Las políticas de silencio y olvido puestas en práctica desde la Transición dieron sus frutos en las décadas siguientes. Solo desde este vacío absoluto de pasado es posible entender extrañas historias como las de los falsarios Enríe Marco y Antonio Pastor, que se hicieron pasar, uno en Cataluña y otro en Andalucía, por lo que no eran. Enríe Marco, Cruz de Sant Jordi (2001) y presidente de la principal asociación española de deportados, la Amical de Mauthausen, se había inventado un pasado de deportado en el campo de Flossenburg, según su propia declaración, «para que le prestaran atención y así poder difundir mejor el sufrimiento de las víctimas». Por su parte, Antonio Pastor, Medalla de Andalucía (2002), considerado «superviviente de los campos nazis» por la prensa andaluza[32] y al que Canal Sur dedicó un programa titulado «Mauthausen, vivir para contarlo», exhibía supuestos documentos probatorios de su paso por Mauthausen, documentos que nadie se había tomado la molestia de leer. Resultó que nunca fue un deportado ni estuvo en Mauthausen ni luchó en la resistencia francesa. Ambos se aprovecharon en este caso de la carencia de investigaciones rigurosas sobre la deportación española a los campos nazis. «En Francia nunca hubiera podido presidir una asociación», dijeron varios deportados tras conocerse el «caso Marco» (El País, 15 de mayo de 2005).
Fueron precisamente los primeros historiadores en investigar a fondo el asunto y sacarlo a la luz, Benito Bermejo y Sandra Checa, los que tuvieron que afrontar la denuncia, que puso en evidencia a unos y a otros y que, para colmo, fue criticada por quienes más tenían que agradecerla: la propia Amical, los correligionarios de Marco —secretario general de la CNT—, los periodistas incapaces de poner en duda ni una sola de las declaraciones de los falsos deportados y que ni siquiera se habían tomado la molestia de leer los papeles que les presentaban, los documentalistas autores de indocumentados documentales, etc. El «escándalo Marco-Pastor» puso al descubierto una terrible realidad: a treinta años de la Transición, los responsables de la violencia que asoló al país desde el 18 de julio de 1936 podían seguir ocultando su pasado y presentarse como inocentes, y las verdaderas víctimas, en este caso del exilio y de la deportación, habían acabado suplantados por personas que les habían arrebatado su propio pasado. Éste era el resultado de las políticas practicadas desde la Transición por los partidos que llegaron al poder, fueran del signo que fueran. Evidentemente, de haberse favorecido la investigación del destino de miles de españoles en los campos nazis tal cosa no hubiese ocurrido.
El caso que ahora nos ocupa supone una vuelta de tuerca. Detrás, una vez más, la seguridad de que nada pasará si se miente y el deseo de un protagonismo inmerecido. En 2005 la editorial Oberon publicó La hoz y las flechas: un comunista en falange, de la periodista Mercedes de Pablos Candón. El 15 de diciembre apareció noticia de la publicación en el suplemento andaluz de El País, firmada por Santiago Belausteguigoitia y con foto de la autora. La lectura del libro, un disparate de principio a fin, motivó que el 19 de diciembre José María García Márquez, máximo experto en represión franquista en la provincia de Sevilla y quizás el mejor conocedor del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo, y el que esto escribe enviáramos una carta al suplemento andaluz de El País:
Sobre La hoz y las flechas
Hace solo unos días se comentaba en este periódico la publicación de La hoz y las flechas, un libro de Mercedes de Pablos basado en el testimonio de Juan Gila Boza. La autora parte de una base errónea: la desaparición de la causa judicial de Gila Boza. La causa existe. La razón primordial de esta carta es la calumniosa acusación de que Antonio Martínez Borrego fue el delator que en 1948 llevó a docenas de personas a la cárcel. Es falso. Gila Boza ha olvidado que él declaró antes que Martínez Borrego y que habló bastante más. También ha olvidado que nadie pidió para él pena de muerte. Por otra parte, según sus propias palabras y su expediente, Gila Boza, que dice ser falangista desde 1934, ingresó en el PCE en 1935 por orden de Falange. Creemos que la existencia de la causa invalida el testimonio y aconseja una revisión en profundidad del libro. Es posible que más que ante un «topo comunista» infiltrado en Falange nos encontremos ante un «medalla de la Vieja Guardia» de Falange infiltrado en el PCE desde 1935 y que realiza tareas de espionaje durante la guerra. Este giro haría bastante más comprensible la extraña peripecia vital de Juan Gila Boza.
