EPÍLOGO

EPÍLOGO

EL COSTE EMOCIONAL DE LA GUERRA CIVIL.

La señora de Franco y Margarita Nelken, a finales de los años veinte y durante parte de la primera mitad de los treinta, eran vecinas cercanas en la elegante avenida de la Castellana de Madrid y también compartían dentista, el doctor Jacobo Shermant. En 1931, mientras la protectora de Priscilla Scott-Ellis en España, la princesa Beatriz de Sajonia-Coburgo, acompañaba a la reina Victoria Eugenia al exilio, el marido de Mercedes Sanz-Bachiller, Onésimo Redondo, se encontraba entre los que se despidieron con tristeza de la reina. El hombre que le dio a Mercedes la noticia de la muerte de su marido en 1936, el general Andrés Saliquet, presidió la farsa del juicio en rebeldía contra Margarita Nelken en 1941. Si Margarita no hubiera huido a Francia y no hubiera utilizado su influencia para sacar a su hijo Santiago del campo de concentración de Saint Cyprien en febrero de 1939, quizá él hubiera viajado con Nan Green en el barco Sinaia que llevaba a refugiados españoles a México en vez de morir con las fuerzas rusas en Ucrania. Nan regresó de su viaje mejicano en el SS Normandie desde Nueva York y Margarita Nelken empezó su odisea mejicana viajando en el trayecto de vuelta del barco desde El Havre a Nueva York.

Estas extrañas casualidades sólo son curiosidades de la historia. Son poco significativas aunque sirven para recordarnos hasta qué punto estas cinco mujeres vivieron en tiempos extremos. Las cinco, en sus distintas formas, fueron excepcionales y sus historias nos ayudan a entender algo de los estragos emocionales ocasionados por la guerra civil española. A pesar de la diferencias de nacionalidad e ideología, Mercedes Sanz-Bachiller, Margarita Nelken, Priscilla Scott-Ellis y Nan Green fueron mujeres singulares a quienes les une el valor, la iniciativa y la disposición a hacer sacrificios por otros. No fueron representativas sino como ejemplos del valor y la iniciativa que se hicieron cotidianos entre las mujeres durante la guerra. Al igual que muchas otras, se enfrentaron a los peligros de la vida diaria durante la guerra civil con decisión, inteligencia y compasión. Las cuatro pagaron un alto precio en sus vidas personales y familiares. La señora de Franco fue absolutamente única, destacó sólo porque era la esposa del Caudillo. Además, obtuvo un beneficio material inmenso de la guerra y, en lo que se vio perjudicada, el daño fue moral.

Que Pip Scott-Ellis y Nan Green estuvieran en posición de viajar a España para contribuir a sus respectivas causas fue precisamente la consecuencia de que no fueran representativas. Quizá las mujeres británicas, como resultado de la superioridad tecnológica y material y por haberse visto arrastradas a la esfera pública durante la Primera Guerra Mundial, estuvieran un tanto más emancipadas que sus homólogas españolas. Sin embargo, las diferencias eran sólo relativas. Pip y Nan pudieron tomar las decisiones que tomaron por las excepcionales circunstancias económicas y políticas de sus vidas: una era una aristócrata y otra una comunista con camaradas dispuestos a ayudarla. Margarita Nelken y Mercedes Sanz-Bachiller, aunque ambas fueran singulares en su energía, creatividad y humanidad, también fueron poco comunes en cuanto a las circunstancias políticas y personales que forjaron sus papeles durante la guerra civil.

Estas historias ilustran hasta qué punto la República española les dio mucho a las mujeres y la victoria de Franco les quitó aún más. En los cinco años y cuarto antes de que la violenta reacción de la derecha culminara en el golpe militar del 18 de julio de 1936, la reforma cultural y educativa había transformado las vidas de muchos españoles, especialmente de las mujeres, proceso en el cual Margarita Nelken había desempeñado un papel importante. Antes de 1931, el sistema legal español era increíblemente retrógrado —a las mujeres no les estaba permitido firmar contratos, administrar negocios o fincas o casarse sin arriesgarse a perder su puesto de trabajo—. La Constitución republicana de diciembre de 1931 les otorgó los mismos derechos legales que los hombres, permitiéndoles votar y presentarse a las elecciones, y legalizando el divorcio. La presión para el voto de la mujer no procedía de ningún movimiento colectivo de mujeres sino de una pequeña élite de mujeres cultas y de algunos hombres políticos progresistas, sobre todo del partido socialista. Así pues, una mayoría de mujeres católicas influidas por sus confesores vilipendiaron gran parte de esta legislación tachándola de «impía». Al mismo tiempo, la derecha tuvo mucho más éxito que la izquierda a la hora de movilizar a las mujeres votantes recién emancipadas. No obstante, en el período de 1931 a 1936 las mujeres de la izquierda y la derecha se movilizaron política y socialmente como nunca lo habían hecho antes. Participaron en campañas electorales, comités de sindicatos, manifestaciones de protesta y en el sistema educativo tanto a través de la extensión masiva de la escolarización primaria como en la apertura de las universidades.

Sin embargo, la vida pública seguía siendo un feudo de predominio masculino. La mujer suficientemente temeraria para asomar la cabeza y entrometerse en el territorio patriarcal de la política se encontraba con acusaciones de ser una descarada y —como les ocurrió a Margarita Nelken y Dolores Ibárruri— de ahí sólo había un pequeño paso para que se la considerara una puta. Semejante misoginia era menos predominante en los ambientes cosmopolitas de la izquierda de Madrid y Barcelona, aunque incluso allí no era raro. En la derecha, la independencia de la mujer se desaprobaba a rajatabla. Cuanto más se alejara uno de la metrópolis, más se agudizaba el problema.

