CARMEN POLO
EN UNA NUBE DE FANTASÍAS
El 18 de julio de 1936, una mujer de treinta y cinco años y su hija de nueve salieron del puerto de Las Palmas en las islas Canarias en un viaje que les llevaría más de dos meses. Más temprano esa mañana, su marido, el general Francisco Franco, comandante general de las islas Canarias había hecho público un bando declarando el estado de guerra y después había partido para tomar el mando del alzamiento militar que se acababa de poner en marcha en el Marruecos español. Al comenzar esta empresa peligrosa, había mandado a su mujer y a su hija a Francia para su seguridad. La señora de Franco, Carmen Polo, no era de las que viajaban con poco equipaje. Meticulosa sobre su aspecto, solía ir acompañada de un par de baúles de ropa y joyas. Esta vez, para no levantar sospechas, llevaba sólo una pequeña bolsa de viaje en la que había tenido que apiñar sus joyas más preciadas y una muda de ropa para ella y su hija, Carmencita. El transatlántico alemán que llevaba a las dos Cármenes y a su pequeña escolta militar llegó a Le Havre algunos días después. En el puerto, las recibió un amigo del marido de Carmen Polo, el agregado militar español en París, quien las acompañó a Bayona, a la casa de la antigua institutriz de Carmen. Se quedarían allí hasta que, a finales de septiembre, su marido creyera prudente que podían reunirse con él. No era la primera vez desde que estaban juntos que se habían tenido que separar por razones militares. En los primeros días de su matrimonio, tuvo que esperar sola mientras él estaba inmerso en las campañas del norte del África español. Ahora era distinto. Antes había estado cumpliendo con su deber y buscando la recompensa mediante ascensos. Esta vez, su marido había roto su juramento de lealtad y era culpable de un delito que se castigaba con el pelotón de fusilamiento. Aislada de España, seguía con preocupación las noticias de los periódicos franceses sobre la marcha de las fuerzas de su marido mientras cruzaban el estrecho de Gibraltar a principios de agosto y se dirigían a la capital española.
A mediados de septiembre, finalmente recibió un mensaje que le decía que no había peligro en reunirse con él. Escoltadas, ella y Carmencita emprendieron el viaje hasta la frontera francesa, y desde allí a la ciudad de Valladolid. Se registraron en un hotel con nombres falsos y esperaron a la llegada de Pacón Franco Salgado-Araujo, el primo y leal ayudante de campo de su marido. Las acompañaría a la histórica ciudad de Cáceres, donde Franco había establecido su cuartel general el 26 de agosto. En los 325 kilómetros de la carretera llena de baches que separaban Valladolid de Cáceres, Carmen interrogó con impaciencia a Pacón sobre la marcha de la guerra. Carmen se emocionó cuando le dijo que, dos días antes, le habían nombrado jefe único de las fuerzas rebeldes. A medida que se acercaban al elegante palacio de los Golfines de Arriba del siglo XVI en la calle de los Condes, en el corazón de Cáceres, se quedó todavía más encantada cuando le informó de las maquinaciones que se estaban tramando para que se convirtiera también en jefe del Estado nacional. Sin embargo, cuando llegaron al palacio, el dueño salió del despacho de Franco para decirles que el general tenía unas visitas importantes y no podía verlas. La desazón de Carmen se puede imaginar. Sin embargo, mientras esperaba sentada, en medio de una actividad frenética, había algo en el ambiente que indicaba que el hombre al que estaba a punto de ver ya no era el atrevido amotinado que había visto por última vez en las islas Canarias. Todavía quedaba una guerra por ganar pero, como le había dicho Pacón, su marido podía contar con la ayuda incondicional de Hitler y Mussolini. En términos militares, lo tenía todo a su favor y su investidura como jefe de Estado parecía sólo una cuestión de tiempo. La espera fue larga pero se hizo más agradable mientras fantaseaba con su hija sobre un futuro en el que ella sería la primera dama de la España nacional. En cuestión de días, esa fantasía se había convertido en una realidad.
Cincuenta años más tarde, la hermana de Franco, Pilar, comentó: «La esposa de mi hermano Paco, desde que este tomó en sus manos las riendas de la nación, dejó de vivir en el mundo de las realidades cotidianas para hacerlo en una nube de fantasías».[1] Se trata de un comentario excepcional sobre la mujer que tuvo la mayor influencia, si no poder directo, durante los treinta y ocho años de su dictadura. Aunque se la conocía como «la Caudilla» y «la Generalísima», se ha dicho a menudo que Carmen Polo no influyó directamente en la política, y probablemente sea cierto hasta los años setenta. No obstante, la influencia insidiosa y acumulativa que ejercía implacablemente en el dormitorio y en la mesa es incalculable. Hay innumerables testimonios de que en presencia de su mujer, Franco parecía sumiso como si temiera su desaprobación. Así pues, en general se cree que las carreras de los ministros podían depender del favor de doña Carmen. Sólo era necesario que un ministro o un alto cargo se percatase de sus preferencias en algún asunto particular para que su capricho se viera satisfecho. Además, las muchas toneladas de regalos que recibía doña Carmen, incluidas piezas de joyería extremadamente valiosas, sugieren que la convicción de su poder sobre el Caudillo estaba muy extendida en el seno de la clase dirigente española. A los regalos, les seguía la llamada telefónica a Carmen que se suponía era la forma más rápida de asegurarse un contrato con el gobierno, una licencia de importación, o un puesto alto[2].
María del Carmen Polo y Martínez Valdés nació el 11 de junio de 1902 en el seno de una familia rica «venida a menos» —no estaban sin blanca, pero desde luego no eran tan ricos ni destacados como lo habían sido en su día—. Su padre, Felipe Polo Flórez, de profesión abogado, y un hombre con propiedades considerables, era de Palencia. Se había casado con Ramona Martínez Valdés y Martínez Valdés, perteneciente a una familia ilustre de San Cucao, cerca de Llanera[3]. Mujer profundamente piadosa, doña Ramona murió el 8 de febrero de 1914 cuando Carmen tenía once años[4]. Es razonable suponer que, como consecuencia, la tendencia de Carmen a una fría introversión se vio exacerbada. Al ser la primogénita, parece que tuvo un fuerte sentido de la responsabilidad por sus hermanos. Su padre era el típico hombre de clase alta de la época, poco preocupado por sus hijos. Felipe Polo era un hombre alto y erguido, apuesto y siempre elegantemente vestido. Aunque bastante arrogante, solía mostrarse afable y educado. Sin embargo, más que sus hijos, sus preocupaciones fundamentales eran sus caballos y sus perros de caza. Cuando murió su madre, Carmen y sus tres hermanos menores (Felipe, Isabel y Ramona) fueron criados por institutrices. La educación de los hijos de Felipe fue en general fría e impersonal. Sin embargo, la hermana de Felipe Polo, Isabel Polo Flórez de Vereterra, y su familia les dieron algo de cariño. Los niños pasaron veranos felices en el campo asturiano con la extensa familia de Isabel Polo. Esta se aseguró de que a las tres hermanas se las mandara a los mejores colegios de monjas de Oviedo, primero a las ursulinas y luego a las salesianas. En casa tenían una institutriz francesa, madame Claverie. La educación de Carmen apenas pudo haber sido más limitada —estricta, con prioridad de lo religioso sobre lo académico—. De hecho, catorce de las veintidós chicas de su clase se hicieron monjas. Una de las religiosas que le había dado clase comentó más tarde que era una niña decidida y enérgica. Su círculo familiar y sus escasas lecturas causaron en ella una profunda admiración por la aristocracia y sus costumbres. Con quince años, Carmen Polo era una esnob políticamente conservadora[5].
En 1917 su vida iba a cambiar como resultado del destino a Oviedo que le dieron a un hosco oficial colonial de veinticuatro años, Francisco Franco. Conocido por su valentía ante los disparos, había ofendido a algunos de sus contemporáneos por su ansia por los ascensos rápidos. Recurriendo al rey directamente, saltándose a sus superiores, se había asegurado un ascenso a comandante y, como resultado, se le había destinado a la Península. Tras una carrera activa en la guerra colonial de Marruecos, le encargaron la fácil tarea de instruir a los oficiales de complemento. Dados los orígenes sociales de estos oficiales, entró en contacto con algunas de las familias más importantes del lugar en los estrechos círculos sociales de Oviedo. María del Carmen Polo y Martínez Valdés lo conoció a finales del verano de 1917 en una romería. La esbelta Carmen, de ojos oscuros, era una atractiva escolar de quince años interna en el convento de las salesas. De inmediato Franco se sintió atraído por una muchacha que, debido a su esnobismo innato, su piedad y frialdad, probablemente le recordaba a su madre. Le sugirió «que dieran un paseo juntos», pero ella respondió con la cautela y la ambición social que la caracterizarían durante el resto de su vida. Le rechazó aduciendo que, como soldado, podrían destinarle lejos y no volver a verle de nuevo. Con su característico buen juicio, creyó que con quince años era demasiado joven para iniciar una relación romántica.
Además, por lo visto, al principio no se sentía atraída por el joven comandantín. Un militar compañero de Franco en Oviedo en 1917 recordó después que: «La que después fue su novia no le quería. Recuerdo alguna ocasión en la que ella me decía la sacase a bailar para que no la sacara el comandante».[6]
Francisco Franco no desistió. Es improbable que sus sentimientos estuviesen tan cargados de erotismo como tan elocuentemente imaginó Luis María Anson: «No piensa en otra cosa que en el temblor y la seda de aquel cuerpo adolescente, en la luz del atardecer de aquellos ojos nuevos, en la sal y el desdén de una boca lejana y hendida[7]». No obstante, la adolescente Carmen no carecía de atractivo. Tenía cierta elegancia cimbreña que, junto con sus modales fríos, le confería una altivez aristocrática. Cuando volvió al convento al final del otoño de 1917, el joven comandante la acosó con cartas, siendo la mayoría de ellas interceptadas por las monjas y debidamente entregadas a su tía. Cuando lo comentó con Felipe Polo, las cartas provocaron una mezcla de desdén e indignación. Como militar, Franco era conocido por su inquebrantable optimismo, así que simplemente comenzó a cavar para un largo asedio. Carmen Polo se encandiló porque el celebrado héroe africanista, a pesar del desprecio por la religión de los oficiales del ejército, ahora empezaba a asistir a la misa de las siete de la mañana todos los días. Sus compañeras del colegio, e incluso las monjas, se emocionaron indirectamente, lo cual aumentó su valor a los ojos de Carmen. Sabía que él estaba deseando vislumbrarla a través de la verja de hierro forjado en la sección de la iglesia reservada a las chicas del convento[8].
Socialmente conservador y profundamente ambicioso, Franco sentía algo parecido a la reverencia por la aristocracia, y su creciente pasión por Carmen sin duda se veía inflamada por su admiración por la familia de Polo y Martínez Valdés, su riqueza y su círculo social. Sus reacciones pueden deducirse a partir de las de su sobrina, Pilar Jaraiz Franco, que se quedó abrumada cuando conoció la casa de los Polo unos pocos años después. Le impresionó su suntuosidad en comparación con el hogar de los Franco en Ferrol. «Las cortinas, alfombras, muebles y adornos de decoración producían una impresión de lujo contenido mezclado con buen gusto. Nada había de ostentoso, todo era de calidad, y el orden y la armonía de la disposición hacía que pareciera que nada sobraba o faltara». Cuadros de la familia y gigantescos espejos colgaban de las paredes, grandes lámparas de araña, mesas adornadas con objetos de porcelana fina, cristal y plata, y sirvientes que colmaban a Pilar —y es de suponer que a Paco también— de respeto[9].
Tanto el padre de Carmen como su tía tenían esperanzas de casarla dentro de la aristocracia local. Así pues, estaban horrorizados ante la perspectiva de verla relacionada románticamente con un joven oficial perteneciente a una familia de clase media baja y, a sus ojos, con unas perspectivas limitadas y una ocupación mortalmente peligrosa. Isabel Polo al principio se alarmó: «Mi Carmina no será para ese aventurero que no tiene porvenir y sólo busca cazar una buena dote». Un oficial del ejército sin blanca no entraba en sus planes. Había esperado ver a su sobrina contraer un matrimonio ventajoso social y económicamente. En una frase que rezumaba esnobismo, muy repetida en los círculos locales, Felipe Polo señaló que permitir a su hija casarse con Franco sería tanto como permitir que se casara con un torero. Era, al mismo tiempo, un comentario razonable sobre los riesgos de servir en África. Estaba demasiado convencido de que Franco era simplemente un buscador de fortunas al acecho de una buena dote[10]. Si de algo sirvió esta oposición familiar fue para enardecer a Francisco, que intensificó su persecución tenaz de Carmen.
Usando los buenos oficios de una de las amigas del colegio de Carmen, escondía las notas para ella en la cinta del sombrero de la amiga o las metía en el bolsillo de su abrigo mientras estaba colgado en un café. Empezaron a concertar citas clandestinas, fríamente castas, a escondidas[11]. La fuerza de determinación de Carmen se compaginaba con la de su pretendiente y, junto con sus continuos triunfos militares, al final vencería a la resistencia de la familia Polo. Desde el principio, percibió la magnitud de la ambición futura de su marido, comenzó a compartirla y puso su propia determinación al servicio de su carrera. Franco también se vio ayudado en sus esfuerzos por convencer a la familia Polo de su idoneidad por su inverosímil amistad con un brillante intelectual monárquico, Pedro Sainz Rodríguez. Franco compartía alojamiento con Joaquín Arrarás, otro joven monárquico, a través del cual conoció a Sainz Rodríguez, que conocía a la familia Polo e intervino en favor del apasionado oficial[12].
El caché de Franco con la burguesía de Oviedo mejoró algo como resultado de su participación en la represión de la huelga general revolucionaria de agosto de 1917. No obstante, los años destinados en Oviedo hicieron poco para convertirle en un mejor partido a los ojos de Felipe y de Isabel Polo. La situación cambiaría en junio de 1920, cuando el teniente coronel José Millán Astray le ofreció a Franco el puesto de segundo en el mando de la Legión española. Al principio, dado que su relación con Carmen comenzaba a florecer y que la guerra de Marruecos había entrado en un período momentáneo de calma, dudó si aceptar la oferta[13]. No obstante, ante la perspectiva de eternizarse en Oviedo, aceptó. Inevitablemente aquella decisión le supondría una gran ansiedad a Carmen Polo, que entonces tenía dieciocho años. El 27 de septiembre de 1920, Franco fue nombrado comandante de la primera bandera del Tercio de Extranjeros, como se conocía a la nueva Legión Extranjera Española. Dejando para más tarde sus deseos de casarse con Carmen Polo, el 10 de octubre de 1920, se embarcó de nuevo hacia Marruecos para forjar a un grupo de mercenarios duros y despiadados. Carmen, cuyas ambiciones se identificaban con las de su prometido, estaba dispuesta a hacer este sacrificio por el bien de su carrera. Finalmente, Isabel Polo se sintió impresionada por la intensidad de la determinación de su sobrina e intentó debilitar la implacable hostilidad de su hermano respecto al matrimonio[14].
Durante los períodos de sus largas ausencias, Carmen demostró ser la mejor pareja posible en cuanto a paciencia y determinación para su futuro marido. Cuando ocho años más tarde le preguntaron si la experiencia del noviazgo había sido feliz, contestó rotundamente: «No lo crea». Y añadió: «Yo siempre había soñado que el amor sería una existencia iluminada de alegrías y risas; pero a mí me trajo tristezas y lágrimas. La primera lágrima que he derramado en mi vida de mujer fue por él. Siendo novios, tuvo que separarse de mí para marchar a África a organizar en la Legión la primera Bandera, y puede suponerse mi constante ansiedad e inquietud, aumentada terriblemente los días que los periódicos hablaban de operaciones en Marruecos, o cuando sus cartas se hacían esperar más días de los acostumbrados».[15]
A los retrasos se unían cada vez más recortes de periódicos que detallaban sus aventuras. A medida que su popularidad como héroe militar crecía, las visitas ocasionales para ver a Carmen cada vez tenían más resonancia local en Asturias. Cuando el ABC, la Biblia de la clase social alta, comenzó a referirse a él como el «as de la Legión», su reputación en Oviedo se transformó, convirtiéndose en un invitado muy solicitado en las comidas y cenas de la aristocracia local. Su respeto reverencial a la nobleza aseguraba su anhelada presencia[16]. En cualquier caso el equilibrio de poderes estaba cambiando. Con las consecuencias del desastre de Annual, el prestigio de Franco aumentó. En junio de 1922 el general José Sanjurjo había recomendado sin éxito a Franco para que ascendiera a teniente coronel por su papel en la reconquista de Nador. Simplemente le concedieron una medalla y siguió siendo comandante. Cuando a Millán Astray se le apartó del mando de la Legión el 13 de noviembre de 1922, Franco se indignó, siendo todavía comandante, por no tener la graduación suficiente como para que se le invitara a reemplazar a su amigo. En cambio, se nombró para la jefatura de la Legión al teniente coronel de Regulares, Rafael de Valenzuela. Al sentirse ignorado, Franco pidió un destino en la Península. Como uno de los fundadores de la Legión junto con Millán Astray, el sentimiento de su propia importancia le impidió contemplar la posibilidad de ser el segundo en el mando a las órdenes de un recién llegado[17]. En respuesta a su solicitud se le envió de vuelta al regimiento del príncipe en Oviedo.
A Franco le llovieron los honores cuando pasó por Madrid de viaje a Asturias. El rey le obsequió con la medalla militar el 12 de enero de 1923 y le concedió el honor de nombrarle gentilhombre de cámara, uno de los grupos de élite de los militares cortesanos[18]. El 21 de marzo de 1923, Franco llegó a Asturias, donde el favor real junto con la cobertura de la prensa de sus hazañas africanas le garantizaron una calurosa bienvenida. Paco y Carmen todavía estaban aguardando el permiso reglamentario del rey para su boda. A sabiendas de que se trataba de una mera formalidad, habían planeado la ceremonia para junio. Sin embargo, a principios del mes, mientras Carmen y Francisco estaban esperando confirmación de palacio, sus planes sufrieron otro contratiempo. Junio había empezado bien cuando, para satisfacción de su prometida, las fuerzas vivas del lugar asistieron en gran número a un banquete en el que se le entregó una llave de oro, comprada para él tras una colecta local, como símbolo de su reciente ascenso a gentilhombre de cámara. Más o menos al mismo tiempo, ocurrió un acontecimiento en Marruecos que iba a impedir sus planes románticos, pero que, para satisfacción de ambos, significó un mayor empuje para su carrera. A principios de junio, el jefe guerrero del Rif, Abd el Krim, lanzó un ataque sobre Tizi Azza, el primero de la red de pueblos fortificados que constituían las líneas de defensa exteriores de Melilla. Si Tizi Azza caía, otras posiciones españolas estarían en peligro de desmoronarse en un efecto dominó. El 5 de octubre de 1923, en un contraataque que rompió el sitio, el nuevo jefe de la Legión, el teniente coronel Valenzuela, murió[19].
Para que se pudiera elegir a Franco para reemplazar a Valenzuela, una reunión de emergencia del gobierno español el 8 de junio de 1923 le ascendió a teniente coronel con efectos retroactivos desde el 31 de enero de 1922. Su matrimonio debió ser pospuesto de nuevo. La ambiciosa Carmen encontró consuelo por la pérdida de su novio en su ascenso, las muestras de patrocinio real y el prestigio social enorme así generado. Para su gran entusiasmo, antes de que partiera hacia su nueva jefatura, su Paco fue el invitado de honor en los banquetes ofrecidos en el Club del Automóvil de Oviedo y en el hotel Palace de Madrid. Uno de los principales periódicos asturianos dedicó la primera página en su totalidad a su ascenso y sus proezas, junto a los exagerados elogios del general Antonio Losada, el gobernador militar de Oviedo; del marqués de la Vega de Anzó y otros dignatarios locales[20]. Entrevistado a la llegada al banquete del Club del Automóvil en la noche del sábado 9 de junio, Franco consiguió realzar su imagen pública de joven héroe idealista, galante y modesto, e incluyó asimismo una conmovedora referencia a su prometida, que una vez más iba a abandonar. Cuando le preguntaron sobre sus planes, hizo una alusión al sacrificio que estaba haciendo: «¿Planes…? Los acontecimientos serán los que manden; repito que yo soy un simple soldado que obedece. Iré a Marruecos, veré cómo está aquello, trabajaremos con ahínco, y en cuanto pueda disponer de un mesito, a Oviedo me volveré para… para realizar lo que ya daba casi por realizado, lo que el deber, imponiéndose a todo sentimiento, aún los que arraigan en el fondo del alma, me impide ahora realizar… Al llamamiento que la Patria nos haga, nosotros sólo tenemos una rápida y concisa contestación: ¡Presente!»[21]
El 13 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera se hizo con el poder, casi con toda certeza con la complicidad del rey. Sin estar implicado en el golpe, Franco no tenía objeciones en principio a que los militares tomaran el poder político, sobre todo porque la aprobación real se iba a comunicar en breve. En cualquier caso, su cabeza estaba en otras cosas —su nueva jefatura y su inminente boda, para la que el rey había finalmente concedido el permiso el 2 de julio[22]—. Carmen tenía veintiún años cuando se casó con Francisco Franco, que tenía treinta años, en la iglesia de San Juan el Real en Oviedo al mediodía del 22 de octubre de 1923. Su fama y popularidad como héroe de la guerra de África aseguró que una multitud de bienintencionados y mirones se congregaran fuera de la iglesia y a lo largo de la ruta que realizó la comitiva de la boda. Hacia las 10.30 la iglesia estaba a reventar. La muchedumbre salió en masa y los curiosos fortuitos llenaban las calles de alrededor. La policía tuvo dificultades para mantener las calles abiertas al tráfico. Como consecuencia de su posición como gentilhombre de cámara, el padrino de Franco era formalmente Alfonso XIII, que fue representado en ese día por el gobernador militar de Oviedo. Francisco entró en la iglesia del brazo de su madre. A Carmen debería haberla acompañado su padre, pero el favor real dictaba que entrara del brazo del general Losada bajo palio real. Está claro que fue una experiencia de la que ella disfrutó, dado que buscaría repetirla a lo largo de su vida. El significado de aquel honor, combinado con la creciente celebridad de Franco, se reflejó en el hecho de que la boda recibiera una amplia cobertura en las páginas de sociedad no sólo en los periódicos asturianos, sino también en la prensa nacional. Cuando Paco y Carmen salieron de la iglesia, fueron recibidos con saludos y aplausos frenéticos. La multitud corrió detrás de los coches de la boda durante todo el camino de vuelta a la casa de los Polo, donde permaneció fuera dando vítores[23]. Al tratarse de un evento social de primera índole en Oviedo, la boda se remató con un lujoso banquete nupcial[24].