Pero el periódico, quizá por corporativismo, consideró que la carta no merecía ser publicada, de forma que el 6 de enero fue remitida al suplemento andaluz de El Mundo y El Correo de Andalucía, que la incluyeron en su edición del día 17 de enero. El efecto fue inmediato: el día siguiente la sacó El País, sin duda, con la intención de que la compañera De Pablos pudiera contestar a gusto, como de hecho ocurrió el día 20:
Comunista y militante
Juan Gila Boza, es comunista, tiene carnet y militancia. Lo ha sido durante ochenta años y lo es ahora que va a cumplir los noventa y uno. Sirva esta contundente afirmación como respuesta a la carta publicada por su periódico en la que el Sr. Espinosa ponía en duda la trayectoria política y personal de Juan Gila Boza, el protagonista de La hoz y las flechas, libro que he escrito basándome en su testimonio y en el contraste riguroso de su memoria. Parte de un error el firmante de la carta al aducir que el libro analiza una causa judicial. No es un libro sobre un expediente sino sobre una persona. La diferencia no es sutil, es sustancial. Dudar de la veracidad de la vida de Juan es algo más grave que un error profesional o una falta a la verdad. Es perverso e inmoral. Todos los que hayan leído la biografía de Juan saben, como lo saben sus compañeros de partido, sus amigos, sus vecinos o quienes le dieron una paga hace muchos años como represaliado del franquismo, que Gila Boza conserva el expediente de la causa por la que fue a la cárcel pero que el original no ha estado disponible al menos hasta la fecha de la publicación del libro en su Archivo correspondiente. La fotocopia, sí, por supuesto, así como otros documentos igualmente valiosos que han servido como soporte de su memoria. Pero es la memoria de un hombre, la peripecia vital de un hombre, la que se cuenta. A mí es Juan Gila Boza, su vida, su dignidad y el respeto que todos le debemos lo que me importa. La Historia es de los hombres y las mujeres que la hacen como saben todos los que aman las historias y las trabajan, personalismos, patrimonialismos y celos aparte.
La respuesta constituía una huida hacia delante. Ninguneaba a José María García Márquez, inventaba que nuestro error era suponer que el libro analizaba una causa judicial (más bien se le animaba a consultarla), mantenía que dudar del testimonio de Gila Boza era «perverso e inmoral», inventaba que éste conservaba el expediente de la causa (lo que tendría era copia de la sentencia) y, tras defender la vida y la dignidad de este señor, cerraba afirmando que lo que había detrás de nuestra carta eran cuestiones personales, patrimoniales y de celo. En el objeto del debate ni se entraba. Unos días después, el 25, El País publicó una carta de alguien que parecía ser una fan de la periodista. «He seguido la trayectoria de Mercedes de Pablos, singular periodista…», comenzaba la carta. Resultaba evidente que la autora, de nombre Selva Otero, fiel devota de De Pablos, se había conformado con leer la carta de ésta. De manera que, convencida de que el enemigo eran los de siempre, la carcundia franquista, salía en defensa de «la rigurosidad y sensibilidad de una mujer valiente» y arremetía contra nosotros, a los que admitía desconocer, como aquellos «a quienes aún le pesan como una losa esas 224 páginas donde Mercedes nos da un revolcón».
Unos días antes, el 22 de enero, habíamos enviado una nueva carta a El País en respuesta a la de De Pablos, carta que en principio mereció por parte del suplemento andaluz el mismo trato que la anterior, hasta que, tras una queja al defensor del lector y otra al entonces director, Jesús Ceberio, decidieron publicarla el 11 de febrero. Decía:
De topos y delatores
No vamos a contestar a M. de Pablos en el tono que ha decidido adoptar. Solo diremos que sería conveniente que se documentara. Sus ocurrencias y descalificaciones nos obligan a recordarle que la razón de nuestra carta fue la acusación de delator que aparece en su libro en relación con Antonio Martínez Borrego, hecho inadmisible (éste sí «perverso e inmoral») sobre el que ha preferido callar. ¿Y si fuera falso que el gran delator fue Martínez Borrego? ¿Acaso solo Gila Boza tiene derecho a la dignidad y el respeto? La autora tenía dos posibilidades: acudir al archivo a comprobar lo que se le ha indicado y así poder contrastar causa y testimonio oral, o seguir actuando como si aquélla no existiera y descalificar al mensajero con inventos y prejuicios varios. Es evidente que ha optado por la segunda, la más cómoda.
