PRÓLOGO
TEMORES Y FANTASÍAS.
A finales de septiembre de 1937, dos inglesas llegaron a París. Una, un ama de casa de Londres sin dinero y militante del partido comunista, había viajado desde Calais en un tren abarrotado que había enlazado con un barco. A pesar de estar agotada tras el recorrido, dejó las maletas en consigna y se fue derecha en autobús a la recién inaugurada Gran Exposición. La otra, hija de uno de los aristócratas más ricos de Inglaterra, llegó en una limusina reluciente acompañada de una princesa, nieta de la reina Victoria. Después de instalarse en un hotel de lujo en la Rue de la Paix, salió a cenar. Al día siguiente, después de hacer unas compras, también visitó la exposición. Tan grande era la desconcertante exuberancia que proporcionaban los 240 pabellones que se apiñaban en las orillas del Sena, que en unas pocas horas sólo se podía ver parte de sus maravillas. Las dos mujeres tuvieron que escoger. Lo que decidieron revelaba en gran medida de dónde venían y adónde iban.
La comunista se fue derecha al pabellón del gobierno de la República española y se «quedó embelesada ante el Guernica de Picasso». Le repugnó «la vulgaridad competitiva» de los pabellones alemán y soviético que se desafiaban a un lado y al otro del puente de Iena en la orilla derecha del Sena. Por el contrario, la chica de alta sociedad se quedó cautivada con la gran construcción cúbica alemana, diseñada por Albert Speer, y sobre la cual volaba una enorme águila con la esvástica en las garras. Aunque, como su compatriota más pobre, se encaminara hacia la guerra civil desencadenada en el sur, no se tomó la molestia de visitar el pabellón de la República española. En lo que ambas coincidieron fue en su desprecio por la muestra británica. La comunista «bramó con desdén ante la contribución británica —en su mayoría trajes de tweed, pipas, bastones y material de deporte—». A la aristócrata el muestrario del pabellón británico de pelotas de golf, mermelada y bombines le pareció «muy malo».
Las dos inglesas nunca supieron que habían coincidido en la exposición de París como tampoco que sus caminos se habían cruzado antes. Hacía tres meses y medio, la aristócrata había salido de un cine de Leicester Square y había visto una manifestación comunista que protestaba por el bombardeo de artillería desencadenado por la Armada alemana en Almería. Entre los que gritaban «¡Paremos la guerra de Hitler contra los niños!», se encontraba el ama de casa izquierdista. Para ambas mujeres, París era simplemente una parada de un viaje más largo a España. Sus preparativos en agosto de 1937 no podían haber sido más diferentes. La comunista se lo había pensado mucho antes de salir de Inglaterra y dejar a su hijo y a su hija para trabajar como voluntaria para la República española. Con preocupación, vendió los libros y los enseres de casa que pudo, y dejó el resto en el depósito de un teatro. En la estación de tren de Liverpool Street, se despidió amargamente de sus dos hijos y les metió en un tren con destino a un internado que pagó un camarada pudiente del partido. Un mes antes de su treinta y tres cumpleaños, la pequeña izquierdista morena tenía pocas posesiones. Apenas tenía equipaje propio, sólo un poco de ropa —sus dos maletas desvencijadas estaban a rebosar de material médico para la unidad del hospital republicano al que esperaba unirse en España—. Cargada con sus bultos, tomó un autobús en la estación de Waterloo para coger el tren a Dover.
Los preparativos de su homóloga fueron mucho más detallados. Durante más de seis meses, no había soñado con otra cosa. Estaba enamorada y tenía la esperanza de que al ir a España atraería la atención de su amado, un príncipe español que estaba sirviendo destinado a la Legión Cóndor alemana. Durante el verano de 1937, cuando no estaba montando a caballo, jugando al tenis o aprendiendo golf, tomaba clases de español con un profesor particular. En el West End de Londres, su programa agotador de compras se entremezclaba con vacunaciones y con visitas a personas que podían ser de utilidad para el tiempo que pasara en España. Entre ellas se encontraba uno de los cuatro hombres con mayor responsabilidad en la política británica de relaciones con España en el Ministerio de Asuntos Exteriores y la exreina de España Victoria Eugenia. Sin haber cumplido los veintiún años, la rubia conocida en la alta sociedad, bastante desgarbada y muy pendiente de su peso, recorría obsesionada los salones de belleza preparándose para su aventura española. Se fue de Inglaterra en una limusina, conducida por un chófer, que pertenecía a la prima de Victoria Eugenia, la princesa Beatrice de Saxe-Coburg. El coche estaba a rebosar de baúles y cajas de sombreros que contenían los trofeos de los safaris de compras de las cuatro semanas anteriores. Después de que el jefe de estación las condujera en Dover a un compartimento privado del transbordador, cruzaron el canal de la Mancha y fueron en coche a su hotel de París, donde hicieron más compras y visitaron la Gran Exposición. Al día siguiente, continuó su viaje hasta la frontera española, disfrutando de un recorrido muy placentero por el pacífico campo de Francia.