En el momento de la boda, la madre de Franco encontró en Carmen la dulzura personificada. En 1980, al hacer recapitulación Pilar Jaraiz Franco, que había sido dama de honor de la novia en la boda, se preguntaba lo que doña Pilar Bahamonde habría pensado de Carmen veinte años más tarde[25]. La unión se convirtió en una relación sólida y duradera, a pesar de que hay pocas indicaciones de que alguna vez fuera apasionada. De hecho, al menos en público, la relación parecía más formal que espontáneamente afectiva. No obstante, en una entrevista cinco años más tarde, Carmen recordaba su boda en términos debidamente románticos: «Me pareció que estaba soñando… o leyendo una bonita novela… la mía»[26]. Entre las montañas de telegramas había un saludo colectivo de los hombres casados de la Legión y otro de uno de sus batallones que daba la bienvenida a Carmen como su nueva madre[27]. La reacción de Carmen sobre esta alarmante noticia no está recogida.
El que la posición social de Franco se equiparara entonces a la de su novia se reflejó en el hecho de que las firmas de los testigos en el certificado de boda incluyeran a dos aristócratas locales, el marqués de la Rodriga y el marqués de la Vega de Anzó. También se recogió en el tono untuoso de la prensa local: «Ayer ha gozado Oviedo de unos momentos de íntima, deseada satisfacción, de jubilosa alegría. Fue en la boda de Franco, del bravo y popular jefe de la Legión. Si grande y legítimo era el afán de los novios de ver bendecido su amor ante el altar, inmenso era también el interés del pueblo por verles felices, realizando su sueño de amor. En ese amor tan puro todos los que conocemos a Franco y a Carmina hemos puesto algo de nuestro corazón, y por ello, hemos participado de sus incertidumbres, de sus zozobras, de sus justificadas impaciencias. Desde el rey, al último de los admiradores del héroe, era unánime el deseo de que esos amores tan contrariados por el azar tuvieran la divina sanción que habría de llevarles a la suprema dicha[28] .El “alto en la lucha” del bravo guerrero español ha tenido su apoteosis triunfal. Aquellas frases corteses y galantes musitadas por el noble soldado al oído de su linda enamorada durante el “alto en la lucha”, han tenido el epílogo divino de su consagración[29]». Por tradición, al casarse, un oficial de alta graduación se le pedía que «besara las manos del rey». Después de pasar unos días de luna de miel en la casa de verano de los Polo, La Piniella, cerca de San Cucao de Llanera a las afueras de Oviedo, y antes de instalarse en Ceuta, los recién casados viajaron a Madrid y visitaron el palacio real a finales de octubre. En 1963 la reina Victoria Eugenia evocaba la comida recordando que Franco era un joven oficial tímido y silencioso y sin acordarse en absoluto de Carmen[30].
La pareja pasó tres años en África. A pesar del prestigio de ser la mujer de un oficial con mando en una sociedad entretejida fuertemente por la jerarquía, a Carmen no le gustó Marruecos, ni viajar, ni aprender árabe, ni adaptarse a la cultura del lugar. Cuando se le preguntó más tarde si tenía buenos recuerdos de sus días como esposa de un militar en Marruecos, explicó que fueron muy pocos, dados sus deberes dolorosos como esposa del oficial en jefe. «Figúrese que yo marché allí casi de recién casada, y sobre mi mortal inquietud y ansiedad de saberlo constantemente en peligro había de atender, consolar y animar a las madres, esposas, hermanas y hasta alguna vez novias, de los oficiales y legionarios muertos o heridos, que vivían en la plaza, o acudían de la Península al conocer su horrible noticia. El dolor de aquellas pobres mujeres, que mi corazón me advertía podría ser un día inesperadamente el mío, no puede describirse. Hay que pasarlo para conocerlo, como yo lo pasé. ¡Cuántas veces, al pronunciar palabras de consuelo para aquel irremediable dolor ajeno, pensaba, aterrorizada, de cuán poco me servirían a mí en trance parecido semejantes palabras! Una noche llegó a la plaza la noticia de la muerte del jefe del Tercio. ¡Para qué recordar ahora las horas que pasé! Casi de madrugada, conocimos la rectificación: el muerto era el pobre teniente coronel Temprano. ¡Mi ciega fe en nuestra bendita Virgen de Covadonga me guardó a Paco y me lo salvó!»[31]
Para Carmen supuso un inmenso alivio cuando, el 3 de febrero de 1926, su marido fue ascendido a general de brigada y por tanto obligado por su grado a dejar la Legión[32]. Su alegría aumentó con la cobertura espectacular que en aquel momento dieron los periódicos nacionales sobre el hermano menor de su marido, el comandante Ramón Franco. Aviador intrépido, Ramón fue el primer hombre que cruzó el Atlántico sur en avión[33]. Como mostraron entrevistas posteriores, Carmen —aunque se daba cuenta de la envidia que su marido sentía por su hermano y desdeñaba su comportamiento desmandado— estaba contenta por esta prueba pública de que con su matrimonio había emparentado con una familia que gozaba de la admiración popular. Más importante era, con mucho, el ascenso de Francisco. Se les brindaron considerables posibilidades sociales cuando a él le destinaron a Madrid para tomar el mando de la brigada más importante del ejército, la I Brigada de la Primera División de Madrid, formada por dos regimientos aristocráticos, el Regimiento del rey y el Regimiento de León. El matrimonio alquiló un piso en el aristocrático paseo de la Castellana. Sin embargo, Carmen apenas había dado rienda suelta a su pasión por amueblar y decorar su espléndido nuevo hogar cuando se convirtió en madre.
Carmen fue a Oviedo a principios de verano para estar con su padre, que tenía sesenta y seis años y estaba gravemente enfermo. Murió el 21 de junio de 1926[34]. En vez de regresar al horno que es Madrid a mediados de verano, se quedó en Asturias y el 14 de septiembre de 1926 la prensa local dio la noticia del nacimiento de la primera y única hija de la pareja, María del Carmen[35]. Ha habido rumores insistentes de que Carmencita no era realmente hija de Francisco Franco y de Carmen Polo, sino una hija ilegítima adoptada cuyo padre podría haber sido su promiscuo hermano Ramón. No hay pruebas que sostengan esta teoría, que parece haber surgido enteramente de la combinación del hecho de que no existan fotografías de Carmen Polo con pruebas evidentes de embarazo y de la notoria promiscuidad de Ramón. De hecho, en aquella época las mujeres solían llevar ropa que disimulara su embarazo y, desde luego, evitaban que se las fotografiara «en estado». La hermana de Franco, Pilar, se tomó la molestia de señalar en sus memorias que vio a Carmen Polo embarazada[36]. Además, la nieta de Isabel Polo Flórez, Margarita Suárez Pazos de Vereterra, recuerda a Carmen, de visita a su familia, en avanzado estado de gestación y yendo más tarde al sanatorio Miñor de Oviedo. Con diez años en aquel momento, Margarita quería a su prima segunda Carmen con auténtica devoción y la consideraba su «tía Carmina[37]».
La recién llegada se convertiría en el centro de atención de la vida emocional de Francisco y de su mujer. Treinta y cinco años más tarde, él diría: «Cuando nació Carmencita, creí volverme loco de alegría. Me hubiera gustado tener más hijos, pero no pudo ser».[38] Carmen, bastante más reservada que su marido, idolatraba en cualquier caso a su única hija. En años posteriores, doña Carmen admitiría que le hubiera gustado haber dado a Franco un hijo para mantener el nombre de la familia[39].
El destino de Madrid inició un período en que Franco tenía mucho tiempo libre. Al haber recibido una sustanciosa herencia de su padre, Carmen comenzó a amueblar con entusiasmo su nuevo hogar. Disfrutaron de una intensa vida social aunque, muy a pesar de Carmen, no tanto como podría haber sido debido a la absoluta incapacidad de Franco para bailar[40]. En este punto de su vida, Franco tenía poco interés por la política del día a día. Con el aliento de Carmen, comenzó a coquetear con la idea de que algún día podría desempeñar un papel político destacado. La aclamación popular que había recibido desde 1922, la rapidez de sus ascensos y las altas compañías con las que se codeaba en la sociedad de Madrid alimentaron la ambición de Carmen. Alentó a su marido a que apreciara su propia importancia como figura nacional. A Carmen le resultaba especialmente grata la idea de que la providencia velaba por Paco. Su influencia se reflejó en un comentario posterior de Franco, sobre aquel momento de su vida: «Estaba, por mi edad y mi prestigio, llamado a trascendentes servicios a la nación».[41]
Por Real Decreto de 4 de junio de 1928, Franco fue nombrado el primer director de la Academia General Militar de Zaragoza, recién restablecida y unificada. La llegada de Franco y de su mujer a Zaragoza provocó considerable atención popular. La academia, el director y sus altos mandos se convirtieron en un foco principal de atención de la vida social del lugar y los Franco pudieron complacer su predilección por alternar con amigos militares y aristócratas menores. Para gran alegría de Carmen, comenzaron a mezclarse con las familias dominantes de la sociedad del lugar. Carmen también pudo satisfacer su pasión y considerable talento como ama de casa. Dado que su marido era una de las autoridades principales de la ciudad, el círculo de conocidos que se reunía en su elegante hogar rápidamente adquirió la apariencia de una pequeña corte. Su mejor amiga durante este período fue Dolores Roda, la esposa del segundo en el mando de la academia a las órdenes de Franco, el coronel Miguel Campins.
A finales de mayo de 1928, apareció en la sección «La mujer en el hogar de los hombres célebres» de la revista Estampa, una extraña entrevista con Carmen Polo y su marido realizada por Luis Franco de Espés, el barón de Mora, un ferviente admirador de Franco. Curiosamente al preguntarles qué edad tenían cuando se conocieron (ella tenía quince y él veinticinco) redujeron su diferencia de edad de diez años a seis, diciendo que tenían diecisiete y veintitrés respectivamente. Se supone que ambos se sentían incómodos, si no avergonzados, por la diferencia. Cuando Franco se lamentó de no tener tiempo para dedicarse a su pasión por la pintura, Carmen intervino para apostillar que sí encontraba tiempo para pintarle muñecas de trapo a su hija «Nenuca». Entonces la entrevista cambió a «la bella compañera del general luce su figura estilizada de una suma delicadeza, difuminada tras sutil vestidura de gasas negras acariciadas por el mantoncito de manila negro y sedeño». Cuando hablaba, escribió el efusivo barón de Mora, lo hacía con «una voz propia de la esposa del general Franco, templada en el mimo arrullador de la brumosa y linda ciudad que la vio nacer». Ruborizada, contó la historia de cómo ella y su marido se enamoraron en una romería y de cómo él la persiguió tenazmente a partir de entonces. Sumida en el papel de la fiel doncella del gran hombre, reveló los principales defectos de su marido: «le gusta demasiado África y estudiar unos libros que no comprendo». Cuando el barón le preguntó a Carmen por las tres mayores alegrías que habían compartido, su respuesta no pareció muy espontánea. Con el ojo puesto en lo que creía les gustaría a los lectores de la revista, su lista consistió en «la del día que desembarcó el ejército español en Alhucemas, el instante de leer que Ramón había llegado a Pernambuco y la mañanita que nos casamos». Todas ellas fueron ocasiones en que el gran público había aclamado el nombre de Franco y desde luego es revelador que no mencionara el nacimiento de su hija. Carmen señaló como su mayor amor la música y como su mayor antipatía «los moros[42]».
Como director de la Academia Militar, los Franco se mezclaron con la élite local en Zaragoza. En 1929 les presentaron a un abogado brillante, desenfadado y gallardo, Ramón Serrano Suñer. Uno de los cerebros legales más sobresalientes de su generación, Serrano Suñer trabajaba en Zaragoza de abogado del Estado. Carmen intentó ganarse su amistad y Paco se quedó absolutamente deslumbrado por el elegante abogado. Como se hicieron amigos, Serrano Suñer a menudo comía o cenaba con la familia[43]. Como resultado, conoció a la bella hermana menor de Carmen, Ramona, conocida como Ramoncita o Zita, que a menudo se quedaba con ellos. Se enamoraron y, en febrero de 1931, Serrano Suñer se casó en Oviedo con Zita, que tenía dieciocho años. Francisco Franco llevó del brazo a la novia[44]. El testigo del novio fue José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, general Miguel Primo de Rivera, y futuro fundador de la Falange. La boda afianzó la relación cercana entre Serrano Suñer y la familia de Franco.
La llegada de la Segunda República el 14 de abril de 1931 presagió un parón en el progreso, hasta el momento ascendente, de la carrera de Franco. A los pocos meses de su establecimiento, el 30 de junio de 1931, el nuevo ministro de Guerra, Manuel Azaña, ordenó el cierre de la Academia General Militar de Zaragoza. Franco estaba desolado; su mujer, furiosa. Les había encantado su puesto allí y nunca perdonarían a Azaña por despojarle de él. Carmen se sentía ultrajada por perder la importante posición social que le otorgaba ser la esposa del director. Después de su discurso de despedida, Franco lloró. Recogieron sus pertenencias y se retiraron a la casa de campo de Carmen, La Piniella, cerca de San Cucao de Llanera, en las afueras de Oviedo, que había heredado al morir su padre. Tras el triunfo social de Zaragoza, la vuelta a Oviedo acompañada por un marido sin destino le parecía una vergüenza a Carmen. Durante cerca de ocho meses, ella y Paco se amargaron juntos, meditando sobre la crueldad de la República liberal. Él tuvo que apañarse con el 80 por ciento de su sueldo. Dada la holgada situación económica de Carmen, no pasaron grandes apuros. No obstante, sin ingresos privados, viviendo en la casa de su mujer y con su carrera aparentemente limitada, Franco se sentía humillado públicamente. Se dedicó a leer panfletos antirrepublicanos mientras Carmen inflamaba su rencor a diario. Ninguno perdonaría jamás a Azaña por lo que sintieron como una humillación[45].
De hecho, las cosas cambiaron cuando, el 5 de febrero de 1932, fue nombrado gobernador militar de La Coruña, aunque el rencor de la pareja hacia Azaña no disminuyó. No obstante, en La Coruña a Carmen le era posible recobrar parte del prestigio social que había disfrutado en Oviedo. Su marido era un gallego célebre y ella pudo gozar de un estilo de vida espléndido, con una casa grande y sirvientes con guantes blancos. Franco frecuentaba el club náutico y sus socios más distinguidos eran visitantes asiduos de la nueva casa, que Carmen había amueblado con tanto empeño. En febrero de 1933 Franco fue ascendido de nuevo con un destino en las islas Baleares como comandante general, un destino que normalmente hubiera sido para un general de división. Reticente a abandonar La Coruña y tener que organizar otra casa familiar, ni a él ni a Carmen les gustó el destino, ya que, aun siendo importante, lo consideraban por debajo de lo que merecía su veteranía[46].
El 28 de febrero de 1934, la madre de Franco, Pilar Bahamonde, murió a los sesenta y seis años de edad. La afirmación unánime de los que le eran próximos es que su pérdida afectó a Franco profundamente. En adelante, la dependencia de su esposa se intensificó[47]. En su piedad obsesiva y su porte frío, Carmen se parecía a doña Pilar. Se dice que, más o menos en este período, con incesante presión finalmente convenció a su marido de que volviese a las prácticas religiosas de su juventud. De joven, había compartido el anticlericalismo fanfarrón de los oficiales compañeros de armas suyos pero, en presencia de su madre, adoptaba una devoción aparente. Parecía estar sucediendo lo mismo en la relación con su mujer. La mano de Carmen puede verse en el hecho de que, tras la muerte de doña Pilar, los Franco alquilaron un piso caro en Madrid, cuyo estilo estaba más allá del bolsillo, por no decir del gusto, de un oficial africanista. Fue el dinero de ella lo que lo hizo posible. Cuando estaban en la capital, recibían asiduamente y con toda clase de lujo visitas de otros generales, políticos de derechas destacados y aristócratas, así como a la élite de Oviedo, cuando pasaban por Madrid. En la capital los entretenimientos más frecuentes de Francisco y Carmen eran las visitas al cine y al Rastro en busca de antigüedades, a menudo acompañados de su sobrina favorita, Pilar Jaraiz Franco. Estaban tan unidos que Pilar nunca llegó a comprender cómo su tía Carmen y su tío Paco pudieron más tarde volverse tan crueles y distantes, tan fríos y orgullosos, con una familiar cercana que siempre había estado encariñada con ellos[48].
En octubre de 1934, mientras todavía estaba destinado en las islas Baleares, Franco desempeñó un papel crucial en el aplastamiento del levantamiento de los trabajadores de Asturias. Le había llamado directamente el ministro de la Guerra para dirigir la represión, y su actitud hacia los rebeldes fue implacable. Obviamente Franco tenía unos conocimientos considerables sobre Asturias al haber estado destinado allí y haber tomado parte en la represión de la huelga general de 1917. La forma especialmente dura con que Franco dirigió la represión desde Madrid reflejó tanto su experiencia en Marruecos como los miedos de la burguesía asturiana que le había trasmitido su mujer. Ni que decir tiene que Carmen estaba emocionada con los ascensos que siguieron —le mantuvieron como consejero ministerial extraordinario hasta febrero de 1935, cuando le nombraron comandante en jefe de las fuerzas armadas españolas en Marruecos, y apenas tres meses después, jefe del Estado Mayor—. Por supuesto, Carmen estaba complacida con el prestigio social que conllevaba, compensándola por las largas horas que pasaba su marido en el Ministerio de la Guerra[49].
La victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936, a la que Franco intentó oponerse desde su despacho en el Ministerio de la Guerra, conllevó el regreso de Manuel Azaña al poder. La consiguiente pérdida de su prestigioso puesto en Madrid de jefe del Estado Mayor causó un sufrimiento inmenso a Carmen. Franco fue nombrado comandante general de las islas Canarias, un puesto importante pero lejos del valioso estatus social en la capital de su puesto anterior. No obstante, Carmen tardó poco tiempo en establecerse en la sociedad de Tenerife. Llevaban una rica vida social. Sus guías en la vida social local fueron el comandante Lorenzo Martínez Fuset y su mujer. Martínez Fuset, jurídico militar, con un carácter amigable y complaciente, se convirtió en el confidente local de Franco[50].
Hay buenas razones para suponer que la obsesión de Carmen por el éxito de su marido fue un factor que contribuyó en su cautela para comprometerse con la conspiración militar que se urdió en la primavera de 1936, aunque simplemente tuvo que haber sido la confirmación de sus propias inclinaciones. Sin duda comentaron la cuestión y estaban de acuerdo con el papel que debía corresponderle a Franco. Esta era la opinión de su primo y ayudante de campo, Francisco Franco Salgado-Araujo, Pacón, que estaba con ellos constantemente: «Leí más tarde en algún periódico que la mujer de Franco no estaba enterada de los proyectos de su marido. Esto no es verdad, los conocía perfectamente y estaba tranquila. Jamás le noté el menor sobresalto. Su actitud fue siempre la de una mujer que tiene fe en las condiciones personales de su marido y que cree que todo ha de resultar con éxito. Cuando Franco estuvo en Ceuta y Melilla destinado en la Legión, pude observar que su mujer tenía fe en la buena suerte de su marido». Inevitablemente la ansiedad influyó en sus cálculos, pero el asesinato del líder derechista José Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936 decidió a Francisco. Ordenó a Pacón comprar dos billetes para su esposa y su hija para el barco alemán Waldi, que iba a partir de Las Palmas el 19 de julio hacia La Haya y Hamburgo.
Con la excusa de que Franco tenía que presidir el funeral del recientemente fallecido general Balmes en Gran Canaria, la familia entera se fue de Tenerife en el barco correo Viera y Clavijo, que zarpó poco después de la medianoche del 16 de julio. Llegaron a Las Palmas a las 8.30 del viernes 17 de julio. Después del funeral por Balmes, Franco llevó a su esposa y su hija de paseo en coche por la ciudad. A lo largo de la noche, mientras la suerte del alzamiento era todavía incierta en Las Palmas, Franco, su familia y su grupo de rebeldes estuvieron en grave peligro. No obstante, Carmen esperó con una sangre fría considerable mientras su marido se encargaba de la rebelión. Era tal su fe en él que no mostró señales de pánico. Después de que Franco entregara el mando al general Luis Orgaz, su escolta llevó a Carmen Polo y a Carmencita Franco al puerto y las escondió a bordo del buque Uad Arcila hasta la llegada del transatlántico Waldi, que iba a llevarlas a La Haya. Mientras estaban esperando, se sofocó un motín de la tripulación del Uad Arcila con cierta violencia. Viajaron a Lisboa y desde allí hasta La Haya, donde fueron recibidas por un amigo de Franco, el agregado militar español en Francia, el comandante Antonio Barroso, que luego las llevó a Bayona. Permanecieron durante los dos primeros meses de la guerra civil en la casa de la antigua institutriz de la familia Polo, madame Claverie. Por miedo a que hubiera intentos por parte de los partidarios de la República de capturarlas, pasaron un tiempo de nerviosismo atroz en absoluto anonimato, a pesar de que estaban bajo la protección del comandante Lorenzo Martínez Fuset y una escolta militar pequeña. Nenuca asistió a un internado francés[51].
Se trataba de una precaución necesaria, puesto que la familia de los Franco estaba en peligro evidente. La hermana de Franco, Pilar, estaba en Puentedeume, Galicia, con cuatro de los seis hijos que tenía entonces. Durante una semana, pasó una angustia considerable, hasta que los rebeldes tomaron el pueblo. Su hijo, Alfonso Jaraiz Franco, y su hija, Pilar, junto con su marido, fueron arrestados. Todos ellos, y en especial Pilar, que estaba embarazada, padecieron un gran sufrimiento. La querida tía de Carmen, Isabel Polo Flórez de Vereterra, murió en el pueblo de Infanzón, cerca de Gijón, en los primeros días de la guerra después de que fuera interrogada bruscamente por milicianos anarquistas[52]. Isabel había sido en gran parte una madre sustituta para Carmen. Su muerte, que Carmen atribuía a los rojos, aumentó su odio hacia la República.
El 16 de agosto, en una cena en Burgos con los generales Mola y Kindelán, Franco expresó su optimismo habitual sobre el progreso de la guerra, pero mostró un asomo de inquietud cuando le contó a Mola que estaba preocupado por no haber tenido noticias de su mujer y su hija Nenuca desde que se fueron de Canarias el 17 de julio[53]. De hecho, su esposa y su hija no volvieron a España de su exilio en Francia hasta mediados de septiembre. Madame Claverie era reticente a permitirlas volver a una España tan repleta de peligros, pero Carmen no dudó. Desde la frontera francesa, fueron hasta Valladolid, donde se alojaron en un hotel con nombres falsos. Franco mandó a su leal ayudante de campo, Pacón Franco Salgado-Araujo, para que las trajera desde Valladolid hasta el elegante palacio de los Golfines de Arriba, del siglo XVI, en Cáceres, donde había estado su cuartel general desde el 26 de agosto. Llegaron a Cáceres el 23 de septiembre, mientras Franco estaba preparando el ataque a Toledo. Cuando Gonzalo López Montenegro, el dueño del palacio, anunció su llegada, Franco les mandó el mensaje de que tenía visitas muy importantes y no podía recibirlas. Tuvieron que esperar más de una hora antes de que la familia pudiera reencontrarse[54]. Sin duda Carmen lo comprendió a la perfección cuando la informó de que estaba comprometido con unas maniobras cruciales para asegurarse de que le confirmarían como general en jefe de todas las fuerzas nacionalistas y también como jefe del Estado.