Había muy pocas diputadas, incluso de la izquierda y del centro-izquierda. De hecho, de los 1004 diputados de las tres Cortes Republicanas de 1931, 1933 y 1936, sólo ocho eran mujeres. Una, Dolores Ibárruri, era comunista; tres, Margarita Nelken, María Lejárraga y Matilde de la Torre, socialistas. Había dos republicanas de centro-izquierda, Victoria Kent y Clara Campoamor. Y de la derecha sólo había dos diputadas: Ángeles Gil Albarellos y Francisca Bohigas Gavilanes, ambas de la católica CEDA.

El comienzo de la guerra civil y la necesidad de movilizar a la sociedad para la guerra total otorgó a las mujeres de ambos bandos una participación absolutamente nueva en las funciones del gobierno y la sociedad. Al igual que en todas las guerras modernas, la dedicación prácticamente exclusiva de los hombres a la violencia creó la necesidad de que las mujeres asumieran la infraestructura económica y de asistencia social. En la zona republicana no sólo desempeñaron un papel crucial en la producción industrial sino que también ocuparon importantes puestos políticos. Aquello no estaba libre de complicaciones. Las mujeres jóvenes comprometidas con la política que tomaron las armas y marcharon a luchar como milicianas lucharon con gran valor cuando se las permitía. Sin embargo, sus camaradas hombres generalmente daban por sentado que estarían mejor empleadas cocinando o lavando. También estuvieron expuestas a una presión sexual considerable y, tanto si sucumbían a ella como si no, se asumía que eran unas putas[1]. En la retaguardia se encargaban de los servicios públicos del transporte, de la asistencia social y de la sanidad. Aquello, junto con el desempeño de la función de cabeza de familia, tuvo un efecto drástico en las relaciones de género tradicionales. Tal situación duró poco y se limitó a la esfera pública. La vida doméstica raramente se había democratizado y las mujeres seguían asumiendo la responsabilidad principal de cocinar, limpiar y los cuidados infantiles, incluso al mismo tiempo que organizaban una parte crucial de la infraestructura civil de la guerra.

A medida que las fuerzas franquistas conquistaban el territorio republicano, en las provincias del sur en 1936, a lo largo de la costa del norte en 1937 y después por toda España una vez la guerra hubo terminado el 1 de abril de 1939, la revolución feminista de la Segunda República fue vuelta del revés con una violencia brutal. En el ambiente reaccionario de la zona rebelde nacional no existía una emancipación comparable de la mujer, aunque como se puede ver en la historia de los servicios médicos franquistas y del Auxilio Social, se permitió a las mujeres tener una existencia pública que hasta el momento se les había negado. Sin embargo, la organización de la sanidad y de la beneficencia de Auxilio Social y de la Sección Femenina no duraría mucho. La embestida ideológica del incipiente régimen franquista pondría el énfasis en el papel de las mujeres como amas de casa y como madres de los guerreros falangistas.

A las mujeres republicanas se las castigó duramente por su breve escapada de los estereotipos de género con humillaciones tanto públicas como privadas. Se las arrastraba por las calles después de haberles afeitado la cabeza, de haberlas emplumado u obligado a ingerir aceite de ricino y ensuciarse así en público. En las cárceles franquistas, les propinaban palizas y las torturaban. La humillación sexual iba desde exhibirlas desnudas y el acoso sexual hasta la violación. La propaganda que denunciaba a todas las mujeres de izquierdas como putas lo justificaba[2].

La historia completa de la emancipación parcial y la represión subsiguiente de las mujeres en la España de los años treinta todavía no ha encontrado historiador. Aunque las mujeres conformaban el 50 por ciento de la población afectada por la guerra, es asombroso que de los casi veinte mil libros publicados sobre la guerra civil española, probablemente menos del 1 por ciento los hayan escrito mujeres o traten del papel de las mujeres en el conflicto. Las mujeres sobre las que más se sabe eran la intelectualidad radical de mujeres de clase media. Aunque la situación esté cambiando, en cuanto a las mujeres de clase obrera con menos estudios, se sabe relativamente poco sobre su papel en la producción bélica, como enfermeras, incluso como soldados, como agricultoras, como trabajadoras en las fábricas a menudo en condiciones aberrantes de toxicidad, como conductoras de autobuses y tranvías en las ciudades, como profesoras en campañas de alfabetización en el frente —además de seguir abasteciendo de comida y ropa limpia a los hombres—. La represión de las mujeres de clase obrera que fueron encarceladas, torturadas y no pudieron huir al exilio también es difícil de reconstruir puesto que a menudo las humillaciones a que se sometió a estas mujeres las hicieron reticentes a revivir la experiencia con los entrevistadores.

Por suerte, en el caso de las mujeres cuyas vidas conforman este libro, ha sobrevivido un corpus único de documentación, cartas, diarios y memorias que ha permitido la reconstrucción de sus biografías y especialmente la de sus papeles en la guerra civil y de cómo el conflicto dañó sus vidas. A partir de sus biografías, se puede al menos recrear parte de la historia extraordinaria que vivieron las mujeres en la España de los años treinta. Y aún más importante, es posible empezar a entender algo sobre el precio emocional de la guerra civil española.