Después de ver el Picasso, su compatriota izquierdista se apresuró a recoger sus pesadas maletas y a coger el tren nocturno para España. Apretujada en un vagón de tercera clase, pudo reflexionar sobre los horrores que la esperaban al otro lado de los Pirineos. Era una lectora ávida de la prensa de izquierdas y había recibido angustiada las cartas elocuentes de su marido, que ya estaba en España sirviendo como conductor de ambulancia con las Brigadas Internacionales. Por el contrario, la joven ocupante de la limusina que pasaba por las largas y rectas carreteras arboladas francesas estaba despreocupada y feliz. Su conocimiento sobre la guerra civil española se basaba en la lectura de un par de relatos de derechas, que presentaban el conflicto en términos de «atrocidades de los rojos» y de hazañas caballerescas de los oficiales de Franco. Se apresuró hacia Biarritz como si fuera una turista, con un espíritu de expectación de las maravillas y curiosidades venideras. Tenía puesta la mente en el objeto de sus aspiraciones románticas, y no pensaba en absoluto en los terrores con los que podía encontrarse.
Las dos mujeres se sustentaban con su fantasía de lo que supondría su participación en la guerra española. Para la aristócrata, tenía que ver con el amor y la noción caballeresca de ayudar a aplastar al dragón del comunismo. Las esperanzas de la comunista eran más prosaicas. Quería ayudar al pueblo español a detener el desarrollo del fascismo y, en el fondo, tenía la vaga esperanza de que así se podría dar el primer paso para una revolución mundial. Ni la aristócrata que se había decidido a ayudar a las fuerzas del general Franco ni la comunista podrían haber previsto el sufrimiento que las esperaba. Ni la descripción horripilante del baño de sangre en el frente que proporcionaban las cartas gráficas de su marido habían preparado del todo a la izquierdista que se dirigía a servir a la República española para la realidad de la guerra. Sin embargo, a finales de ese verano de 1937, las mujeres españolas llevaban más de un año y ya se habían acostumbrado a los horrores de la guerra. La mayoría no tenían dudas a la hora de trabajar como voluntarias. No tenían muchas opciones —la guerra las había envuelto a ellas y a sus familias en una lucha sangrienta por la supervivencia—. Para tres madres españolas, en especial, la guerra tendría las consecuencias más inusitadas en cuanto a sus vidas personales y a la forma en que se verían arrastradas a la esfera pública. Las tres tenían orígenes sociales e inclinaciones políticas absolutamente distintas y todas tenían esperanzas diferentes de lo que supondría la victoria de su bando para ellas y para sus familias. La guerra irrevocablemente cambiaría sus vidas y sus fantasías.
En los primeros días del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, una de ellas, una madre joven de tres hijos, que acababa de cumplir veinticinco años, tenía todas las razones para esperar una conmoción dramática en su vida como consecuencia de la guerra. Vivía en Valladolid, en el corazón de la zona nacional insurgente, y su marido era un dirigente destacado de la ultraderechista Falange. Ya había vivido el exilio y la persecución política como resultado de las creencias políticas de su marido. Sabía lo que era estar huida y mantener a una familia con un marido en la cárcel. Por las actividades políticas de su marido, había pasado por un parto completamente sola y, en el exilio, había dado a luz con fórceps y sin anestesia. No obstante, había enterrado cualquier rencor que podría haber tenido como resultado de las aventuras políticas de su marido y le apoyaba de manera incondicional. Ahora estaba embarazada de cuatro meses y el comienzo de la guerra trajo todo tipo de posibilidades y peligros. Se alegró enormemente de la puesta en libertad de su marido como resultado del alzamiento militar y compartía su convicción de que todo por lo que habían hecho tantos sacrificios daría sus frutos en cuestión de semanas, si no días. No sin preocupaciones sobre el resultado final, ahora podía esperar que los días de su marido como político proscrito hubieran llegado a su fin, que pudieran construir un hogar juntos y que ellos y sus hijos pudieran vivir en el tipo de España nacionalista a la que él había consagrado su carrera política.