En una semana, sus maquinaciones habían alcanzado su objetivo. Carmen pudo asistir a la investidura como jefe de Estado de su marido en una ceremonia espectacular celebrada en Burgos. Desde el momento en que su coche entró majestuosamente en la plaza situada frente a la Capitanía General entre los vítores de una gran masa, supo que era la primera dama de la España nacionalista. Para inmensa alegría de Carmen, como lo atestiguan las fotografías de la época, el aparato de propaganda de Franco dio una imagen de él como un gran cruzado del catolicismo. A ella también le satisfizo notar que, al menos en público, el anticlericalismo del soldado bravucón fue reemplazado por una religiosidad que, aparentemente, se igualaba a la suya. Desde el 4 de octubre de 1936 hasta la muerte de Franco, la familia tuvo un capellán personal, el padre José María Budart[55]. El Caudillo ahora empezaba cada día oyendo misa, un reflejo tanto de la necesidad política como de la influencia de doña Carmen. De hecho, en una ocasión se disculpó con el abad de Montserrat por hacerle esperar, explicándole que cuando estaba con ella, su mujer siempre insistía en que se uniera a su rosario habitual de la tarde, sin tener en cuenta sus acuciantes obligaciones militares o políticas[56].
Ante la ausencia de diarios personales del Caudillo y de su mujer, no es posible tener certeza absoluta acerca del papel que desempeñó Carmen Polo para animar la ambición política de su marido. No obstante, está fuera de toda duda que doña Carmen creía en la misión divina de su esposo y que apuntaba al servil respaldo eclesiástico que le rodeaba para convencerlo de su misión mesiánica. La idea de que ambos debían disfrutar del privilegio real de entrar y salir de las iglesias bajo palio fue suya. La campaña de propaganda masiva para elevar a Franco a una figura divina también le produjo gran satisfacción. Se adoptó un título semejante al de Führer y Duce en la forma de Caudillo —un término que ligaba a Franco con los líderes guerreros del pasado medieval de España—. Franco se consideraba a sí mismo, al igual que sus heroicos predecesores, un guerrero de Dios contra los infieles que intentaban destruir la fe y la cultura de la nación. La semilla se había plantado en la mente de Franco a finales de la década de los veinte, durante sus visitas a la finca de su mujer, La Piniella. Un cura especialmente adulador del lugar, que se las daba de capellán de la casa Polo, les aseguraba que Franco repetiría las hazañas épicas del Cid y de los grandes caudillos medievales de Asturias. De hecho, doña Carmen a menudo recordaba a Franco los comentarios del cura[57].
La misma Carmen Polo comenzó a sustituir a Franco en actos políticos[58]. En esa representación, su momento más significativo durante la guerra civil tuvo lugar el 12 de octubre de 1936 en Salamanca, durante las celebraciones del día de la Raza, el aniversario del «descubrimiento» de América por Cristóbal Colón. Franco estaba representado por el general Varela y doña Carmen. Ella desempeñó un papel importante reduciendo la tensión del conocido choque entre el trastornado general Millán Astray y el filósofo Miguel de Unamuno. Mientras los guardaespaldas armados de Millán Astray estaban amenazando a Unamuno, doña Carmen intervino. Dos testigos oculares han sugerido que el mismo Millán Astray ordenó a Unamuno coger del brazo a la esposa del jefe del Estado y marcharse. De hecho, Carmen hacía tiempo que desdeñaba a Millán Astray por su impulsividad indecorosa. Es probable que se sintiera ofendida por el tumulto que había provocado en un acto presidido por ella. Sin embargo, ya fuera por iniciativa de Carmen Polo o por la de él, ella demostró una dignidad considerable y no poca valentía al coger al venerable filósofo por el brazo, sacándolo fuera y llevándoselo a casa en su coche oficial[59].
Si intervino para evitar que Unamuno sufriera represalias violentas por parte de los legionarios de Millán Astray, no hay prueba alguna de que alguna vez utilizara su influencia sobre Franco para limitar la envergadura o la intensidad de la represión más amplia. Es imposible que no supiera lo que estaba ocurriendo. La mayor parte de los días, después de comer, Lorenzo Martínez Fuset, entonces jefe de la oficina jurídica de Franco, le llevaba los folios de las sentencias de muerte para que las firmase. Era habitual que las esposas, hermanas y madres de los hombres condenados apelaran a doña Carmen con la esperanza de que intercediera ante su marido. No obstante, la muerte de su tía Isabel había endurecido su corazón, ya de por sí de piedra. Ramón Serrano Suñer opinaba que doña Carmen rara vez, si es que lo hizo en algún momento, intercedió en nombre de otros[60]. Un caso horroroso que reveló su reticencia a interceder fue el que le presentó una prima de Astorga (León), doña Máxima Torbado de Panero, cuyo hijo Leopoldo era un poeta menor. Leopoldo Panero y un amigo, Gabriel Giménez, con quien iba a casarse la hermana de Leopoldo, Asunción, dentro de dos meses, habían sido arrestados y corrían el peligro de ser fusilados. Según fuentes cercanas a la familia Panero, doña Máxima fue con Asunción a la cárcel de San Marcos para visitar a los muchachos. Cuando llegaron a San Marcos y pidieron verles, un guardia les dijo que Gabriel ya no estaba allí y en un principio pensaron que lo habían trasladado a otra cárcel. Sin embargo, los guardias trajeron a Leopoldo completamente desencajado, quien logró balbucir que el día anterior habían fusilado a Gabriel y, antes de verse delante del pelotón de fusilamiento, le había confiado su reloj para que se lo diera a Asunción. Máxima metió inmediatamente a Asunción en su coche y partieron hacia Salamanca. Al llegar al Palacio Episcopal, la recibió doña Carmen. Doña Máxima le suplicó a doña Carmen que obtuviera una carta de Franco para salvar a su hijo. Carmen Polo contestó con tranquilidad que su marido estaba reunido y no se le podía molestar. Después de esperar varias horas, cada vez más angustiada y pensando únicamente en que podían fusilar a su hijo en cualquier momento, doña Máxima finalmente perdió la calma. Empezó a vociferar y a gritar hasta tal punto que la mujer del Caudillo, muy a regañadientes, entró en el despacho de su marido y le pidió la carta. Armada con la carta, doña Máxima regresó a León, donde el documento aseguró la inmediata puesta en libertad de Leopoldo Panero[61].
Es una observación interesante sobre la visión popular de Carmen Polo que la siguiente versión de los acontecimientos fuera ampliamente aceptada en Astorga. Según el mito local, doña Máxima le suplicó de rodillas a Carmen Polo, como prima suya, que intercediera con el Generalísimo. Carmen contestó con arrogancia: «No puedo estar molestando a Paco todo el tiempo. Tiene que ocuparse de asuntos mucho más importantes». Ante las súplicas cada vez más desesperadas de doña Máxima, se apiadó y dijo: «Muy bien, pero no puedo molestarle con los dos. Elige a uno». Según esta versión, muy extendida, eligió a su hijo y fusilaron al prometido de su hija. De hecho, la historia verdadera es incluso más estremecedora, puesto que sugiere que Franco estaba abierto a las peticiones de clemencia procedentes de su esposa.
Es posible que doña Carmen reaccionara más favorablemente en otras ocasiones, pero no hay pruebas de que así fuera. En otro caso, el de su amiga íntima Dolores Roda, resulta sorprendente que Carmen no actuara. El marido de Dolores Roda, el general Campins, un amigo íntimo de Franco, había sido fusilado en agosto por no unirse al alzamiento. Dolores escribió una carta conmovedora a Franco en que suplicaba que le contasen por qué habían fusilado a Campins. Fue contestada por Pacón. En el momento de esta correspondencia, Carmen estaba todavía en Francia. No obstante, se ha dicho que Dolores Roda escribió más tarde una carta aún más angustiosa a Carmen, que simplemente no se dignó en contestar[62].
La vida pública y privada de doña Carmen y su marido fue alterada significativamente por la llegada de su hermana Zita y su cuñado, Ramón Serrano Suñer, a Salamanca la última semana de febrero de 1937. Hasta este momento, con Salamanca convertida esencialmente en un enorme campamento militar, doña Carmen había tenido poca vida social, saliendo rara vez del cuartel general. Fuera del círculo inmediato de militares ocupados en otros asuntos, el núcleo de la vida social en la ciudad era el hermano de Franco, Nicolás, que estaba actuando como primer ministro de facto de lo que pasaba por ser el Estado nacional. Carmen despreciaba la vida caótica de Nicolás Franco, quien solía celebrar comidas y cenas interminables y hacía esperar a sus visitas hasta altas horas de la madrugada. La llegada de la familia Serrano Suñer no sólo supuso que no tuviera que preocuparse más por si su hermana y sus sobrinos estaban a salvo, sino también la posibilidad de que Serrano Suñer eclipsara a Nicolás. Recomendó a Franco que se invitara a la familia Serrano a mudarse a un ático del Palacio Episcopal, donde él tenía su cuartel general y donde vivía su familia. Ella sentía cierta aversión hacia Nicolás Franco, debido a su desordenado espíritu bohemio y su estilo descuidado. También estaba profundamente celosa de la mujer de Nicolás, la vivaz Isabel Pascual de Pobil, cuyos modos coquetos llamaban más la atención en la sociedad salmantina. Se ha sugerido que doña Carmen se sintió ultrajada porque unos regalos que creyó eran para ella, cuya destinataria era la «Señora de Franco», fueron entregados por error a esta otra «Señora de Franco[63]». Serrano Suñer pronto se plantearía poner fin a lo que llamó el «Estado campamental». La creación de un Estado en el que ella estuviera orgullosa de ser la primera dama aseguró el afecto de Carmen por Serrano. En su admiración por él como académico culto, brillante cerebro jurídico y diputado parlamentario, no obstante, estaban las semillas de la discordia futura. A menudo en las conversaciones del pequeño grupo familiar, cuando el locuaz Franco interrumpía a su cuñado, doña Carmen decía: «Cállate, Paco, y escucha lo que está diciendo Ramón».[64]
Tales comentarios eran indicios de la relación de poder dentro de la familia. A principios de julio de 1937 la familia Franco se mudó del Palacio Episcopal de Salamanca al aristocrático palacio Muguiro en Burgos. Permanecieron allí durante otros dos años, hasta algunos meses después de la victoria final sobre la República. El modo en que se organizaba la economía familiar era revelador. Según Pacón, adoptaron un sistema utilizado durante las campañas de Marruecos en el que un grupo de oficiales formaba una llamada «república». Un miembro llevaba las cuentas de los demás, que se arreglaban al final de cada mes. En el palacio Muguiro, la «república» estaba formada por Franco, doña Carmen Polo y su hija, Carmencita, Zita Polo y su marido, Ramón Serrano Suñer, Isabel Polo y su marido, Roberto Guezala, Felipe Polo y Pacón[65]. La preeminencia de los Polo sobre los Franco era digna de mención.
Esto se puso de manifiesto a mediados de noviembre de 1937, como consecuencia del ascenso de Pacón al grado de coronel. Con cuarenta y siete años, y habiendo pasado más de diez al servicio de Franco, estaba ansioso por mandar las tropas en el frente de guerra. El Caudillo le concedió permiso, pero doña Carmen estaba furiosa. Ella envió a Serrano Suñer para informarle de que era más necesario para Franco a cargo de su seguridad personal que dirigiendo una brigada operativa. Pacón contestó que puesto que Franco había aceptado, él no iba a cambiar de opinión. Una Carmen profundamente irritada mandó que le trajeran a Pacón y lo insultó diciéndole que su determinación por ir al frente sólo podía explicarse con su obsesión por llegar a ser general tan rápidamente como fuera posible. Le dijo que estaba más interesado en un ascenso rápido que en realizar un trabajo en el que era irremplazable. Pacón contestó que era perfectamente razonable que quisiera ir a mandar tropas sobre el terreno. Visiblemente molesta, se marchó enojada. Se supone que acudió de inmediato a «trabajarse» a su marido, porque al día siguiente el Caudillo convocó a Pacón. Le dijo que había cambiado de opinión y que debía quedarse como su ayudante de campo[66].
Ya durante la guerra, su posición como primera dama de la España nacional le permitió a Carmen Polo dar rienda suelta a su codicia. En una ocasión visitó en Salamanca la casa del médico personal de su marido, el doctor Carlos Cuervo García. Ella expresó una gran admiración por un cuadro colgado en el vestíbulo. El doctor Cuervo preguntó amablemente: «¿Lo quiere usted?», y se quedó desconcertado cuando ella contestó: «¡Oh, sí! Muchísimas gracias. Mandaré que vengan a recogerlo».[67] Los botines de guerra no fueron siempre tan pequeños. En noviembre de 1937 José María de Palacio y Abarzuza, conde de las Almenas, murió sin hijos. Expresó su gratitud a Franco por «reconquistar España», dejándole en su testamento una finca en la sierra de Guadarrama cerca de El Escorial, conocida como el Canto del Pico. Con 820 000 metros cuadrados, estaba dominada por una enorme mansión llamada Casa del Viento. Quizá era el comienzo de la convicción de Carmen de que cualquier cosa se le debía a su marido por sus logros. En diciembre de 1938 se emocionó cuando ella y Paco visitaron su tierra natal en la provincia de La Coruña para recibir un «regalo» de sus habitantes. Julio Muñoz Aguilar, gobernador civil de La Coruña, y Pedro Barrié de la Maza, un banquero del lugar, habían tenido la idea de organizar una suscripción a través de la cual los coruñeses podrían mostrar su gratitud por su salvación a manos del Caudillo. Una casa de campo espléndida, conocida como el Pazo de Meirás, que había pertenecido a la novelista gallega Emilia Pardo Bazán, había salido al mercado y fue comprada en marzo de 1938 con el dinero recaudado a través de una suscripción más o menos obligatoria. La casa fue restaurada con fondos públicos[68]. Carmen estaba especialmente contenta de dar un salto tan importante hacia la vida aristocrática que creía que merecían.
A finales de 1938, ocurrió un pequeño incidente personal que reveló hasta qué punto la adulación y el poder empezaban a afectar a Carmen. La sobrina de Franco, Pilar Jaraiz Franco, llegó a Burgos después de cruzar las líneas y de ser puesta en libertad de una cárcel republicana de Valencia en un canje de prisioneros. El recibimiento de que fue objeto por su tía y su tío puso en descarnada evidencia el ambiente en que vivían. Antes de que Carmen y Paco tuvieran su propio piso en Madrid, se habían quedado siempre con la madre de Pilar Jaraiz, Pilar Franco. Así pues, la joven Pilar había crecido muy unida a ellos y había sido dama de honor en su boda. Cuando estaban en Madrid, su sobrina solía acompañarlos al cine o al Rastro. Cuando Pilar se casó en 1935, su tío Paco la llevó al altar y su tía Carmen la había ayudado con entusiasmo a elegir el ajuar y a decorar su piso. Precisamente por su parentesco con Franco, Pilar Jaraiz fue arrestada en la zona republicana y pasó dos años horrorosos en la cárcel con su bebé, que casi murió de meningitis. Después de un sufrimiento tal, llegó a Burgos impaciente por reunirse con sus seres queridos. Para su consternación, la saludaron de forma distante, aparentemente dando por sentado que se había contaminado por el contacto con los rojos. Franco la hizo sentir como «un escarabajo». Incluso más hiriente fue la respuesta de doña Carmen, que dejó a Pilar perpleja cuando le preguntó con arrogancia: «¿Y tú, con quién estás?». La adulación diaria les impulsaba a los dos a verse a sí mismos como una raza aparte de los simples mortales. Años más tarde, Pacón todavía se quejaba del efecto nocivo sobre el carácter de Carmen de los aduladores que la rodeaban[69].
Tras su victoria y al mudarse a la capital, Carmen ambicionaba vivir en el palacio real, el palacio de Oriente. Para su amarga decepción, Serrano Suñer consiguió convencer a Franco de que no le interesaba que le vieran sufrir la locura de grandeza ni hacer peligrar sus relaciones con los monárquicos que le apoyaban con una muestra tan clara de que no tenía intención de traer de nuevo al rey. Como compromiso, aceptaron la idea del sólido aunque retirado palacio de El Pardo, en la carretera de La Coruña justo a las afueras de Madrid. Franco pudo consolarse con el hecho de que originariamente fuera concebido como casón de caza de Carlos I. Las aspiraciones regias de Carmen se vieron satisfechas por el hecho de que posteriormente había sido ampliado por Carlos III y estaba decorado con tapices de Goya y otros pintores del reinado de Carlos IV. Mientras El Pardo era restaurado, bajo el ojo avizor de doña Carmen, la pareja se trasladó al castillo de Viñuelas, que pertenecía al duque del Infantado, a 18 kilómetros de Madrid.
Durante su estancia en el castillo de Viñuelas, Carmen presionó a Franco para establecer su sueldo como jefe de Estado. Después de considerar lo que Alfonso XIII y los dos presidentes de la República, Alcalá Zamora y Azaña, habían recibido y, teniendo en cuenta la situación lamentable de la economía española, su salario inicial se estableció en 700 000 pesetas. En principio él quería dos millones, pero fue persuadido por Serrano Suñer de que aceptara esta cantidad menor, pero no insignificante. El Caudillo y su mujer permanecieron en Viñuelas hasta marzo de 1940. Aparte de las comodidades modernas, Carmen presionó para que la reforma de El Pardo acentuara los aspectos de la decoración del edificio del siglo XVIII y así reflejara la identificación de los Franco con los dirigentes reales del pasado. Una vez instalados en El Pardo, Franco insistió en que se le concediera a su esposa el tratamiento aristocrático de ser llamada «la Señora», y se enemistó con los monárquicos por un decreto por el que debía interpretarse la marcha real siempre que llegara su esposa a un acto oficial, como se hacía con la reina antes de 1931[70]. En general se suponía que fue ella quien le sugirió estas medidas. Rodeados por una corte de aduladores, aislados del mundo real, permanecerían cómodamente instalados en El Pardo durante treinta y cinco años.
A pesar de los esfuerzos de cineastas y novelistas, es imposible reconstruir con certeza la vida íntima de Carmen y Paco. Era un matrimonio estable, probablemente feliz, pero sin duda carente de pasión. Su nieto comentaría más tarde: «Mi abuela, de no casarse, hubiera sido monja».[71] La influencia de Carmen en las decisiones políticas de su marido es difícil de calcular. No obstante, el insidioso efecto sobre el Caudillo que tenían sus críticas a ministros en la mesa y en el dormitorio no puede pasarse por alto. Intensamente moralizadora, al menos de palabra, Carmen podía volverse con rapidez en contra de miembros destacados de la élite franquista que no estaban a la altura de sus rígidos valores morales. Asimismo, si un informador deseoso de congraciarse la alertaba sobre comentarios críticos o bromas de un rival, de inmediato actuaba sobre su marido. En el caso del viejo amigo ovetense de Franco, Pedro Sainz de Rodríguez, se dieron ambos pecados. Como era una de las pocas amistades intelectuales de Franco, fue nombrado ministro de Instrucción Pública en el primer gobierno formal de la dictadura a finales de enero de 1938. Conocido por su lengua mordaz, solía contar chistes crueles de Franco que, como era de esperar, llegaban a El Pardo. Además, una doña Carmen escandalizada descubrió que solía visitar un burdel de Madrid en su limusina del ministerio. Cuando se le expuso su fechoría, contestó: «No iba a ir andando». No fue una sorpresa que le despidieran el 27 de abril de 1939[72].
A finales del otoño de 1950, hubo rumores de que las dificultades maritales habían hecho que el consejero político de Franco, Carrero Blanco, cayera en desgracia en El Pardo. Doña Carmen era inflexible con tales temas. Sólo un acercamiento a la religión y una subsiguiente reconciliación con su esposa salvaron su carrera. También se ha afirmado que fue responsable de que para poder mantenerse en sus puestos dos de los colaboradores más próximos a Franco —José Félix de Lequerica y Manuel Aznar— formalizaran sus relaciones con sus amantes, con la que llevaban mucho tiempo[73]. En los años cincuenta se opuso al matrimonio del médico del Caudillo, Vicente Gil, por inapropiado. El doctor Gil había conocido y se había enamorado de María Jesús Valdés, una actriz destacada de teatro clásico con estudios universitarios. Carmen comentó: «No me gusta nada que Vicentón vaya con una mujer de tablas». De hecho, el doctor Gil se casó casi clandestinamente[74]. A menor escala, se dice que, a principios de los años setenta, obligó a casarse a un oficial de la Guardia Civil de El Pardo con la hija de su chófer, cuando se enteró de que la chica estaba embarazada[75].
A medida que la eminencia de Franco crecía, la admiración que sintió alguna vez doña Carmen por Serrano Suñer disminuía. Su intervención para frenar los planes de Carmen de vivir en el palacio real y dar a su marido un salario enorme comenzaron a minar su posición. A comienzos de 1941 el poder que había acumulado como ministro de Asuntos Exteriores, mientras todavía controlaba el Ministerio del Interior y la Falange, junto con su incapacidad de adoptar el talante adulador que se esperaba de un cortesano, provocaron la desconfianza de Franco y de su mujer. Se ha alegado que la desconfianza del Caudillo se intensificó aún más por la poco ingenua pregunta de su hija Carmen, de quince años, en la mesa: «Aquí quién manda: ¿Papá o el tío Ramón?»[76] Serrano Suñer sobrevivió a la crisis de 1941, pero sus días estaban contados. La influencia de Carmen no debía subestimarse. Por lo menos, los alemanes estaban convencidos de que ese era el caso. En febrero de 1942 un Goebbels molesto escribió en su diario, cuando Franco había afirmado su fidelidad a la Iglesia católica: «Sería mucho más acertado para España mantenerse fiel al Eje. Franco, como sabemos, es un beato fanático. Permite que España hoy día esté prácticamente gobernada no por él, sino por su mujer y su padre confesor. ¡Menudo revolucionario hemos puesto en el trono!»[77]
Para el verano de 1942 las relaciones entre Serrano Suñer y el Caudillo alcanzaron el punto de ruptura. En conversaciones con Galeazzo Ciano, Serrano Suñer describió al Caudillo como alguien rodeado por nulidades que creaban en El Pardo un ambiente que era una parodia de la antigua corte de España. De Carmen comentó con desprecio: «Incluso su esposa, una fanática terrible, que piensa que simplemente porque es pura ya ha hecho todo lo que se le puede pedir, ejerce una influencia nefasta sobre su marido».[78] La posibilidad de que Franco no fuera informado de esto es extremadamente remota. Franco era profundamente sensible a los rumores que aseguraban que su cuñado le eclipsaba. Lo mismo le ocurría a su mujer, pero con más fuerza. Ambos debieron de sentirse exasperados por una historia que circulaba en la época. Se decía que una amiga del colegio de las hermanas Polo que había estado en América Latina se encontró con la mujer de Serrano Suñer, Zita, y le dijo efusivamente: «¡Qué bien! Me he enterado de que estás casada con el hombre más importante de España. ¿Y qué ocurrió con tu hermana Carmen?». «Pobrecita —contestó Zita, según la historia—, ella terminó casándose con un soldado».[79]
Un resentimiento generalizado hacia la importancia de Ramón se había combinado con la indignación de la señora Franco ante el hecho de que a finales de 1941 y a lo largo de la primera mitad de 1942 la sociedad madrileña había estado comentando el cotilleo de que Serrano Suñer estaba engañando a su hermana Zita. Para colmo de males, se creía que el objeto de sus sentimientos era María de Sonsoles de Icaza y León, la esposa del teniente coronel Francisco Díez de Rivera, marqués de Llanzol. El hermano de Francisco Díez de Rivera, Ramón, marqués de Huétor de Santillán, estaba casado con una amiga íntima de doña Carmen, María de la Purificación de Hoces y D’Orticós -Martín. Los marqueses de Huétor de Santillán vivían en el mismo edificio que la familia de Serrano Suñer, en General Mola, 36. Incluso si Zita era discreta en su desgracia, Pura Huétor, como se sabía, no lo era; chismosa empedernida, alegremente informó de su «malestar» a una doña Carmen atentísima. El nacimiento el 29 de agosto de 1942 de la hija de Sonsoles Icaza, Carmen Díez de Rivera, no hizo más que empeorar la situación. Un observador americano de la situación de España resumió elegantemente la posición de Serrano Suñer: «Su conducta personal ha dañado la intimidad en el seno de la familia Franco».[80] Finalmente, a comienzos de septiembre de 1942, Serrano Suñer fue retirado como ministro de Asuntos Exteriores, después del llamado incidente de Begoña en el que se desencadenó una lucha de poder entre los clanes falangistas y militares del régimen franquista.