En cuanto a Gila Boza se nos escapa la razón por la que no podemos dudar de la veracidad de sus declaraciones, sobre todo sabiendo las malas pasadas que juega la memoria y conociendo bien el sumario de 1948. Por ejemplo, es falso que Martínez Borrego delatara a todos sus compañeros. Y también es falso «que por él [Gila Boza] no cayó nadie». De hecho todavía vive alguno de los que delató. Además ha olvidado hechos importantes que explican muchas cosas: su expediente de Medalla de la Vieja Guardia, según puede verse en la causa, es de 1935, precisamente el mismo año en que Falange le ordenó que ingresara en el PCE, pero su verdadera incorporación al PCE, ahora ya no como topo falangista, fue a partir de 1944. Solo por estos cuatro «olvidos» habría que revisar su testimonio… y el libro.
En medio, y hartos ya de la marcha del asunto, decidimos dejar la prensa y pasar a Internet. El día 2 de febrero enviamos a diversas páginas el siguiente texto:
Sobre La hoz y las flechas o cómo acabar de una vez por todas con el boom de la memoria histórica
La experiencia demuestra que la historia está al alcance de cualquiera que la trabaje bien. No existe una historia buena hecha por historiadores y una historia mala hecha por los demás. Aunque no es fácil superar ciertas carencias asociadas a la falta de conocimiento histórico, básicamente hay, como en casi todo, trabajos bien hechos y trabajos que no alcanzan el nivel exigible. Con la historia reciente ocurre, sin embargo, que casi todos nos pensamos con derecho a opinar. Sin embargo, pese a tratarse de hechos vividos por personas que hemos conocido o que aún viven y de las que aún podemos recoger su testimonio, esta tarea debe plantearse desde un conocimiento aceptable de lo que se va a tratar. Son conocidos los riesgos y excesos de la historia oral: de poco sirve hablar con una persona que vivió a fondo la República, el golpe militar, la guerra y la dictadura si no conocemos mínimamente bien la etapa que va de 1931 a 1975. Digamos, aún a riesgo de exagerar, que en la historia oral el 50% del trabajo es previo: la elaboración del cuestionario. El aprovechamiento del testigo estará siempre en función de nuestros conocimientos y preguntas. Y si el entrevistado se equivoca o miente es necesario que tengamos capacidad de detectarlo o que la práctica nos alerte sobre su escasa fiabilidad. Dos ejemplos: una cosa es Recuérdalo tú y recuérdalo a otros de Ronald Fraser (Crítica, 1979) y otra muy diferente las Historias orales de la Guerra Civil de Bullón y De Diego (Ariel, 2000). Veinte años separan a un clásico de la historia oral de un hito de la chapuza revisionista.
A este planteamiento básico habría que añadir dos fenómenos relativamente recientes: la proliferación de personas ajenas al mundo de la historia (en general novelistas y periodistas) que se animan a publicar cosas «sobre la Guerra Civil» al calor del boom de la «memoria histórica» surgido a finales de los noventa, y el asentamiento paulatino de la «cultura tertuliana», práctica extendida en los medios de comunicación consistente en dar estatus de experto y categoría de opinión a las diversas ocurrencias de cualquier indocumentado que se ponga ante un micrófono o tenga columna fija en un periódico. Dicho lo cual hay que añadir, por obvio que resulte, que existen novelas que pueden convivir sin problema con la historia y que en ese mar de «tertulianos» también hay opiniones cualificadas. Pero desgraciadamente no es eso lo que abunda o suena más, sino aquellos que, sobre todo desde el periodismo y la literatura, han aprovechado el filón de la «Guerra Civil» contando con la inestimable ayuda de los medios de comunicación. Así surge la cadena (autor + editorial + suplemento literario + medio audiovisual) que permite que cualquier subproducto se convierta en un éxito de ventas. Además, para redondear la ceremonia de confusión, todo ello ha ido acompañado de la marea revisionista surgida como respuesta al movimiento en pro de la memoria y promocionada por el PP en su segunda legislatura triunfal.