A menos de una semana de su reencuentro apasionado, tanto su marido como su futuro hijo estarían muertos. La realidad de la guerra había desbaratado su mundo y hecho añicos toda esperanza y expectativa. En un ambiente cargado de odio, los llamamientos a la venganza por la muerte de su marido acentuaron la represión salvaje que se estaba llevando a cabo en Valladolid. Confinada en la cama, encontró poco consuelo en las afirmaciones sedientas de sangre de los camaradas de su marido. Se encontraba ante un futuro desolador como viuda con tres hijos. Sus padres llevaban mucho tiempo muertos y lo mejor que pudo sugerir su familia política era que viviera de manera holgada con una licencia para llevar un estanco. Para asombro de su familia, después de un luto relativamente corto, renunció tanto a los pensamientos de venganza como a una vida tranquila de estanquera viuda. Escarbó hondo en sus reservas extraordinarias de energía y se embarcó en una labor masiva de trabajo de beneficencia para los muchos niños y mujeres cuyas vidas se habían destrozado por la pérdida de padres y maridos encarcelados o muertos en el frente o en ejecuciones políticas. Cuando las dos inglesas estaban haciendo las maletas para España, ella tenía cincuenta mil mujeres a sus órdenes y la estaban agasajando en la Alemania nazi, entre otros, Hermann Göring y el doctor Robert Ley, el jefe del Frente de Trabajadores Alemanes. Al terminar la guerra, sería, aunque por poco tiempo, una de las mujeres más poderosas de la España de Franco. Semejantes triunfos, como mucho un pobre consuelo para sus pérdidas personales, supondrían que se viera envuelta en una rivalidad no deseada con la dirigente de la organización femenina franquista, Pilar Primo de Rivera, y en las luchas de poder despiadadas que plagaron ambos bandos en la guerra civil.
En el Madrid republicano, otra madre, una distinguida escritora judía y crítica de arte, además de diputada del partido socialista por una provincia agraria del sur, estaba abrumada por un calidoscopio tumultuoso de sentimientos como resultado del comienzo de la guerra civil. Por una parte, esperaba que el alzamiento militar fuera derrotado y que una revolución aliviara la pobreza atroz de los trabajadores rurales a los que representaba. Por otra, se sentía orgullosa y presa de una angustia paralizadora por las actividades de sus hijos en la guerra. En cuanto se desató la rebelión militar, los milicianos habían corrido hacia las sierras del norte de Madrid para rechazar a las fuerzas insurgentes del general Mola. Entre ellos estaba el hijo de quince años de esta mujer. A pesar de las súplicas desesperadas de su madre, había mentido sobre su edad y se había alistado en el Ejército republicano. Después de tres meses de instrucción, recibió graduación como el teniente más joven de la República. Su madre intentó utilizar toda su influencia para que lo mantuvieran alejado del peligro, pero él insistió con éxito en que lo mandaran a la línea de fuego y luchó en las batallas más feroces de la guerra. Su hija, de veintidós años, era enfermera en el frente. Después de vencer sus preocupaciones, esta madre se volcó en el trabajo de guerra, recogiendo ropa y comida para el frente y organizando la evacuación de niños y trabajo de ayuda detrás de las líneas. Como su homóloga nacional, también viajaría para conseguir apoyo para su bando en la guerra. Y también se encontraría con una rivalidad involuntaria —en su caso, con la mujer más carismática de la zona republicana, Dolores Ibárruri la Pasionaria—. A diferencia de la madre de Valladolid, para ella no habría victoria alguna, ni siquiera una pálida. La derrota de la República supuso, para ella, y para los muchos miles que caminaron con dificultad por los Pirineos al exilio, una pérdida personal incalculable y que las esperanzas que habían sustentado sus trabajos políticos se quedaran hechas añicos. Con el fin de la guerra, sus problemas no habían hecho más que empezar.
Una quinta mujer también era madre. Además ella tenía muchas ilusiones de lo que depararía la guerra y, sin embargo, pasó por una angustia tremenda en su comienzo. Su marido era un general destacado involucrado en la conspiración militar. En los meses anteriores al golpe, habían hablado largo y tendido sobre el papel que le habían propuesto en el alzamiento. Ella estaba encantaba con su encumbramiento y él, por su parte, no tomaba decisiones sin su consentimiento. La enormidad de lo que se estaba tramando en la primavera de 1936, les dio que pensar y vacilaron antes de aceptar que él participara. Los peligros eran muchos, pero los premios enormes. El 17 de julio, inseguro del resultado final del golpe, prudentemente había mandado al extranjero a su esposa y a su hija de nueve años. Durante dos meses, vivió en Francia con un escolta armado sin saber si su marido sería fusilado por traidor y, ella y su hija condenadas a una vida de exilio miserable. Cuando volvió a España en la última semana de septiembre de 1936, el resultado de la guerra estaba lejos de ser seguro.