Tras esto, prácticamente desapareció de la política, reconstruyendo una carrera exitosa como abogado. Las relaciones entre la familia de Franco y la de Serrano Suñer eran tensas, Zita Polo fue sustituida en el afecto de doña Carmen por Pura Huétor[81]. La corpulenta Pura se convirtió poco a poco en el filtro a través del cual doña Carmen, y a menudo el mismo Franco, sabían del mundo exterior. Sus maliciosos cotilleos podían hacer o deshacer a los que estaban en los estrechos círculos de El Pardo. Se mantuvo especialmente hostil a la familia de Serrano Suñer. Fue curioso que Carmen, que previamente había tratado a su hermana pequeña casi como a su propia hija, ahora le diera la espalda. Era fácil percibir la influencia de Pura Huétor en esto. El capellán personal de Franco, el padre José María Bulart, se asombró de la facilidad con que Carmen aceptaba la veracidad de los chismorreos y de cómo actuaba conforme a ellos sin reflexionar. Varias veces por semana, Carmen Polo visitaba el apartamento de Pura Huétor en la calle General Mola para merendar. A pesar de que la familia de Serrano Suñer vivía en el mismo edificio, la Caudilla nunca visitó a su hermana. En 1955 el padre Bulart le contó a Pacón que Carmen odiaba profundamente a Serrano Suñer y que no soportaba su presencia[82].
Poco después de la caída de Serrano Suñer, Carmen Polo empezó a tener problemas dentales. «Tenía la dentadura grande, desplegada y caballuna». Su colmillo superior derecho era sumamente prominente. Detrás de una impresionante fila de dientes frontales, las muelas presentaban una caries grave. Esperando conseguir también beneficios cosméticos, se embarcó en un tratamiento con uno de los mejores, y más caros, dentistas de moda de Madrid, Jacobo Schermant. Irónicamente, el doctor Schermant había sido el dentista de Margarita Nelken antes de la guerra, delito por el cual, además de ser judío y vivir en pecado con su amante, había sido encarcelado por los falangistas en San Sebastián. Schermant tuvo la suerte de que uno de sus pacientes fuera el general José Varela, que consiguió su puesta en libertad. Siguiendo el consejo de Varela, se convirtió al catolicismo y se casó con su amante. Cuando doña Carmen decidió que debía prestar atención a su dentadura, el doctor Schermant ya había restablecido un próspero ejercicio en la capital. En el otoño de 1942, para su propio tratamiento y el de su hija Nenuca de dieciséis años, tuvo 35 sesiones en la clínica del doctor Schermant. Se ha calculado que el coste final fue astronómico, pero el dentista se dio cuenta de que no era aconsejable presentar la cuenta. Doña Carmen se lo agradeció con una fotografía firmada[83].
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial había muchas muestras del miedo que inundaba al régimen franquista. El mismo Franco estaba haciendo declaraciones desesperadas de que nunca había apoyado al Eje. En la casa de los Franco se palpaba en el ambiente un deseo de olvidar aquel miedo. La influencia de doña Carmen se advirtió en un baile espectacular que organizó en El Pardo el 23 de diciembre de 1944, para celebrar la presentación en sociedad de Carmen Franco, que tenía dieciocho años. El acontecimiento reflejó tanto la adoración del matrimonio por Nenuca (así llamaban a su única hija) como la creciente adicción de Franco, y especialmente de su mujer, a la pompa real. En aquella época la mayoría de la población española estaba pasando privaciones extremas, con el racionamiento y el estraperlo como datos importantes de la vida cotidiana. No obstante, se sirvió un banquete suntuoso para dos mil invitados. En un principio se decidió no invitar al cuerpo diplomático, aunque en el último minuto, como parte de los esfuerzos de Franco por tratar de congraciarse con Washington, se invitó al embajador estadounidense Hayes, a su mujer y su hija. Por lo demás, abundaron los amigos militares del Generalísimo y los cortesanos franquistas. De forma llamativa, la vieja aristocracia no asistió. A Carmen y Nenuca las vistió el modista de alta costura Balenciaga. La función terminó con un baile en los salones dieciochescos y las actuaciones de las figuras más destacadas del mundo del espectáculo español[84].
En público Carmen fue siempre exquisitamente elegante. Durante el viaje por España en 1947 de la bella Evita Perón, de veintiocho años, parece que sintió unos celos agudos cuando su marido lisonjeaba a su visitante argentina. Con cuarenta y cinco años, Carmen entabló un duelo de moda desigual. La visita empezó en el aeropuerto de Barajas, donde la enjoyada Evita fue recibida por Franco y doña Carmen, junto con el gobierno al completo, personajes dirigentes de la Falange, el ejército y la jerarquía eclesiástica. La mirada siniestra de Carmen cuando Franco se inclinó para besar la mano de Evita habla por sí sola. El aparato de la Falange movilizó a enormes masas de gente para garantizar la presencia de una multitud cuando se viera en público a Evita con los Franco. Durante la visita, se disputó la rivalidad entre Evita y doña Carmen, siendo las armas más floridas los sombreros ostentosos. La victoria fue para la argentina[85].
Tomó la decisión de que esto no volviera a ocurrir. En mayo de 1957 las revistas del corazón españolas estaban muy agitadas por la visita del sha de Persia, Mohamed Reza, y su esposa, la belleza legendaria Soraya Esfandiary. Carmen Polo era reticente a que se le fotografiase con los distinguidos huéspedes hasta que descubrió que Soraya tenía las piernas ligeramente deformadas. Entonces apareció ante las cámaras con una falda sensiblemente corta (para la época) con la que lucía ventajosamente las piernas[86]. El capellán personal y confesor de la familia Franco, el padre José María Bulart, que pasaba un tiempo considerable todos los días con doña Carmen, hizo un comentario agudo sobre este particular. Le dijo a Pacón que ella siempre trataba de asegurarse de que las mujeres que visitaban El Pardo no fueran atractivas físicamente por miedo a que su marido pudiera interesarse por alguna de ellas[87].
En octubre de 1948, durante el transcurso de un viaje por Andalucía, ocurrió un incidente que subrayó el hecho de que la percepción que los Franco tenían de sí mismos como personajes reales no era simplemente de cara al público. Como parte de las celebraciones del séptimo centenario de la conquista de Sevilla a los moros, se estaba erigiendo un monumento al Sagrado Corazón de Jesús a cierta distancia de la capital de la provincia. Iba a celebrarse un banquete oficial después de la ceremonia de inauguración por el jefe del Estado. Un funcionario de la casa de Franco fue al palacio arzobispal para disponer el protocolo para la cena y propuso que una mesa estuviera presidida por el Caudillo con el cardenal arzobispo de Sevilla, Pedro Segura, a su derecha y la otra estuviera presidida por doña Carmen. Segura se negó aduciendo que, dado que la ceremonia iba a tener lugar en su diócesis, él debía presidir la segunda mesa. Señaló que según los estatutos del Sacro Colegio Cardenalicio, un cardenal sólo podía ceder su sitio a un rey, a una reina, a un jefe de Estado o un príncipe heredero. Hubo consternación entre los organizadores, puesto que Franco insistió en que a su mujer se le diera el mismo trato que a él. Segura propuso tres soluciones: que doña Carmen no asistiera, que el arzobispo no asistiera o que no hubiera banquete. Se adoptó la tercera solución. Francisco y Carmen estaban furiosos y comenzaron las maquinaciones, que culminaron cinco años más tarde con Segura perdiendo poder en su propia diócesis[88]. Los partidarios del cardenal difundieron una historia que, según ellos, tuvo lugar en el interior de un coche en que viajaban Franco, su mujer y el propio cardenal. La carretera era mala y el conductor peor. El cardenal comenzó a rezar. Doña Carmen le preguntó: «¿Por qué reza?», y él contestó: «Para no morir como Jesús entre dos ladrones».
Las ambiciones y pretensiones de doña Carmen dieron un gran salto hacia adelante con el matrimonio de su hija Nenuca (Carmen). No se había sentido precisamente entusiasmada cuando Nenuca empezó a ser cortejada por un mujeriego prácticamente arruinado de la aristocracia de segunda fila de Jaén, el doctor Cristóbal Martínez Bordiú, que pronto sería marqués de Villaverde. Tanto Carmen como su marido temían que Martínez Bordiú fuera un cazador de fortunas sin escrúpulos. Sin embargo, Nenuca pronto se enamoró perdidamente. Al ver que no podían convencer a la hija que adoraban, dieron su consentimiento para el matrimonio. La pareja se casó el 10 de abril de 1950. Una cantinela satírica que corría por Madrid resumía la actitud popular hacia la familia en general y hacia doña Carmen en particular: «La niña quería un marido / la mamá quería un marqués / el marqués quería dinero / ¡ya están contentos los tres!»[89]
Las sospechas de doña Carmen sobre su futuro yerno se esfumaron con las lujosas dimensiones de los preparativos y la riada de regalos caros. No obstante, se impidió a la prensa controlada que los mencionara, por miedo a provocar comentarios críticos por el contraste con la hambruna y la pobreza que sufría gran parte del país[90]. A pesar del aviso oficial de que no se exigían regalos de entidades oficiales, llegaron algunos. En un caso, se devolvió un valioso collar y cuando doña Carmen se enteró, contactó con la organización en cuestión para pedirles que lo devolvieran. Había muchos que creían en aquel momento que la vía más rápida para prosperar en la España de Franco pasaba por congraciarse con doña Carmen. La inseparable compañera de esta, Pura, marquesa de Huétor, prodigaba con entera libertad consejos sobre la mejor manera de hacerlo con regalos de joyería, piedras preciosas o antigüedades raras.
La boda en sí estuvo a un nivel de magnificencia suntuosa tal que hubiera supuesto un esfuerzo económico excesivo a la familia real europea más despilfarradora. Doña Carmen no cabía en sí de alegría a medida que la boda se convertía en un gran evento estatal presidido por ella y su marido. Sonreía, feliz, mientras los guardias de honor, las bandas militares, el gobierno al completo, el cuerpo diplomático y un grupo reluciente de aristócratas desfilaban ante ella. La prensa informó de la ceremonia espléndida en la capilla de El Pardo. La censura impuso silencio sobre los regalos, pero los editoriales que ensalzaban la austeridad de la ocasión fueron irrisorios, ya que estaban reñidos con la cobertura, en otras páginas, del banquete para 800 personas ofrecido en El Pardo. La mano dirigente de doña Carmen podía verse tanto en la elección de las joyas hermosas que llevaba la novia como en el exorbitante uniforme de opereta, el del caballero del Santo Sepulcro, completo con espada y casco de punta, que vestía el novio. De hecho, el nuevo yerno de Carmen se convertiría pronto en un elemento crucial en su corte, aportando un repertorio de adulación sin límites junto con su título de aristócrata de segunda fila. La misa la ofició el obispo de Madrid-Alcalá, monseñor Leopoldo Eijo y Garay. El sermón del cardenal Pla y Deniel entusiasmó a doña Carmen con la sugerencia de que los recién casados imitaran la vida familiar de «la familia de Nazaret» o la «del hogar ejemplarmente cristiano del jefe del Estado[91]». Lo propio era que, acompañada por su hija y por su yerno, Carmen fuese recibida por el papa Pío XII el 7 de mayo de 1950, con ocasión de la canonización del santo español Antonio María Claret. En nombre de su marido, anunció el regalo para el Vaticano de 2000 pares de zapatos para católicos necesitados[92]. El calzado no procedía de su colección personal, sino de la fábrica de un empresario de zapatos adulador y conocido de Franco.
El matrimonio de Nenuca provocaría cambios considerables en la vida de Carmen Polo. No hay duda de que sus siete hijos trajeron un gran afecto y alegría a sus abuelos. De manera más inmediata, la unión de sangre con la venal familia Martínez Bordiú conllevó un cambio importante en el estilo de vida de los inquilinos de El Pardo. Cristóbal Martínez Bordiú no perdió el tiempo y se aprovechó de su unión con la familia del dictador para fomentar sus intereses en los negocios. Junto con el marido de Pura Huétor, Ramón Diez Rivera y Casares, el marqués de Huétor de Santillán, que en 1948 había sido nombrado jefe de la casa civil de Franco, Martínez Bordiú amasó una fortuna de varias fuentes. Surgió el llamado clan de los Villaverde, encabezado por el tío y padrino de Martínez Bordiú, José María Sanchiz Sancho. Pronto controlaron intereses bancarios considerables. Sanchiz enriqueció al clan de los Villaverde con especulaciones sobre propiedades y licencias de importación y exportación. Incluso ayudó a Franco a comprar una finca notable en Valdefuentes, cerca de Móstoles, en la carretera de Extremadura en las afueras de Madrid. Luego Sanchiz trabajó como su administrador. La hermana de Franco, Pilar, se quejó de que Sanchiz no era honrado y de que Carmen lo adoraba porque resolvía todos los problemas de la familia. Finalmente, con la complicidad absoluta de doña Carmen, el numeroso clan de los Villaverde llegó a desplazar a la familia del hermano de Franco, Nicolás, y a la de su hermana Pilar como habitantes asiduos de El Pardo. En este detalle se aprecia el esnobismo innato de Carmen: prefirió la compañía de la aristocracia de segunda fila que la de Pilar y Nicolás Franco, que en comparación pertenecían a la vulgar clase media[93].
Una vez que se selló la unión con los aristocráticos Villaverde, doña Carmen se sintió capaz de ignorar la actitud crítica de algunos de los viejos camaradas militares de su marido, que creían que la austeridad debía ser sello de su vida pública. Al hermano de Carmen, Felipe Polo, le dieron el pingüe destino de secretario privado del Caudillo[94]. En 1955 Franco convocó a su ministro de Obras Públicas, el conde Vallellano, en El Pardo para pedirle un acto de nepotismo. Informó a su preocupado ministro de que su familia estaba interesada en el nombramiento del puesto potencialmente lucrativo de secretario del consejo de Obras Públicas para un ingeniero de caminos que estaba casado con la prima carnal de doña Carmen. Vallellano pasó la petición al subsecretario del Ministerio, Mariano Navarro Rubio, que se negó al nombramiento aduciendo que había candidatos mejores y con más antigüedad. Para gran alivio del ministro y el subsecretario, Franco aceptó la decisión con elegancia[95]. El incidente —o al menos los fuertes principios de Navarro Rubio— constituyeron una especie de hito, ya que los puestos importantes y los monopolios siempre habían formado parte del arsenal de ascensos del dictador, al que a menudo se tenía acceso mediante los buenos oficios de Carmen.
Frustrada en esta ocasión, «la Señora» encontró consuelo desatando su pasión por las antigüedades y las joyas. La instaron a explotar su posición Cristóbal Martínez Bordiú y la marquesa de Huétor de Santillán, que le aseguraban que los españoles con un nivel de vida alto se lo debían todo al Caudillo. La tacañería y la codicia de doña Carmen estaban convirtiéndose en legendarias[96]. Es una creencia popular en España, aunque nunca se haya demostrado, que los joyeros de Madrid, de Barcelona y de la mayoría de las ciudades principales de España crearon un sindicato extraoficial de seguros para indemnizarse por sus visitas. No se trataba de que Carmen y sus cortesanos se negaran a pagar. A los joyeros se les decía que mandaran la factura a la casa civil de El Pardo, y a los que eran lo bastante ingenuos como para hacerlo se les pagaba debidamente. Lo que es digno de señalar, dada la probidad y austeridad tan cacareadas de la familia Franco, es que estas facturas —de objetos destinados a la colección privada de Carmen— se pagaran con fondos del Estado. Carmen tenía el mismo gusto por las antigüedades. Los miembros de la corte de El Pardo, dirigidos por la marquesa de Huétor, formaban la avanzada que acordaba con los anticuarios qué piezas debían ser para la Señora. A veces las propuestas de Pura era tan descaradas que Carmen se sentía obligada a rechazar las piezas que le ofrecían. Cuando Carmen y Pura visitaban tiendas juntas, la cuestión se arreglaba de una forma mucho más discreta: una expresión de admiración sobre una pieza en particular era la única insinuación necesaria para que se ofreciera como regalo. No obstante, la Señora daba que hablar de una manera que no ayudaba a su reputación[97]. En Palma de Mallorca, La Coruña y Oviedo, los joyeros y anticuarios a menudo cerraban cuando se sabía que estaba en la ciudad.
El interminable flujo de aduladores en busca del favor oficial también constituía una fuente de oportunidades para la adquisición de piezas deseables. Pura Huétor y el segundo en el mando de la casa civil de su marido, el general Fernando Fuertes de Villavicencio, también aconsejaban a aduladores ambiciosos sobre la clase de regalo que sería aceptable. Los obsequios no deseados se cambiaban sin pudor por otros más codiciables o bien se reciclaban con el fin de cubrir las necesidades de relaciones públicas de doña Carmen. A diario recibía muchos ramos de flores a los que simplemente añadía su propia tarjeta y mandaba a una de sus conocidas. A veces, la conocida encontraba la tarjeta del primer remitente escondida entre las flores. En una ocasión, una amiga complacida, que se dice fue la propia Pura, llamó a Carmen para agradecerle la generosidad por el collar que estaba escondido en el ramo, regalo de uno de los cortesanos, que había pasado inadvertido cuando se había reenviado el ramo. Sin inmutarse, Carmen simplemente ordenó a la «amiga» que se lo devolviera de inmediato. Al cabo de una hora, acudió un motorista para recogerlo[98]. Odiaba reenviar las cajas de dulces y bombones y, cuando lo hacía, a menudo estaban pasados y rancios[99].
Los marqueses de Huétor explotaban cada vez más su relación con doña Carmen para aprovecharse de su aparente cercanía a Franco. El general Antonio Barroso, por aquel entonces jefe de la casa civil militar del Caudillo, se quedó estupefacto por un incidente ocurrido en 1956. La marquesa estaba decidida a desahuciar a un inquilino de una de sus propiedades de Galicia, amenazando con informar a Franco si no se marchaba rápidamente y sin llamar la atención. El inquilino se aferró a sus derechos insistiendo: «El Caudillo me amparará, pues tengo formado muy alto concepto de su espíritu justiciero». Pura contestó: «Usted abandonará la casa, pues el Generalísimo es íntimo mío, me dará la razón y estará de mi parte». José Antonio Girón de Velasco, el ministro falangista de Trabajo, un hombre del que se sabía no era quisquilloso en cuestiones éticas, se quejó a Pacón de que nunca se hacía nada sobre la forma de hacer negocios de Pura Huétor. Pacón respondió con resignación: «Es difícil, pues la señora del Caudillo sabe todo lo de la marquesa de Huétor, pero le hace gracia y no le da importancia». La hermana de Franco, Pilar, se sorprendía siempre de que doña Carmen arriesgara su buen nombre por su relación con Pura Huétor: «¿Por qué razón consintió en que dicha marquesa la mezclara en asuntos oscuros?»[100]
Doña Carmen no era reacia a asuntos oscuros exclusivamente para ella. Adquirió un edificio entero de pisos en Madrid y, en agosto de 1962, el ayuntamiento le regaló el suntuoso palacio de Cornide en La Coruña, corriendo con los gastos de la reforma y la decoración que doña Carmen juzgó necesarias. La familia acumuló otras quince propiedades. Además, se ha calculado que ella y su marido recibieron cuatro millones de pesetas, en valor de 1975, en regalos durante su mandato. Este cálculo probablemente no incluya el valor de los cientos de medallas de oro conmemorativas que recibió Franco de ciudades y organizaciones de toda España, que doña Carmen había fundido en lingotes[101]. Además de las valiosas piezas ceremoniales, El Pardo recibía asiduamente muestras de fabricantes, ropa, muebles y juguetes. En cierta ocasión la directora de un orfanato, una monja a la que conocía, le preguntó al doctor Vicente Gil si podía conseguir algunos de esos juguetes para los niños que tenía a su cargo. Doña Carmen le disuadió diciendo que tenía demasiadas peticiones[102]. En otra ocasión, se rio de él por lo que consideró una excesiva meticulosidad. El doctor no había creído oportuno aceptar el regalo de un Mercedes que se le ofreció sólo por su proximidad al Caudillo[103].
La obsesión de Carmen por los bienes materiales y por el boato del poder iban acompañados de un desdén altivo que la hacía parecer una misántropa. En público, inaugurando monumentos o en actos oficiales de uno u otro tipo, no se esforzaba en disimular su absoluto aburrimiento del ritual de régimen. Cuando estaba presente, el ambiente era frío y teatral, y los participantes se mostraban etiqueteros y artificiales. Pacón nunca logró entender por qué Carmen insistía en acompañar a su marido a los actos oficiales. Ello implicaba un aumento de gastos generalizado, ya que las mujeres de los ministros y las autoridades locales también tendrían que asistir. Habría que distribuir ramos de flores y regalos oficiales, además de encontrar alojamiento caro, a menudo en regiones que no podían permitirse una hospitalidad lujosa. De vez en cuando, si por ejemplo, se preguntaba con antelación si una bandeja de plata sería un regalo aceptable, se mandaba un mensaje de El Pardo para que no se grabara la bandeja, ya que doña Carmen deseaba cambiarla más tarde por otra cosa. A pesar de los mejores esfuerzos de los anfitriones, parecía generar malestar y turbación en los demás invitados («cohíbe mucho a la gente»). Esto puede haberse debido a la timidez —tal y como lo describió Vicente Gil: «No tiene gran facilidad de palabra»— o a la arrogancia, al amaneramiento y la altanería que parecían apoderarse de ella cada vez más[104].