Ésta sería la base sobre la que situar un libro como el de M. de Pablos, publicado por Oberon. Estamos ante un fruto de ese cruce de fenómenos: un hombre con una historia que contar, sea cierta o no, en un momento propicio (Juan Gila Boza); una periodista (M. de Pablos) y una editorial muy relacionada con el aludido boom (Oberon). No hace falta ser un experto en historia del período 1931-1950 para saber que La hoz y las flechas adolece de problemas de todo tipo que harían casi imposible su publicación en una editorial especializada en Historia. Pero esto no bastaría para lamentar y criticar activamente su publicación. Al fin y al cabo, libros así salen docenas al año, y no vale la pena perder un minuto en demostrarlo (piénsese lo que llevaría hacerlo solo con los libros de Torres y Eslava). La particularidad del libro de M. de Pablos es que contiene una grave acusación: un hombre inocente, Antonio Martínez Borrego, es acusado de ser el delator que causó la detención de numerosas personas en una operación que tuvo lugar en 1948 en la Sierra Norte de Sevilla. Se entiende que la autora, al pensar que no existía ya, no utilizara la documentación que sobre la causa se conserva en el archivo militar; pero no se comprende en modo alguno que esa misma autora, una vez advertida del grave error y de la existencia del sumario, no solo no haya admitido el error y pedido disculpa a los familiares y a los lectores sino que, en huida hacia delante, haya optado por la demagogia más absurda. Con ello da pie a que comentemos con más detalle por qué el libro sobre Gila Boza es un disparate de principio a fin y cómo, en ese contexto, no es de extrañar una metedura de pata del calibre de la cometida. Reduciremos los comentarios a siete puntos claves del libro:
Cabría señalar otros errores que impiden la lectura reposada del libro: se rebautiza a Barneto llamándolo Julián, se confunde San Nicolás del Puerto (Sevilla) con San Juan del Puerto (Huelva), se llama Ana Nieto a Ana Quevedo, la nieta de Queipo, o Elio Gómez a Helios Gómez y Arturo Márquez al coronel de la Guardia Civil Arturo Blanco. El que muere asesinado en el Parque en el 31 no es Manuel Parra sino Francisco Parra Díaz; Antonio Corpas no fue asesinado en 1936 sino en 1935; José Rodríguez Corento no era simpatizante del PCE sino miembro de su dirección y administrador del Manicomio. La Nava (Huelva) no tiene nada que ver con Las Navas de la Concepción (Sevilla); el nombre del pueblo cercano a Llerena es Fuente del Arco y no Fuente de Arcos ni Fuentes de Arco. Luis Campos Osaba no fue detenido en Málaga sino en Sevilla, y, por terminar, el hermano del protagonista, el comunista Angel Gila Boza, no fue fusilado en Paterna del Campo (Huelva) en 1940, sino en Paterna (Valencia) el 13 de agosto de 1942. Sirva esto de muestra, aunque hay mucho más. Alguien debió revisar el libro para limar lo más chocante (¿a qué Mairena se referirá el prologuista?). Además es preferible no entrar en otro tipo de detalles como las referencias al «Alzamiento» o al «gracejo» de Queipo cuando en sus charlas llamaba Martínez Birria a Martínez Barrio.
Después de lo dicho cabe albergar serias dudas sobre la validez del testimonio de Juan Gila Boza y del libro de M. de Pablos. No obstante, hay que decir que nos da igual si este hombre ha decidido reinventarse su vida. Lo que resulta inadmisible es que haya «blanqueado» su pasado a costa de un inocente como Antonio Martínez Borrego con la ayuda de una periodista. Tampoco tiene justificación alguna que la autora no solo se haya creído todo lo que le ha contado este hombre sino que en ningún momento controle los hechos y las fechas, base de cualquier relato de carácter histórico. El marasmo de las fechas y la ignorancia de los hechos llegan a ser la seña de identidad del libro. M. de Pablos pudo escribir una novela y utilizar nombres falsos pero no lo hizo. Pensó que con el testimonio del «topo» y unas pinceladas locales aquí y allá sería suficiente. Desde luego si algo bueno tiene la «memoria» que recuperamos con trabajos como éste —no hay que olvidar que pertenece a la Serie Memoria de la editorial Oberon— será acabar de una vez por todas con el boom de la «memoria histórica». Así sea.
Supongo que este artículo no beneficiaría mucho al libro. Lo cierto es que la autora, quizás ocupada en los múltiples actos de propaganda organizados en torno a La hoz y las flechas en todo tipo de medios (prensa, radio y televisión), actos a los que desde luego no sería ajena su óptima posición mediática en el panorama político-audiovisual andaluz, actuó como si no existiera. Nunca nos enteraremos pero no es arriesgado mantener que el libro, de acuerdo con la campaña y con el estilo de la editorial, debió vender muchos ejemplares.