Su regreso a España, emocionada y deseosa de ver a su marido, enseguida la enfrentaría cara a cara con la realidad de la participación de su marido en la guerra. Inmerso en sus maniobras políticas para asegurarse el control total de las fuerzas nacionales, ni siquiera salió de su despacho para abrazar a su mujer y a su hija. Pasó más de una hora antes de que saliera para reencontrarse con su familia. Cualquier rencor personal que sintiera mientras esperaba en la entrada desde luego se esfumó con las fantasías de lo que podría deparar la victoria. Los centinelas apostados en todas partes, los ayudantes con fajos de papeles y la actividad indicaban que el hombre al que estaba esperando era infinitamente más importante que el hombre del que se había despedido hacía dos meses. Su marido estaba en la antesala de grandes cosas y quizá ella se convertiría en la mujer más importante de España. A partir de entonces, en los dos años y medio restantes de la guerra, los horrores diarios de la guerra rara vez se entrometían en sus sueños. No sabía nada de las tragedias que estaban viviendo las otras dos madres españolas. Ni siquiera podía imaginarse los horrores de la línea del frente que vivían las dos voluntarias inglesas. Para ella, se abría —casi inmediatamente— una oportunidad enorme de llevar a cabo una misión humanitaria y de disminuir el baño de sangre en torno a ella. Sus elecciones tendrían, indirectamente, un impacto en las vidas de todas las otras cuatro mujeres y en las de millones de españoles.
Cuatro de estas mujeres, a pesar de sus diferentes nacionalidades, orígenes sociales e ideologías tenían mucho en común. Eran valientes, decididas, inteligentes, independientes y compasivas. En distintas medidas, a todas les dañó la guerra civil y sus consecuencias inmediatas y a largo plazo. Como resultado directo de la guerra, dos enviudarían, dos perderían hijos. Dos de ellas se quedarían profundamente traumatizadas por sus experiencias en la línea de frente. El fantasma de la guerra civil les acompañaría el resto de sus vidas. Poco de esto se puede aplicar a la quinta. Su vida también se quedó marcada drásticamente por la guerra civil española pero de una forma que contrastaba de manera reveladora con los destinos de las otras mujeres que consideramos aquí.
Este libro no tiene pretensiones teóricas. Su objetivo es bastante sencillo: contar las historias desconocidas de cinco mujeres singulares cuyas vidas se alteraron definitivamente con sus experiencias en la guerra civil española. Todas ellas son relativamente desconocidas e incluso la más conocida ha estado envuelta en un halo de misterio. Ninguna de las dos mujeres que sirvieron en los servicios médicos de cada zona tenían importancia política alguna. Las dos mujeres españolas que sí tenían una presencia pública destacable, la una en la zona republicana y la otra en la España Nacional, estaban involucradas en tareas un tanto alejadas de la toma de decisiones de los grandes dirigentes de la guerra en ambos bandos del conflicto. Además, en el mismo momento y más tarde, trabajaron a la sombra de sus rivales más conocidas. No obstante, para el propósito de este libro, esto es una ventaja. Los pormenores políticos toman un segundo plano, o al menos se consideran en el contexto de las relaciones personales —con amantes, maridos e hijos—. En este sentido, este es un trabajo de historia emocional. Les sigue la pista del nacimiento a la muerte, en un intento de mostrar de qué manera, como esposas y madres, les afectaron las luchas políticas de los años treinta, cómo sus vidas se alteraron para siempre por los conflictos políticos de los años treinta, por la guerra civil y por sus consecuencias. Se espera así sacar a la luz algunos aspectos desconocidos del conflicto.
Escribir este libro ha sido una experiencia especialmente emotiva además de un enorme esfuerzo de trabajo detectivesco. No es la primera vez que he escrito biografías pero mis esfuerzos anteriores se centraron en personajes más importantes en el ámbito político. La importancia nacional proporcionaba un marco cronológico que faltaba en el material que han dejado estas cinco mujeres cuyas vidas se reconstruyen aquí. Los diarios y las cartas escritos por mujeres tienden a ser mucho más íntimos que los que dejan los hombres. Así pues, en las vidas de las cinco mujeres retratadas en este libro, lo personal tiene una prioridad considerable sobre lo público. Plenamente consciente de los problemas de ser un hombre que escribía sobre mujeres, mientras redactaba este libro, le pedí a muchas amigas que leyeran los borradores de los distintos capítulos. En un caso, la persona en cuestión está muy versada en la teoría feminista y posmodernista. Me infundió mucho ánimo cuando comentó de manera alentadora sobre uno de mis capítulos que «incluso el analfabeto teórico puede de vez en cuando llegar a revelaciones importantes mediante la utilización de métodos empíricos anticuados». La implicación es que todo se podría haber resuelto con la teoría sin todos los liosos pormenores biográficos. Aunque hubiera sabido cómo hacerlo, me temo que me habría perdido una experiencia conmovedora y el lector hubiera perdido la oportunidad de saber sobre cinco vidas singulares.