Sus actividades preferidas eran ir de compras o merendar con sus amigas. El «primer equipo» lo formaban Pura, Emilia Boelo Rouco (la mujer del almirante Pedro Nieto Antúnez), Lolina Tartiere y de la Alas-Pumariño, una vieja amiga de colegio de Oviedo, hija del conde de Santa Bárbara de Lugones, y Ramona Bustelo, la mujer del general Camilo Alonso Vega. Había, no obstante, un «segundo equipo», sensiblemente menos influyente, formado por las mujeres de ministros y personajes políticos destacados del momento. Carmen también dedicaba un tiempo y esfuerzo considerables a una exagerada devoción católica. Su influencia supuso que el propio Franco mostrara un grado de religiosidad que se manifestaba en un rosario diario. Fuera del círculo de la familia cercana y los amigos, tanto el Caudillo como su mujer estaban asumiendo el aire distante de los personajes reales. La fiesta anual de verano que se celebraba en el elegante palacio real de La Granja tenía toda la apariencia de una ocasión regia. Rodeados del cuerpo diplomático, de las autoridades militares y religiosas, de miembros del gobierno y altos funcionarios y de falangistas, Franco y doña Carmen eran homenajeados. La salida anual al palacio de Ayete en San Sebastián con el gobierno recordaba a la tradicional costumbre de veraneo de Alfonso XIII y su corte.
En febrero de 1955 Pura Huétor le hizo unos comentarios reveladores a Pacón. Alardeó de que la Señora tenía muchísima suerte de contar con su amistad porque era la única amiga íntima de Carmen. Dijo que siempre estaba dispuesta a entretenerla y acompañarla al teatro y a las tiendas de antigüedades. Mientras Pura intentaba dar la impresión de que se sacrificaba por Carmen, Pacón estaba convencido de que se trataba de lo contrario. Pura acosaba a Carmen intentando monopolizar su compañía. Espantaba a otras amigas e hizo todo lo posible por separarla de sus hermanas, Zita e Isabel. Otro observador cercano, Juan Antonio Suances, comentó: «Carmen me es muy simpática por la pasión que siente por su marido, pero comprendo que le perjudica por las amistades que tiene». Un amigo de toda la vida de Franco, Camilo Alonso Vega, que conocía a Carmen desde su noviazgo, comentó: «Lo que más me preocupa de esta criatura es lo mal que se rodea».[105]
Esto lleva a la difícil pregunta de si doña Carmen hizo feliz a Paco. Según muchos testimonios, Franco se mostraba malhumorado en su compañía. Partiendo de la base de las pruebas fotográficas, Francisco Franco, el soldado soltero, siempre parecía más dispuesto a sonreír y reír que el general casado y Caudillo. Según Pacón: «con ella se le ve más cohibido y pensativo, más serio y poco hablador». Le tenía pavor a las comidas con la pareja, en las que reinaba un fastidioso silencio, Carmen no hablaba y Paco mordisqueaba palillos de dientes[106]. El empaque resultante de la sensación de la pareja de su propia importancia inevitablemente les privó de cualquier espontaneidad aparente en público o en privado. Aparecía etiquetera y altiva, siendo sus infrecuentes sonrisas fijas y artificiales. Un observador cercano, Jaime Peñafiel, que, como periodista destacado de la revista del corazón ¡Hola!, acompañaba asiduamente a la familia, ha escrito: «una mutua soledad, un abismo entre marido y mujer que, tal como existía, era la forma suprema del egoísmo. En los desayunos y las cenas que compartí con el egregio matrimonio en las cacerías de El Cerrón, jamás vi un detalle ni un gesto de cariño o de ternura de doña Carmen a su marido». Otros han comentado que la conversación de la pareja raramente iba más allá del «sí» o el «no[107]».
Aunque Carmen casi nunca intervenía en público sobre asuntos políticos, los más próximos al Caudillo no tenían duda de que su influencia era primordial. El capellán de la familia, el padre Bulart, comentó después de su muerte: «quien mandaba en El Pardo era doña Carmen». También esta era la opinión de dos amigos de toda la vida, Pacón y Juan Antonio Suances. Pacón escribió en su diario: «Cree Suances, igual que yo, que la persona que tiene verdadera influencia es su mujer, y que fuera de esta hay pocos que la tengan, ni siquiera los ministros, a los que suele tratar con bastante indiferencia». Podemos encontrar opiniones parecidas en las memorias de la hermana de Franco, Pilar, y de la hija de esta, y sobrina del Caudillo, Pilar Jaraiz Franco[108]. Años más tarde, cuando la salud de Franco empezó a fallar y no podía recordar a las personas de su propio régimen, Carmen se las recordaría diciendo: «Sí, Paco, ¿no te acuerdas? Es aquel a quien dimos tal puesto o tal ministerio».
La influencia de Carmen no sólo se utilizaba para favorecer a personas individuales. En 1959 desempeñó un papel importante ayudando a la Sección Femenina a incorporar a las empleadas de hogar al sistema de la seguridad social, que estaba a cargo del Ministerio de Trabajo. Había 500 000 empleadas de hogar en aquel momento y no tenían derecho a que se les pagara estando de baja médica. El plan de la Sección Femenina era que se las incluyera en el sistema y que dos tercios de su cuota los pagaran los que las contrataban. El ministro de Trabajo, Fermín Sanz Orrio, le dijo a Mónica Plaza, que estaba dirigiendo la campaña para la Sección Femenina, que no siguiera con ella. Los ministros se encontraron con la oposición de sus mujeres, que a su vez se veían bombardeadas con quejas de otras mujeres de la clase alta que eran profundamente hostiles al proyecto. Mónica Plaza organizó una exposición de artesanía y un cóctel al cual invitó a Carmen Polo y a otras señoras encopetadas. Después de que se bebiera mucho té, Mónica Plaza se acercó a la Caudilla, le habló del decreto y mencionó la creciente oposición. Doña Carmen se sorprendió y dijo: «Pero ¿qué dices? Pero ¿quién se va a oponer a eso? Estate tranquila. Esto no puede ser. Paco lo sabrá». El decreto se aprobó en la siguiente reunión del gabinete y entró en vigor el 19 de marzo de 1959[109].
Fuera lo que fuera, no hay duda de que doña Carmen se creía la guardiana del bienestar de su marido. Siempre hacía lo que podía para asegurarse de que no molestaran a Paco con noticias desagradables, y contribuyó en todo lo que pudo a su visión sesgada de la realidad. Su devoción por el prestigio de su marido era tal que llegó a considerar desleal a cualquiera que se alejara de la obligatoria norma de servilismo. Los proveedores de consejos molestos o de críticas eran condenados a las tinieblas exteriores por desleales. Las carreras podían hacerse o deshacerse dependiendo de sus gustos o sus antipatías. Dentro del estrecho círculo de la jerarquía franquista que frecuentaba El Pardo, su mal humor se hacía patente si la conversación se desviaba a noticias desagradables. Pacón creía que Carmen se sentía contrariada por el hecho de que él mantuviera informado a Franco de los acontecimientos políticos diarios, atribuyendo a ello su creciente frialdad hacia él. Se enfadaba con facilidad si se atribuía el mérito a otros por ideas o acciones que creía eran obra de Franco. Se molestaba ante cualquier crítica sobre las actividades de ocio de su marido en las cacerías o en sus salidas de pesca. Su mal humor era tal, que la mujer de un ministro comentó una vez: «Hay días que no se aguanta a sí misma».[110]
Durante la crisis marroquí de 1956, Franco se malquistó con su alto comisario, el general Rafael García Valiño, por un chisme procedente de la amiga de su mujer, la marquesa de Huétor de Santillán. Pura no perdió la ocasión de correr a El Pardo para quejarse sobre la supuesta falta de respeto con la que García Valiño las había tratado a ella y a la hija de Franco, Carmen, cuando fueron a visitar la zona. El éxito de sus insinuaciones a la Señora consiguieron que García Valiño fuera excluido de los prestigiosos actos sociales de El Pardo[111]. El año 1956 también fue testigo de una gran lucha por el poder dentro del aparato franquista cuando el dirigente de Falange, José Luis Arrese, hizo un intento de crear una constitución que supeditase el gobierno a la Falange. Arrese se percató enseguida del valor de la amistad con doña Carmen Polo y pasó un tiempo considerable cultivándola. La colmó de atenciones serviles, convirtiéndola a su visión del futuro falangista[112]. Su éxito con doña Carmen se reflejó en el hecho de que Franco coqueteara con la idea de reorganizar el gabinete principal de acuerdo con las aspiraciones de Arrese. No obstante, fue demasiado lejos y provocó la oposición entre las otras «familias» del régimen[113].
Desde la boda de Nenuca con el playboy Cristóbal Martínez Bordiú en 1950, la mujer del dictador se había inmerso en la alta sociedad y había dado mayor rienda suelta a su inclinación por las joyas y las antigüedades, lo que le valió el apodo popular de «doña Collares[114]». Nunca se la vería sin sus valiosos collares de perlas y su ostentación aumentó a medida que pasaban los años. Ya a mediados de los años cincuenta, al ministro del Ejército, Agustín Muñoz Grandes, «le parecía mal que la señora del Caudillo llevase tanto lujo de alhajas». A las numerosas cacerías a las que eran invitados ella y el Caudillo, destacaba entre las esposas de los aduladores y los cortesanos que asistían. Mientras ellas iban vestidas con trajes de cacería a la última moda, quizá resaltando discretamente una pulsera Cartier, ella aparecía en el desayuno luciendo perlas y una selección de otros adornos valiosos más propios de un baile de alta sociedad[115].
Pacón, Muñoz Grandes y otros militares veteranos estaban alarmados por el aumento de la ostentación de Carmen. Hizo un gran esfuerzo para reformar y amueblar de nuevo el Pazo de Meirás, donde reunió con cierto gusto una importante colección de valiosas antigüedades. Como miembro de la familia gallega de Franco, Pacón se indignó por los esfuerzos de Carmen en el verano de 1956 por falsificar el pasado de su marido. A principios de agosto de 1956, el alcalde de Ferrol había pedido permiso para abrir la casa de la calle María, donde Franco había pasado su infancia, como museo. El Caudillo aceptó. Sin embargo, Carmen se avergonzó de la deslucida casa. Antes de que esta fuera entregada a las autoridades municipales, ella la había mandado remodelar y amueblar del todo. Se derrumbaron muros y se construyó una nueva escalera. La casa se llenó de antigüedades selectas. En el pasado, con sus muebles modestos, había sido un reflejo del hogar austero de Nicolás Franco Salgado-Araujo, un oficial naval medio con cuatro hijos. Al atestarla de antigüedades y porcelanas de Sargadelos, aunque con gusto y del período apropiado, Carmen Polo se propuso crear para su marido un pasado de clase media alta o semiaristocrático que se ajustaba al suyo. La hermana de Paco, Pilar, estaba horrorizada: «ha borrado toda la historia de nuestro hogar de la infancia». Pilar sospechaba que, de alguna forma, Carmen sentía que se había casado por debajo de su posición y que nunca pudo perdonar a su marido o incluso perdonarse a sí misma. Pacón creía que el Caudillo apenas era consciente de lo que estaba sucediendo. Preveía que a Franco no le iba a gustar, pero que tendría cuidado de no decir nada, presumiblemente para evitar tensiones domésticas[116].
La asunción de aires reales de los Franco molestó profundamente a la familia del pretendiente legítimo al trono, don Juan de Borbón. Esto se reflejó en los comentarios indiscretos de Alfonso de Borbón, el segundo hijo de don Juan. Cuando tenía catorce años, Alfonsito solía decir que «la Señora, siempre enseñando los dientes, me quita el apetito[117]». Por su parte, Carmen era igualmente crítica con la familia de don Juan. Los comentarios frecuentes y hostiles convencieron a Pacón de que la familia real le desagradaba: «he sacado la impresión, por todos sus comentarios, que a Carmen no le es muy grata la familia real». Le contó a un grupo de amigas que no tenía tiempo para dedicarlo a la reina Victoria Eugenia, la viuda de Alfonso XIII, porque le reprochaba a Franco que no restaurara la monarquía[118]. La idea de que sus pretensiones monárquicas explicaban el resentimiento de Carmen hacia la familia real estaba muy extendida. Entre sus amistades, era indiscreta al expresar con frecuencia su desaprobación hacia ellos[119]. Así pues, a la luz de los hechos, se desataron una sorpresa y una alegría considerables en los círculos monárquicos por su comportamiento durante una visita a Portugal en la primavera de 1958. Acompañada por el embajador español, José Ibáñez-Martín y su esposa, fue recibida por don Juan de Borbón y su mujer, doña María de las Mercedes, en su casa, Villa Giralda, en Estoril. Para asombro de los presentes, hizo una reverencia y llamó a don Juan «Su Majestad». Doña María, que estaba resentida con el dictador y su mujer por razones obvias, se sorprendió igualmente cuando Carmen hizo una pequeña reverencia y también la llamó «Su Majestad». Después merendaron en un ambiente bastante cordial. La pareja real se sorprendió gratamente por la sencillez y la deferencia de Carmen, que tomaron como una demostración de su educación aristocrática en Asturias. Sin la panoplia del estímulo egocéntrico del poder franquista, se sintió intimidada y había sufrido una regresión al tipo original, llena de pretensiones de conseguir un estatus aristocrático de segunda fila[120].
Doña Carmen era muy quisquillosa con los detalles cuando se trataba de actos oficiales y de cualquier tema que tuviese algo que ver con su prestigio o el de su marido. Fraga cuenta un encuentro revelador con el jefe de la casa civil de Franco, el conde de Casa Loja, José Navarro Morenés, que había sucedido a Ramón Díez de Rivera el 29 de marzo de 1958. El 26 de diciembre de 1962, el conde de Casa Loja visitó a Fraga. Navarro mostró una inquietud muy apreciable cuando le contó a Fraga que «algo no había sido perfecto con motivo de una visita de la Señora al Teatro Español». Había ido para advertir a Fraga de que doña Carmen iba a organizar una de sus habituales meriendas de señoras en El Pardo, donde quizá surgieran chismorreos injuriosos. La gratitud de Fraga a Navarro sugiere que temía que las consecuencias pudieran ser considerables. «La advertencia era oportuna —escribió en su diario—, hombre prevenido vale por dos».[121] La influencia de Carmen funcionaba en todas partes. Se adjudicó supervisar cómo se amueblaba el palacio de la Zarzuela para el príncipe Juan Carlos, al que se le estaba preparando como el posible monarca sucesor de Franco. El monárquico José María Pemán comentó que se estaba haciendo con «lujo excepcional[122]».
La arrogancia de Carmen a menudo era dolorosa para los que a diario mantenían un contacto cercano. En una ocasión, a principios de los años sesenta, cuando el yate de Franco, el Azor, estaba amarrado en San Sebastián, organizó una fiesta para que los hijos de sus amistades pasaran un tiempo con sus nietos. El médico personal de la familia Franco, Vicente Gil, cuyo trabajo le exigía pasar mucho tiempo lejos de su propia familia, esperaba que sus hijos fuesen invitados. Se sintió profundamente molesto cuando se les pasó por alto. Al día siguiente, cuando Carmen planteó el asunto de sus nietos, el doctor Gil sugirió que era malo para ellos pasar tanto tiempo en compañía de adultos y le recomendó un campamento de verano. Doña Carmen reaccionó rápidamente: «Lo que a ti te ocurre es que sientes envidia de todo lo que tienen estos niños. Sólo así se explican tus reacciones». Gil se sintió humillado. No fue esa la única ocasión en que la lengua mordaz de Carmen causó desazón. Pacón estaba igualmente molesto por sus fríos aires de superioridad. Él la había conocido desde que era una escolar qinceañera y pasó varios años vinculado a su familia durante los numerosos destinos militares que había compartido con Paco. Se sintió muy molesto cuando comenzó a llamarle «general». De hecho, era fría con casi cualquiera que no perteneciese a su círculo íntimo. En parte, esto se debía a la timidez, aunque también podía tener unos insoportables aires de superioridad[123].
Cuando Franco empezaba a aproximarse a los setenta años, Carmen comenzó a sufrir una ansiedad por el futuro como jamás había sentido. El 25 de enero de 1960, se alarmó profundamente. Al volver en su Rolls-Royce de una cacería en Jaén, un fallo en la calefacción del coche hizo que el interior se llenara de monóxido de carbono del tubo de escape. Cuando doña Carmen se dio cuenta de la somnolencia de Franco, tuvo la agilidad mental de mandar que parasen el vehículo antes de que ocurriera algo grave. Franco sólo sufrió un fuerte dolor de cabeza[124]. No obstante, a medida que envejecía, padeciendo Parkinson desde 1964 y tomando medicinas para mitigar los síntomas, Franco se hizo temeroso e inseguro, más dado a escuchar los cotilleos alarmistas de su mujer y del resto de la camarilla de El Pardo. Esta estaba formada por doña Carmen, Cristóbal Martínez Bordiú, y unos pocos falangistas de la vieja guardia como José Antonio Girón de Velasco. Franco iba mostrando menos interés en la política del día a día y prácticamente había dejado de leer con detalle la prensa. Se fiaba de la información de su mujer y ella la obtenía de las viudas de alta sociedad de pelo teñido de azul de su círculo de meriendas. Cuando no estaba de cacería, el Caudillo se sentaba en El Pardo con Carmen a ver la televisión y películas. La llegada de la televisión en color le ató aún más a su sillón.
La influencia creciente de Carmen se apreciaba en el hecho de que constantemente le daba al ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, su opinión acerca de lo que se les permitía ver y leer a los españoles. Fraga estaba convencido de que nadie en España seguía la televisión con la dedicación de Carmen Polo[125]. Si una figura televisiva aparecía demasiado escotada, doña Carmen telefoneaba inmediatamente para quejarse al director general de Radiotelevisión Española. Del mismo modo, cuando se sustituía a sus presentadores favoritos del telediario, una pregunta de la Señora les devolvía a su puesto al instante. Asimismo, si una revista del corazón publicaba una fotografía que desaprobaba, las consecuencias podían ser nefastas. Una fotografía del torero favorito de El Pardo, Luis Miguel Dominguín, en bañador abrazando a su sobrina en biquini provocó el cierre de la ofensiva revista, Garbo, durante varios meses. El director y la periodista en cuestión, Maruja Torres, fueron llevados a los tribunales. La preocupación de Carmen por la moral pública continuó a lo largo de los años. Su influencia podía verse en que a principios de los años setenta, cuando Adolfo Suárez, el director general de Televisión Española, presentaba informes semanales al almirante Carrero Blanco, el vicepresidente del Gobierno siempre preguntaba lo mismo: «¿Qué tal los programas de esta semana? ¿Algún escote? ¿Alguna afirmación soez?»[126]
Carmen era capaz de mostrar toques de humanidad verdadera dentro de los círculos del régimen, como cuando visitó la casa de Manuel Fraga, el 30 de junio de 1965, para darle el pésame por la muerte de su suegra. No obstante, compartía, y posiblemente aumentaba, las preocupaciones de su marido de que el ministro de Información estaba yendo demasiado lejos con su política de liberalización prudente de los medios de comunicación. De forma significativa, el 15 de diciembre de 1967, Franco se quejó a Fraga Iribarne de la «anarquía en la prensa», una frase que revelaba la influencia de la camarilla de El Pardo. El aislamiento del Caudillo se puso de manifiesto cuando le dijo a Fraga y a otros ministros: «Llevo tantos años aquí entre estos muros, que ya no conozco a nadie».[127]
Con el deterioro de la salud de Franco, los personajes destacados del espectro del régimen empezaron a preocuparse por lo que sucedería después de su muerte. Los tecnócratas habían estado fomentando un proyecto para auspiciar una monarquía autoritaria en la persona de Juan Carlos, bajo la vigilancia del almirante Luis Carrero Blanco. Secretamente algunos esperaban que esto abriera el camino para una futura transición controlada a una democracia limitada. Otros creían que era la mejor manera de defender el franquismo después de Franco. Ni que decir tiene que había muchos franquistas de línea dura que se oponían a la solución de Juan Carlos. Convencer al Caudillo de que iniciara los preparativos para el futuro posfranquista fue un proceso largo y tortuoso. Muchos colaboradores cercanos, su amigo de toda la vida el general Camilo Alonso Vega, el propio almirante Carrero Blanco, Laureano López Rodó, Manuel Fraga y otros le presionaron cuanto pudieron. El 22 de julio de 1969, en las Cortes, los esfuerzos dieron sus frutos cuando Juan Carlos fue declarado monarca sucesor del dictador. Al parecer, doña Carmen, a pesar de sus preocupaciones por el futuro, había tomado cartas en el asunto para resolver las dudas finales de Franco. Cuando López Rodó felicitó al general Alonso Vega por su papel en la resolución de las dudas de Franco, contestó: «Bueno, tenga usted en cuenta que Ramona [su esposa] también ha hecho lo suyo. Ella ha sabido tratar a doña Carmen para ir preparando su ánimo y evitar cualquier roce. Porque ya sabe usted que las mujeres influyen mucho».[128]
En un breve espacio de tiempo desde que Juan Carlos fuera declarado el sucesor oficial de Franco, se libró una campaña insidiosa por parte del círculo de los franquistas de línea dura o inmovilistas, que se reunían alrededor de doña Carmen y de Cristóbal Martínez Bordiú en El Pardo, para conseguir que la influencia de un Caudillo cada vez más achacoso se dirigiera en contra de la reforma. El grupo estaba en contacto directo con algunos de los llamados «generales azules», como Alfonso Pérez Viñeta, Tomás García Rebull, Carlos Iniesta Cano y Ángel Campano López, que se habían unido al ejército como alféreces provisionales durante la guerra civil. No tenían dudas de que era el deber del ejército preservar el régimen y, a finales de los años sesenta, estaban alcanzando puestos operacionales cruciales para cualquier conflicto interno. En estos últimos años Franco cada vez era más objeto de la manipulación de su mujer y de estos elementos. Al no estar convencidos de que Carrero Blanco fuera capaz de controlar las inclinaciones reformistas de Juan Carlos y al considerar que lo que llamaban «las esencias del régimen» estaban en peligro, intentaron que el dictador cambiara de opinión acerca de la sucesión.