Digamos, en resumen, que Juan Gila Boza, un topo de Falange infiltrado en el PCE, acabó, con ayuda de la periodista Mercedes de Pablos, reescribiendo su historia como la de un topo del PCE en Falange. He aquí, pues, pretendiéndose un ejemplo de «recuperación de memoria histórica», un consumado ejercicio de mistificación de la historia. Además la periodista, creyéndose todo lo que le contó Gila Boza, se permitió culpar a un hombre inocente, ya fallecido, Antonio Martínez Borrego, de haber sido el responsable de la detención de otros muchos en 1948, algunos de ellos condenados a muerte, cuando lo cierto era que el verdadero delator fue el propio Gila Boza. Por suerte, en esta ocasión, hay un sumario militar que demuestra que miente, sumario que la periodista no quiso consultar ni cuando se le advirtió del error, probablemente para no enfrentarse a lo que sería el paso inmediato: asumir la metedura de pata, pedir disculpas a la familia del afectado y retirar la edición.
En 2006 los hijos de Martínez Borrego, Alberto y Carmen Martínez Núñez, tras haber interpuesto una demanda de conciliación que quedó sin avenencia, presentan una querella criminal por un delito de injurias con publicidad contra Mercedes de Pablos y la editorial Oberon, del grupo Anaya. Su abogado es José Luis Escañuela Romana, entonces presidente de la Asociación de Abogados Progresistas de Andalucía. En el texto de la querella se establecen los hechos con detalle de las frases que imputan a «Borrego», como se suele citar en el libro. Los hijos mantienen que, frente a lo que se lee en él, su abuela, la madre de Antonio Martínez Borrego, nunca fue comunista ni estuvo en prisión; y, sobre todo, que el «Borrego frágil, débil e inmaduro» del libro, no delató a veinticinco personas a cambio de reingresar en el Cuerpo (era guardia civil) y de veinte mil duros. Por el contrario, defienden la integridad de su padre, guardia civil republicano y miembro del Partido Comunista hasta su muerte en 1987, y recuerdan las privaciones y sinsabores que sufrieron a consecuencia de la prisión a que se vio sometido el padre y a las represalias que cayeron sobre la familia.
Luego los querellantes prueban que el relato de la autora es falso e injurioso, como demuestra la consulta de las causas militares 328 y 368 de 1948, existentes en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, causa que de haber sido consultada por De Pablos la hubiera evitado «tan vergonzante relato que falta a la verdad y que atenta contra las convicciones de un hombre que consagró la vida, a diferencia del Sr. Gila Boza, a la causa de la libertad». Y es que, según la causa, el primero en declarar fue Gila Boza, que fue quien delató a una serie de gente en ésa y en las siguientes declaraciones. Por el contrario, Antonio Martínez Borrego no delató a nadie. La causa prueba también que Gila Boza estaba en posesión de la Medalla de la Vieja Guardia de FET-JONS y que traficaba con armas que compraba a los falangistas a doscientas pesetas y vendía a los comunistas a trescientas. Y, sobre todo, el sumario prueba que Gila Boza entró en el PCE en 1935 por orden de Falange «para descubrir y desarticular su labor», según el expediente existente en la Jefatura Provincial de Falange. Un informe de la Policía añade que perteneció a la escolta personal de Sancho Dávila, alto cargo de Falange.
En la querella se comenta el asunto del cruce de cartas en la prensa tras la salida del libro y, a propósito de la peculiar actitud de El País, se añade: «No en vano la Editorial demandada pertenece al mismo Grupo Editorial que El País, pues fue adquirido por PRISA en marzo de 2000». Y añade:
El libro ha sido ampliamente difundido a través de Canal Sur y Localia Televisión, e incluso entrevistada la autora […] en su promoción en todos los medios de PRISA, primer grupo de comunicación español que opera en veintidós países de Europa y América, y que llega a más de dieciocho millones de personas, entre otros, contando con la Cadena Ser, Canal Plus y Digital Plus.
También se incidía en las sucesivas reproducciones de las afirmaciones injuriosas a consecuencia de la polémica (El País cuenta con cuatrocientos setenta y cinco mil lectores de media diaria) y en los mayores beneficios obtenidos por la editorial por este mismo motivo. Por todo ello se fijaba la responsabilidad civil en sesenta mil euros en concepto de indemnización por los daños morales y perjuicios, suma que sería destinada a una asociación vinculada a la memoria histórica, y se pedía que se condenase a Oberon a retirar el libro.