: delincuentes, y muchos hubieran acabado en la cárcel. Pudieron jactarse de tener las leyes de su lado durante la dictadura, pero la democracia no puede consentir que esa burla se perpetúe. No se trata ahora, como dicen algunos con sorna, de darle la vuelta al resultado del golpe militar, de la Guerra Civil y de la dictadura, sino simplemente, desde el tiempo que nos ha tocado vivir, de situar a cada uno en el lugar que le corresponde y que merece.

Resulta significativo que, entre los casos tratados, ninguno de los acusados de implicación en la represión sea militar. Y digo esto porque la apertura a la investigación de las Auditorías de Guerra nos han permitido saber que, aunque los ejecutores fueran falangistas, requetés, guardias civiles o soldados, la represión se organizó invariablemente bajo control militar, bien por las delegaciones de Orden Público como por las comandancias militares de cada localidad, donde las «fuerzas vivas» elaboraban las listas de personas que otros debían detener y asesinar. La mayor parte de la gente solo percibía esta fase final del proceso, ignorando por completo el modo por el que el nombre del familiar había ido a parar a la lista. Naturalmente es más fácil dar los nombres de los que se vieron que los de aquellos que se mantenían ocultos o era gente de paso como los comandantes de puesto.

Nunca podrá compensarse a los protagonistas de esta obra los años de preocupaciones y sinsabores que se les ha hecho pasar. Porque no olvidemos que la Justicia es lenta y su camino de recursos y contrarrecursos muy largo y estrecho. Y por si fuera poco, la Justicia es imprevisible: dio la razón a Violeta Friedman, José Casado, Dolors Genovés, Marta Capín y Dionisio Pereira, y se la quitó a Fernando Ruiz Vergara, Ramón Garrido, Santiago Macías, Emilio Silva y Alfredo Grimaldos[45]. Ninguno merecía lo que se le vino encima por un hecho, fruto de la valentía y del compromiso personal, que en una sociedad democrática solo debería merecer la aprobación. Olvidaron las exigencias de Vivas Marzal: «[…] relatos rigurosamente históricos, imparciales y no destinados al común de la gente». Aquí radica parte del problema: la historia de la represión se ha hecho precisamente para el común de la gente. No deja de ser llamativo que de las diez demandas tratadas —exceptuando los casos de Violeta Friedman y de Amparo Barayón— la mayor parte proceden de Andalucía (4) y Galicia (3), dos de las zonas donde la represión fascista fue más dura y donde ha sido más investigada. Obsérvese, por otra parte, que la mayoría de las demandas remiten a territorios donde el golpe triunfa y la represión es inmediata.

¿Cómo medir el desgaste personal de quienes durante años se han visto sometidos a la enorme presión de las leyes por haber mantenido tal o cual cosa, de quienes han visto en entredicho su trabajo y su profesionalidad, de quienes han sido sometidos a agresivos interrogatorios por el mero hecho de haber actuado como transmisores de lo que otros les contaron? No hay forma de medirlo. Nada ni nadie les compensará. Lo único que se puede hacer es evitar que pase a otros, lo que habrá que intentar de dos maneras: admitiendo la realidad de lo ocurrido en 1936 con todas sus consecuencias, derogando la amnistía de noviembre de 1977[46], y garantizando la libertad de investigación y de información. Está en juego la libertad científica y algo más. Termino con estas palabras de María Emilia Casas Bahamonde:

La posibilidad de que los contemporáneos formemos nuestra propia visión del mundo a partir de la valoración de experiencias ajenas depende de la existencia de una ciencia histórica libre y metodológicamente fundada. Sin diálogo con los juicios de los demás (con los del historiador, que es lo que aquí importa) no resulta posible formar el propio juicio. No habría tampoco espacio —que solo puede abrirse en libertad— para la formación de una conciencia histórica colectiva.