A pesar de haber optado por Juan Carlos como sucesor, o quizá por ello, los reflejos políticos de Franco se estaban volviendo incluso más reaccionarios a medida que envejecía. En 1969 tanto él como Carmen se sintieron aliviados por la violenta represión de los curas de izquierdas y liberales y de los universitarios de Barcelona que ejerció enérgicamente el general Alfonso Pérez Viñeta, capitán general de la región[129]. Franco estaba perplejo por el creciente liberalismo de la Iglesia católica y por las actividades de algunos obispos, que denunciaban las tácticas brutales de la policía. Doña Carmen alimentó sus opiniones en este particular, recordándole a menudo que había salvado a la Iglesia y que un regreso del comunismo a España vería iglesias quemadas y obispos asesinados[130]. Los temores que abrigaba la camarilla de El Pardo sobre un futuro en el que Juan Carlos buscara consejo en los tecnócratas se vieron exacerbados de manera espectacular en el otoño de 1969. En agosto, apenas un mes después del nombramiento de Juan Carlos como sucesor, salió a la luz un escándalo financiero en la compañía de exportación de maquinaria textil Matesa. Puesto que era el buque insignia de la política del desarrollo de los tecnócratas, los falangistas del gabinete vieron una oportunidad para quemar su último cartucho en el ataque a los tecnócratas y en su aparente control sobre el futuro después de Franco. Sin embargo, falló el vilipendio de la prensa falangista. De hecho, Franco se extrañó más por la temeridad de la prensa que por cualquier fraude, y la reorganización subsiguiente del gabinete el 29 de octubre de 1969 vio la posición de los tecnócratas sólidamente fortalecida. Todos sus miembros provenían de los dos grupos de presión católicos y conservadores, el Opus Dei y la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, ambos partidarios de Juan Carlos.
Los integrantes de la camarilla que se reunían en El Pardo, susurrando veneno a los oídos de doña Carmen, estaban horrorizados. Con el apoyo de su mujer, instaron a Franco a volver a la mentalidad de asedio de los años cuarenta. Bajo la influencia de su yerno y otros derechistas, doña Carmen estaba perdiendo la poca confianza que le quedaba en los tecnócratas grises, conocidos como continuistas. Sus instintos e inseguridades la inclinaban hacia los intransigentes ultras o inmovilistas, cuya disposición para luchar contra el progreso hasta el final les ganó el sobrenombre hitleriano de «búnker». El búnker podía contar con apoyos entre los falangistas de línea dura de la vieja generación, la dorada juventud que organizaba los escuadrones del terror y muchos oficiales extremistas de derechas de las Fuerzas Armadas, con los generales azules a la cabeza. A finales de la década, el búnker montó un asalto en dos frentes en El Pardo contra la programada monarquía franquista bajo Juan Carlos. Primero, a través de doña Carmen y otros simpatizantes del círculo familiar de los Franco, iniciaron una campaña de chismorreos en contra del Opus Dei y el gobierno. Después empezaron a promover la causa de don Alfonso de Borbón-Dampierre, hijo del hermano mayor de don Juan, Jaime, que pronto sería el prometido de la nieta mayor de Franco, María del Carmen Martínez-Bordiú, la gran favorita de doña Carmen. Valiéndose de la frase de la Ley de Sucesión que requería «lealtad a los Principios que informan al Movimiento Nacional», pudieron señalar al franquismo entusiasta de Alfonso de Borbón-Dampierre y a su amistad con Cristóbal Martínez Bordiú[131].
El mismo Franco no tuvo muy en cuenta la posibilidad de establecer una dinastía real. No obstante, la causa de Alfonso, el príncipe azul (un juego de palabras del «príncipe azul» y el «príncipe falangista»), avivó las esperanzas de la extrema derecha y especialmente las de la mujer y el yerno de Franco. Los ultras de las altas esferas de la secretaría general del Movimiento presionaron a los gobernadores civiles para que restaran importancia a las visitas de Juan Carlos y exageraran las de Alfonso de Borbón. En términos generales, la cuestión dinástica fue objeto de las intrigas que cada vez más ocupaban, y dividían, a las «familias» franquistas. Al tener a Juan Carlos a su lado cada año en el desfile anual de la victoria, Franco hacía un guiño a los monárquicos; y por otra parte, para no ofender a los falangistas que estaban a favor de Alfonso, se mantenía cuidadosamente distante[132]. En efecto, sus intereses parecían concentrarse cada vez más en pintar, en jugar al golf y en su granja en Valdefuentes. Por las tardes jugaba a las cartas, al mus y al tresillo, con sus amigos militares o, más a menudo, veía la televisión con Carmen. Después de una cena ligera, rezaban el rosario juntos[133].
Dentro del régimen, la toma de conciencia de que las energías de Franco disminuían hizo que se adoptaran posiciones frente a las consecuencias de su desaparición inevitable. En julio de 1970 una doña Carmen llorosa le pidió a «Pedrolo». Nieto Antúnez que le hablase a su esposo del curso de los acontecimientos: «Con lágrimas en los ojos le ha pedido que le hable a su esposo; no le gustaba la marcha de las cosas; y ve a Franco más solitario y preocupado que nunca».[134] Era inevitable que estuviera preocupada por la creciente agitación en las universidades y en el movimiento obrero e, incluso más, por el movimiento separatista vasco de ETA. Cuando sus acciones terroristas a finales de los sesenta destruyeron el mito de la invulnerabilidad del régimen, Carmen se horrorizó y se preocupó hondamente. Quizá los años del goce del poder basados en la represión brutal habían dejado algún poso oculto de culpa y temía la venganza de los derrotados. Se reconfortó cuando los extremistas de derechas del ejército, los llamados «generales azules», convencieron a Franco de que contestara con un juicio ejemplar a dieciséis prisioneros vascos, incluidos dos curas. El hecho de que prevalecieran sus estrechas miras vengativas fue un síntoma de la mentalidad de sitio de El Pardo.
Como consecuencia de los juicios que se iniciaron en Burgos a mediados de diciembre de 1970, doña Carmen empezó a desempeñar un papel más activo, instando a su marido a poner al régimen una vez más en pie de guerra. Ella y su círculo de amistades creían que los tecnócratas del Opus Dei que supervisaban la modernización económica de España trataban con demasiada indulgencia a «los enemigos de la patria». Sus preocupaciones aumentaron cuando el comienzo de los juicios se recibió con enfrentamientos violentos entre la policía y los manifestantes en contra del régimen en Madrid, Barcelona, Bilbao, Oviedo, Sevilla y Pamplona. Bajo la presión de figuras militares veteranas, Franco acordó decretar el estado de excepción[135].
En la mañana del 17 de diciembre el Movimiento organizó una manifestación contra ETA. La prensa y la radio hicieron un llamamiento para que la población acudiera a la plaza de Oriente de Madrid. Se llevó en autocar a un gran número de trabajadores del campo de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva. Una multitud reunida ante el palacio de Oriente vitoreaba a Franco, cuya aparición en principio no estaba programada. Pacón entró en el palacio para ir a su despacho y se encontró rodeado por «un grupo de señoras, íntimas amigas de la señora de Franco, que no hacían más que criticar en voz alta al Opus Dei y dar opiniones de lo que debía hacer». Vio al alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, otro amigo de doña Carmen, a Pedrolo Nieto Antúnez y a la jefa de la Sección Femenina, Pilar Primo de Rivera. Pacón telefoneó a El Pardo e instó al Caudillo a que acudiera. Vicente Gil también fue a El Pardo y le dijo a la Señora que «el pueblo aguardaba al Caudillo en la plaza de Oriente». Ella se fue directamente al despacho de su marido y le espetó categóricamente: «Paco, tenemos que ir inmediatamente al palacio real, donde se ha concentrado una gran multitud». Un Franco desconcertado y su mujer partieron de inmediato hacia Madrid vestidos de paisano. Mientras Franco agradecía los vítores de la masa levantando los brazos, doña Carmen hacía el saludo fascista[136]. Los juicios terminaron con tres de los militantes de ETA, que habían sido declarados culpables, condenados a dos penas de muerte cada uno y otros tres a una. Sólo de malísima gana fue como Franco aceptó conmutar las penas de muerte por penas de cárcel[137].
Los juicios de Burgos provocaron una polarización de las fuerzas franquistas. Los franquistas más progresistas estaban empezando a abandonar lo que veían como un barco que se hundía. Bajo presión, tanto Franco como Carrero Blanco se inclinaron por la causa inmovilista como, por supuesto, también hicieron doña Carmen y su camarilla de señoras ricas del régimen. Las preocupaciones de Carmen por el futuro eran absolutamente comprensibles. A principios de los años setenta, los síntomas de la enfermedad de Parkinson de su marido (manos temblorosas, movimientos rígidos, expresión ausente) empezaban a evidenciarse. En febrero de 1971 el general Vernon A. Walters, subdirector de la CIA, visitó España en nombre del presidente Nixon. Su misión era preguntar al Caudillo qué pasaría en España después de su muerte. Con anterioridad al encuentro, Carrero Blanco le avisó de que «Franco era bastante viejo y a veces parecía débil». Cuando Walters le entregó al Caudillo una carta del presidente Nixon, «extendió la mano para cogerla, pero le temblaba violentamente e hizo una seña a su ministro de Exteriores para que la cogiera». Walters se sorprendió de que Franco hablara abiertamente de su propia muerte, pero pensó que «parecía viejo y débil. La mano izquierda a veces le temblaba tan violentamente que tenía que ponerle la otra encima. A veces parecía que estaba ausente y otras que volvía a la situación[138]». Fue precisamente a causa de los temores provocados por la debilidad de Franco por lo que su círculo inmediato, con su mujer en el centro, abiertamente denunciaba la «debilidad» de los tecnócratas. Al recordarle doña Carmen los buenos tiempos de la guerra civil y el período subsiguiente, se hacía más susceptible a las insinuaciones de sus cuchicheos de que la salvación se encontraba en el regreso al falangismo de línea dura.
Esto suponía inevitablemente una ruptura con los planes de Franco de una monarquía posfranquista en la persona de Juan Carlos de Borbón. Por lo que se refería a la camarilla de El Pardo y al resto del búnker, el príncipe se hallaba demasiado cerca de los tecnócratas como para que se confiara en él. Así pues, doña Carmen estaba doblemente encantada con las posibilidades políticas y sociales que se abrieron el 18 de marzo de 1972. Ese día se casó su nieta mayor, María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco con Alfonso de Borbón-Dampierre, el hijo mayor de don Jaime y primo hermano de Juan Carlos. Doña Carmen sentía que aquello confería estatus real a su familia. En palabras de su sobrina: «Un nieto de don Alfonso XIII contrae matrimonio con una nieta de los Franco. Doña Carmen no cabe en sí de gozo».[139] En primer lugar, la reacción de Carmen tenía que ver con las posibilidades sociales de la boda. Ella y el marqués de Villaverde distribuyeron las invitaciones para la boda, que hacían referencia a «Su Alteza Real el Príncipe Alfonso», un título al que el novio no tenía derecho. Radiante de orgullo y esnobismo, Carmen presidió la recepción de una boda aún más suntuosa que la de su hija en 1952. Dos mil invitados entraron en fila en El Pardo por una avenida flanqueada por dos líneas de lanceros a caballo, ataviados con largas capas blancas y cascos de plata. El Caudillo tomó el puesto del padre de la novia como padrino, para realzar la categoría de la ocasión. Dio una impresión lamentable, con los ojos húmedos, la boca abierta y las manos temblorosas mientras con una postura erguida y rígida, una radiante doña Carmen entró en la capilla del brazo del príncipe Juan Carlos.
En el aeropuerto de Barajas, cuando los recién casados volvieron de su luna de miel, doña Carmen realizó una gran actuación, haciendo reverencias formales delante de su nieta, a la vista de los medios de comunicación que se habían congregado. Era el mensaje que les enviaba de que su nieta debía ser tratada como si fuese una princesa —un mensaje repleto de significado político—. Suponía, además, el comienzo del reto del búnker a Juan Carlos. En El Pardo, poco después, en una de sus frecuentes meriendas para las esposas de los ministros de Franco, ocurrió una escena extraña y posiblemente ensayada. La Señora hizo una genuflexión como una cortesana cuando María del Carmen entró en la habitación y todas las invitadas distinguidas que la habían conocido desde que era una niña se vieron obligadas a imitarla. Doña Carmen dio órdenes a las invitadas y al servicio de que a su nieta se la llamase «Su Alteza». Incluso insistió en que se sirviera en la mesa antes a María del Carmen que a ella misma. Al poco tiempo, nació un hijo de la pareja, Francisco, y a doña Carmen se la escuchaba preguntar a menudo al servicio: «¿Le han dado el biberón al señor?». Después de todo, su biznieto era también el biznieto de Alfonso XIII[140].
La ambición política y social de doña Carmen se combinaban con su apoyo entusiasta a la determinación de Alfonso de asegurarse un título que igualara al de Juan Carlos. Él aspiraba a ser príncipe de Borbón y, por consiguiente, tener derecho a ser llamado Alteza Real. Carmen instó a su marido a que concediera la petición de Alfonso. Don Juan de Borbón, como cabeza de la familia real, se opuso con el argumento razonable de que sólo el primer hijo del rey, el príncipe de Asturias, tenía el derecho de ser llamado príncipe. Para limar las asperezas, transigió en que se le concediera a Alfonso el título de duque de Cádiz. Cristóbal Martínez Bordiú y doña Carmen convencieron fácilmente a Franco de que las objeciones de don Juan eran una venganza mezquina por los numerosos desprecios que había sufrido a manos del Caudillo. Tanto a Franco como a su mujer les impulsaba el deseo de ver a su nieta convertirse en princesa. No obstante, la presencia de Alfonso de Borbón en El Pardo disparaba las ambiciones de doña Carmen y del clan de los Villaverde, que coqueteaban con la esperanza de que el Caudillo pudiera cambiar su elección del monarca sucesor[141].
Cuando la que antaño había sido inagotable capacidad de Franco para el trabajo cuando no disfrutaba de unas largas vacaciones, en cacerías o en excursiones de pesca, dio paso a horas delante del televisor, el futuro se convirtió en un asunto mucho más urgente. En las habitaciones familiares de El Pardo se mostraba malhumorado y sólo le ilusionaba ver la televisión. Irónicamente, el 20 de mayo de 1972, en el desfile de la Victoria, Franco le dijo a Juan Carlos que le preocupaba menos su propia salud que la de su esposa, ya que a doña Carmen le habían diagnosticado una enfermedad de corazón incurable[142]. De hecho, gracias a una dieta cuidadosa, se mantuvo con relativa buena salud durante los siguientes dieciséis años. En realidad, la discrepancia entre sus respectivos niveles de energía fue tal como para darle a doña Carmen un grado de influencia política mayor que nunca, lindando con una capacidad de iniciativa autónoma.
Por aquel tiempo, las reuniones familiares con Franco, doña Carmen y los Villaverde se habían convertido en situaciones frías e incómodas. Incluso en la intimidad de la familia cercana, los asuntos difíciles, los errores políticos o la corrupción de los subordinados próximos a Franco, eran tabú y, si surgían, se despachaban de mal humor considerándolos meras invenciones. Cada vez que la locuaz hermana de Franco, Pilar, mencionaba casos de corrupción, se le decía con tono cortante que «estaba mal informada, que aquello no era verdad y que la gente se dedicaba a inventar bulos y dar rienda suelta a su envidia y animadversión contra los que sobresalían por algo. Ella era la única persona de la familia que contaba cosas y se atrevía a insistir, pero estaba claro el efecto que producía y las caras largas con que se recibían sus “informes”». Pilar Jaraiz escribió: «A mi tía le gustaban mucho la gente importante y algunas amigas íntimas como las hermanas Collantes, viudas de dos Bermúdez de Castro. Eran amigas de Oviedo y viudas de guerra, la mujer de Camilo Alonso Vega, la de Pedrolo Nieto o Pura Huétor. Se veía que le entusiasmaba tener una corte, con personas que sabían manejar la adulación y obsequiarla con toda clase de regalos, lo cual no significaba que tales regalos fuesen necesariamente cosas de valor». Doña Carmen era absolutamente intolerante con las críticas al régimen. Se animaba sólo cuando la conversación derivaba hacia los liberales que había dentro del mismo, tildándolos de traidores o desagradecidos: «Se despotrica a gusto contra toda clase de traidores y desagradecidos que nos rodean por todas partes». Una frase muy repetida era: «No hemos hecho una guerra para que cualquier liberal, o rojo, nos robe la victoria».[143]
La camarilla inmediata de la familia era cada vez más hostil a la opción de Juan Carlos y de sus defensores, Luis Carrero Blanco y el comisario del Plan de Desarrollo, Laureano López Rodó. Así pues, presionaron al Caudillo para «arreglar las cosas». Una doña Carmen angustiada se quejó a Vicente Gil, el 18 de octubre de 1972, de que no podía dormir y no había podido hacerlo en varios días. Con la cara bañada en lágrimas, le dijo que tenía miedo de salir por la presión a la que le sometía su círculo de amistades. Con la excepción de la familia de Pedrolo Nieto Antúnez, sus amigos la acosaban constantemente, preguntando qué iba a ser de ellos: «Mira, Vicente, es que no puedo salir a la calle. Quitando a Pedrolo y su familia, todos los demás, cada vez que hablan conmigo me dicen, inevitablemente: “¿Qué va a pasar…?”. “¿Qué es esto…?”. “¿Qué va a ser de nosotros…?”. Y Paco sin querer hacer nada. Además, piensan que yo tengo alguna influencia sobre él cuando no tengo ninguna[144]».
En los primeros años del régimen Carmen había expresado sus opiniones políticas con cierta cautela, ya que su marido podía decirle que «no entendía de esas cosas». No obstante, a medida que Franco se volvía más achacoso, doña Carmen había empezado a expresar sus opiniones con menos discreción. Dichas opiniones se fomentaban en las meriendas semanales de El Pardo, donde recibía a los franquistas de línea dura como Girón y a las esposas de los generales azules —las mujeres que se habían reunido en la manifestación de la plaza de Oriente—. Mientras estaban sentadas, arreglando los problemas de España, la angustia y la fantasía se entremezclaban. El ambiente de las meriendas de doña Carmen se desbordó a principios de febrero de 1973. Un día, doña Carmen llamó a Carrero Blanco, que acababa de salir del despacho de Franco, a una antesala pequeña. «Carrero, estoy muy preocupada. No duermo de preocupada que estoy; por eso he querido verle. Las cosas van cada vez peor… Ese ministro de la Gobernación (Tomás Garicano Goñi) me quita el sueño… Y el ministro de Asuntos Exteriores, López Bravo, no es leal… Ya se lo dije otra vez. En la embajada de París habló mal de Paco, con toda indiscreción. Habló delante del embajador Cortina, que sí es leal, que me lo contó todo. Llegó a decir que Paco ya no contaba nada. Que si él no estuviera presente en las entrevistas con los extranjeros y los embajadores, Paco no sabría qué hacer ni qué decir… ¿Qué se puede esperar de un ministro así? Usted, Carrero, es el único que puede ayudar a Paco, tiene que convencerle de que haga crisis. Yo se lo digo siempre: este gobierno está lleno de incapaces y traidores».
A Carrero le impresionó la vehemencia de su intervención, y le dijo al ministro secretario general del Movimiento que estaba «aterrado» y estupefacto porque doña Carmen «nunca había intervenido así, tan directamente, con tanta irritación y seguridad. Me preocupó mucho. ¿Quiénes lanzaban de ese modo a doña Carmen? Yo recordaba cuando el Caudillo estaba en su plenitud; si doña Carmen se atrevía a decir algo, la paraba en seco: “Calla, Carmen, que tú de eso no sabes nada”». Carrero Blanco sentía que su posición estaría minada si se le acusaba de debilidad o rendición. Sin duda que Carmen y su yerno trataban de construir el búnker en El Pardo. El almirante Nieto Antúnez le contó a Fraga que en la residencia del Caudillo doña Carmen y Cristóbal Martínez Bordiú criticaban abiertamente a Carrero Blanco, tachándole de débil y desleal[145].
Cuando el 4 de diciembre de 1972 Franco cumplió ochenta años, no era posible ocultar su declive mental y físico. Apartarle del televisor para jugar un partido de golf o para un simple paseo era casi imposible[146]. La angustia de Carmen no dejaba de intensificarse. El agotamiento de Franco era tal que tenía dificultades para grabar su mensaje de fin de año, y cuando fue retransmitido el 30 de diciembre de 1972, apareció decrépito y mucho más avejentado[147] Los síntomas del Parkinson ya no podían esconderse para los que lo veían de cerca[148]. En El Pardo los temores provocados por el deterioro de su salud se exacerbaron debido a las crecientes tensiones sociales y políticas, tanto en las fábricas y las universidades como en las regiones y en las iglesias. Carrero Blanco había perdido la confianza en los tecnócratas y, quizá como reacción a la presión de doña Carmen y de su yerno, en secreto azuzaba las actividades de los escuadrones de terror de los ultraderechistas de Fuerza Nueva. La alarma en El Pardo de lo que se percibía como el «acoso» al régimen se intensificó el 1 de mayo de 1973, cuando un policía murió apuñalado en una manifestación del día de los Trabajadores. En el funeral del oficial asesinado, policías ultras y falangistas veteranos de guerra pidieron a gritos medidas represivas. Hubo arrestos masivos de izquierdistas, y el ministro de la Gobernación, Tomás Garicano Goñi, decepcionado por la falta de deseo de reforma y alarmado ante la influencia creciente de los extremistas de derechas, dimitió el 2 de mayo. La camarilla de El Pardo finalmente convenció a Franco de que el gabinete había fracasado en su tarea primordial de mantener el orden público. El 3 de mayo, Franco le dijo a un Carrero Blanco poco convencido que iba a ser nombrado presidente del Consejo de Ministros y que debía empezar a diseñar su gabinete.
A principios de junio, la decisión se formalizó y la lista del gabinete de Carrero Blanco fue aprobada. De algún modo supuso invertir el dominio tecnócrata del gabinete de 1969. El liberal López Bravo, considerado por muchos como el favorito de Franco, fue desestimado como consecuencia directa de la información que le envió a doña Carmen el embajador de España en París, su propio títere, Pedro Cortina Mauri. Doña Carmen no era una persona que perdonase. López Rodó perdió su influencia crucial en la política interior y fue desterrado al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde se le utilizó para dar un aire moderado a un gabinete esencialmente reaccionario. Como vicepresidente y ministro secretario general del Movimiento, Carrero Blanco eligió al relativamente liberal Torcuato Fernández Miranda, un defensor ferviente de Juan Carlos. La camarilla de El Pardo pudo congratularse de la débil presencia de los tecnócratas. José Utrera Molina en el ministerio de la Vivienda tenía una lealtad férrea a Franco. Francisco Ruiz-Jarabo en el de Justicia fue un seguidor entusiasta de José Antonio Girón. Julio Rodríguez, el nuevo Ministro de Educación, era un hombre de instintos violentos. Según Girón, «hubiera podido ser un gobierno apto para los años cuarenta o cincuenta[149]».
Fue una señal tanto de su fe en los instintos reaccionarios de Carrero Blanco como de su propia fuerza menguante el que Franco aceptara la lista con un solo cambio —uno que reflejaba las preferencias de su mujer—. La elección de Carrero del relativamente conciliatorio Fernando de Liñán como ministro de la Gobernación no fue aceptada. Como Carmen y el resto de la camarilla de El Pardo le había convencido de que Carrero Blanco era demasiado blando, Franco insistió en que el ministerio clave fuera para el alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, que desde 1957 hasta 1967 había sido director general de Seguridad bajo el general Camilo Alonso Vega. Arias, un duro partidario del orden público, había comenzado su carrera como fiscal durante la represión de Málaga en 1937. Era uno de los favoritos de la Señora, y su esposa, María Luz del Valle, era una invitada frecuente a sus meriendas. El hecho de que Arias fuera también antimonárquico y estuviera en contra de la solución de Juan Carlos, le hizo incluso más atractivo para la camarilla de El Pardo. Se ha dicho que en la tarde del 6 de junio doña Carmen telefoneó a Arias y le comentó: «Menos mal que te han nombrado. Ahora ya puedo dormir tranquila». No obstante, mientras se desmoronaban las esperanzas de los progresistas, el predominio de los nombramientos de Carrero Blanco significaba que el nuevo gobierno suponía un rechazo a las aspiraciones más ambiciosas del grupo de ultras falangistas que se cernía sobre El Pardo[150].
En respuesta a una ola de malestar político en la industria de Cataluña, de Asturias y del País Vasco, Arias Navarro apretó las tuercas de la represión. Sin embargo, como ministro de la Gobernación no pudo evitar, el jueves 20 de diciembre de 1973, el asesinato de Carrero Blanco, cuyo coche voló un comando terrorista de ETA[151]. La bomba se colocó en una galería subterránea bajo la calle por la que Carrero Blanco pasaba todos los días. La calle estaba a menos de cien metros de la embajada de Estados Unidos, que había recibido el día anterior la visita del secretario de Estado, Henry Kissinger. Por decirlo de una forma suave, fue un golpe terrible para el régimen y un error de seguridad colosal del Ministerio de la Gobernación de Arias Navarro. A partir de entonces, en los círculos monárquicos se alimentaron persistentes sospechas sobre el fallo de los servicios de seguridad españoles y americanos, que no habían detectado la excavación durante varias semanas de la galería bajo tierra. Desde luego, había intereses dentro del régimen a los que no les preocupó la desaparición del hombre encargado de supervisar la transición de Franco a Juan Carlos[152].
El asesinato inevitablemente sacó a la superficie los peores temores de Carmen. La confrontó con la fragilidad de la economía y del bienestar físico de su familia. El propio dictador estaba desolado. Al principio se negaba a creer que hubiera sido un asesinato político y no un accidente. Al asumir la presidencia interina del gobierno, Fernández-Miranda fue a El Pardo y Franco le recibió enfermo de gripe y vestido con una bata a cuadros. Su reacción inmediata fue tambalearse varios pasos, murmurando una y otra vez: «Estas cosas ocurren». Sus únicas instrucciones fueron que el gabinete debía mantener la serenidad. No apareció para rendirle el último homenaje al difunto, cuya capilla ardiente se había instalado en la Presidencia del Gobierno. Parecía completamente abrumado. Era incapaz de comer y se encerró en su despacho[153]. La pérdida hizo mella. Los planes del Caudillo para retirarse de las responsabilidades políticas estaban en ruinas. Achacoso, ahora era más vulnerable que nunca a la camarilla de El Pardo. Surgió un consejillo, con doña Carmen a la cabeza, Cristóbal Martínez Bordiú, su médico Vicente Gil, el general José Ramón Gavilán, el segundo en el mando de la casa militar de Franco, y el sumamente conservador capitán de la marina, Antonio Urcelay Rodríguez, uno de los ayudantes de campo de Franco y amigo íntimo de José Antonio Girón. Doña Carmen era una invitada asidua a la casa de los Gavilán, donde merendaba con su mujer. También era una entusiasta de Urcelay[154].
Las diversas facciones del régimen estaban desconcertadas y los ánimos caldeados. El día después del asesinato, el viernes 21 de diciembre, Franco no asistió al funeral por Carrero. Estaba demasiado deprimido para hablar sobre la muerte de Carrero por televisión. Sin embargo, sí recibió poco después una visita del presidente del Consejo del Reino y las Cortes, el falangista Alejandro Rodríguez Valcárcel. Dejó claro que era demasiado pronto para hablar del sucesor de Carrero. Inmediatamente después del funeral, el gobierno celebró una reunión breve en El Pardo, durante la cual Franco lloró desconsoladamente[155]. Poco después, en el almuerzo de ese mismo día, doña Carmen empezó su ofensiva. No paraba de pedirle a Urcelay que sacara el tema del nuevo presidente del Gobierno. Según Vicente Gil: «Estas insistencias de la Señora eran no muy claras, más bien balbucientes, porque no tiene gran facilidad de palabra; pero como existía un cierto nerviosismo en su forma de conducirse esa mañana, el ayudante no se daba por aludido, aunque en definitiva no tuvo más remedio que iniciar una conversación que el Caudillo aceptaba, pero sin intervenir, por lo que el ayudante en cuanto notaba que no seguía la conversación, ponía punto final e incluso sacaba otro tema que condujera el almuerzo a la normalidad…»[156]
A las 6.30, en la triste tarde del 21 de diciembre, doña Carmen, Franco y el capitán Urcelay merendaron juntos. Desde el cercano cementerio de El Pardo se oía la salva de 21 cañonazos que acompañaba al entierro de Carrero Blanco. Una vez más, Carmen presionó a Urcelay para que sacara a colación el tema de la elección del nuevo primer ministro. Esta vez Franco fue más receptivo y siguió una conversación seria. Los tres eran conscientes de que, en medio de la cada vez más profunda crisis energética, era probable que surgieran tensiones sociales a lo largo de 1974. ETA había apuntado a Carrero Blanco precisamente porque los planes del Caudillo para la continuidad del régimen giraban en torno a él. En aquel momento, Urcelay y doña Carmen promocionaban la candidatura de José Antonio Girón de Velasco. Franco parecía receptivo a la idea aunque, cuando se mencionó de nuevo el tema en la cena, se quedó dormido[157].
Fue una muestra elocuente del avanzado estado de deterioro físico y mental de Franco el que Carmen y un mero ayudante pudieran mencionar estos temas, por no hablar del hecho de que influyeran en la resolución final de la crisis. La consecuencia inicial de los comentarios de doña Carmen y el capitán Urcelay fue la eliminación de cualquier posibilidad de que Torcuato Fernández-Miranda continuara como presidente. Pudieron convencer a Franco de que el haberle dado la presidencia del gobierno a Carrero Blanco había sido un error. Doña Carmen y el resto de la camarilla de El Pardo estaban indignados por las sospechas de que Carrero le había prometido a Juan Carlos que, en vez de seguir como el perro guardián del franquismo, dimitiría. En sus imaginaciones calenturientas, habían abierto el camino a lo que temían serían los planes secretos de liberalización de Juan Carlos. Así pues, la prioridad fundamental tenía que ser la eliminación de Torcuato Fernández-Miranda por su conocido compromiso con la causa de Juan Carlos[158].
Después de almorzar en El Pardo el sábado 22 de diciembre, doña Carmen pidió que uno de los ayudantes fuera a la casa del almirante Pedro Nieto Antúnez para relatarle las conversaciones de la tarde anterior. Al parecer esperaba reclutar en ese momento a Pedrolo para que utilizara su propia influencia con Franco en favor de Girón o Carlos Arias. También telefoneó a la mujer de Pedrolo, Emilia Boelo Rouco, una de sus amigas más íntimas, para anunciar la llegada del ayudante e invitarla a ella y a su marido a merendar en El Pardo. Franco sugirió que el ayudante también visitara al presidente del Consejo del Reino y de las Cortes, Alejandro Rodríguez Valcárcel, para informarle de las conversaciones sobre el nombramiento. Pedrolo después acompañó al ayudante a ver a Rodríguez Valcárcel. Concluyeron que la elección recayera en uno de los tres siguientes: Rodríguez Valcárcel, Arias Navarro o Girón de Velasco[159]. Cuando Rodríguez Valcárcel se reunió con Franco la tarde del 22 de diciembre, estaba convencido de que al Caudillo le complacían estos tres candidatos. Se acordó que en la semana siguiente procederían a la elección formal[160]. No obstante, lo que Rodríguez Valcárcel no sabía era que, al llegar a El Pardo, Franco le había dicho a Nieto Antúnez que quería que él sucediera a Carrero Blanco. Pedrolo aceptó de mala gana y empezó a ponerse en contacto con posibles ministros, entre los que se encontraba Fraga, a quien invitó a ser vicepresidente, y López Bravo, al que le propuso el Ministerio de Asuntos Exteriores[161].
Cuando Carmen se enteró, se indignó tanto como Vicente Gil y el resto de la camarilla de El Pardo, ya que sabían que Pedrolo no podía con el gobierno firme que consideraban crucial para los días venideros. Carmen pasó unas Navidades horribles esperando encontrar la forma de que su marido cambiara de opinión. En teoría, Franco no podía simplemente nombrar a su viejo amigo Pedrolo, sino que debía elegir al jefe de Gobierno entre una terna que le presentaba el Consejo del Reino. Este era el cuerpo consultivo más alto dentro del sistema franquista, cuyas responsabilidades eran ayudar al dictador en sus decisiones más importantes. De hecho, diez de sus diecisiete miembros eran directamente nombrados por Franco, mientras que siete eran representantes de otras instituciones franquistas importantes. No cabía la posibilidad de que el consejo no incluyera en la terna el nombre que él pretendía elegir. Pedrolo era aparentemente una elección segura, un amigo personal y compañero de pesca y de partidas de cartas, un militar franquista veterano, no tan modesto como Carrero Blanco pero hecho del mismo patrón. No obstante, había desventajas cruciales. Nacido en 1898, Pedrolo sólo era seis años menor que el propio Caudillo y cinco años mayor que Carrero Blanco. No garantizaba que el problema del sustituto no surgiera de nuevo en un futuro próximo. Además, a pesar de tener credenciales bastante franquistas, era muy probable que confiara en un Fraga abiertamente reformista, del mismo modo que Carrero Blanco había confiado en el tecnócrata Laureano López Rodó. Había rumores que le implicaban en corrupción. Se llegó a decir que tenía un problema con la bebida y que siempre iba acompañado por un marinero cuya función era velar por su seguridad. Con todo esto, la camarilla de El Pardo haría todo lo necesario para impedir su nombramiento.
El 24 de diciembre, Franco le preguntó por puro formalismo a Juan Carlos su opinión sobre el próximo jefe de Gobierno, y el príncipe propuso a Fraga o a Fernández-Miranda. El Caudillo no tenía intención alguna de aceptar ninguna de las dos sugerencias. Después, en la tarde del lunes 24 de diciembre, un Franco visiblemente exhausto tuvo una larga reunión con Alejandro Rodríguez Valcárcel. No dijo nada sobre su reunión con Pedrolo, aunque Rodríguez quedó sobrecogido cuando descubrió que el Caudillo parecía haber abandonado los tres nombres que se habían discutido el sábado. Siguieron la farsa, discutiendo veintidós nombres. Los redujeron a doce, desde Arrese y Girón en la derecha falangista hasta López Rodó[162]. Doña Carmen y Villaverde todavía esperaban que la elección recayera sobre Rodríguez Valcárcel, Girón o Arias. Con este propósito, presionaron a Franco el 25 y el 26 de diciembre. Sin embargo, cuando habló con Rodríguez Valcárcel el mismo 26 de diciembre, quedó claro que no podía ser jefe de Gobierno, ya que el cargo era incompatible con el de presidente del Consejo del Reino. Franco no quería pasar otro proceso tedioso para encontrar un sucesor. Girón era igualmente imposible, puesto que antes debería dimitir como miembro del Consejo del Reino[163]. Así pues, doña Carmen y el resto de la camarilla de El Pardo concentraron sus esfuerzos en promover la candidatura de Arias Navarro.
Cuando Rodríguez Valcárcel visitó El Pardo la mañana del 27 de diciembre, Franco le dijo que por la noche había reducido la lista a cinco: Fernández-Miranda, Fraga, Nieto Antúnez, Arias Navarro y el relativamente liberal ministro de Hacienda, Antonio Barrera de Irimo[164]. Arias era la elección de Carmen, pues era su amigo y su mujer solía ser invitada a las meriendas de la Señora. Asimismo, era uno de los compañeros de partidas de cartas con Franco y amigo de Vicente Gil. Célebre por su línea dura en asuntos de orden público, fue considerado el heredero natural de Alonso Vega, del que había sido protegido[165]. Cuando Rodríguez Valcárcel regresó a las siete aquella misma tarde, estaba convencido de que se marcharía con la instrucción de preparar la terna para que Arias fuera presidente del Gobierno. Para pesar de doña Carmen, el marqués, Vicente Gil, Urcelay y Gavilán, Franco le dijo a Rodríguez Valcárcel que Nieto Antúnez era su elección. Así pues, a lo largo de la noche del 27 de diciembre, doña Carmen trabajó angustiosamente. La cena se desarrolló en un silencio sepulcral, mientras Carmen intentaba que Urcelay sacara de nuevo el tema de la inconveniencia de Pedrolo[166].
Se dice que doña Carmen empezó la operación comentando a su marido: «Nos van a matar a todos como a Carrero. Hace falta un presidente duro. Tiene que ser Arias. No hay otro». Discutieron el problema una y otra vez hasta el amanecer, después durmieron un poco. No obstante, Franco aún no había sucumbido ante la predilección de su mujer por Arias. Uno de los ayudantes del Caudillo más tarde aseguraría a Torcuato Fernández-Miranda que doña Carmen le había contado: «Pasamos la noche a la luna de Valencia, hablando, pensando, dando vueltas a las cosas». Cuando Franco llamó a Urcelay la mañana del 28 de diciembre, su ayudante le encontró todavía en la cama con el pijama y a una doña Carmen ojerosa en camisón. Franco comentó que no habían dormido en toda la noche. Doña Carmen le susurró a Urcelay que su marido se había decidido por Nieto Antúnez. En consecuencia, dijo estar preocupada hasta la desesperación y que se había pasado la noche entera llorando[167].
Vicente Gil se encargó de aprovechar su visita matutina para decirle a Franco que la elección de Nieto Antúnez como jefe de Gobierno significaba la «hecatombe», y acusó a Pedrolo de corrupción en diversos ámbitos. Entonces Urcelay repitió las mismas acusaciones[168]. Finalmente, tras pasar la noche en vela y soportar la presión a primeras horas de la mañana, bajo la funesta mirada de doña Carmen que estaba sentada haciendo punto tenazmente, Franco dio instrucciones a Rodríguez Valcárcel de incluir a Arias Navarro en la terna, diciendo: «Pedrolo tiene casi tantos años como yo y las mismas lagunas de memoria». Más tarde, ese mismo día, el Consejo del Reino eligió la terna, que debidamente incluyó a Arias[169].
En su mensaje de fin de año del 30 de diciembre de 1973, el tributo bastante mezquino de Franco al almirante asesinado incluyó las palabras «no hay mal que por bien no venga». En los círculos internos del régimen eso se interpretó como un reconocimiento de que ahora percibía el período de Carrero Blanco como un error[170]. Las sospechas de los monárquicos están expresadas en las palabras de Luis María Anson: «La muerte de Carrero era un mal. Pero Carrero, al que difícilmente Franco podía eliminar por razones históricas, significaba la garantía de futuro para el príncipe. Su asesinato ha permitido a Franco nombrar a Arias Navarro. Y Arias Navarro —no hay mal que por bien no venga— es la garantía de su familia para el futuro».[171] Que la especulación de Anson reflejara fielmente los procesos del pensamiento de Franco es discutible pero casi con certeza correspondía a los de su mujer. El nombramiento de Arias como sustituto de Carrero Blanco —una respuesta a presiones intensas— fue la última gran decisión política de Franco y no había sido suya. El miércoles 2 de enero de 1974, Carlos Arias Navarro juró su cargo como presidente de Gobierno en El Pardo. Inmediatamente después se fotografió con doña Carmen, a quien se veía contenta y tratando a Arias con una amplia sonrisa. La alegría aparente, que se publicó con mucho bombo en la prensa española el 3 de enero, suscitó bastantes comentarios, ya que no solía mostrar buen humor en público. Es más, tal regocijo estaba prácticamente fuera de lugar en una ocasión así[172].
Sin Carrero, Franco era más propenso a la influencia de doña Carmen[173]. No obstante, el gobierno de Arias era en conjunto menos uniforme de la línea dura de lo que había esperado la camarilla de El Pardo. Lo bastante consciente de los problemas de España, Arias había incluido a unos pocos progresistas y a dos falangistas fanáticos, supervivientes de Girón: José Utrera Molina como ministro secretario del Movimiento y Francisco Ruiz Jarabo como ministro de Justicia. Cuando Arias propuso a Fraga como ministro de Asuntos Exteriores, Franco, que quería que continuara López Rodó, lo vetó. Dada su hostilidad a la solución de Juan Carlos, Arias se mostró inflexible en que no quería a López Rodó y llegaron al acuerdo de que fuera Pedro Cortina Mauri. Cortina, cuyos informes de la embajada de París habían destruido la carrera de Gregorio López Bravo, era el confidente de doña Carmen. Su nombramiento demostró que estaba decidida a asegurar un gobierno firme[174]. Arias había querido que el liberal Fernando Herrero Tejedor encabezara el Movimiento, pero fue desautorizado. La influencia de Girón sobre doña Carmen, Cristóbal Martínez Bordiú y el propio Franco aseguraron el nombramiento del favorito del búnker, Utrera Molina[175]. Para deleite de la camarilla de El Pardo, Arias incumplió totalmente el protocolo al no consultar a Juan Carlos su propuesta del nuevo gabinete. No obstante, Arias Navarro no pudo retroceder en el tiempo, como hubiera deseado. La dimensión de los problemas del régimen le obligó a aceptar incluso más cambios de los que había aceptado Carrero Blanco. Doña Carmen se quedó atónita cuando su protegido se dejó convencer por los liberales de su gabinete de que era posible defender las esencias del franquismo con un cambio de imagen. Para horror de doña Carmen y de todo el búnker, Arias declaró el 12 de febrero de 1974 que la responsabilidad de la innovación política ya no podía recaer sólo sobre las espaldas del Caudillo[176].
Así pues, con el consentimiento de doña Carmen, el búnker utilizaría a Franco para sabotear las iniciativas progresistas de Arias, aunque fueran limitadas. Débil y con la lucidez afectada por la medicación, regresó a una mentalidad de guerra civil en la que incluso se le pasaría por la cabeza que algunos de los ministros de Arias eran masones. Las preocupaciones de doña Carmen, como las de los franquistas de la línea más dura, estaban provocadas por el derrumbamiento de la dictadura de Portugal, el 25 de abril de 1974. La mala noticia era mucho más alarmante, ya que la salud de su marido iba deteriorándose. El 26 de junio, Fraga consideró que estaba distante del mundo real: «escucha pero no oye[177]». Aconsejado por Vicente Gil, un Caudillo senil fue hospitalizado el 9 de julio para que se le tratara una flebitis en la pierna derecha. La decisión de Gil de que fuera hospitalizado provocó una enemistad implacable con el marqués de Villaverde, a la que doña Carmen se vio inevitablemente arrastrada. El tratamiento se complicó por las incompatibilidades entre sus diversos achaques. El 19 de julio, como el estado de Franco empeoraba, Arias llegó a la conclusión de que debía activar el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado, por el cual Juan Carlos tomaría posesión del cargo de jefe de Estado en funciones. Arias y Gil le instaron a firmar, cosa que hizo. Doña Carmen y Villaverde estaban furiosos. El marqués le espetó a Gil: «¡Vaya flaco servicio que has hecho a mi suegro! ¡Vaya buen servicio que has hecho a ese niñaco de Juanito!». Las reivindicaciones de Alfonso de Borbón-Dampierre estaban muertas definitivamente. La cólera de doña Carmen era incontenible. Le gritó a Gil diciéndole que le hacía responsable de las consecuencias de lo que había hecho. Cuando intentó justificar sus acciones con los intereses de Franco, lo interrumpió en seco y le espetó: «Nada, has hecho lo peor que podías haber hecho a Paco».[178] En realidad, dado que tenía sus propios planes para una reforma futura, Juan Carlos era extremadamente reacio a convertirse en jefe de Estado de manera temporal.
Doña Carmen y Cristóbal Martínez Bordiú estaban deseosos de que Franco siguiera al mando. Es más, el 24 de julio el Caudillo había mejorado y el doctor Manuel Hidalgo Huerta, el director del Hospital Provincial de Madrid, declaró que estaba mejor y podía irse de vacaciones donde quisiera. Vicente Gil y Cristóbal Martínez Bordiú ya habían llegado a las manos fuera de la habitación de Franco. A finales de julio la hostilidad entre ellos llevó a doña Carmen a reemplazar a Gil como médico personal de Franco por el doctor Vicente Pozuelo Escudero. Gil se quedó destrozado cuando doña Carmen le dijo sin darle importancia: «Médicos hay muchos, Vicente, y yernos solamente hay uno». Se quedó incluso más estupefacto cuando, como reconocimiento a sus cuarenta años de servicio leal a Franco, le envió un televisor de la gran reserva de regalos no deseados de El Pardo. Se negó a desempaquetarlo, diciendo a sus hijos: «Mirad, hijos, una vida consagrada a un hombre; una vida de lealtad y sacrificio se resume en un televisor».[179]
De hecho, el gesto de doña Carmen fue similar a la forma en que se dice trató al hombre que le había salvado la vida a Franco en 1916 en El Biutz, el doctor Ricardo Bertoloty Ramírez. En 1931 el doctor Bertoloty había dejado el ejército, pero durante la guerra civil había servido en la quinta columna clandestina de Madrid. Después de la guerra, se había convertido en un especialista distinguido en enfermedades venéreas. Cuando se jubiló y se marchaba de Madrid, visitó a Franco en El Pardo por última vez. Mientras recordaban viejas historias, le confesó a su amigo que estaba un tanto nervioso porque se había quedado sin cigarrillos. El Caudillo llamó a un sirviente y le pidió que le trajera un cartón. Durante el resto de la conversación, el doctor se fumó prácticamente el primer paquete del cartón. Cuando Bertoloty se iba, la primera dama entró en la habitación. Después de saludarle, le pidió que le enseñara lo que tenía bajo el brazo, lo miró y extrajo un paquete que entregó al atónito doctor antes de abandonar la habitación con el cartón[180]. Un nivel comparable de tacañería podía apreciarse en el trato de doña Carmen con el doctor Juan José Iveas Serna, el dentista de la familia Franco desde 1961. En veinticuatro años de servicio nunca presentó una factura. Su única compensación fue recibir en una ocasión una caja de brandy español barato del almacén de El Pardo. Cuando Iveas se jubiló y le sucedió el doctor Pedro Viñals Pérez, doña Carmen le dijo: «Pepe, dile a este doctor que con las facturas haga lo que hacías tú». Iveas se quedó atónito, sin entender si las palabras revelaban un cinismo pasmoso o ignorancia. Compensó de forma similar al doctor Manuel Hidalgo Huerta por sus esfuerzos titánicos al operar a Franco durante su enfermedad final. Al distinguido gastroenterólogo le envió dos cajas de vino[181].
Cuando el doctor Pozuelo asumió el cargo el 31 de julio de 1974, reconoció que Franco tenía Parkinson y le preparó un programa de terapia de ejercicio y rehabilitación. Aquello, junto con una dieta más variada, hizo que la salud del Caudillo mejorara y, el 16 de agosto, pudo ir a Galicia en avión para pasar sus vacaciones anuales en el Pazo de Meirás. Allí, como resultado de la campaña de cuchicheos por parte de su mujer y su yerno, empezó a desconfiar de Juan Carlos, temiendo que pudiera hacer volver a su padre como rey a España. Cuando Juan Carlos tomó posesión del cargo de jefe de Estado en funciones, los informes de los servicios secretos sobre sus conversaciones telefónicas con su padre intensificaron los temores de Franco, sin duda alentados por la familia[182]. El 31 de agosto, el equipo médico decidió que Franco se había recuperado por completo. Aunque su hija Nenuca estaba convencida de que su padre no tenía fuerzas para retomar las responsabilidades de jefe de Estado, el Caudillo decidió recobrar sus poderes. De forma precipitadísima, un Villaverde encantado telefoneó a Arias Navarro a su casa de vacaciones en Salinas y al príncipe, que estaba en Mallorca. La decisión se hizo pública el 2 de septiembre. Un paso tan desaconsejable, con Franco claramente incapaz de retomar las responsabilidades ejecutivas principales, ha provocado especulaciones verosímiles acerca de las maquinaciones de Villaverde y doña Carmen, que estaban desesperadamente preocupados por el futuro[183].
A finales de 1974 Franco mostraba signos de senilidad cada vez más alarmantes. El deseo desesperado de la camarilla de El Pardo de que se le viera activo, le hizo unirse a agotadoras expediciones de pesca y tiro con un clima severo. En la primera de estas excursiones en 1975, a principios de enero en Sierra Morena, sufrió una dolorosísima nefritis. Su salud ahora se deterioraba rápidamente[184] Utrera se alarmó de verle cada vez más débil y miedoso[185]. La medicación para el Parkinson le había vuelto asustadizo. Arias finalmente convenció a Franco a principios de marzo de 1975 de que los elementos más reaccionarios de su gabinete tenían que marcharse. Fernando Herrera Tejedor, fiscal del Tribunal Supremo, llegó como la nueva gran promesa liberal en el puesto de ministro secretario del Movimiento[186]. Sin embargo, el 23 de junio de 1975, murió en un accidente de coche cerca de Villacastín, en la provincia de Valladolid. Franco se enteró en una corrida de toros. La noticia le afectó mucho, y la interpretó como una señal de la providencia de que las opciones liberales carecían de aprobación divina[187]. El sucesor lógico debería haber sido el ambicioso segundo en el mando de Herrero, Adolfo Suárez. No obstante, Suárez, como Herrero Tejedor, estaba demasiado comprometido con el aperturismo. En cambio, Franco insistió a un Arias atónito en que el nuevo ministro secretario fuera José Solís. De esta forma el Caudillo estaba reflejando la creencia en los círculos del régimen de que, con el enemigo democrático agrupándose para el asalto, debía rodearse de su leal vieja guardia. Doña Carmen y su yerno, en contacto directo con Girón y Alejandro Rodríguez Valcárcel, el presidente de las Cortes, convencieron a Franco de que alargara la vida de la presente legislatura seis meses. Esperaban con ello obtener el tiempo suficiente para echar a Arias y asegurar la investidura de Solís, Rodríguez Valcárcel o incluso Girón, a la presidencia. La camarilla de El Pardo fue la cinta transmisora para Franco de las opiniones del franquismo sitiado[188].
Se ha sugerido que doña Carmen, presa del pánico, convenció al Caudillo de que no abandonara la política mientras que su yerno, igualmente preocupado, le mantuvo vivo artificialmente[189]. Franco vivo era un llamamiento en última instancia para el búnker. En sus últimos meses utilizaron sus temores y prejuicios, ayudados en sus esfuerzos por su convicción imperecedera de la amenaza siniestra de la masonería[190]. El verano de 1975, el sentimiento de que el régimen se venía abajo era omnipresente. El 22 de agosto, el gabinete introdujo una nueva ley antiterrorista despiadada, cuyas estipulaciones generales englobaban todos los aspectos de la oposición al régimen[191]. La consecuencia inmediata fue una serie de juicios que conducirían al último episodio negro de la vida de Franco. A lo largo de los últimos días de agosto y septiembre, varios tribunales militares condenaron a muerte a tres miembros de ETA y a ocho de la facción terrorista marxista-leninista FRAP, lo que provocó una ola mundial de repulsa. Llovieron las peticiones de clemencia del papa Pablo VI, de los obispos de España y de gobiernos de todo el mundo[192]. Doña Carmen no pudo dormir, pero Franco ignoró las protestas. El 26 de septiembre, confirmó cinco de las penas de muerte. La mañana siguiente al amanecer, los condenados fueron fusilados. Las protestas internacionales se intensificaron con el Papa a la cabeza. La embajada española en Lisboa fue saqueada[193].
Por entonces, Franco estaba adelgazando y tenía problemas de insomnio. El 1 de octubre de 1975, el 39 aniversario de su investidura como jefe de Estado apareció, con doña Carmen a su lado, ante una gran multitud en el palacio de Oriente[194]. La exposición a los fuertes vientos del otoño de Madrid el 1 de octubre desató una escalada de crisis de salud que terminó con su muerte. A finales de mes, se había vuelto a implementar el artículo 11 de la Ley Orgánica y Juan Carlos era una vez más jefe de Estado. El séquito de El Pardo estaba decidido a mantener a Franco con vida a pesar de su sufrimiento intenso, porque el mandato de Alejandro Rodríguez Valcárcel como presidente del Consejo del Reino terminaba el 26 de noviembre. Si Franco lograba recuperarse lo suficiente para renovar el mandato de Rodríguez Valcárcel, la camarilla tendría a un hombre clave en una posición que influiría en la composición de la terna de la que Juan Carlos tendría que escoger a su presidente del Consejo de Ministros[195].
Aunque todos los días después de que doña Carmen le despidiera, Vicente Gil había preguntado por la salud del Caudillo, doña Carmen siempre le impidió ver a su marido. Tal era la mentalidad de asedio de El Pardo. Sin embargo, a finales de octubre de 1975 ocurrió un incidente patético. En su lecho de muerte, Franco llamó a su dentista, el doctor Juan José Iveas Serna, un amigo íntimo de Gil. Para el asombro de Iveas, el Caudillo le preguntó: «¿Es verdad que Vicente está desquiciado y lo han internado en una casa de salud?». Cuando Iveas le contó la verdad, Franco se echó a llorar, farfullando «me han engañado». En ese momento apareció doña Carmen y, al ver a su marido exaltado, le preguntó: «Paco, ¿qué sucede?». «Que me habéis engañado porque me habíais dicho que Vicente estaba desquiciado y por eso no podía visitarme». Doña Carmen confesó: «Te dijimos eso porque no queríamos que te preocuparas». Franco inmediatamente ordenó llamar a Gil[196].
En los días que siguieron la salud del dictador se deterioró rápidamente. El 9 de octubre, mientras yacía rodeado de las máquinas que le mantenían con vida, Carmen fue a verle. Le pidió que abriera los ojos. El doctor Pozuelo le estaba tomando el pulso en ese momento y sabía que el Caudillo estaba despierto. Franco siguió con los ojos cerrados, pero el pulso empezó a acelerarse. Su mujer le pidió una vez más que abriera los ojos. Como seguía sin responder, salió de la habitación lentamente. Uno de sus ayudantes leales comentó: «No se dan cuenta de que no quiere que le vean así». Otro observador que había conocido a la familia mucho tiempo, Jaime Peñafiel, interpretó el incidente como el gesto simbólico con el que se expresaban años de resentimiento. Doña Carmen le dijo a Jimmy Giménez-Arnau que, dada su formación militar, Franco nunca hubiera permitido que le vieran despedirse con lágrimas en los ojos —un razonamiento inverosímil dada la frecuencia con que lloraba en público[197]—. Los sucesivos esfuerzos desesperados por mantenerle con vida no estaban produciendo señales de mejoría. En un momento dado Carmen, la hija del dictador, fue con lágrimas en los ojos a implorar a los médicos, incluyendo a su marido Cristóbal: «¿Por qué no le dejáis morir en paz?». Después de que doña Carmen y su hija lo hablaran, se decidió poner fin a los esfuerzos artificiales por mantenerlo con vida. Murió a las 5.25 del 20 de noviembre de 1975[198].
Los temores de doña Carmen, presa de pánico por su futuro y el de su familia, eran infundados. Juan Carlos no la presionó para que abandonara El Pardo. De hecho, le indicó que podía quedarse el tiempo que quisiera. Es más, unos días después de su investidura como rey, le había concedido el título de la señora de Meirás y el de duquesa de Franco a su hija. La Señora residió en El Pardo dos meses y medio más. Supervisó el proceso en el que se empaquetaron cajas de joyas, antigüedades, cuadros y tapices, se apilaron en camiones, junto con los papeles del Caudillo y, o bien se distribuyeron en las diversas propiedades de la familia en España, o bien se esfumaron en refugios seguros en el extranjero. Se ha dicho que algunos de los artículos de un valor incalculable pertenecían a la nación, pero que no hubo vigilancia por parte de los funcionarios del Patrimonio Nacional. En ese momento el consejero delegado gerente del Patrimonio Nacional desde 1957 era el general Fernando Fuertes de Villavicencio. A las seis y diez de la tarde de un día frío, el 31 de enero de 1976, por última vez, una doña Carmen llorosa se fue de El Pardo, después de haberlo vaciado por completo. Tras pasar revista a un guardia de honor, mientras la banda militar tocaba el himno nacional, salió escoltada por el séquito de los marqueses de Villaverde y diversos exministros ultras, entre los que se encontraban Girón y Utrera Molina. Grupos de ultras se concentraron a ambos lados de la carretera a la salida del palacio gritando «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!», y cantando el himno falangista Cara al sol[199].
Se mudó a Madrid y se instaló en el piso de su hija y su yerno en el edificio de su propiedad de la calle Hermanos Bécquer, 8, hasta que, en 1978, estuvo listo su propio piso en el mismo edificio. Según el marido de una de sus nietas: «Todo en la casa estaba reluciente y la calidad de los objetos, cuadros, tapices, colecciones de estatuillas chinas y toros peruanos, era asombrosa». A pesar de la pérdida de Franco, la familia seguía siendo inmensamente rica. Su colección de joyas era inigualable. En el piso había una habitación con las paredes cubiertas desde el suelo hasta el techo por 40 columnas de 20 cajones estrechos que contenían «una mezcla desordenada de joyas: collares, diademas, pendientes, guirnaldas, broches, camafeos y todo», y en otra «los destellos de perlas, aguamarinas, brillantes, diamantes, oros y platas. Los rubíes también dieron su luz, y las esmeraldas y los topacios». «Allí reposaba parte de la colección privada de la Señora que, de seguro, habría enloquecido al joyero más equilibrado». Una de sus nietas dijo: «Las cosas de gran valor no están aquí. Esas están en el banco. Aquí sólo está lo que ella considera de menos importancia». «Eran los regalos de cuarenta años, los halagos en forma de brillo que la oligarquía española y los agradecimientos extranjeros, conocedores del amor que la Señora tiene hacia las piedras y metales preciosos, le habían hecho llegar para obtener su gracia y, consecuentemente, el salvoconducto para consumar asuntos varios. Tener a la Señora contenta cuentan que era una buena inversión».[200]
En el caserón de la finca conocida como Canto del Pico, que le dejó a Franco José María de Palacio y Abarzuza, el conde de las Almenas, había toneladas de regalos que les habían dado al Caudillo y a su mujer[201]. En otros lugares había almacenes enteros que contenían los obsequios que se habían mandado durante la plenitud de su marido. Y, además de la riqueza que había acumulado, doña Carmen recibía unas pensiones generosas del Estado como viuda del jefe de Estado, de capitán general y de poseedor de varias medallas. Se ha estimado que el valor conjunto de las pensiones le daba unos ingresos que doblaban a los del presidente del Gobierno[202]. A pesar de las pensiones y los títulos que les concedió el rey a ella y a su hija, se le oía comentar amargamente: «¡Menos mal que Paco no ha llegado a ver lo que han hecho conmigo! Ingratitud, sólo ingratitud. Me rodea la ingratitud. Me quitaron el coche, me quitaron parte de la escolta y me echaron de El Pardo. Todo es ingratitud».[203]
Era generosa con la familia. Como había hecho con su sobrina Pilar Jaraiz en 1935, en 1977 se encargó de reunir el ajuar de su nieta María del Mar (Merry). Uno de sus grandes placeres se lo producían las bodas de alta sociedad y la de Merry y Jimmy Giménez-Arnau, en el Pazo de Meirás, le permitió volver a lucirse[204]. El resentimiento de doña Carmen contra lo que percibía como la ingratitud de los demás no lo mitigaba la riqueza espectacular que la rodeaba. Es más, su generosidad se limitaba a su familia inmediata. La hermana de Franco, Pilar, se quejaba amargamente de que no se la diera ni un solo recuerdo en memoria de su hermano: «No me han ofrecido ningún recuerdo personal. He pedido hace tiempo a su familia un par de cuadritos de los que él pintaba. Todavía los estoy esperando. No tengo ni un recuerdo personal. ¡Nada!». Pilar estaba igualmente dolida porque Carmen nunca la invitaba a ninguna de las misas que decían en memoria del Caudillo[205].
Casi todos los días Carmen oía misa en la capilla de su propio piso. Según su confesor, sus actividades principales eran el bordado, leer las revistas del corazón y ver la televisión[206]. Al principio, se la vio en algunas de las conmemoraciones ultraderechistas por la muerte de su marido. No hablaba y su contribución se limitaba a su presencia simbólica y al hecho de que hiciera el saludo fascista. O bien por falta de interés o por vergüenza, a menudo se limitaba a saludar con la mano. Después de un tiempo, dejó de asistir y se recluyó en el silencio. En su piso vivió pensando en su marido, rezando y pasando el tiempo con su familia[207]. Según las elocuentes palabras del hombre que estuvo casado por poco tiempo con su nieta: «Es la diosa de la decadencia. Con una entereza a prueba de dinamita. Con un espíritu absolutamente entregado al recuerdo del general. Vive en una alta e inmensa nube de la que apenas desciende, si acaso para solucionar asuntos minúsculos. Su rumbo es la nostalgia. Desciende unos segundos y enseguida vuelve a ascender a ese silencio donde vive sus últimas horas, deseando más la muerte que seguir viva, puesto que aquí, como suele repetir, “sólo me queda por ver ingratitud”. Cuando lo manifiesta, lo hace sin ninguna clase de rencor. Está desencantada de todo». Le resultaba especialmente difícil de aceptar que las revistas del corazón, como ¡Hola!, ya no prestaran atención a su familia[208]. Desde luego, se sorprendió del notable cambio de actitud en muchos de los que habían sido aduladores cuando era primera dama[209].
También se sentía angustiada por el hecho de que, despojada de las capas protectoras del privilegio especial, la familia fuera atacada por la prensa. Se publicaron los negocios turbios de ciertos miembros de la familia y hubo escándalos sobre sus nietos, que iban desde altercados menores en clubes nocturnos, en los que estuvo implicado Francisco, hasta que María del Carmen abandonara a su marido. En público, doña Carmen se comportaba con una dignidad reservada. La familia también se vio implicada en una serie de accidentes inexplicados. Carmen a menudo estaba preocupada —sus temores se alimentaban de los cotilleos de sus «amigas», que le decían que el gobierno pretendía confiscar riquezas—. También estaba asustada por la integridad física de la familia. En una ocasión sorprendió a su yerno Jimmy, marido de Merry, en la finca del Canto del Pico: «Te traigo un regalo. Como dentro de poco vais a ser más, te traigo esto para que no paséis miedo. Porque vivir aquí, tan apartado en el monte, como vivís, me tiene muy preocupada». Dentro había una ametralladora que la Guardia Civil había regalado al Caudillo. «Detrás de ella venían dos hombres con una caja alargada: madera semioscura quebrada en su tapa y con un aspecto de haber estado en almacén. La abrí y vi un naranjero, una ametralladora».[210] Le afectaron los matrimonios fracasados de sus nietos. La vivaz y bella Carmencita era probablemente su favorita, aunque los idolatraba a todos. El fracaso del matrimonio de Carmencita con el soso Alfonso de Borbón, aunque predecible, hizo mella en la Señora. No obstante, se resignó rápidamente una vez que Carmencita obtuvo la anulación canónica de la Iglesia en 1979[211] Fue igualmente indulgente con el fracaso del matrimonio de Merry con Jimmy Giménez-Arnau. Ella y Jimmy siempre se llevaron bien. Confesó sentir una debilidad especial por él porque su baja estatura le recordaba a su marido[212].
Los medios de comunicación iniciaron un debate respecto a si los papeles de Franco eran la propiedad de su familia o del Estado. Antes de que el tema se resolviera, una colección enorme de papeles de Estado de sus treinta y nueve años de mandato, notas personales e informes secretos, junto con cuadros pintados por el Caudillo, al parecer desaparecieron cuando se incendió misteriosamente el Pazo de Meirás el 18 de febrero de 1978. Carmen estaba desolada. El informe oficial atribuyó el fuego a un fallo eléctrico, pero la familia mantuvo que había sido provocado. Hubo rumores de que se había tratado de una operación para eclipsar el tema de qué pertenecía a la familia y qué al Patrimonio Nacional. Desde luego, las antigüedades y los objetos de arte que se salvaron de las llamas provocaron especulaciones acerca de cuáles pertenecían al Patrimonio Nacional y cuáles podrían aparecer algún día en las subastas de Sotheby’s. Apenas dos meses más tarde, el 25 de abril de 1978, algunas de las posesiones de Franco fueron sustraídas durante un robo en Valdefuentes[213]. A continuación, el 12 de julio de 1979, doña Carmen y el marqués de Villaverde salvaron sus vidas por poco cuando el hotel Corona de Aragón, en Zaragoza, se incendió y murieron 80 personas. Con otros muchos franquistas veteranos, estaban hospedados en el hotel para asistir a la entrega de despachos a los cadetes de la academia militar, entre los que estaba el hijo de Villaverde, Cristóbal Martínez-Bordiú Franco. Doña Carmen estuvo hospitalizada durante poco tiempo por la intoxicación del humo. La familia estaba convencida de que habían sido el blanco de un intento de asesinato, aunque la investigación oficial localizó la causa del incendio en las cocinas del hotel. Menos de tres semanas después, otro incendio consumió la casa de Canto del Pico. El 7 de febrero de 1984, doña Carmen se hundió cuando su biznieto, Francisco Luis de Borbón, murió en un accidente de coche que conducía su padre, Alfonso de Borbón[214].
A pesar de los rumores sobre su afección cardíaca, se conservó con buena salud hasta entrados los ochenta. No obstante, en sus últimos años la artritis constante y su corazón débil le hicieron difícil andar sin ayuda. En el otoño de 1987 la arteriosclerosis finalmente empezó a hacerse sentir. Atendida por el doctor Pozuelo, prácticamente pasó los dos últimos meses de su vida en cama. Se resignó a la muerte, se negó a que le administraran sedantes y sólo hablaba del deseo de reunirse con su marido. Murió mientras dormía de una neumonía bronquial a las siete de la mañana del 6 de febrero de 1988. Su confesor, el padre Gregorio Isabel Gómez, declaró a la prensa que le había dado la extremaunción un mes antes. Su sólido mausoleo de granito, completo con un campanario, ya se había preparado en El Pardo en un terreno que pertenecía al Patrimonio Nacional bajo las órdenes de Fernando Fuertes de Villavicencio. Su ataúd se expuso en la capilla de su piso. Entre los que fueron a rendirle homenaje se encontraban la reina Sofía, Carlos Arias Navarro y diversos exministros, entre los que figuraban José Solís y Manuel Fraga. También acudieron los líderes neofascistas Blas Piñar y Mariano Sánchez Covisa. Se formó una larga cola de mujeres de mediana edad bien vestidas para firmar en el libro de pésames. El dictador chileno, Augusto Pinochet, y la Confederación Nacional de Excombatientes enviaron grandes coronas. Se la enterró en el cementerio de El Pardo el 7 de febrero. El rey y la reina asistieron a la ceremonia. La gran multitud que asistió incluía a muchos franquistas, que hicieron el saludo fascista al aparecer las figuras principales del búnker, entre ellos Blas Piñar. Cantaron el himno falangista Cara al sol y gritaron «Franco, Franco, Franco». Cuando aparecieron los oficiales involucrados en el intento de golpe de Estado del 23-F, hubo gritos de «Tejero, libertad» y «Vivan los militares decentes». El rey fue blanco de insultos, incluyendo «traidor[215]». Meses después de su muerte, la familia vendió sus propiedades, antigüedades y joyas[216].
Casi todas las necrológicas fueron favorables. La prensa de derechas fue manifiestamente aduladora, vinculándola con lo que consideraban los logros de su marido. Incluso la prensa más liberal elogió su discreción en sus últimos años y subrayó el hecho de que se hubiera abstenido de utilizar su considerable influencia sobre la extrema derecha para intervenir en la política. Sin embargo, en Diario 16 la necrológica tomó la forma de un poema especulativo firmado con el seudónimo Secondat:
Si Franco hubiese tenido por compañera una mujer sensible e inteligente.
Si Franco hubiese tenido por compañera un ser humano bondadoso, tolerante y abierto a la reconciliación.
Si Franco hubiese tenido por compañera una persona inquieta y preocupada por la suerte de los pobres.
Si Franco hubiese tenido por compañera una mujer de miras elevadas y desinteresada de los regalos del mundo.
Si Franco hubiese tenido por compañera una persona de alma limpia y corazón generoso.
Si Franco…
No es fácil la tarea de mejorar el dictador. Pero todos empeoraron por culpa de alguien.
A la hora de emitir un juicio sobre doña Carmen, su primer biógrafo, Ramón Garriga, indicó las dos áreas principales donde su influencia fue perniciosa. La primera fue que no contuviera la mano de su marido en la sangrienta represión durante la guerra civil. La segunda, que no le presionara para jubilarse cuando sus aptitudes mentales y físicas empezaron a deteriorarse en la segunda mitad de los años sesenta[217]. Si Carmen Polo hubiera sido distinta, de haber poseído la generosidad de espíritu de la que según Garriga y Secondat adolecía, no hay duda de que podría haber sido una fuerza de inmenso bien. No obstante, es difícil imaginar que este hubiera sido el caso. Carmen descendió de su nube de fantasías sólo cuando su codicia le impulsó a ello. En cualquier caso, es inconcebible que Franco hubiera escogido como esposa a la clase de mujer descrita por Secondat. La Señora, la Caudilla, la Generalísima, fue en todos los sentidos el espejo del Caudillo, el Generalísimo.